Autor: Ignacio Trucco
La socialdemocracia sostiene una tensión teórica y política con las relaciones capitalistas de producción. La misma no se resuelve de una vez y para siempre, sino que, por el contrario, evoluciona.
Éste es el niño Amor, éste es su abismo.
¡Mirad cuál amistad tendrá con nada
el que en todo es contrario de sí mismo!
El amor. Francisco de Quevedo.
La frivolidad y el tedio que se apoderan de lo existente y el vago presentimiento de lo desconocido son los signos premonitorios de que algo otro se avecina. (…).
El comienzo del nuevo espíritu es el producto de una larga transformación de múltiples y variadas formas de cultura, la recompensa de un camino muy sinuoso y de esfuerzos y desvelos no menos arduos y diversos.
Fenomenología del Espíritu. G. W. F. Hegel.
El vínculo entre las relaciones capitalistas de producción y la socialdemocracia supone cierta complejidad al menos en dos sentidos: por un lado, para la socialdemocracia parece difícil definir, abordar o explicitar el significado de las relaciones capitalistas de producción en el mundo moderno. Por otra parte, la socialdemocracia ha transitado un extenso y contradictorio camino de relaciones políticas e institucionales con el capital. Hay, de este modo, tanto una tensión teórica como una tensión política entre la socialdemocracia y las relaciones capitalistas de producción que no se resuelve de una vez y para siempre, sino que, por el contrario, evoluciona.
Este artículo no tiene por objetivo realizar una historia de esta relación detallando las interpretaciones acerca del capitalismo que han sido importantes para la socialdemocracia y los programas políticos específicos que ésta ha desarrollado frente al capital. Por el contrario, este trabajo se sitúa en un momento previo que no puede ser postergado si se pretende abordar lo anterior con mayor claridad. Concretamente, se intentará definir “el capital” en el marco de una concepción más general de las relaciones sociales de producción en el mundo moderno, con la expectativa de que esta interpretación pueda ser útil para pensar la socialdemocracia y su relación con las relaciones capitalistas de producción.
A fin de lograr este objetivo, se optó por desarrollar el argumento estableciendo un contrapunto con el marxismo, una de las principales perspectivas teóricas que han tenido influencia en los socialdemócratas. Sólo sobre el final del artículo, luego de haber especificado una interpretación del problema, se esbozarán cuatro tesis sobre la socialdemocracia y su futuro
La revolución permanente contra El Capital
Ningún término es inocente. Cada uno trae consigo algo que no se expresa abiertamente. Una idea no declarada que pasa de contrabando en cada mensaje. Indagar sobre “algo” supone pensar la explicitación y la distinción de estos significados que van de polizón en el mensaje. Es este el caso, por ejemplo, se analizará una expresión básica: “el capitalismo”.
Sobran los ejemplos de expresiones cotidianas. “Es natural que esto o aquello ocurra en el capitalismo”, “el capitalismo tiene tales o cuales consecuencias”, en definitiva, solemos decirnos con bastante seguridad que “vivimos en una sociedad capitalista”. Aún aquí, sobre esta idea tan extendida, puede hallarse una sucesión de matizaciones que pondrán en evidencia no tanto su falsedad como su parcialidad. Para ver esto, demos por sentado la primera parte de la expresión “vivimos en” y concentremos nuestra atención en la segunda: “una sociedad capitalista”.
En primer lugar, podemos pensar el término “una”. Es decir, ¿es cierto que hay “una” sociedad capitalista? ¿Son equivalentes los capitalismos estadounidenses, europeo, sudamericano, japonés o chino? Evidentemente, las diferencias son significativas. De hecho, estas diferencias han sido una preocupación explícita de políticos y científicos sociales.
Recientemente se popularizó en el ámbito académico la idea de que existen “variedades de capitalismo” (Hall y Soskice, 2006). Aquella expresión es, probablemente, la más popular entre los actuales estudios de “Capitalismos Comparados” (Aguirre y Lo Vuolo, 2013). En cualquier caso, este enfoque no hizo más que observar diferencias institucionales, culturales, políticas, tecnológicas, entre países, regiones o ciudades, que al mismo tiempo comparten ciertos caracteres que las definirían como capitalistas. Sin embargo, no debe atribuirse excesiva originalidad al término “variedades” ya que la lista de teorías o enfoques que han analizado la multiplicidad de las sociedades capitalistas es muy larga.
¿Es cierto que hay “una” sociedad capitalista? ¿Son equivalentes los capitalismos estadounidenses, europeo, sudamericano, japonés o chino?
Poco antes la llamada Teoría de la Regulación había puesto en evidencia no sólo las diferencias territoriales sino también temporales. Es decir, el capitalismo liberal del siglo XIX no puede ser asimilado sin más al capitalismo de la posguerra. Hay instituciones y regularidades económicas diferentes. Estos autores recurrieron a la idea de que existen diferentes modos de desarrollo capitalista distinguidos por diferentes modos de regulación que articulan patrones de acumulación diferenciados (para una síntesis, ver Boyer, 2007).
Pero también podría ubicarse en el centro de esta problemática al estructuralismo latinoamericano y la tesis que distingue entre países centrales y periféricos. En este caso encontramos una pluralidad de hipótesis en relación con la especificidad de los capitalismos nacionales o regionales. El recorrido biográfico de la figura de Raúl Prebisch, por ejemplo, es una buena manera de reconocer las diferentes formas abordar esta diferenciación (Prebisch, 1983).
Algo similar ocurre con las teorías marxistas del imperialismo (Santi et al, 1971) y su evolución en las teorías de la dependencia (Astarita, 2010). Es decir, que es posible observar una pluralidad de convergencias en torno a la observación de que la expresión “el capitalismo” inmediatamente debe ser matizada por la idea de “los capitalismos” según la infinidad de experiencias particulares e históricas observadas.
Esta matización probablemente alcanzó su expresión más visible y paradójica en el desarrollo mismo de la revolución bolchevique, hecha en nombre de una teoría que había postulado, precisamente, la unidad mundial del capitalismo. El Capital de Marx y el marxismo de Engels enfrentarán en la deriva bolchevique un verdadero test histórico que puso entre paréntesis el desarrollo general y global de la ley del valor.
Primero, Lenin escribe El desarrollo del capitalismo en Rusia (1899), aplicando la categoría de formación económico social[1] y después, en el fragor de la propia revolución, es el propio Gramsci quien explícita esta paradoja en La Revolución contra El Capital (1917). En ambos casos, y desde el punto de vista de este artículo, se trata del mismo problema: la idea de “el capital” no resiste la realidad histórica, hay algo más que puro capital, que hace que los procesos sociales de producción y acumulación de riquezas se diferencien entre sí.
A lo largo de la modernidad estas diferencias se generaron y regeneraron una y otra vez, aún en tiempos de expansión y globalización capitalista. La emergencia de formaciones sociales particulares y distinguibles, se impuso con la fuerza de una ley. Se produjo, efectivamente, una revolución permanente contra El Capital que ahora nos coloca frente a un segundo interrogante: ¿qué nos permite seguir hablando de “capitalismo”, si no podemos observarlo nunca de un modo directo, sino mediado por formaciones sociales diferenciadas? Quizá la matización anterior no deba detenerse allí.
Marx y las relaciones capitalistas de producción
Hablar de “sociedad capitalista” puede traer otros equívocos o conceptos no explicitados que, al mismo tiempo, van a resultar claves en la interpretación de la realidad social, económica y política y condicionar, luego, el “qué hacer” que tanto nos desvela. Pero para responder este interrogante convendrá volver sobre la obra a la que se hizo referencia previamente: El Capital de Marx. El contrapunto con ella puede ser muy útil por varios motivos, intentaremos mostrarlo con el desarrollo de los argumentos.
En El Capital es posible encontrar una respuesta más o menos directa a la pregunta: ¿qué es el capital? Y es precisamente esta respuesta la que nos permitirá poner en perspectiva lo dicho previamente.
Tal como se dijo hasta el momento, no habría “el capitalismo”, sino “los capitalismos”. Sin embargo, la primera respuesta que Marx daría a esta observación es que “el capital” no debe ser entendido por su manifestación fenoménica, por ejemplo, como un equivalente de las máquinas y de la productividad del trabajo, o ser asimilado a las características de las empresas y sus estrategias, o aún, ser identificado con los propios capitalistas y las condiciones en las que trabaja y vive el proletariado. El capital no sería, en rigor, una cosa o una clase social o una institución específica, sino que, por el contario, se trataría de una relación social de producción constitutiva de la vida social moderna y cuya expresión fenoménica puede ser más o menos variable.
Entonces, para Marx, “el capital” remite a las relaciones capitalistas de producción y es esta relación a la que debemos conocer e interpelar. Sobre ella se ha escrito en abundancia y la conocemos hasta el detalle. Podemos entonces hacer una síntesis esquemática: Según Marx lo esencial de las relaciones capitalistas de producción se halla en la forma mercantil del valor, es decir, en la organización del trabajo humano en la forma de mercancías.
Dos elementos se desatacan aquí, la mercancía, y el trabajo humano. La primera es la relación social misma, es decir, es la unidad relacional mínima de la que se produce luego el capital. La mercancía se define como una relación social entre seres humanos en la que el intercambio, por sí mismo, se jerarquiza sobre los humanos que intercambian. Las personas se colocan, bajo la relación mercantil moderna, en una relación directa con la cosa intercambiada e indirecta con las personas con la que intercambian. La relación mercantil es, por lo tanto, una relación alienante, ya que las personas pierden consciencia del carácter social del intercambio y lo asumen como una relación natural de la persona con la cosa, expresada en el precio.
El segundo elemento, el trabajo humano (fundamento del valor) es la sustancia misma de la realidad humana, es decir, lo que los seres humanos son realmente, una suerte de principio transhistórico o trascendente (¿teológico?) en el habita la verdad de lo humano mismo. Actividad y consciencia articuladas, que algunos llamarán praxis (ver Mondolfo, 2006), latiendo como una realidad subyacente, trascendente y sustancial, vivificada como la potencia libre de las personas. Evidentemente, este elemento nunca ha salido a luz directamente, sino sólo mediado por relaciones sociales alienantes (como la forma mercantil) desencadenando, como veremos, una historia de lucha de clases. Según El Manifiesto Comunista, “La historia de todas las sociedades hasta nuestros días es la historia de las luchas de clases” (Marx y Engels, 2006:7).
Este humanismo trascendental de Marx se repite sistemáticamente en la totalidad del marxismo y es particularmente notable en sus expresiones filosóficas: desde Lukács a Adorno, pasando por Benjamin, hasta el propio Sartre, todos giran en torno a esta realidad mesiánica de lo humano mismo, puesto en la historia como sustrato y horizonte de redención. Enrique Dussel, cuyo trabajo sobre Marx es definitivamente monumental, llega más o menos a esta conclusión ubicando a Marx en un extenso vitalismo semita, hilvanándolo con el cristianismo paulista, en una suerte de fundamento olvidado del mundo moderno, distinto de la tradición helena (Dussel, 1993).
Luego, tomando estos elementos, cuando en el capitalismo, la relación mercantil alcanza al trabajo humano, entonces se produce una particular relación en la que unos (los que compran) se apropian del trabajo de otros (los que venden), de modo que se apropian no sólo del producto de su trabajo sino también de la realidad de los trabajadores, de la humanidad que los define, es decir, los deshumaniza. Esta es la relación de explotación según Marx, el principio que define a la lucha de clases y lo que determina en última instancia a “la” relación capitalista de producción.
Destacar el “la” es el último paso en la consideración del capitalismo según Marx. El descubrimiento de que el capital no es una cosa sino una relación social de producción es una idea que el pensamiento de Marx sobrepasa. Para éste la relación capitalista de producción (RCP) es la relación social de producción (RSP), es decir, que supone una equivalencia entre estos dos momentos. La relación capitalista determina unilateralmente a la sociedad moderna y la convierte así en una sociedad capitalista. Dicho de un modo probablemente más familiar, las RCP son la estructura sobre la que se levanta la superestructura jurídica y política de las sociedades modernas.
Las consecuencias de esta conclusión serán decisivas en el desarrollo político del marxismo. Toda la tradición marxista, desde Marx en adelante, girará en torno a una meta política última: la destrucción del régimen de propiedad burgués y, por lo tanto, las instituciones políticas y estatales burguesas. Este constituye, casi por definición, el paso necesario hacia una sociedad redimida, en la que el hombre se reconcilia con su propia naturaleza, una sociedad en la que rige el trabajo humano libre (de la última relación social explotación y de clase): el comunismo.
Todas las tradiciones marxistas o comunistas aceptaron esta premisa de última instancia. La ruptura del orden jurídico burgués, es decir, el paso de la democracia burguesa a la dictadura del proletariado constituyó al marxismo en su raíz. Ninguno de los marxistas mencionados renunció nunca a esta determinación en última instancia. Ni Lenin, ni Gramsci, ni Lukács, ni Sartre, ni Althusser, ni ningún autor que haya tenido que abordar la especificidad de lo político y lo estatal matizó el predominio de las RCP, es decir, de la identidad RCP=RSP.
Finalmente, la especificidad de los capitalismos nacionales no constituyó una dificultad terminal para el marxismo. No al menos en lo inmediato. Se lo asimiló, teóricamente, como el desarrollo de una fenomenología contradictoria, tácticamente, como un campo de acción necesario pero transitorio y, finalmente, en términos prácticos, con los marxistas en el poder, en la afirmación nacionalista de los comunismos realmente existentes.
La ruptura del orden jurídico burgués, es decir, el paso de la democracia burguesa a la dictadura del proletariado constituyó al marxismo en su raíz.
La ruptura de una identidad y la emergencia de las relaciones sociales de producción
Pero ¿tiene sentido mantener esta identidad cuando la evidencia es elocuente acerca de, por un lado, la diversidad de formas económico-sociales modernas y, por otro, de sus consecuencias prácticas? En rigor, el marxismo se precipita sobre un atolladero teórico y político del cual no puede salir. En consecuencia, no tenemos más opción que de redefinir las RSP para evitar estas dos dificultades. Sin embargo, para ello, será necesario retroceder y precisar qué da especificidad a las RSP en el mundo moderno y, luego, establecer que formas específicas pueden asumir.
Con el trazo más grueso posible, vamos a partir de una especificidad primaria: a diferencia de las sociedades pre-modernas, en nuestro tiempo, el “orden mundano” ya no se organiza sobre una base mágico-religiosa o, lo que es lo mismo, las relaciones de autoridad entre las personas requerirán una fundamentación mundana, es decir, una fundamentación que provenga de las personas mismas, sin apelaciones a realidades trascendentes.
Esta idea converge con lo que Max Weber llamó el “desencantamiento del mundo”, o “racionalización del mundo”, a la manera de una suerte de principio histórico que oficia de punto de partida para el análisis de todas las RSP posibles. Este principio de racionalización sería, entonces, una suerte de apertura histórica a la que la que se le supo poner un nombre clave: la libertad moderna, una libertad mundana definida por la falta de una determinación trascendental que deja a la humanidad desnuda frente a sí misma en la resolución de los asuntos humanos.
Podemos pensar en dos características esenciales de esta racionalización o libertad moderna: Primero, es un principio negativo, definido por la ausencia de una fundamentación mágico-religiosa, de modo que, en rigor, esta libertad es más bien una falta y no una sustancia mítica humanizada, como ocurría, por ejemplo, en el misticismo marxista.
En segundo lugar, y en línea con lo anterior, este principio de racionalización no desemboca necesariamente en una sociedad secular. Es decir que es posible prever una la condición histórica según la cual este principio de racionalización o secularización puede dar lugar a nuevas mistificaciones, en este caso, “racionales”. Como veremos, estas mistificaciones racionales serán, precisamente, las RSP que nos organizan. Puesto de otro modo, las relaciones de autoridad que se ejercen en todos los ámbitos de la vida social (económica, política, familiar, sexual, etc.) no se resuelven necesariamente de un modo secular, aun cuando tengan efectivamente una fundamentación mundana.
Finalmente, debemos decir que, por su parte, en este mundo, ha precipitado sobre el desencantamiento, la secularidad es sólo un vacío abstracto, una indeterminación simplemente inimaginable en su realidad concreta. La secularidad funciona, en la práctica, como un horizonte de significación, una negatividad que nos moviliza, mientras que las RSP se realizan como relaciones cotidianas mistificadas. La mistificación de las RSP está permanentemente expuesta a la secularidad que le da origen, pero, sin embargo, de un modo negativo, a la manera de una viva contradicción. Probablemente esta característica se comprenda mejor presentando dos RSP modernas fundamentales,
El territorio y el capital como relaciones sociales (antes de la producción)
En el marco de este enfoque no es necesario ni deseable definir una relación social como la RSP dominante. Es posible que distintas RSP convivan y se relacionen entre sí de formas diferentes. Podemos introducir aquí dos de ellas de manera simultánea: el capital, que ya venimos tratando en su formulación marxista y la territorialidad que, podemos adelantar, será decisiva para comprender la emergencia de diferentes formaciones económico-sociales.
Para definir estas dos relaciones conviene repasar algunos aspectos prácticos que caracterizan una RSP en su manifestación concreta. En primer lugar, las RSP refieren a un conjunto de reglas intersubjetivas con las que las personas organizan las actividades humanas y elementos de la naturaleza que intervienen en la producción de riquezas, es decir, de cosas socialmente valoradas. Sin embargo, en el mundo moderno, no cualquier conjunto de relaciones puede ser considerada una RSP. Para que una RSP llegue a ser tal debe tratarse de una relación social legítima, es decir, que debe tener un fundamento acorde con la secularización del mundo. Así, por ejemplo, la esclavitud podría ser considerada una RSP, pero en el mundo moderno tiene una ilegitimidad manifiesta que la suprime como RSP.
Luego, para que una relación social sea legítima y, por lo tanto, sea efectivamente una RSP en el mundo moderno, debe cumplir una condición esencial: debe definirse a partir de un principio de igualdad secular de los seres humanos, por más que, como se indicará a más adelante, esta igualdad secular se materialice, en el curso de su desarrollo, como una relación mistificada.
Así, por ejemplo, el capital o relación mercantil, se definirá, como ocurría en el marxismo, en torno al intercambio mercantil, en el que nuevamente el intercambio se jerarquiza sobre los intercambiantes. Sin embargo, la clave de la relación mercantil o capital es previa: proviene de la presuposición en abstracto de que las partes contratantes son indiferenciadas a priori. Aquí la igualdad secular se expresa en la igualdad de los individuos ante el intercambio.
Para que una relación social sea legítima y sea efectivamente una relación social de producción en el mundo moderno, debe cumplir una condición esencial: debe definirse a partir de un principio de igualdad secular de los seres humanos.
En la territorialidad, en tanto RSP, ocurrirá algo similar. Esta relación podría definirse por la igualdad a priori o abstracta de todas las personas en su condición ciudadana: todos son igualmente integrantes de una comunidad. Puesto de otro modo, en este caso, podría decirse que, en tanto ciudadanos, no existen, a priori, privilegios de estatus, así como en el contrato, a priori, no existen privilegios de clase.
Es importante notar que, en ambos casos, la igualdad secular, se realiza de tal modo que se genera una tensión irreductible entre indiferenciación y diferenciación social, es decir, una tensión que no puede, simplemente, resolverse. Así, por ejemplo, la relación mercantil supone un principio de indiferenciación social que en un primer momento se expone como universal y abstracto: todos son individuos que desean mercancías y todos ellos tan autónomos como inconmensurables. Ahora bien, en la medida en que ese deseo es constitutivo, es inmediato el desarrollo de un principio de diferenciación que no puede suprimirse: el deseo es estrictamente desigual, es decir, las personas son desiguales en su deseo. La relación mercantil debe articular esta tensión y, para hacerlo, se desarrolla a la manera de una mitología. En este caso, las personas suponen que ese deseo es estrictamente caprichoso, personal y previo de su relación con el resto de las personas, un deseo “individual”. Luego, aferrados a esa creencia pretenden entablar, en el intercambio mercantil, una relación con la mercancía y no con sus productores. Algo similar a lo que se vio en Marx y que él denominó el “fetichismo de la mercancía”.
Esta tensión se repite con la territorialidad. Para verlo con claridad hagamos el mismo procedimiento, primero, separemos el momento de la identificación indiferenciada en la que todas las personas se identifican con una comunidad de un modo abstracto sin un contenido específico, donde prima una condición humana vacía a través de una regla común también vacía. Aquí todas las personas son consideradas iguales en abstracto. Pero ello es inmediatamente imposible, es decir, no tiene realidad alguna. Con lo cual, inmediatamente, se especifica como una relación de identificación y pertenencia a una comunidad concreta delimitada territorialmente.
Puesto de otro modo, lo primero constituye un principio de indiferenciación secular, que sólo puede formularse a costa de realizarse como una diferenciación social: cada comunidad territorial es distinta de otras comunidades territoriales. Esta arbitrariedad manifiesta debe ser articulada por la relación territorial tal y como ocurrió con la relación mercantil. Para ello, también se desarrolla a la manera de una mitología. En este caso, una naturalización o sustancialización histórica de la comunidad, cuando, en rigor, se trata de una comunidad estrictamente arbitraria. En este caso, al igual que la mercancía, el ciudadano se sitúa frente a la comunidad como frente a una cosa, evitando por lo tanto los “productores” de la cosa. La patria, por decirlo de algún modo, simplemente, se nos presenta dada y naturalizada.
Nótese que las personas, tanto en la relación mercantil como en la relación territorial, no son exactamente reflexivos en torno de sus actos. Quizá aquí convenga recordar la síntesis de Marx: “ellos no lo saben, pero lo hacen”, aunque Žižek se acerca más a lo que aquí se ha querido decir: “Lo que ellos no saben es que su realidad social, su actividad, está guiada por una ilusión, por una inversión fetichista. (…) Saben muy bien como son las cosas, pero aun así, hacen como si no lo supieran” (Žižek, 2003:60-61). En cualquier caso, y quizá de un modo menos dramático, podría decirse que las RSP nos articulan de un modo más o menos inmediato, no reflexivo, en lo profundo de nuestra subjetividad.
Relaciones sociales de producción y diferenciación social
Sin embargo, hasta aquí, hemos hecho referencia al contenido de estas relaciones sociales, pero todavía no llegan a definirse como relaciones sociales de producción, es decir, no han alcanzado a los procesos de producción de riquezas. En otros términos, es preciso dar un paso más y observar qué sucede cuando estas relaciones pasan a la articulación de las actividades humanas que intervienen en la producción de riquezas.
Es importante notar que, hasta aquí, estas relaciones se definieron por el modo en que colocan a los seres humanos en relaciones directas con entidades mistificadas: el deseo de la mercancía y la identificación con la comunidad. Pasados al plano de la producción de riquezas se produce una situación muy particular ya que las relaciones sociales ahora deben articular relaciones directas entre personas. Dicho de otro modo, estas relaciones deberán articular las relaciones de autoridad que se ejercen en el proceso de producción de riquezas. El resultado de esta articulación será el desarrollo de nuevas diferenciaciones sociales: la explotación, por un lado, y la burocratización, por el otro.
Para el caso de las relaciones mercantiles, por ejemplo, esto se puede ver con bastante claridad. Una persona a cambio de dinero acepta realizar tareas en un proceso de producción que no planifica, que no controla, que le es ajeno. Como puede verse lo que aquí se intercambia es la autoridad misma y no sólo eso, sino que además se trata de formas distintas de autoridad. Mientras que el empresario compra una autoridad directa sobre la actividad, el trabajador recibe dinero que, a su manera, supone cierta autoridad legítima sobre el producto de la actividad, aunque largamente mediada por la formación de los precios. Este intercambio de formas desiguales de autoridad implica una diferenciación social irreductible que la relación mercantil produce cuando alcanza las actividades que rigen el proceso de producción de riquezas. Podríamos llamar a esta relación una relación de explotación que pone al capital de un lado y al trabajo del otro. Nótese que esta definición no requirió, en ningún momento, suposición alguna sobre la sustancia del valor, como ocurría con Marx en torno a la idea de trabajo humano.
Algo similar ocurre con la territorialidad. Cuando la territorialidad se pone en marcha para articular actividades humanas, entonces se produce una nueva cesión de autoridad que implica una diferenciación social necesaria. En este caso, como de lo que se trata es de la identificación y no del intercambio, esta diferenciación se produce en un traspaso de autoridad de quien actúa (quien realiza las actividades humanas concretas) en relación con una norma o regla, que personifica la realidad de la comunidad y que no puede ser general y abstracta, sino particular y concreta y, por lo tanto, puesta por alguien que es ajeno e invisible para el actuante. Así como en la relación mercantil se denominó “trabajo asalariado” a la diferenciación social que emerge de ella, se dirá que, aquí, se produce una relación “burocrática”. El burócrata aplica una regla con la severidad de un sacerdote consagrándola como una realidad natural e inmediata, mistificada.
En este caso, lo central se haya en la lógica de la jerarquización de la norma que el burócrata simplemente asimila y aplica. No habría dificultad alguna si esa norma fuese una universalidad abstracta, sin embargo, como se vio, no existe norma que no requiera una particularidad concreta. Es respecto de esta particularidad concreta de la cual el burócrata se enajena. Por ejemplo, una ley producto del juego de intereses concretos se eleva a norma general y el burócrata la asimila como tal, como una ley de la naturaleza a la que aplica sin mediación consciente. La territorialidad es por lo tanto una RSP tan real como el capital y la interrelación de ambas es el paso siguiente para una buena caracterización del desarrollo socioeconómico, ya no del capitalismo, sino de las sociedades modernas en general.
En este sentido, vamos a decir que, según el enfoque que hemos realizado hasta aquí, en la sociedad moderna estas dos relaciones sociales de producción: el capital y la territorialidad conviven en una relación contradictoria y complementaria conteniéndose mutuamente dándole cierta coherencia estructural a las formaciones económico-sociales específicas. Sin embargo, estas relaciones jamás resolverán las tensiones que mantienen entre sí y, es esperable, que, a lo largo de la historia y en distintos lugares, una relación domine sobre la otra y viceversa.
En todo caso podemos cerrar con una idea simple pero clave: el desarrollo unilateral de cada una de estas formas conduce a formas irracionales de producción de riquezas y a la oscilación de crisis social en crisis social. La irracionalidad se presenta precisamente por la exacerbación de las diferenciaciones sociales que producen por su propia definición: el capital en la super explotación del trabajo, la fractura social y la desigualdad; la territorialidad, en la xenofobia, la supresión de la pluralidad política y la burocratización de la vida cotidiana.
En la sociedad moderna estas dos relaciones sociales de producción: el capital y la territorialidad conviven en una relación contradictoria y complementaria conteniéndose mutuamente dándole cierta coherencia estructural a las formaciones económico-sociales específicas.
Sólo en la medida en que ambas se condicionen entre sí, es posible, pensar en formas de producción social con rasgos seculares, es decir, donde el carácter igualitario de una relación exponga la arbitrariedad de la diferenciación producida por la otra. Sin embargo, este condicionamiento mutuo suele constituir un camino estrecho, difícil y sinuoso. Pero, por otro lado, rara vez las sociedades se precipitan sobre formaciones sociales unilaterales. Podría decirse que, por regla general, en la mayoría de los casos ambas relaciones coexisten aun cuando una domine sobre la otra, y sólo en momentos muy particulares, una relación es suprimida (momentos de crisis) o ambas parecen equilibrarse (post-crisis y recomposición), siempre de un modo transitorio.
El marxismo y la socialización del capital
Al igual que en El Capital la forma mercantil del valor produce situaciones de clase concretas (capitalistas y proletarios) e instituciones económicas concretas (como la democracia burguesa, el estado burgués, el mercado o la propiedad), en el enfoque aquí presentado ocurre algo similar, es decir, se puede dar inteligibilidad a una fenomenología de las RSP. Por razones de espacio no las vamos a deducir aquí, pero si es importante definir algunos componentes decisivos.
Diremos, de uno modo extremadamente general, que el cruce de las relaciones capitalistas de producción y las relaciones territoriales de producción (RTP) produce cuatro actores fundamentales y necesarios de las sociedades modernas: el capital, el trabajo, la burocracia y las instituciones soberanas de representación. En este caso, vamos hacer una salvedad y unificaremos los dos últimos términos bajo la idea de Estado, que no vamos a analizar aquí. Quedándonos de este modo, con tres actores fundamentales: el capital, el trabajo y el estado.
Con estos elementos, diremos también que el proceso de producción y acumulación de riquezas se producirá mediante la articulación de estos tres actores, actores que entran en tensión entre sí y que al mismo tiempo se requieren. La articulación de dichas tensiones determina el éxito del proceso de acumulación y las características específicas de cada formación económico social. Un podría pensar, en este nivel, tensiones bilaterales: entre capital y trabajo, entre capital y estado, entre trabajo y estado.
Si nos concentramos en la primera de estas tensiones, podemos definirla como la tensión distributiva entre el capital y el trabajo en el proceso de apropiación de las riquezas producidas bajo la forma de capital. En consecuencia, en las sociedades en las que las RCP tienen vigencia, esta tensión se desarrolla en el seno mismo de la empresa capitalista, es decir, como condición de la producción y acumulación de riquezas.
El estudio de acumulación de riquezas en la forma de capital con el epicentro en la tensión distributiva ha sido, probablemente, el objeto distintivo de la economía política y, en particular, del marxismo. Pero en el caso del marxismo, la tensión distributiva fue descubierta de un modo muy específico: como resultado de la unilateralidad de las RCP apoyadas en la realidad subyacente del valor trabajo. En consecuencia, para el marxismo, aquella tensión quedó, por una parte, sancionada en el marco de la RCP, de tal modo que el capital seguiría un ineluctablemente camino de super-explotación y crisis; y, por otra parte, opuso a ello un horizonte programático unilateralmente opuesto: la supresión de dicha forma histórica, es decir, del régimen de propiedad burgués.
De un modo sintético, el marxismo descubrió a partir de sus premisas la necesidad de la explotación y de su opuesto político: la socialización del capital. Dicha socialización constituyó, en rigor, la respuesta inmediata y opuesta a la unilateralidad de la forma mercantil del valor (o RCP).
Sin embargo, desde el punto de vista de este artículo, no debería sorprender que, en los hechos, la socialización del capital (llevada a sus extremos) haya significado un doble movimiento de supresión de las RCP e intensa burocratización de la sociedad, basada en la realidad de la unilateralidad de las RTP, con todas sus irracionalidades asociadas.
Cuatro tesis sobre la socialdemocracia
En este punto ya estamos en condiciones de introducir algunas ideas preliminares acerca cómo interpretar la naturaleza de la tradición socialdemócrata, su relación con el marxismo y sus posibilidades programáticas en relación con las RCP.
Tesis 1: La socialdemocracia es tan demócrata como sensata
Podríamos definir a la tradición socialdemócrata como aquella tradición política que, generalmente sobre la base de la razonabilidad, cierto pragmatismo secular consideró, simultáneamente, la necesidad de luchar contra la explotación (irracionalidad del capital) y conservar, al menos características básicas, del régimen jurídico moderno basado en la propiedad privada (evitar la irracionalidad de la territorialidad, según los términos de este trabajo). Más por sensatez que por deducción de un sistema filosófico y científico claro y distinto, para la socialdemocracia no es posible superar la explotación simplemente suprimiendo el capital, ya que, en rigor, ello conduciría a una burocratización lisa y llana de la vida social. Sin embargo, evitar esta deriva supondría, simultáneamente, mantener las libertades civiles del régimen jurídico moderno y, por lo tanto, el régimen de propiedad privada. En consecuencia, el proyecto político socialdemócrata se edificó a partir de un sistema de compensaciones, contrapesos y condicionantes entre estos dos momentos de la vida moderna: la propiedad y la democracia. La socialdemocracia descubrió la creatividad con la que las sociedades se articulan y, sobre todo, el complejo equilibrio al que pueden llegar cuando se combinan democracia política, propiedad privada e instancias corporativas de coordinación socioeconómica. Ningún proyecto político estuvo garantizado, ninguno de los que tuvo relativo éxito duró por siempre, pero en todos los casos se conservó esta suerte de secularidad pragmática como horizonte frente a formas políticas radicalizadas que abogaron por la radicalización de RSP unilaterales.
Tesis 2: Para la socialdemocracia el problema distributivo no está dado
A diferencia del marxismo, la tradición socialdemócrata se enfrenta al problema distributivo entre capital y trabajo como un problema constitutivo de su accionar político. Se encuentra frente a él de un modo más o menos directo, es decir, que es consciente de la paradoja que implica este problema: mientras el capital no pretende más que incrementar la explotación, la supresión del capital no supondrá más que la burocratización unilateral de la sociedad. La socialdemocracia al menos intuye que no se trata simplemente de suprimir la propiedad privada de los medios de producción sino de lograr en el marco de una comunidad territorial compromisos entre actores antagónicos que permitan establecer y alcanzar metas en la producción y acumulación de riquezas. Sin embargo, estos compromisos se resuelven históricamente y lejos están de resolverse necesariamente.
Las condiciones históricas en las que pueden hacerlo son sumamente estrechas y la fortaleza que se necesita es realmente excepcional. En el contexto actual, por ejemplo, las asimetrías que el capital presenta frente a al trabajo y al estado son tan grandes que la capacidad de construir compromisos seculares y equilibrados es sumamente frágil. El capital intenta desconocer la legitimidad del estado y el trabajo, es decir, la existencia misma de estos actores. Se auguran, por lo tanto, tiempos verdaderamente difíciles para la construcción compromisos distributivos aceptables. Es indispensable que la socialdemocracia sea, a la vez, creativa y profunda, en la construcción de su horizonte programático.
A diferencia del marxismo, la tradición socialdemócrata se enfrenta al problema distributivo entre capital y trabajo como un problema constitutivo de su accionar político.
Tesis 3: La socialización del trabajo constituye el horizonte programático de la socialdemocracia
El planeta se encuentra, nuevamente, amenazado. Las consecuencias irracionales de sociedades dominadas por relaciones capitalistas de producción ya están a la vista. Sin embargo, la socialdemocracia parece estar en una situación de impotencia. Los debates se suceden una y otra vez en torno a cómo controlar el capital, mientras el capital le lleva varios cuerpos de distancia. Es probable que, en estos tiempos, la socialización del capital sea un atolladero sin solución, un freno o un factor de desconcierto para la socialdemocracia. Una puerta hacia la nada misma.
Oponer a la tensión distributiva la socialización del capital no parece ser una alternativa realista y, en el caso de que tenga algún viso de posibilidad, su materialización probablemente acabe produciéndose mediante una radicalización de la identidad territorial, con la consecuente burocratización y la militarización, necesarias para dar avances la supresión del régimen jurídico apoyado en la propiedad privada. ¿Podría considerarse entonces a la socialización del capital el efectivo horizonte programático de los socialdemócratas? Evidentemente no. La socialdemocracia va a encontrar su horizonte programático en otro lugar: en la socialización del trabajo.
Pero ¿qué significa la socialización del trabajo? A diferencia de la socialización del capital, la socialización del trabajo pretende enfrentar la tensión distributiva entre capital y trabajo, pero sin por ello avanzar en una simple supresión del capital. En términos generales, bajo este horizonte programático se busca desplazar la tensión distributiva de la empresa al estado y, en el estado, socializarse. Para ver esto con mayor claridad tómese un ejemplo histórico: el estado de bienestar de la posguerra. Bajo esta formación económico social, el estado tomó a su cargo la provisión de un numeroso listado de servicios esenciales, socializando la reproducción de la fuerza de trabajo y evitando por tanto que los trabajadores transfieran sus demandas al seno mismo de la empresa. Naturalmente, este modelo de socialización del trabajo no fue completo y convivió también como políticas orientadas a la socialización del capital que intentaron regular la tensión distributiva en el seno mismo de la empresa capitalista como, por ejemplo, la fijación estatal de pautas salariales y ganancias normales o la nacionalización de sectores estratégicos o no tanto. En cualquier caso, la tensión distributiva no fue suprimida y se desarrolló durante toda la posguerra, hasta llegar finalmente a su punto más álgido a fines de los ’70 cuando las sociedades occidentales se precipitaron sobre procesos de estanflación y una creciente deslegitimación del estado como proveedor de servicios y regulador del capital. El desenlace se precipitó y sancionó con la caída de la URSS y el ingreso de China al comercio mundial.
Sin embargo, más allá de la forma específica que este horizonte adoptó durante la segunda posguerra, es posible distinguirlo como un principio general que puede ser evaluado en condiciones históricas específicas. En rigor, la socialización del trabajo se materializa, concretamente, como la socialización del salario, es decir, el desplazamiento del pago a los trabajadores del seno de la empresa capitalista. ¿Qué forma podría adoptar, en nuestro tiempo, un horizonte programático de esta naturaleza? Si bien todavía hay mucha oscuridad, los socialdemócratas en el mundo comienzan a intuir el desarrollo de nueva “utopía posible”. La nueva alianza entre los actores subordinados de la globalización (estado y trabajo) comienza a aparecer como el vehículo necesario de este recomienzo, sin embargo, su forma concreta está lejos de estar a la vista.
Si bien no hay espacio aquí para profundizar en esta idea, en líneas generales, puede observarse el surgimiento de propuestas específicas, como la renta básica universal o las políticas de empleo garantizado, que podrían evaluarse con relación a lo dicho hasta aquí. Sin embargo, tanto la una como la otra, presentan dificultades notables y, apenas con enorme timidez, se aproximan sobre el problema aquí planteado, es decir, sobre la socialización del trabajo en sí. Es probablemente por ello que, muchas veces, se presentan como verdaderas utopías.
La socialización del trabajo se materializa, concretamente, como la socialización del salario, es decir, el desplazamiento del pago a los trabajadores del seno de la empresa capitalista.
Concretamente, en una sociedad en la que el trabajo se ha socializado, debería regir el lema: “capitalistas (propietarios de los medios de producción) ustedes contraten, que de los salarios nos encargamos nosotros”.
Tesis 4: La socialdemocracia no ha requerido de una teoría, pero podría tenerla
La especificidad de la socialdemocracia rara vez se ha explicitado en un cuerpo teórico sistemático, claro y distinto. El camino ha sido más bien inverso: la realidad y la intuición política ha sido objeto luego de consideración teórica, entrando en tensión con tradiciones instituidas. El pensamiento socialdemócrata ha sido, más bien, el resultado de críticas y oposiciones entre diferentes cuerpos teóricos más o menos caracterizados por la reducción unilateral de lo real.
El marxismo sirvió a los socialdemócratas para iluminar ciertos aspectos esenciales de las economías modernas, pero, aún en tiempos del programa de Erfurt y la ortodoxia kautskista, fue objeto de numerosas críticas al interior de la expresión partidaria más desarrollada de esta tradición (SPD), las necesidades de su revisión y matización eran evidentes. Todo el derrotero posterior lo confirmó con elocuencia.
Estas críticas se desarrollaron con notable lucidez, sin embargo, en ningún caso acabaron con la construcción de sistemas teóricos claros y completos. Probablemente haya que remontarse a tiempos previos al marxismo para encontrar indicios de algo semejante, y más específicamente en Alemania, en el desarrollo de su filosofía social y política. Desde el punto de vista del autor de este trabajo es, probablemente, Hegel el antecedente más importante de un sistema filosófico y científico compatible con el realismo socialdemócrata, sin embargo, los hegelianos posteriores no lograr conservar, ni traducir, ni divulgar, ni aclarar las ideas centrales de su sistema. Es decir, que no lograr convertir el sistema de Hegel, en una teoría de las sociedades modernas (de sus procesos económicos y políticos) completa y sistemática, con la capacidad de sustentar de un proyecto como el socialdemócrata.
En este sentido, no debería sorprender que la tradición socialdemócrata esté poblada de tensiones convergentes: liberales que, siendo liberales, se interesan por las paradojas del liberalismo o marxistas que, siendo marxistas, se interesan por las paradojas del marxismo. Esta fórmula podría repetirse con vitalistas, románticos, comunitaristas, etc. Es la urgencia de la realidad lo que ha dado sustento a la socialdemocracia, no una teoría sistemática.
Sin embargo, podemos decir finalmente, que la teoría sistemática que la socialdemocracia requiere no puede ser simplemente una retórica dispuesta a dar pelea en el campo ideológico de las clases en pugna. La socialdemocracia, en tanto proyecto político secular, es decir, que pretende una reconciliación secular de los antagonismos producidos por la modernidad, sólo podrá aceptar una teoría social de lo real mismo, es decir, la indicación exacta de las tensiones o encrucijadas históricas a las que se enfrenta.
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[1] Para un análisis crítico de esta categoría en un intento de saldar cuentas con el pasado, reconsiderando la naturaleza misma de lo político y de las instituciones democráticas modernas, ver las clases de Aricó en su exilio en México publicadas con el título Nueve lecciones sobre economía y política en el marxismo (2011).
Sobre el autor:
Ignacio Trucco es Doctor en Economía de la Facultad de Ciencias Económicas y Estadística por la Universidad Nacional de Rosario (UNR). Además, es Diplomado Superior en Desarrollo Local y Economía Social por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO). Se desempeña como docente de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad Nacional del Litoral (UNL).