Autor: Ernst Hillebrand
El presente artículo fue publicado originalmente por la revista Nueva Sociedad. Se reproduce por gentileza de sus editores.
La socialdemocracia clásica atraviesa una profunda crisis que refiere a su propia identidad ideológico-política. Tanto la influencia del liberalismo de izquierda (vinculado a los valores «posmateriales» y al multiculturalismo) como la del social-liberalismo (asociado a la hegemonía neoliberal) han provocado cortocircuitos con los votantes más tradicionales. Al mismo tiempo, la apuesta por «Europa» y el debilitamiento de los Estados-nación plantean tensiones en el relato socialdemócrata a las que, hasta ahora, las fuerzas partidarias que lo expresan no lograron responder con éxito. Reconstruir este relato se presenta como algo tan necesario como dificultoso.
El paisaje político de Europa se encuentra en proceso de reestructuración y ese proceso resulta más debilitante que fortalecedor para la socialdemocracia europea. Su apoyo entre los electores disminuye. En la Europa actual, los gobiernos de tipo socialdemócrata son más la excepción que la regla. Han surgido nuevos partidos «populistas» que compiten con ella y que ganan cada vez más apoyo. La socialdemocracia ha perdido influencia incluso en el plano intelectual y en la actualidad le resulta prácticamente imposible instalar debates públicos. Tanto en el terreno político como en el ideológico, el movimiento socialdemócrata –así como la izquierda en general– es una fuerza debilitada, lejana de la hegemonía política y cultural que consiguió durante largos tramos del siglo xx.
Este desarrollo no es en sí mismo necesariamente sorprendente. La socialdemocracia, como proyecto político común del proletariado y la clase media baja, es hija de una determinada fase histórica del desarrollo político y económico de las sociedades europeas. En el capitalismo industrial de los siglos xix y xx, los conflictos políticos y sociales se centraron durante amplios periodos en las cuestiones socioeconómicas. Los enfrentamientos giraban en torno de la parte del valor producido que les correspondía respectivamente al capital, al trabajo y al Estado. Con la creación de los Estados-nación democráticos modernos, se generó un marco político que permitía poner en práctica el proyecto de la socialdemocracia. Solo en el marco de la democracia representativa de los Estados-nación fue posible lograr el equilibrio de fuerzas entre capital y trabajo que caracterizó el «siglo socialdemócrata». Porque solo en ese marco, a través del proceso electoral, mayorías sociales pudieron (y pueden) traducirse en poder político y administrativo. Y solo en los Estados-nación, con sus sentimientos de identidad nacional compartida, pudieron crearse los mecanismos de redistribución del Estado social que corrigieron el mecanismo de distribución del capitalismo en favor de los sectores más débiles de la sociedad. En el contexto de esos procesos, surgió y se solidificó la «alianza de clases» entre el proletariado y las clases medias esclarecidas que durante mucho tiempo fue característica de la socialdemocracia europea clásica.
Sin embargo, casi todos los pilares históricos de la socialdemocracia han empezado a tambalearse. Los Estados-nación están debilitados, las identidades de clase y los sentimientos de pertenencia nacional pierden fuerza. Incluso ha perdido importancia la dimensión socioeconómica en los conflictos políticos y sociales. Si bien la mayoría de las sociedades europeas resulta afectada por una gran desigualdad que ha crecido en tiempos recientes, las enormes ganancias de productividad de las últimas décadas y la ampliación de los sistemas de seguridad social han llevado a una virtual desaparición de la pobreza material efectiva, incluso en los sectores más pobres de la sociedad. Y aquellas personas que están integradas a la sociedad del trabajo –y estas constituyen aún la gran mayoría de la población– siguen disponiendo de un bienestar material y social casi único en el mundo. Contemplado en forma objetiva, el problema de las sociedades europeas no es la escasez, sino una superproducción de bienes materiales que es absolutamente cuestionable en términos tanto ecológicos como culturales. Esto no significa que las personas no puedan sentirse económica y socialmente vulnerables y potencialmente amenazadas de pobreza y exclusión. Pero esa pobreza es relativa y ya no absoluta, y tampoco afecta a la mayoría de las personas.
Al mismo tiempo, el poder y las capacidades de los Estados-nación europeos han decrecido. Un escaso crecimiento económico, el sobreendeudamiento de los Estados, el proceso de globalización, los desarrollos tecnológicos (sobre todo en las tecnologías de la información y la comunicación) y la «desfronterización» de los Estados-nación como parte de la integración europea han contribuido a ese debilitamiento. La base financiera de los Estados se resiente debido a la evasión fiscal por parte de las grandes empresas transnacionales, que se benefician de las posibilidades de «optimización de impuestos» en el marco de la Unión Europea. Las consecuencias pueden palparse en la vida cotidiana de los ciudadanos: en la actualidad, prácticamente todos los bienes públicos (public goods), desde el sistema educativo y de salud hasta el resguardo de la seguridad pública, se brindan de forma menos efectiva y más limitada que antes. La pérdida de control sobre las fronteras exteriores de la ue en el verano boreal de 2015 y la indefensión frente al terrorismo islámico (como pudo verse en París en noviembre pasado) son solo manifestaciones particularmente dramáticas de una pérdida de eficiencia más generalizada. Este debilitamiento de las capacidades de la política afecta de manera negativa a todas las fuerzas políticas. Pero para la izquierda constituye un problema aún mayor: sus bases dependen mucho más de los bienes públicos y de un Estado efectivo que los electores de la derecha tradicional. Además, estos últimos tendieron a beneficiarse con la dinámica del capitalismo neoliberal en las últimas décadas.
El ascenso de las cuestiones socioculturales
La pérdida de importancia de la «cuestión distributiva» de índole socioeconómica llevó aparejado un aumento de importancia de otros temas políticos. Cuestiones de índole sociocultural, sobre todo, adquirieron una relevancia nueva y se encuentran en el centro de los actuales procesos de reestructuración del paisaje político en las democracias occidentales[1]. En esta reestructuración repercuten tanto los efectos político-sociales de los movimientos migratorios de las últimas décadas –en particular, los provenientes de países islámicos– como el cambio ideológico y cultural de las sociedades europeas después de 1968. Con la «revolución hedonista» de los años 60 y 70, empezó una fase de hegemonía cultural del liberalismo de izquierda que llegó a transformar el cuerpo ideológico de los partidos socialdemócratas. Los partidos de izquierda encontraron nuevos objetivos principales: fomentar la integración europea mediante la creación de una UE supranacional y superar el orden europeo de Estados-nación; imponer a fondo las ideas liberales en cuestiones socioculturales y morales y fomentar sociedades «multiculturales», en las cuales debe haber espacio para las normas y los valores culturales y sociales de los inmigrantes provenientes de países no europeos, cada vez más numerosos. Las tensiones culturales provocadas por estos procesos constituyen en este momento el factor más importante que aleja a los votantes históricos de la izquierda[2].
Como consecuencia de estos procesos, amplias franjas de los asalariados, sobre todo los del sector privado, votan cada vez menos a la izquierda, a pesar de que siguen compartiendo los objetivos socioeconómicos socialdemócratas. Existe un abismo cultural creciente entre las capas dirigentes del mundo socialdemócrata –ideológicamente ligadas al liberalismo de izquierda– y los sectores populares que históricamente votaban por estos partidos. Hoy en día, los sistemas de valores de estos dos grupos sociales difieren claramente[3]. Para los sectores populares, una de las promesas centrales del orden democrático consiste en la posibilidad de conservar lo existente, en el marco de un capitalismo en cambio permanente: el mundo familiar y, de manera creciente, nacional[4]. Frente a esta demanda de condiciones de vida estables y familiares, la izquierda liberal ha reaccionado únicamente con un discurso negativo, difamándola como «antimoderna», «antieuropea» y «xenófoba».
Como resultado de todos esos procesos, la socialdemocracia se encuentra ante un quiebre social e ideológico que amenaza el proyecto político mismo: ambos socios de la antigua alianza de clases han presentado los papeles de divorcio. Sociológicamente, la socialdemocracia se presenta hoy como un movimiento de las clases medias bajas académicas cuyo caudal de votos más estable se encuentra en el sector público y en personas de origen migratorio (por ejemplo, en las últimas elecciones presidenciales en Francia, 80% del total de los votantes musulmanes se decidió por el candidato del Partido Socialista). La elite de la clase media socialdemócrata ya no siente mucho más que desprecio y desinterés por la visión de mundo de las clases bajas. Y los sectores populares se apartan de esta socialdemocracia y buscan otros partidos políticos que representen mejor sus intereses… muchas veces entre los nuevos movimientos populistas de derecha, como el Frente Nacional en Francia, que hoy en día es claramente el partido político más votado entre los trabajadores franceses[5].
La cuestión de la integración europea
Los problemas actuales de la socialdemocracia también están relacionados con la integración europea. Con este proceso, los políticos socialdemócratas han debilitado el principal (si no único) instrumento político del que disponían –el Estado-nación–, sin contar con ningún otro equivalente funcional. La realidad de la integración europea obedece a una lógica neoliberal. El núcleo teórico de esta última es el deseo de eliminar todas las barreras de asignación y movilidad para el capital, las mercancías y la mano de obra, consideradas como frenos a la eficiencia inherente al capitalismo y la economía del mercado. Entre esas barreras se encuentran tanto las fronteras nacionales como las regulaciones políticas. El neoliberalismo solo reconoce al ser humano como factor de producción (en lo posible móvil), pero no como ciudadano de un Estado ni como persona con sentimientos patrióticos y necesidades de identidad. La lógica de la integración europea, con su insistencia en eliminar las fronteras para el capital, el trabajo y las mercancías, sigue esa visión. En paralelo, la integración europea ha debilitado también la democracia en Europa[6]. A escala europea, no existe la posibilidad de ejercer un control democrático sobre el poder político y administrativo mediante elecciones. Pero, al mismo tiempo, las elecciones nacionales están cada vez menos en condiciones de definir las orientaciones políticas de los países, sobredeterminadas por el sistema político europeo: el ejemplo reciente de Grecia después la victoria de Syriza lo ha demostrado en forma bastante contundente. En lugar de las democracias nacionales, aparece un sistema de regulación tecnocrática en el cual la opinión y la participación de los ciudadanos no pueden articularse ni plasmarse de manera efectiva. Los partidos políticos se presentan como un daño colateral de ese proceso: se vuelven cada vez más ineficaces como cuerpos de resonancia de las necesidades políticas de los ciudadanos y, por lo tanto, son cada vez más irrelevantes[7].
La cuestión de la integración europea constituye hoy un factor adicional que divide a la base electoral de la socialdemocracia. Para una parte creciente de su electorado, la integración europea no ha cumplido con las expectativas depositadas en ella. La Estrategia de Lisboa, que prometía convertir a la UE para el año 2010 en «el espacio económico más competitivo y dinámico del mundo» suena hoy como una broma de mal gusto. En realidad, la eurozona es en la actualidad la región que registra el menor crecimiento de la economía mundial, con Estados altamente endeudados y un promedio de desocupación juvenil del orden de 20%. En consecuencia, la voluntad de las elites económicas y políticas de continuar profundizando la integración europea (con el objetivo de superar en forma definitiva el déficit de eficiencia de la política europea actual) choca con un creciente escepticismo de la población. Ese escepticismo se percibe principalmente en los sectores sociales más vulnerables. Al mismo tiempo, los partidos socialdemócratas se posicionan como los precursores de la idea de «más Europa» y crean de esta manera otra fuente de alienación política respecto de su base electoral.
Las perspectivas de una socialdemocracia renovada en sociedades individualizadas
La pregunta de si la socialdemocracia en tanto proyecto político del siglo XX también tiene futuro en el siglo xxi aún no puede responderse en forma definitiva. Evidentemente, estos movimientos continuarán siendo actores políticos importantes por mucho tiempo. En tanto «partidos del Estado social», cuentan con un caudal electoral sólido entre los empleados del sector público y los migrantes y sus descendientes, que constituyen un grupo creciente de electores. Pero ya no podrán alcanzar una posición política hegemónica, dado que los empleados del sector privado y los trabajadores «autóctonos» se sienten cada vez menos representados por ellos.Para recobrar su fortaleza perdida, la socialdemocracia debería pasar por un profundo proceso de reflexión ideológica y hallar nuevas respuestas a las tensiones políticas, sociales y culturales del presente. Por el momento, esa renovación no se advierte. Esto vale para la dimensión económica y política, pero también para la visión de sociedad que ofrece la socialdemocracia. El movimiento socialdemócrata carece de un plan b convincente que sustituya el agotamiento de sus antiguas recetas. En este punto, la crisis actual se diferencia de crisis anteriores. En la década de 1950, la idea del Estado social, que combinaba una política social redistributiva con la economía de mercado, constituyó una sustitución creíble de las concepciones estadocéntricas del socialismo de preguerra. En la década de 1970, el agotamiento del keynesianismo pudo compensarse abrazando la agenda hedonista libertaria del 68 y las ideas del movimiento ecologista. Hoy, en cambio, no hay ningún «relato» nuevo a la vista. La aproximación al neoliberalismo, encarnada en la consigna de la «Tercera Vía», condujo en múltiples sentidos a la crisis actual y no alberga ninguna perspectiva de renovación programática. Una parte creciente del caudal tradicional de votantes considera los dogmas centrales del social-liberalismo actual –culto de la «eficiencia económica», europeísmo, cosmopolitismo y multiculturalismo– como problemas, no como soluciones: estos dogmas se han convertido en un factor importante para el alejamiento entre las elites y las bases del electorado socialdemócrata.
¿Un nuevo «relato» socialdemócrata?
Todavía existe, por supuesto, la posibilidad de formular un nuevo «gran relato» de la izquierda. Un relato semejante debería conciliar elementos bastante contradictorios. Por un lado, debe ser adecuado a sociedades altamente individualistas y extremadamente heterogéneas en lo cultural. Al mismo tiempo, debe dar remedio a sentimientos de pérdida de control y de abandono frente a fuerzas políticas y económicas anónimas y globalizadas. Y debe adaptarse a sociedades que, a pesar de una desigualdad creciente, siguen estando prácticamente libres de indigencia. En el centro de este relato solo puede estar el individuo. La promesa central tiene que ser la de la emancipación, la de la autorrealización y la del «empoderamiento» de los ciudadanos[8].El problema es que la socialdemocracia (y la izquierda en general) acentúa cada vez menos el objetivo de la emancipación y la autonomía individuales, y se aleja así de una promesa fundamental del socialismo democrático histórico. Este bregaba por la liberación (política, económica y cultural) del individuo (proletario) de las «cadenas» que le había impuesto la sociedad de clases del capitalismo. Esa liberación individual solo podía alcanzarse en forma colectiva, como «acción de clase», pero al final debía lograrse un estado de libertad, seguridad y autodeterminación individual en el marco de una sociedad verdaderamente libre y democrática. Paradójicamente, durante las últimas décadas, la búsqueda de emancipación y felicidad individual viene jugando un rol menor en el pensamiento político de la izquierda (exceptuando la meritoria lucha por la igualdad social de las mujeres y las minorías sexuales). En su lugar, los partidos socialdemócratas pusieron otros objetivos supuestamente «más relevantes» en el centro de sus programas. Esto vale para el objetivo de la integración europea, en cuya búsqueda se sacrificó una parte de la influencia política de los ciudadanos y del control democrático de la política y de la economía[9]. Y vale igualmente para el discurso de la «Tercera Vía», que no ha puesto en el centro de las preocupaciones políticas la libertad y la autodeterminación, sino el «aprovechamiento» económico del individuo. Y vale también para el multiculturalismo de la izquierda y su postura respecto al rol del islam en las sociedades europeas. La izquierda apenas defiende el carácter secular y laicista de las sociedades occidentales y los márgenes para la libertad y la autodeterminación de las personas que de esto resultan. Más bien difama –en alianza voluntaria-involuntaria con voces islamistas fundamentalistas– la crítica y el escepticismo frente a una concepción preilustrada de la religión y una práctica social y cultural autoritaria y patriarcal, como una inadmisible «islamofobia»[10].
Más allá del liberalismo de izquierda
La socialdemocracia solo estará en condiciones de hallar eco y votos cuando vuelva a tener respeto por los proyectos de vida, las ambiciones y las preocupaciones de la «gente común». Para ello debe aclarar en forma urgente su relación con el liberalismo ideológico que durante las últimas décadas ha influido fuertemente en su propia ideología (y, por supuesto, también la ha enriquecido). Las sociedades europeas están por principio profundamente liberalizadas. Sin embargo, se ha generado una tensión creciente entre el «liberalismo cotidiano» de las grandes masas populares, orientadas hacia el estilo de vida y la autodeterminación individual, y el liberalismo ideológico de las elites. Es por eso que el pensador británico David Goodhart propone a la izquierda la búsqueda de una «síntesis posliberal», una línea pragmática y liberal que se centre en las emociones y necesidades reales de las personas. «Las personas están arraigadas a comunidades y familias, suelen percibir el cambio como pérdida y tienen una jerarquía de obligaciones morales (…) Esos lazos no son obstáculos que deban ser superados en el camino hacia una buena sociedad; más bien constituyen una de sus bases»[11].
En resumen: un nuevo gran relato de la socialdemocracia debe tratar de la realización de la felicidad individual, de la libertad y de la autodeterminación. Pero esa felicidad individual también incluye los sentimientos de identidad y de pertenencia a comunidades emocionales, desde la familia hasta la nación. También incluye unas condiciones de vida controlables y la seguridad de un orden político que garantice la libertad, el bienestar y la participación política. El ser humano no es un átomo que flota libremente, sino un zoon politikon, un ser que vive en comunidades. La izquierda europea debe volver a reconocer ese hecho emocional básico y colocarlo en el centro de su plan político, si quiere recuperar su capacidad de conexión con la gente.
Sobre el autor: Ernst Hillebrand es politólogo y director del departamento de análisis político internacional en la Fundación Friedriche-Ebert en Berlin.
[1] Hanspeter Kriesi et al.: «Globalization and the Transformation of the National Political Space: Six European Countries Compared» en European Journal of Political Research vol. 45 No 6, 10/2006; Jonathan Hait: The Righteous Mind, Pantheon Books, Nueva York, 2012; Peter Mair: Ruling the Void: The Hollowing of Western Democracy, Verso, Londres, 2013.
[2] Laurent Bouvet: L’insécurité culturelle, Fayard, París, 2015.
[3] J. Hait: ob. cit.
[4] David Goodhart: «Eine postliberale Antwort auf den Populismus» en E. Hillebrand (ed.): Rechtspopulismus in Europa – Eine Gefahr für die Demokratie?, Dietz, Bonn, 2015, p. 161.
[5] E. Hillebrand (ed.): ob. cit.
[6] Wolfgang Streeck: Gekaufte Zeit: Die vertagte Krise des demokratischen Kapitalismus, Suhrkamp, Berlín, 2013.
[7] P. Mair: ob. cit.
[8] E. Hillebrand: «Une société de citoyens autonomes. Esquisse d’un projet social-démocrate pour le xxie siècle» en Le Débat No 159, 3-4/2010.
[9] P. Mair: ob. cit.
[10] Michael Walzer: «Islamism and the Left» en Dissent, invierno de 2015.
[11] D. Goodhart: ob. cit., p. 164.