Notas sobre una ilusión
Autor: Pierre Salama
En los últimos años, tanto desde los gobiernos como desde organizaciones transnacionales, es un lugar común señalar que la desigualdad se redujo en América Latina, y suele apelarse como apoyo al coeficiente de Gini. En el conjunto de América Latina, la indigencia y la pobreza disminuyeron de manera significativa. No obstante, análisis basados en fuentes fiscales, y no solo en las declaraciones de ingresos, dan lugar a resultados menos optimistas: muestran, por ejemplo, que las desigualdades no variaron y que, en estos años, la parte de los más ricos en el ingreso total no solo no disminuyó, sino que se incrementó.
Las desigualdades entre los individuos, grupos y clases sociales son numerosas en América Latina. ¿Han disminuido en los años 2000? Las sociedades latinoamericanas, con sus democracias consolidadas, ¿son menos injustas y más inclusivas que en la década de 1990?
Las desigualdades son numerosas, citemos las principales: entre pobres y ricos; entre aquellos que no tienen patrimonio y quienes poseen uno desde el nacimiento; entre diferentes situaciones fiscales; entre inmigrantes y ciudadanos plenos; entre aquellos que pueden acceder a una buena educación y quienes no tienen otra opción que recibir una de menor calidad; entre hombres y mujeres; entre trabajadores, ante los despidos o las condiciones de trabajo; entre quienes trabajan en pequeñas empresas y quienes lo hacen en las grandes; entre trabajadores formales e informales; entre personas de diversos orígenes étnicos; y, de una manera general, entre los ingresos.
La mayoría de esas desigualdades tienden a estar vinculadas. La probabilidad de no recibir una educación de calidad es obviamente mayor para los hijos de personas pobres, incluso de grupos de ingresos modestos, que para los niños de clase media; la probabilidad de tener un empleo precario, peor remunerado, es más elevada para los más pobres, las mujeres, los negros o los indígenas.
Según los discursos oficiales, habría menos desigualdad entre los ingresos, una reducción de la pobreza y una disminución de los ingresos de los más ricos.
La cuestión es saber si estas desigualdades han tendido a disminuir y si las sociedades latinoamericanas en los años 2000 son más o menos inclusivas. Una respuesta positiva parece evidente, sobre todo en los países dirigidos por gobiernos progresistas. Existe menos pobreza, pero la relación entre indigencia rural y urbana no ha cambiado mucho. No hay entonces convergencia de los niveles de pobreza extrema entre el medio rural y el urbano. La tasa de pobreza rural extrema sigue siendo ampliamente superior a la observada en el medio urbano. Lo lógico sería que el objetivo de reducción de la pobreza privilegiara el medio rural, simplemente porque conviene atacar en forma prioritaria la pobreza allí donde es mayor. ¿Menos desigualdades entre hombres y mujeres? Es preciso observar que las desigualdades de ingresos según género no han disminuido de manera significativa y, en el peor de los casos, han perdurado. Además, en numerosos países de América Latina el derecho al aborto sigue estando prohibido. Sí se verifican menores desigualdades según el color de piel: en Brasil, por ejemplo, se implementó una política de discriminación positiva para facilitar el ingreso de un número mayor de jóvenes negros a las universidades, a las que no hubieran podido ingresar debido a la baja calidad de las escuelas secundarias públicas. Pero una política como esa también desemboca en el financiamiento público de universidades privadas de calidad mediocre, y en general estas iniciativas terminan beneficiando a aquellos cuyos padres tienen un nivel de ingresos a menudo superior al promedio. Una política que apuntara a mejorar las escuelas públicas primarias y secundarias sería más eficaz, pero también más costosa. Por último, en algunos países andinos se ha puesto en marcha un proceso de ciudadanización en favor de los indígenas (principalmente, en Bolivia y Ecuador). En definitiva, según los discursos oficiales, habría menos desigualdad entre los ingresos, una reducción de la pobreza y, sobre todo, una disminución de los
ingresos de los más ricos (tramos del 1%, 5% y 10% de quienes ganan más), algo sorprendente y que no se observa en los países desarrollados, donde más bien ocurre lo contrario. Se habría producido una reducción de las desigualdades tal que algunos países, como Brasil, sueñan con convertirse en países de clases medias. Pero la distancia entre el espejismo y la realidad es grande, y bastó con un aumento de precios del transporte para desencadenar movilizaciones masivas contra la mala calidad de los servicios públicos, poco dignos de un país “convertido” en uno de clases medias, lo que dejó al descubierto la mala calidad de la enseñanza, los procesos de desclasamiento (movilidad social descendente), de desafiliación, etc. En este artículo vamos a presentar, sobre todo, la evolución en la desigualdad de los ingresos, con la observación de que esta no determina de manera absoluta el conjunto de las desigualdades, pero tiene un peso preponderante.
La disminución de las desigualdades en los ingresos, ¿es tan importante como se declara desde los gobiernos? Los ricos, ¿han conocido una disminución relativa de sus ingresos en la década de los 2000?
Las desigualdades en los ingresos aparentemente han disminuido en los años 2000.
En América Latina, y en particular en los países dirigidos por los gobiernos llamados “progresistas”, los salarios han aumentado más rápidamente que la productividad, el empleo informal ha bajado en términos relativos, el desempleo también ha disminuido, el gasto social se ha acrecentado y la pobreza se ha reducido desde hace unos diez años. Sin embargo, las desigualdades en los ingresos siguen siendo muy elevadas, al contrario de lo que sucede en los países desarrollados, donde habrían disminuido ligeramente en los últimos diez años. No obstante, esta evolución es puesta en duda por estudios recientes: medidas a partir de datos fiscales, estas desigualdades no habrían ni disminuido ni aumentado, e incluso la parte de los más ricos en el ingreso global se habría acrecentado. Con las consecuencias de la crisis de 2014, los resultados positivos obtenidos fueron cuestionados a partir de 2015.
Pero, ¿qué ocurre con la disminución de las desigualdades según los datos oficiales? Podemos medir la distribución según dos criterios: el llamado “funcional”, referido a los beneficios y los salarios, y el “personal”, referido a los ingresos percibidos por las personas o los hogares. Tratemos aquí la distribución personal. En América Latina, las desigualdades son muy altas, ya sean las que conciernen a los ingresos o aquellas centradas en el patrimonio. Nos limitaremos aquí a las primeras. Entre las numerosas formas de medir, aquí privilegiaremos dos: el coeficiente de Gini y la relación entre los deciles (o quintiles). El coeficiente de Gini es un indicador global de desigualdades que pone en relación porcentajes de población y porcentajes de ingreso distribuido. Población e ingresos forman los dos lados de un cuadrado. El cruce de las ordenadas y las abscisas define lo que se denomina curva de Lorenz, más o menos alejada de la diagonal del cuadrado, es decir, de la igualdad perfecta. La superficie existente entre la curva de Lorenz y la diagonal, respecto de la mitad de la superficie del cuadrado, constituye el indicador de desigualdades. Cuanto más se acerca la curva a la diagonal, menor es la superficie y menor el coeficiente de Gini, y a la inversa. Con un mismo nivel global de desigualdades, podemos tener varios tipos de desigualdades según la forma tomada por la curva de Lorenz: por ejemplo, cuando el aumento de la parte de los primeros deciles de ingreso es compensado por la disminución de la parte de los que les siguen. Es eso lo que explica que utilicemos como complemento las relaciones entre los deciles más ricos y los deciles más pobres o, de manera aún más sofisticada, indicadores de polarización del ingreso. Si el coeficiente de Gini disminuye, la igualdad es mayor.
Entre 2003 y 2013, en Argentina el coeficiente de Gini pasó de 0,519 a 0,416; en Brasil, de 0,58 a 0,524; en México, de 0,542 (2003) a 0,539 (2012); en Colombia, de 0,56 a 0,549; en Bolivia, de 0,604 a 0,476 (2012). En algunos países, la reducción es importante; en otros, no tanto. Según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), la relación entre el 40 % de los hogares más pobres y el 10 % de los hogares más ricos disminuyó igualmente con mayor o menor fuerza. Así, en Argentina, entre 2004 y 2012, esa relación pasó de 21,8 a 11,9; en Brasil, entre 2001 y 2013, de 32,1 a 18,2; en México, entre 2002 y 2012, disminuyó de 15,1 a 14,1; en Bolivia, entre 2002 y 2011, de 30,3 a 12,1.
En el conjunto de América Latina, la indigencia (pobreza extrema) y la pobreza disminuyeron de manera significativa. En 2002, el porcentaje de hogares indigentes fue estimado por la CEPAL en 19,3 % y, en 2013, en 11,7 %. Mientras tanto, el porcentaje de hogares pobres pasó de 43,9% a 28,1% entre las mismas fechas. Se trata de promedios que esconden evoluciones distintas según el país. Tomemos dos casos extremos: en Brasil, entre 2001 y 2013 el porcentaje de hogares indigentes pasó de 10 % a 5,3 %, y el de hogares pobres se redujo de 30 % a 14,1 %. En México, entre 2002 y 2012, esos porcentajes pasaron de 9,1% a 10,4% respectivamente para los hogares indigentes, es decir, un ligero aumento; y de 31,8% a 29,9% para los hogares pobres, es decir, una ligera disminución.
¿Qué es lo que explica a la vez la reducción de las desigualdades en el ingreso y la baja consecutiva de la pobreza? ¿Se debe esto a una reforma del sistema fiscal?
Pero, ¿qué es lo que explica a la vez la reducción de las desigualdades en el ingreso y la baja consecutiva de la pobreza? ¿Se debe esto a una reforma del sistema fiscal? La respuesta es negativa. El sistema fiscal no fue reformado en profundidad. Algunos impuestos aumentaron, a veces se redujeron las tasas de imposición y las exenciones se han multiplicado, de forma tal que el sistema fiscal se ha vuelto demasiado complejo, probablemente más opaco aún y, sobre todo, más regresivo. Por último, la evasión fiscal se ha acrecentado. El coeficiente de Gini baja un promedio de dos puntos una vez que se consideran los efectos sumados de los impuestos directos y las transferencias monetarias, mientras que en los países avanzados baja de 10 a 15 puntos según el país. Esto se explica debido a que en América Latina existe una proporción de impuestos indirectos relativamente más importante que en los países desarrollados. Con frecuencia, estos impuestos son acumulativos, a pesar de la introducción del impuesto al valor agregado (IVA) en algunos países, y alcanzan al conjunto de la población. Los impuestos directos se caracterizan por una progresividad bastante débil y por posibilidades de exención parcial bastante frecuentes, fundamentalmente en los impuestos sobre las empresas. Estudios recientes confirman y precisan el efecto positivo aunque relativamente débil de los impuestos netos sobre transferencias.
Nancy Birdsall, Nora Lustig y Christian Meyer distinguen cuatro tipos de ingresos: a) el ingreso primario, es decir, el conjunto de ingresos percibidos por los individuos, activos o inactivos; b) el ingreso disponible, a saber, el ingreso primario menos los impuestos directos y más las transferencias monetarias; c) el ingreso postfiscal, es decir, el ingreso disponible menos los impuestos indirectos netos de subvenciones y, por último, d) el ingreso final, que incluye una estimación monetaria de gastos públicos en materia de salud y educación. En Brasil, en 2009, en el caso de los pobres (menos de cuatro dólares diarios), debido a las transferencias monetarias condicionadas y a los casi nulos impuestos directos que deben pagar, el ingreso disponible aumentó 33 %. Por su parte, el de las categorías vulnerables (entre cuatro y diez dólares diarios) aumentó 8,4 %, mientras que el de los ricos (más de 50 dólares por día) disminuyó 6,2 %, en la medida en que estos últimos pagan impuestos directos. En las clases medias (entre 10 y 50 dólares por día) se mantiene relativamente estable.
En el conjunto de América Latina, la proporción correspondiente al gasto social en el gasto público ha aumentado a lo largo de estos últimos 20 años.
La incidencia de los impuestos indirectos difiere fuertemente según los niveles de ingresos. El ingreso postfiscal de los pobres aumenta 15,1 % en relación con el ingreso primario. El ingreso postfiscal de las clases medias se recorta 14 %, y el de los más ricos, 20,7 % en relación con su ingreso primario respectivo. Al final, las desigualdades disminuyen levemente. Solo considerando el ingreso final (es decir, incorporando gasto público en salud y educación), podemos observar una fuerte progresividad de la que se benefician los pobres y los vulnerables: para los pobres, este ingreso es 125,8 % más elevado que su ingreso primario; para las categorías vulnerables el aumento es de 23,2 %, y se reduce a 6,6 % para las clases medias y a 19,7 % para los ricos.
¿Y los gastos sociales? Estos han aumentado de manera significativa en muchos países, pero su efecto inmediato en la distribución de los ingresos es relativamente débil, con excepción del pago de las jubilaciones indexadas al salario mínimo, que ha tenido fuertes aumentos en algunos países como Brasil. En América Latina, el gasto social se compone de gastos en salud, en educación y en seguridad social (jubilaciones y pensiones, y distintas ayudas como asistencia, vivienda, etc.), a los que se agregan diferentes transferencias monetarias dirigidas a las capas de la población más expuestas. La diversidad de situaciones hace difícil comparar la incidencia de los gastos públicos en el producto interno bruto (PIB), al ser a menudo diferentes los criterios considerados, por ejemplo porque en algunos países ciertos gastos están incluidos en el gasto social, y en otros no. El ejemplo más clásico refiere a los gastos que conciernen a la protección social: en México o en Chile, por ejemplo, el sistema de jubilación es principalmente un sistema de capitalización. Aunque las contribuciones no sean obligatorias o solo lo sean parcialmente, no son contabilizadas en los gastos del Estado sino en los de los particulares. Lo inverso sucede en un sistema de reparto, como el de Argentina o Brasil, en el que las contribuciones obligatorias (al menos en lo que concierne a los empleos formales) dan lugar a prestaciones que se incluyen en los gastos sociales.
Con todo, en el conjunto de América Latina, la proporción correspondiente al gasto social en el gasto público ha aumentado a lo largo de estos últimos 20 años. En 1992-1993, representaba 50 %; en 2002-2003, 63,4 %; y en 2010-2011, 65,9 %. Como paralelamente la incidencia del Estado en el PIB en América Latina se ha incrementado, sobre todo en los países conducidos por gobiernos progresistas, el peso del gasto social en el porcentaje del PIB creció en promedio: mientras que en 1992-1993 representaba 12,5 % del PIB, en 2002-2003 se elevó a 15,6 % y en 2010-2011, a 19,2 %.
La amplitud del gasto social en porcentaje del PIB es diferente de acuerdo con el país. Según Lustig, Carola Pessino y John Scott, en 2009 en Argentina alcanzó 20,6 %, en Bolivia 14,7 %, en Brasil 16,2 % y en México 10 %. Cuando descomponemos el gasto social según si se destina a transferencias monetarias, a la salud, la educación o a las pensiones (ligadas a las contribuciones obligatorias), podemos observar una heterogeneidad bastante marcada entre los países. En 2009, los gastos en educación se elevaron a 6,7% del PIB en el conjunto de la región: 8,3 % en Bolivia, 5,3 % en Brasil y 4,5 % en México (2010). Los gastos en salud fueron de 6,2 % del PIB: 3,6 % en Bolivia, 5,2 % en Brasil y 3,1 % en México (2010). Las pensiones, 7,2 % del PIB: 3,5 % en Bolivia, 9,1 % en Brasil y 2,6 % en México (2010). La importante diferencia entre Brasil y México se explica por la existencia de dos sistemas de jubilación diferentes. Cuando consideramos finalmente las transferencias monetarias, para la mayoría de las transferencias condicionadas, conocidas como Bolsa Familia en Brasil, Oportunidad en México, etc., se observa que su incidencia en el PIB es reducida y que existen diferencias igualmente importantes según los países: en Argentina, 0,8 % del PIB; en Bolivia, 0,7 %; en Brasil, 0,7 %; y por último, en México, 0,8 %.
El impacto del gasto social en la distribución de los ingresos es inmediato y diferido. Inmediato, porque las transferencias monetarias condicionadas tienden a disminuir levemente las desigualdades de ingresos y porque, como en algunos países donde han aumentado con fuerza, entre ellos Brasil, las jubilaciones mínimas son indexadas según la evolución del salario mínimo. Al contrario de lo que se dice generalmente, la política asistencial tuvo poco impacto en los valores de la pobreza en razón de su poco peso respecto del PIB. Lo que explica la reducción de las desigualdades es sobre todo el aumento de los salarios (que explica la baja de 41 % de la pobreza en Brasil), el cuasi pleno empleo y la disminución de la informalidad. Por último, el impacto es diferido en la medida en que una mejor salud y una escolaridad más prolongada y de mejor calidad constituyen precondiciones para una mayor movilidad social, y esta puede permitir que en el futuro disminuyan las desigualdades de ingresos.
Es el funcionamiento del mercado de trabajo lo que mejor explica la disminución de las desigualdades de ingresos.
Entonces, es el funcionamiento del mercado de trabajo lo que mejor explica la disminución de las desigualdades de ingresos. Los aumentos de salario son, a la vez, producto de decisiones políticas –la decisión de aumentar fuertemente el salario mínimo en algunos países como Brasil– y, paradójicamente, de la combinación de una inserción en la división internacional del trabajo cada vez más problemática y una oferta de trabajo más calificada. Más precisamente, la oferta y la demanda de trabajo atraviesan una evolución en tijera en la mayoría de los países. La oferta es cada vez más calificada debido a una prolongación de la duración de los estudios. En cambio, la demanda de trabajo lo es cada vez menos por dos razones: a) el peso de las ramas caracterizadas por un bajo nivel tecnológico crece en términos relativos mientras que el peso de las ramas de tecnología alta y media-alta declina de manera relativa; las empresas que utilizan técnicas poco complejas tienden a privilegiar los empleos no calificados o poco calificados, al contrario de las otras; b) los sectores de servicios y comercio, naturalmente protegidos de la competencia internacional, absorben cada vez más empleos y, salvo excepciones, utilizan trabajadores poco calificados. De este efecto tijera entre oferta y demanda de empleo se deriva un proceso de desafiliación y desclasamiento. Un asalariado calificado que tiene un empleo que no corresponde a su calificación percibe un salario que no se corresponde con sus años de estudio. Estos asalariados, sin duda, ganan más dinero en relación con aquellas personas que han tenido menos estudios, pero la diferencia entre los ingresos de las dos categorías se reduce, con excepción de los sectores más calificados.
Nuevas medidas de las desigualdades ponen en cuestión estos resultados
Actualmente se están llevando a cabo estudios en Brasil y en otros países, como Colombia, para mensurar la desigualdad de ingresos que surge de métodos que se apoyan exclusivamente en encuestas. Aquí presentamos los realizados en Brasil. Hoy es posible cuestionar la magnitud de la disminución de la desigualdad de ingresos gracias al acceso a las declaraciones fiscales, acceso antes limitado o vedado a los investigadores. Estos estudios combinan evaluaciones a partir de las declaraciones fiscales para el 10 % más rico y evaluaciones provenientes de las encuestas para el 90 % restante.
La desigualdad de ingresos sería mucho mayor que la anunciada por las encuestas: estas revelan una subestimación sistemática de la participación de las capas más ricas en el ingreso nacional y, al contrario de lo que se había anunciado, su participación aumentó, lo mismo que se observa en los países desarrollados. En Brasil, no solo la participación de los estratos más ricos (0,1 %, 1 % y 5 % de la población con mayores ingresos) es superior a la indicada por las encuestas de la Pesquisa Nacional por Amostra de Domicilios (PNAD), sino que también la brecha de ingresos dentro de estas categorías es mucho más importante. Según Marcelo Medeiros, Pedro Souza y Fabio Avila de Castro, la relación entre el ingreso medio del 0,1 % y el del 1 % alcanza a 43,2 veces si se utilizan los datos fiscales, frente a las 24,2 veces que exponen los datos de la PNAD entre 2006 y 2012, por ejemplo. Igualmente, la relación entre el ingreso medio del 0,1 % y el del 5 % es de 24,6 veces según datos fiscales, frente a 10,1 veces según la PNAD; entre el ingreso del 1 % y el del 5 % es de 56,7 y 41,6 veces respectivamente. La subestimación sistemática de los ingresos del 10 % más rico por parte de las encuestas se debe fundamentalmente al hecho de que gran parte de ellos son ignorados. Esta subestimación es tanto mayor cuanto más elevado es el ingreso. La razón es simple: se consideran en la distribución personal del ingreso solo los ingresos recibidos por los individuos –los salarios–, los ingresos de los trabajadores por cuenta propia, los dividendos, los intereses recibidos, etc. Ahora bien, los ingresos de los estratos más ricos se tratan cada vez más como ingresos de las empresas y, por lo tanto, son contabilizados como ganancias, y así resulta menos elevada la progresividad del impuesto. De este modo, ni se los considera como ingresos recibidos por individuos ni las encuestas los contabilizan como tales, lo que da lugar a una subestimación de la desigualdad.
En definitiva, las desigualdades de ingresos son más elevadas que las anunciadas, y en especial es cuestionable su reducción. Además, se pone de manifiesto que la disminución de la desigualdad es menor que lo anunciado o directamente nula. Sin embargo, la porción de 30% a 40% de la población ha aumentado considerablemente, y esto ha dado lugar a un marcado descenso de la pobreza relativa. Más que una disminución de la desigualdad, hay una deformación de la curva de Lorenz: el 30% más pobre de la población experimenta una mejora en su nivel de vida, la proporción de sus ingresos en el ingreso global aumenta, pero lo mismo sucede con los más ricos. En lo que se refiere a los más pobres, América Latina se distingue de los países desarrollados, pero se aproxima a ellos en lo que se refiere a los más ricos, incluso en los países conducidos por gobiernos progresistas. El gasto social se ha incrementado, lo que ha abierto la esperanza de que en el futuro estas sociedades sean más inclusivas. Pero al haber optado a menudo por una reprimarización de sus economías en detrimento de la industria, estos países están mal preparados para la crisis de las materias primas y la sufren más fuertemente. Su futuro se vuelve más oscuro, y los riesgos de un incremento de la desigualdad y, sobre todo, de un aumento de la pobreza en los próximos años son elevados. Debido a la creencia de que el desahogo financiero proporcionado por el auge de los productos básicos continuará, los gobiernos, incluidos los progresistas, están mal preparados para el futuro, y las consecuencias podrían ser dramáticas para los sectores más vulnerables de la población.
Fuente: Este artículo se reproduce por gentileza de la revista Nueva Sociedad.