Autor: Francisco J. Reyes
Durante los tiempos de la Segunda Internacional, el socialismo argentino delineó una estrategia que le permitió combinar su búsqueda de un horizonte igualitario con un ideal de democracia en cuyo centro gravitaba la idea de ciudadanía. Esta política se tradujo en una postura antimilitarista, pluralista y liberal en el terreno político, y en una concepción distributiva en la esfera económica. El repaso de esa tradición pude habilitar un nuevo tiempo para un socialismo que permanece asediado dos concepciones que siguen presentándosele como antagónicas: la liberal-conservadora y la nacionalista.
I
El tópico del supuesto desencuentro entre el socialismo y las masas populares, así como con lo que se entendía hasta hace algunas décadas como las tradiciones nacionales, y por tanto el de la imposibilidad del primero para constituirse como fuerza hegemónica en Argentina recorrió innumerables análisis. No ya de los historiadores y publicistas del revisionismo histórico nacionalista, sino de los mismos que se consideraban socialistas y que precisamente discutían con aquellos. Los brillantes trabajos de José Aricó y Juan Carlos Portantiero en las décadas de 1980 y 1990 sobre Juan B. Justo y el socialismo argentino del cambio del siglo XIX al XX contenían ese sesgo entre apologético y crítico, precisamente porque buceaban para arribar en el problema de qué tradiciones políticas podían recobrar protagonismo el socialismo democrático de fines de siglo.
Recorrida ya más de una década del nuevo siglo –con todas sus sorpresas de corto y mediano/largo plazo– es posible volver una vez más sobre aquella experiencia fundacional. Pero esta vez no por lo que tuvo de falencia sino, antes bien, para pensar en lo que tuvo de dinámico y de avanzada cuando pasó de ser un núcleo aislado en la Capital Federal y algunos otros puntos del país a convertirse en un partido que disputó protagonismo electoral y modelos de sociedad con las fuerzas más importantes de aquel entonces. Aquí se sostiene que la tesis según la cual el socialismo argentino no fue lo que estaba destinado o todo lo que pudo llegar a ser oblitera una valoración de algunas de sus propuestas más concretas, en donde la construcción de una ciudadanía amplia y moderna en el seno de una sociedad móvil que experimentaba profundas transformaciones sociales, políticas y culturales ocupaba un lugar primordial.
La hipótesis a desplegar contempla, por un lado, un horizonte que hoy aparece como algo (no ya espacial sino políticamente) distante, aquel de un movimiento socialista internacional que cobró forma en los mismos años de constitución del Partido Socialista (PS) en el país y que operó de acerbo de ideas, experiencias y voluntades compartidas en los sucesivos congresos de la Segunda Internacional desde su debut en París en 1889. Por otro lado, se entiende que junto con la autoconcepción de un “nosotros” que operaba como espacio de representación, la concomitante definición de unos “otros” que conformaban el espacio de la alteridad y el despliegue de un conjunto de mitos, ritos y símbolos que los distinguían de éstos, los socialistas también fueron cincelando su identidad en el cambio de siglo mediante su involucramiento en las luchas cívicas durante el momento expansivo de la conflictiva Argentina liberal. La dimensión práctica de su acción como fuerza política comprometida con los principales problemas y debates de la época dio contornos a una singularidad que le reconocieron hasta sus más acérrimos adversarios anarquistas, radicales y conservadores.
Finalmente, y en parte a contramano de lo propuesto por las interpretaciones consignadas más arriba, es posible constatar que ese primer socialismo partidario logró arribar en las décadas del cambio de siglo a un compromiso con la idea, el marco y el horizonte de la nación. Aunque esta suerte de conciliación no se dio ya en el sentido de lo que hoy se conoce como una reivindicación del nacionalismo, sino más bien como una versión socialista del mismo en un sentido no chauvinista. Todo lo cual se vinculaba precisamente con su concepción de una ciudadanía nacional que abrevara en un más amplio movimiento socialista internacional. Ello habla, antes que de la “traición” a la utopía internacionalista de un mundo sin fronteras, de la creatividad y el dinamismo de una fuerza joven capaz de estar a la altura de los dilemas del momento en que se gestaron las grandes luchas y conquistas sociales y cívico-políticas del siglo XX.
II
En gran medida, la estrategia política del movimiento socialista internacional comenzó a definirse a mediados de la década de 1890, con la emergencia y consolidación de los distintos partidos en sus respectivas unidades nacionales. Así, luego de levantarse la proscripción que pesaba sobre la socialdemocracia alemana, el último Friedrich Engels se encargó de constatar la necesidad de un cambio sustancial en los métodos de lucha del proletariado respecto de las revoluciones europeas de 1848 que estaba prologando: ya no se trataba de minorías conscientes que guiaban a masas inconscientes, sino de una progresiva labor pedagógica a través del partido para captar y encuadrar a esas masas, haciéndolas partícipes de su propia emancipación mediante el sufragio universal. Este mensaje no dejaba de instalarse en una filosofía de la historia que aportaría el fundamento doctrinario de base para la Segunda Internacional, aunque no todos los partidos socialistas que se nuclearon en la misma se declararan marxistas: “Nosotros, los ‘revolucionarios’, los elementos ‘subversivos’, prosperamos mucho más con los medios legales que con los ilegales y la subversión. Los partidos del orden, como ellos se llaman, se van a pique con la legalidad creada por ellos mismos”[1]. Como se verá, este optimismo del viejo compañero de Marx era compartido por la generalidad de la opinión segundointernacionalista.
Ocurre que recién por esos años (entre los congresos de Zürich en 1893 y Londres en 1896) terminó por imponerse lo que se conoció como la “acción política”, que otorgaba una primacía a la forma partidaria sobre las concepciones de anarquistas y sindicalistas puros. Entre otras cosas, las resoluciones de la Internacional no sólo propugnaban por la organización a escala nacional de las asociaciones obreras y socialistas, sino que además consignaban la importancia de la adquisición o la conquista de los derechos políticos como el método más adecuado para que aquellas obtuvieran “reformas de interés inmediato”.
De esta forma, además de la “acción económica” directa de los trabajadores, que discurría desde la actividad gremial hasta la huelguística, era posible hacer uso de los derechos civiles y políticos amparados por las distintas constituciones y, en especial, de las instituciones representativas creadas por los mismos garantes del “orden”. La igualdad ante la ley que proponía la democracia burguesa –se argumentaba– era el primer paso para lograr la igualdad de condiciones de vida entre todos los hombres y mujeres. No obstante, esta lógica diferencial entre el obrero en tanto productor y en tanto ciudadano dará lugar a ciertas críticas dentro del mismo socialismo respecto de las virtudes y grados de compromisos con ese orden que implicaba el sufragio universal allí donde éste ya estaba instaurado y garantizado[2], tal el futuro caso de la tendencia conocida como sindicalismo revolucionario aparecida a inicios del siglo XX.
La igualdad ante la ley que proponía la democracia burguesa era, para los socialistas, el primer paso para lograr la igualdad de condiciones de vida entre todos los hombres y mujeres.
Entre éstos socialistas democráticos subyacía entonces una doble convicción: a la idea de una ciudadanía burguesa incompleta, en tanto recurrentemente se argüía que en la realidad no todos (v. g. los trabajadores) gozaban de su efectiva vigencia por una aplicación deficiente o arbitraria, se sumaba una prospectiva esperanzada según la cual era posible la ampliación de esos derechos, pavimentando el camino de la emancipación social. La prospectiva incluía tanto lo que hacía a los reclamos específicos de los trabajadores y trabajadores respecto de sus condiciones laborales (fundamentalmente la jornada de 8 horas, la regulación del trabajo de mujeres y niños, etc.), como a una panoplia más amplia de demandas relativas a las libertades y prerrogativas cívico-políticas e incluso a las relaciones internacionales entre los Estados. Emergían así los dos rostros que finalmente adquirirían en casi todo el mundo los partidos socialistas, a modo de un Jano que los fundía en uno solo: el del “partido de clase” del proletariado y el del “partido del progreso y la civilización”, abierto a todos aquellos que –sin negar la primacía de la causa de los trabajadores– encontraran en la lucha por esas libertades y prerrogativas más amplias un motivo de justicia y dignidad para todo el mundo.
Entre los socialistas subyacía una doble convicción: a la idea de una ciudadanía burguesa incompleta, se sumaba una prospectiva esperanzada según la cual era posible la ampliación de esos derechos, pavimentando el camino de la emancipación social.
Como se sabe, desde los primeros documentos publicados entre 1894 y 1896 –por la fusión de una serie de agrupaciones de origen étnico y otras genéricamente socialistas– el que comenzará a denominarse en Argentina como Partido Socialista dividió su Programa en dos partes: la “política” y la “económica”, dando cuenta de esa dualidad como parte de una misma acción combinada, lo cual dejará una verdadera marca identitaria de larga duración. Importantes figuras de esos orígenes se refirieron expresamente a que para crear en los trabajadores la conciencia de constituir una clase explotada era preciso no menospreciar los marcos de las Constituciones liberales como la argentina –aunque sin hacer de ello una adoración sacralizada e inconmovible, como mostraban los radicales–, evidenciando como un leitmotiv la función de pedagogía cívico-política que asumía el PS. Como recordaba el escritor y periodista Roberto Payró en una conferencia, apelando a los Derechos del Hombre y del Ciudadano proclamados por la Revolución Francesa:
“Aquí, en la República Argentina, cuya Constitución está inspirada en ideas tan amplias que, de cumplirse, tendríamos un país de relativa igualdad, aunque no estuviese dentro del sistema socialista (…) Pero para esa conquista –no me cansaré de repetirlo– es necesario inculcar en todos, ya en la escuela, ya en el hogar, ya en el centro social, el conocimiento exacto de sus deberes y derechos, para que no cese un instante de cumplir los primeros, y de reclamar el uso íntegro de los segundos”[3].
Lo importante del ejemplo, no necesariamente mayoritario por entonces en las jóvenes filas socialistas, era que la utopía civilizatoria y el optimismo en la construcción de una ciudadanía verdaderamente igualitaria básicamente constituían la condición de posibilidad de lo que para Juan B. Justo era ante todo el PS: “el partido de los trabajadores”, aunque –aseguraba– “las puertas del Partido están sin embargo abiertas de par en par para los individuos de otras clases que quisieran entrar, subordinando sus intereses a los de la clase proletaria”[4]. No resulta casual que la primera pluma y espada del socialismo argentino iniciara sin excepción sus discursos dirigiéndose a sus interlocutores como: “¡Trabajadores! ¡Ciudadanos!”.
Varios años después, cuando la idea de una revolución violenta fuera prácticamente abandonada por el PS, el propio Justo expresará que la “acción política”, por el voto y la ley, elevaría al proletariado haciéndolo partícipe del gobierno y la autoridad, dando lugar a una revolución en permanencia[5], en clara filiación con la noción de évolution révolutionnaire que había propuesto algunos años antes el francés Jean Jaurès, comprendiéndola como un desarrollo de las formas de acción y organización socialistas dentro aún de la sociedad capitalista. Al menos hasta que los sucesos de Rusia en 1917 impusieran una nueva concepción del fenómeno, los socialistas de la Segunda Internacional continuarían pensando que la suya era, con un sentido de proyección teleológica, una obra revolucionaria. Desmintiendo una dicotomía conceptual instalada primero en el debate político y luego en buena parte de la literatura especializada, reforma y revolución no se presentaban necesariamente como caminos sustantivamente diferentes.
III
Parece importante pensar, mediante ciertos temas en particular, el desarrollo de ese otro perfil del socialismo segundointernacionalista en Argentina, aquel que no remitía a la noción de un “partido de clase” pero que se vinculaba con la misma, esto es, los de la “parte política” de su Programa como “partido del progreso y la civilización”. Ante una serie de cuestiones suscitadas en una sociedad finisecular convulsionada el PS generó propuestas concretas de formulación programática, traducidas en acciones que otorgaron también a su dimensión práctica de la política un lugar no menor en su construcción identitaria.
Como muestra, tres botones (podrían citarse varios más) permitirán ilustrar el compromiso socialista con la definición de una ciudadanía activa, pensada con potencialidades expansivas y de un desarrollo progresivo: su planteo en torno a los derechos políticos, las campañas por la ciudadanización de los inmigrantes extranjeros y la alternativa de una milicia ciudadana a los ejércitos permanentes. Cabe aclarar, que si bien estas cuestiones programáticas estaban en sintonía con las discusiones más generales acaecidas en la Segunda Internacional y en muchos Estados donde se estaban organizando los respectivos partidos socialistas, conllevaron asimismo debates más o menos acalorados al interior del PS argentino, imponiéndose recién en la primera década del siglo XX.
Entendidos ampliamente, los derechos políticos aparecían como la plataforma necesaria para el despliegue de la “acción política” y la propaganda socialistas, y las mismas ubicaban en un lugar central a la instancia ciudadana por excelencia del sufragio, pero no se limitaban a él. De hecho, los años del cambio de siglo fueron los del aprendizaje de la calle por parte de los socialistas, el período en que desde el PS se promovió constantemente la ocupación del espacio público mediante mítines y manifestaciones como forma de intervención, en un contexto más general de agitación del movimiento obrero y también de importantes sectores de la sociedad. De allí la preocupación por que estuviera asegurado el derecho de reunión, ya que –en la Capital Federal y otros distritos del país– requería de un permiso policial previamente solicitado, el cual se vio recurrentemente revocado con los estados de sitio sancionados a inicios del siglo XX. De todas formas, la concurrencia electoral fue concebida en los orígenes partidarios como un valor cívico de “elevación humana” y de “toma de conciencia” de los derechos ciudadanos, aunque no estuviera garantizada la transparencia del acto por parte de las autoridades.
El Programa electoral partidario de 1895 ya se ocupaba –en su sección de “reformas políticas”– de promover el sufragio universal sin restricciones para los hombres y “extensivo a las mujeres”. Si bien la novedad principal para la época radicaba en esto último, como bien señalara Dora Barrancos[6], el reclamo por el sufragio universal no propugnaba por un derecho que ya estaba implícito en la letra de la Constitución nacional (algo por lo que, por ejemplo, los socialistas de Bélgica lucharían como su principal consigna política), sino por su efectiva aplicación sin interferencias. Así es que debe comprenderse el énfasis dentro del mismo Programa en la “inscripción permanente [de los votantes] en los registros cívicos”[7], ya que eran estas listas habilitantes las que se confeccionaban ad hoc para cada elección y eran uno de los objetos privilegiados del fraude oficial.
Otro punto sensible para la promoción de leyes estaba constituido por el ingreso de legisladores socialistas a las Cámaras parlamentarias, lo que explica a su vez la demanda por un sistema electoral proporcional que otorgara representación a las minorías, ya que se encontraba en vigencia el llamado sistema de “lista completa” que cedía todas las bancas en juego a la lista ganadora en cada distrito. Se comprende, por tanto, el entusiasmo partidario al producirse una reforma electoral en 1902 que permitió la llegada dos años después del primer diputado socialista en la figura de Alfredo Palacios, ante lo cual el periódico La Vanguardia expresó que “[l]a crítica hecha en la plaza pública va a encontrar su vocero en la crítica hecha en el seno mismo de la Cámara. Toda la desventaja y toda la desigualdad con que la primera es hecha, se hará de igual a igual y con ventaja desde el parlamento”[8]. Es bien conocido que gracias a esta banca los socialistas lograrán algunas de sus reivindicaciones básicas como “partido de clase”, desde el descanso dominical hasta la reglamentación y protección del trabajo de mujeres y niños, tema éste que tuvo en la militante partidaria Gabriela Laperrière de Coni una propagandista notable.
Es evidente que, pese al largo camino que implicó la sanción de la ley de sufragio femenino a mediados del siglo XX, las mujeres socialistas se destacaron por su intervención cívico-política desde la tribuna de los mitines, desde la prensa y también como propagandistas en las campañas electorales del PS al nuclearse desde 1903 en el Centro Socialista Femenino. El camino que discurre hasta la sanción de la conocida como Ley Sáenz Peña de 1912, que dio lugar a la primera experiencia democrática en el país, es más conocido por el proyecto oficial de “lista incompleta” (sistema de 2/3 para la mayoría y 1/3 para la minoría). De todas formas, los primeros resultados a partir de la reforma electoral serían del todo halagüeños para los socialistas, aunque limitados a la ciudad capital[9]. Un año después, el Programa partidario incluirá la demanda del “sufragio universal sin distinción de sexos” y la “igualdad civil para ambos sexos”, abriendo una nueva etapa de luchas cívicas, pero ello es otra historia.
Otra bandera de los socialistas argentinos, íntimamente vinculada con la del sufragio sin restricciones, fue la de la nacionalización de los extranjeros residentes en el país. ¿A qué obedecía esto en una organización que se consideraba parte de un movimiento internacionalista? Era, de hecho, una de las piedras angulares de la estrategia de mediano-largo plazo que había asumido tempranamente el PS. Ya que en las elecciones nacionales sólo podían votar los ciudadanos masculinos mayores de edad, y previendo que en un país de inmigración como Argentina la mayor parte de los recién llegados eran trabajadores, se postulaba que al adquirir estos la ciudadanía luego votarían por el partido que representaba sus intereses de clase. Por lo demás, la propia Internacional había tomado cartas en el asunto promoviendo la organización a escala nacional de los trabajadores y la adquisición de los derechos políticos. A todo ello es lo que Ricardo Falcón denominó en un célebre trabajo la “cuestión étnica”, en donde el anarquismo tuvo un mayor éxito inicial debido a que rechazaba el principio de la asimilación, lo cual coincidía aparentemente con los deseos de buena parte de los inmigrantes que, además, podían perder su nacionalidad de origen[10].
El PS asumió con tesón este aspecto de su “lucha práctica” y, al igual que con los derechos políticos, hizo constar en sus primeros programas el reclamo a fin de que los extranjeros pudieran naturalizarse con un año de residencia en el país y “por la simple inscripción en los registros cívicos”, de una connotación política evidente. Nuevamente, los dos rostros del socialismo, antes que oponerse, se complementaban, porque la geometría variable de los derechos civiles y los derechos políticos se combinaba con un diagnóstico respecto de las tendencias de la sociedad argentina cuya realización se ubicaba en un futuro optimista. Se advierte así que el compromiso cívico que proponía el partido a sus militantes, donde los extranjeros jugaron un papel dirigente muy relevante al menos en sus orígenes, era muy demandante, lo cual generó cierta tensión inicial con algunas de las asociaciones étnicas que contribuyeron a la institucionalización del PS.
La continuidad del flujo migratorio con el cambio de siglo y la sanción de una legislación represiva de carácter xenófobo figurada en la Ley de Residencia de Extranjeros (1902) convencieron a los socialistas de sostener lo que entendían como la llave de su éxito político. Si su solidaridad con las otras tendencias del movimiento obrero los llevó a denunciar los efectos autoritarios de la ley, los sucesivos congresos del PS dictaron resoluciones tendientes a reforzar su propuesta original, como en 1903, por la cual los candidatos a cargos electivos dentro del partido debían tramitar de forma obligatoria su ciudadanía en caso de tener origen extranjero. En la visión socialista de la acción política, el militante así como el dirigente debían integrarse a la comunidad nacional y entrar de lleno en el juego de las instituciones representativas.
Menos conocido que los casos anteriores es el de la oposición de los socialistas argentinos a los ejércitos permanentes. Como en aquellos, se desprendía de las primeras resoluciones de la Segunda Internacional, cuyos congresos se autodenominaban como “parlamentos de la paz”, ya que la solidaridad internacional de los trabajadores y el objetivo último del fin de las fronteras incubaba el principio de la no-beligerancia entre los pueblos según la célebre consigna de “Guerra a la Guerra”[11]. Lo particular de este ejemplo es que tocó íntimamente al partido argentino también desde sus orígenes por un motivo concreto: entre 1894 y 1902 Argentina estuvo al borde de una guerra con Chile y las autoridades nacionales primero convocaron a todos los ciudadanos a los ejercicios de la Guardia Nacional bajo jurisdicción militar y, finalmente, sancionaría la Ley de Servicio Militar Obligatorio (1901), que imponía a todos aquellos un período de formación en las filas del Ejército.
En la perspectiva civilizatoria del socialismo, esta paso compulsivo de los ciudadanos varones por una institución eminentemente jerárquica y autoritaria operaba un doble mal: por un lado, fomentaba el desarrollo y reproducción de una “casta militar” encastrada en el seno del Estado que actuaba de acuerdo a sus propios intereses; por otro lado, conectado con lo anterior, el militarismo garantizaba los intereses dominantes en una función entendida como opresión de clase y operaba, por su vínculo con las distintas iglesias oficiales, una regresión más general de todas las tendencias progresistas de las cuales el socialismo se pensaba como punta de lanza; finalmente, en la Argentina, los socialistas asociaban el Ejército a la recurrente intromisión de los militares en la política mediante acciones como las revoluciones radicales que se instalaban en una larga estela de violencia política.
Por este motivo, el punto 15° del Programa de 1895 se proponía la supresión del Ejército permanente y la alternativa del “armamento general del pueblo”, según el modelo de la Guardia Nacional, de destacado papel en la ciudadanía de tradición republicana. La diferencia con la propuesta gubernamental residía en que para el PS los mandos de aquella debían ser electos por los mismos ciudadanos, sin control de las autoridades militares, y sustentando un carácter exclusivamente defensivo. El trecho hasta la ulterior oposición de plano al Servicio Militar Obligatorio, que se plasmará en las resoluciones de los Congresos del PS en pro de su abolición y en los discursos parlamentarios de Palacios criticando la implementación del Ejército para reprimir la protesta social, las posiciones socialistas respecto del antimilitarismo no eran sin embargo homogéneas. Existía una posición pacifista e internacionalista a ultranza (José Ingenieros) que demandaba un “desarme universal”, en tanto la línea oficial del partido (encolumnada detrás de Justo y luego Nicolás Repetto) mantendrá la opción por la milicia ciudadana, reconociendo en los hechos que los ciudadanos tenían una obligación para el país en que vivían y trabajaban.
Autoconcebido como el “partido de la paz” –en tanto los anarquistas rechazaban toda fuerza armada–, el socialismo argentino promoverá una serie de mitines en contra de la ruptura de hostilidades con Chile, se opondrá desde la prensa, las calles y el Parlamento a la carrera armamentista emprendida por los gobiernos en la primera década del siglo XX y abogará por una “reforma militar” que respondía en términos generales con lo propuesto por Jean Jaurès en L’Armée Nouvelle (1911), quien expuso sus argumentos en su visita al país: “supresión del ejército permanente”, “organización de la milicia ciudadana” y “abolición de los tribunales militares”[12]. La referencia al exponente internacional no resulta baladí, ya que si bien los socialistas argentinos se enfrentaban a una creciente presencia de las fuerzas armadas en la represión del movimiento obrero en torno al Centenario de 1910, el socialista francés se convirtió en esos años en un verdadero paladín de la paz mundial antes del estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914, cuando fuera asesinado por un fanático nacionalista.
IV
En este punto es posible avanzar algunas reflexiones y conclusiones que se desprenden de los tres ejemplos de luchas ciudadanas encarados por los socialistas en las décadas del cambio de siglo en Argentina. La mención precedente al Centenario –en el ámbito doméstico– y a la Gran Guerra –con su impacto en el socialismo internacional– traen a un primer plano lo que en esos años fue un verdadero problema, el de la nación y el nacionalismo, que en sus versiones iliberales (ya que las había en clave pluralista) impugnaban la misma razón de ser de un movimiento y una identidad como el socialismo. Sin embargo, es posible también destacar un giro concomitante con todo ello: el (inevitable) compromiso del socialismo segundointernacionalista con la nación[13]. En otras palabras, al propugnar por una ciudadanía amplia, plural y, en suma, democrática, los socialistas ofrecieron una versión propia –en algunos aspectos, tal vez compartida con otros colectivos políticos– de la definición de una nación moderna.
Por obvios motivos, la lucha por la nacionalización de los inmigrantes, que era una de las columnas de su proyecto político, convirtió al PS en un agente de “argentinización” de la clase obrera, de acuerdo a un célebre texto de Justo de 1910 –titulado sintomáticamente El Socialismo Argentino–, al considerar que era desde sus mismos orígenes “un movimiento que tenía su razón de ser en los caracteres fundamentales de la sociedad argentina”[14]. Pero el sentido de dicho compromiso con la nación se pensaba como diametralmente opuesto a las más extendidas versiones de un nacionalismo agresivo o chauvinista.
Al propugnar la idea de una ciudadanía amplia, plural y democrática, los socialistas ofrecieron una versión propia de la definición de una nación moderna.
El involucramiento en las luchas cívicas, como parte de la tarea de los trabajadores organizados en el PS, contribuía así desde los distintos marcos nacionales a una obra internacional de progreso y civilización que se vería sacudida por la tormenta de fuego y muerte acaecida en los campos de batalla europeos. Como afirmaría una figura –luego controversial por su salida del partido, pero por esos años de gran lucidez– como Antonio de Tomaso, entre los socialistas cobró fuerza la convicción de que su más tradicional internacionalismo y un “nacionalismo sano” eran compatibles para llevar a buen puerto lo que entendían como su misión histórica. En el artículo “Patria y socialismo” repasaba los tópicos antes expuestos, desde el antimilitarismo hasta la disciplina de la concurrencia electoral, y arribaba a la conclusión de que “por la influencia creciente de la democracia socialista el obrero sea cada vez más ciudadano”[15].
Si cuando expresara estas ideas –citando como autoridad la obra del socialdemócrata revisionista alemán Eduard Bernstein– su postura podía parecer controversial en medio de un debate interno al PS respecto de la relación entre los términos que daban título a su intervención, poco después no sólo Juan B. Justo o Alfredo Palacios sino algunos de los representantes de los sectores más obreristas e internacionalistas del socialismo argentino, como el futuro diputado Mario Bravo o el inminente senador Enrique Del Valle Iberlucea, se harían eco de esta evolución doctrinaria. El presunto dilema finisecular dio lugar, ante la relativa orfandad de una tradición propia que ofreciera a los socialistas un anclaje de sus luchas presentes en el pasado nacional, a la apelación a ciertos referentes de un ideario liberal-republicano más ampliamente compartido en la sociedad y la política argentinas. No resulta casual que éstos fueran “próceres civiles” y no “héroes del sable”, o sea, hombres de ideas, tal como se pensaban a sí mismos los miembros del PS.
Algunos socialistas consideraban que su trabajo de organización y lucha por los derechos de los más desfavorecidos acabaría en una conclusión evidente: los obreros serían cada vez más ciudadanos.
Así, mientras Justo reivindicaría el lejano antecedente del Dogma Socialista de Esteban Echeverría por su intento de reforma intelectual y moral en la primera mitad del siglo XIX y al impulso al progreso material esbozado por Juan Bautista Alberdi en Las Bases, Palacios y De Tomaso rescataron de éste último su pacifismo y su crítica al militarismo en El Crimen de la Guerra, en tanto Del Valle Iberlucea descubrirá para los socialistas al Facundo de Domingo Sarmiento, postulándose como continuadores de su obra de civilización en contra de la barbarie demostrada por aquellos que ahora reprimían y negaban libertades cívicas y políticas. A juzgar por el papel de los militares en buena parte del siglo XX argentino, por las futuras conquistas políticas de las mujeres e incluso por la instalación hoy día de discursos xenófobos desde ciertas dirigencias políticas nacional-populares o liberal-conservadoras, los cimientos puestos por los socialistas en los debates cívicos de aquel cambio de siglo aparecen ahora revalorizados y no sin vigencia práctica.
V
Fue esta capacidad del socialismo argentino para acompañar con propuestas concretas los principales problemas y debates de una sociedad local y un contexto internacional en rápida y profunda transformación, lo que le permitió erigirse en una alternativa nada desdeñable durante la Argentina moderna. Sin dejar de concebirse como una fuerza que representaba, antes que nada, los intereses de la clase trabajadora, el PS moldeó otro rostro que se fundía con aquel y por el cual la construcción de una ciudadanía amplia y progresivamente inclusiva integraría los trabajadores a la nación. El devenir posterior de la historia del socialismo en Argentina es conocido, hasta que las contradicciones entre esos rostros que se pensaban complementaban erosionaron su razón de ser en el país entre la crisis de la década de 1930 y la posterior hegemonía del peronismo sobre el movimiento obrero[16].
Lo que quiere rescatarse aquí es la forma en que esa dimensión práctica de la acción política del PS en tiempos de la Segunda Internacional, más allá de sus éxitos o fracasos electorales, siguió modelando una identidad política muy potente en la mediana duración, aun cuando en sus orígenes no fuera más que un núcleo muy reducido. La pregunta ahora en la larga duración es si el socialismo sigue estando a la altura de las circunstancias para ofrecer un horizonte igualitario, apelando a lo mejor de su propia tradición de compromiso con las principales demandas cívico-políticas de la época. En otras palabras, si es capaz de definir los contornos y contenidos de un proyecto democrático de nación sin por ello supeditarse a las consignas del nacionalismo, ni a las de un ideario liberal-republicano que ofrece una plataforma necesaria pero, sin dudas, no suficiente para aquel horizonte que siempre fue el suyo.
Sobre el autor: Francisco J. Reyes es Licenciado en Historia y Doctor en Ciencia Política. Se desempeña como docente de Historia Institucional Argentina en la Universidad Nacional del Litoral (UNL). Es becario del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Es Secretario de Redacción de la revista Estudios Sociales editada por la Universidad Nacional del Litoral.
[1] Friedrich Engels, “Introducción” (1895), en: Karl Marx, Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850, Buenos Aires, Prometeo, 2011, p. 36.
[2] Michel Winock, Le socialisme en France et en Europe, XIXe-XXe siècle, París, Seuil, 1992, p. 30.
[3] Roberto Payró, “Educación republicana”, La Vanguardia, 15/09/1894.
[4] Transcripto en: “Primera sesión”, La Vanguardia, 04/07/1896.
[5] Juan B. Justo, Teoría y práctica de la Historia, Buenos Aires, Lotito y Barberis, 1909, p. 437.
[6] Dora Barrancos, “Socialismo y sufragio femenino. Notas para su historia (1890-1947)”, en: H. Camarero y C. Herrera (eds.), op. cit.
[7] Transcripto en: Jacinto Oddone, Historia del socialismo argentino, t. I, Buenos Aires, CEAL, 1983, pp. 46-47.
[8] “Victoria socialista”, La Vanguardia, 19/03/1904 (subrayado propio).
[9] Ricardo Martínez Mazzola, “¿Males pasajeros? El Partido Socialista frente a las consecuencias de la Ley Sáenz Peña”, en: Archivos de historia del movimiento obrero y la izquierda, Buenos Aires, n° 6, 2015.
[10] Ricardo Falcón, “Izquierdas, régimen político, cuestión étnica y cuestión social en Argentina (1890-1912)”, en: Estudios Sociales, Santa Fe, UNL, n° 40 primer semestre, ([1986/1987] 2011.
[11] Jean-Jacques Becker, “La II Internationale et la guerre”, en: Les Internationales et le problème de la guerre au XXe siècle, Roma, École Française de Rome, 1987.
[12] “Declaración de Principios y programa Mínimo del Partido Socialista” (1913), en: Hobart Spalding (comp.), La clase trabajadora argentina. Documentos para su historia, Buenos Aires, Galerna, 1970.
[13] Ver para el socialismo internacional, la reciente obra de Sheri Berman, The Primacy of Politics. Social Democracy and the Making of Europe´s Twentieth Century, Nueva York, Cambridge University Press, capítulo 4.
[14] Juan B. Justo, “El Socialismo Argentino”, en: El Socialismo, Buenos Aires, La Vanguardia, [1910] 1920, p. 117.
[15] Antonio de Tomaso, “Patria y Socialismo”, La Vanguardia, 27/05/1909.
[16] Carlos Herrera, ¿Adiós al proletariado? El Partido Socialista bajo el peronismo (1945-1955), Buenos Aires, Imago Mundi, 2016, pp. XV-XXV.