Autores: Horacio Tarcus y Pablo Stefanoni
Las características de los partidos y organizaciones de la izquierda argentina son diversas y contradictorias. Aquí se apunta un mapeo posible, que pretende constituir solo una base para dar cuenta de la complejidad de ese continente ideológico y de sus desafíos. Hoy, para las nuevas generaciones, Stalin es una lejana pesadilla, Trotsky el personaje de una novela del cubano Leonardo Padura y Mao una colorida serigrafía de Andy Warhol.
En un artículo publicado en 1993, a poco del derrumbe del socialismo real, Norberto Bobbio sostenía que, en los últimos tiempos, “la única certeza de la izquierda es este dudar de sí misma”. El libro donde se publicó este artículo llevaba ya un título provocativo: Izquierda punto cero. Michael Walzer, otro de los autores, añadía: “nos encontramos en un período de incertidumbres y confusión”. Richard Rorty iba incluso más allá y escribía: “Se necesitará un largo período de reajuste terminológico y psicológico para que los intelectuales occidentales de izquierda se aclimaten a la idea de que, no solo ‘socialismo’ sino todas las demás palabras que recibían su fuerza del pensamiento de que existía una alternativa al capitalismo, han perdido vigor”[1]. No obstante el crudo diagnóstico de entonces, la izquierda no desapareció del globo, ni mucho menos. Tampoco reinventó por completo “sus canciones” y, a falta de perspectivas anticapitalistas, utilizó el antineoliberalismo como punto de partida, especialmente en América Latina. En nuestro continente, la izquierda es básicamente una izquierda antineoliberal y a veces antiliberal a secas.
La Argentina no fue ajena a esas recomposiciones, especialmente desde la crisis de 2001. Pero, ¿de qué hablamos cuando hablamos de la izquierda argentina? Una particularidad de nuestro país es que el término “izquierda” suele remitir a la izquierda radical, reservándose el término italiano “centroizquierda” para las opciones de matriz más moderadas (en Europa, por el contrario, el significante “izquierda” incluye a los partidos socialistas y comunistas, y se reserva “extrema izquierda” para fuerzas anticapitalistas más radicales).
Desde ciertos enfoques, la izquierda se delimita de las restantes vertientes políticas por su programa, mientras que otra perspectiva enfatiza los posicionamientos efectivos dentro de un campo político de fuerzas. Para unos, la izquierda se define por sus tradiciones y sus ideas; para otros, por su colocación “a la izquierda” dentro de un espectro. Para unos es identitaria, mientras que para otros es relacional. Para los primeros, izquierda es la familia socialista, comunista, trotskista, guevarista, etc.; esto es: el peronismo de izquierda sería un oxímoron. Para otros, es el nacionalismo popular o revolucionario el que ocupa en los países periféricos el espacio de las izquierdas, cuando estas a menudo quedan (des)colocadas frente a clivajes que serían refractarios a la propia distinción izquierda / derecha.
Una y otra perspectiva se asientan en consideraciones normativas de lo que la izquierda debería ser, delimitando de antemano que todas aquellas ramas de la familia izquierdista que no condicen con esa previa definición, no son de izquierda y deben quedar afuera.
Intentamos aquí evadirnos de esa carga normativa pues consideramos oportuno ensayar una tipología, obviamente no exhaustiva pero sí comprensiva, de las diferentes vertientes de la izquierda argentina desde el populismo hasta el clasismo, pasando por el socialismo, el comunismo y el autonomismo. Acotamos este artículo a las familias de las izquierdas partidarias, es decir que dejamos afuera a la llamada “izquierda social”, que constituye un importante universo cuyo activismo abarca desde las luchas contra el extractivismo hasta las batallas en defensa de los derechos sexuales y reproductivos o derechos civiles como el matrimonio igualitario, y, al mismo tiempo, suele poner en cuestión y desestabilizar la idea de lo que significa hacer política. En los últimos años, estas temáticas han conformado agendas que se han incorporado, no sin significativas tensiones, en los horizontes y programas de izquierdas más o menos tradicionales.
- El populismo de izquierda / la izquierda populista
Sin duda, la reactivación de la izquierda en América Latina vino de la mano de una articulación entre nuevas/viejas izquierdas, que se apropiaron de los significantes que, tras el giro neoliberal de los movimientos nacional-populares de los años 90 (del aprismo al peronismo menemista), habían quedado disponibles.
En la Argentina esa operación se produjo a través del kirchnerismo. Por primera vez, a mediados de la primera década del siglo, el peronismo asumía de manera dominante un rostro de centroizquierda y reivindicaba a una izquierda peronista combativa que siempre había sido despreciada por el macartismo del peronismo “ortodoxo”. En realidad, el gobierno de Néstor Kirchner comenzó esa operación de manera más bien exploratoria y moderada en términos ideológicos, apelando en un principio a tocar una sensibilidad republicana extendida en los sectores medios (reforma de la Corte Suprema de Justicia, política de derechos humanos). Luego, especialmente tras la crisis del campo de 2008 y “revolución cultural” mediante, la matriz setentista (Pueblo contra Oligarquía) se profundizó e interpeló incluso a una nueva generación juvenil.
De un modo semejante a la operación del peronismo combativo de los años ‘60 (“Los comunistas en Argentina somos nosotros”, John William Cooke dixit), el kirchnerismo buscó fungir como la izquierda realmente existente, frente a los pequeños grupos que cuestionaban su consecuencia transformadora. En un debate entre Torcuato Di Tella y Maristella Svampa, el primero señaló que “en la Argentina la izquierda real no es esa gente [los partidos y movimientos], que son muy pocos, sino que es el peronismo kirchnerista”. La propia Cristina Fernández señaló en 2014 que “a mi izquierda solo está la pared”.[2]
Cristina Fernández señaló en 2014: “A mi izquierda esta la pared”.
A diferencia de Bolivia, Venezuela o Ecuador, donde se crearon nuevas fuerzas de izquierda nacional-populares, esta articulación de izquierda y nacionalismo se dio al interior de un partido tradicional (el peronismo) y allí residieron sus fortalezas y debilidades.
Esta constelación política recuperó ciertas figuras de la retórica de los años ‘60 y ‘70, como la épica popular, la división del campo político entre nación y antinación, y la utopía de una comunicación transparente entre el (la) líder y el pueblo movilizado. Reactivó también a tradición del latinoamericanismo, que en política exterior se tradujo no solo en una aproximación a otras experiencias semejantes en el propio continente sino también en un realineamiento internacional alejado de Estados Unidos y más cercano a potencias como Rusia o China.
Uno de los puntos más altos de la emotividad de este “populismo de izquierda”[3] fueron los festejos del Bicentenario del año 2010, en los que emergió con vigor el discurso de esa nueva nación “recuperada”, y de una patria finalmente “para todos”. La presidenta Cristina Fernández de Kirchner dejaba en el olvido sus referentes históricos casi escolares como el general Roca o Manuel Belgrano, e incursionaba, con la creación del Instituto Dorrego, en un revisionismo histórico que llevaba medio siglo de hibernación.
Sin duda, la muerte de Néstor Kirchner y su transformación posterior constituye una curiosa construcción mítica a partir de un liderazgo más bien gris, cuya aspiración en 2003 no era otra que reconstruir “un país en serio”, “que enfrenta sus problemas con responsabilidad”, aunque con la posibilidad de “volver a soñar”. Pero para cerrar definitivamente la brecha política abierta en diciembre de 2001, superar su déficit de legitimidad en las unas (su magro 22%) y devolver la confianza en la potencia de la política (al menos de la política gubernamental), el kirchnerismo estaba obligado a fortalecerse en la misma medida que fortalecía el Estado. En definitiva, se construyeron uno al otro al mismo tiempo, pues también el kirchnerismo tal como lo conocemos es una construcción desde el Estado.
Antes que el resultado de un proyecto o un programa, el kirchnerismo fue construyéndose a los tumbos, con varios nexos biográficos con los ’70, pero fijando posición sobre la marcha, a menudo en forma reactiva, inventándose en relación a batallas coyunturales. Su capacidad de acción y reacción logró finalmente instalar en la militancia la idea de que “el kirchnerismo siempre sorprende por izquierda”. Con ello, atrajo a sectores importantes de la juventud pero también del mundo de la cultura (en ese sentido fue menos peronista que el justicialismo tradicional) y tuvo siempre un vínculo problemático con el mundo popular y sus instituciones, como el Partido Justicialista o la Confederación General del Trabajo (CGT) (en ese sentido también fue menos peronista). El kirchnerismo combinó políticas progresistas, contradicciones constitutivas sobre el modelo de desarrollo y mucha opacidad moral, lo que a la postre desprestigió el “regreso del Estado”.
Adicionalmente, al ocupar el espacio de centroizquierda, el kirchnerismo puso a agrupaciones más pequeñas en el dilema entre pagar el costo de quedar políticamente anuladas en el interior del espacio kirchnerista o pasar a la oposición pagando el precio de ser desplazadas hacia la derecha del mapa político. Uno de los casos fue el de Proyecto Sur de Pino Solanas –que agrupó en un momento al Partido Socialista Auténtico, el Movimiento Socialista de los Trabajadores, el Partido Comunista Revolucionario (maoísta) y el Partido Buenos Aires para Todos (hoy Unidad Popular), y también atrajo a activistas e intelectuales con su apertura a temas como el (anti)extractivismo y la ecología política. Pero también se enfrentaron a serios dilemas Libres del Sur (que formó parte del gobierno kirchnerista hasta 2008 y luego se alió a experiencias de centro-izquierda como el Frente Amplio Progresista, Unen y, finalmente, a la coalición Progresistas de margarita Stolbizer) cuya figura más conocida es Victoria Donda, o el grupo articulado por Elisa Carrió, que desde el triunfo mismo de Néstor Kirchner reinstaló a la Coalición Cívica en el centroderecha.
El kirchnerismo combinó políticas pregresistas contradccciones sobre el modelo de desarrollo y opacidad moral.
A diferencia de otras experiencias nacional-populares en la región, sobre todo la venezolana y la boliviana, el kirchnerismo no actuó como un populismo clásico, en el sentido de dividir el campo político entre los de arriba y los de abajo (Laclau). El subsuelo de la patria ya se había sublevado en los años ‘40 y la crisis de 2001 había habilitado nuevas constelaciones de demandas y expectativas –marcadas por los sectores medios urbanos– a las que el kirchnerismo se propuso responder. Por eso maristella Svampa habló de “populismo de los sectores medios” y Martín Rodríguez, de la “lucha de clases… medias”. Como bien señala Rodríguez, el kirchnerismo solo se interesó por “construir al pueblo” recién después de la crisis del campo de 2008[4]. En ese contexto de polarización el “proyecto” asumió su déficit de retórica política y su carencia de imágenes y tradiciones, y fue entonces, y solo a partir de entonces, que el espacio de Carta Abierta dejó de ser considerado como un cenáculo intelectual y asumió un sentido político. No solo los intelectuales populistas, sino también los jóvenes se sintieron interpelados por su discursividad popular. En los militantes de La Cámpora se expresa más cabalmente la idea de “ir hacia el pueblo” más que un surgir de él.
Quitando lo que pueden contener de irónico estas apreciaciones, lo cierto es que, pese a políticas de inclusión social como la Asignación Universal por Hijo (AUH), el kirchnerismo no creó una identidad popular. Sus grandes concentraciones, como la ya mencionada del Bicentenario, constituyeron expresiones políticas y estéticas alejadas de las clásicas multitudes plebeyas de las “patas en la fuente”, aún cuando eventos como Tecnópolis hayan captado un público popular y hasta alguien haya llegado a llamarla “Negrópolis” en las redes sociales. Lo mismo ocurre con el imaginario setentista, que no remite al stock de imágenes más habitual de los sectores populares. Pero fue también por esos filones de clase media que el kirchnerismo se vinculó con temáticas que lo diferenciaron de los otros populismos de la región, como el matrimonio igualitario y la bandera de los derechos humanos. En efecto, la incorporación-cooptación de los movimientos de derechos humanos constituye una de las vertientes que contribuyeron a fijar la identidad kirchnerista en una clave progresista y provocaron no pocos problemas en las tradicionales agrupaciones nacidas en la lucha contra la represión primero y la impunidad después.
Al mismo tiempo, la “década larga” estuvo marcada por el ascenso, la muerte y la mencionada reinvención de Néstor Kirchner, como un inesperado héroe mítico de la nación. La figura del Nestornauta[5] sintetiza de algún modo estos años, con lo real y lo ficticio que resulta la mitificación de un político cuya vida estuvo marcada por la ausencia de mística. Sin duda, el setentismo de estos años tuvo algo de la trillada farsa asociada a las “segundas partes”, aunque en este caso fue sin duda mejor vivir esa exageración discursiva que la tragedia real de los años ‘70.
No obstante, la pérdida del poder del Estado en 2016 dejó en evidencia la fragilidad de la construcción kirchnerista. Sin caer en pronósticos apocalípticos como el de aquellos que anticipaban el fin del peronismo en 1955, es indudable que el populismo de izquierda se enfrenta a una seria crisis y a la recomposición del peronismo en una clave tradicional. El historiador Javier Trímboli escribió recientemente: “lo que nos complica es que el tipo de movilización que animó el kirchnerismo –su pico en el Bicentenario y con la muerte de Néstor, quizás también el 9 de diciembre último [2015]– no está siendo eficaz a la hora de intervenir en la situación actual. No asusta a nadie o, lo que es muy parecido, no tiene capacidad de parar la producción o de alterar la cotidianidad de la sociedad. Tampoco de volverse audible fuera del cerco de los amigos que ponen me gusta en facebook. Caricias a la identidad en pena”[6]. Ese tipo de movilización, y esta es la marca de este proyecto, tuvo siempre mucho de desconfianza hacia cualquier expresión autónoma de la sociedad, depende demasiado del (o de la) líder indiscutible y de los recursos que provee el poder del Estado. De ahí las dificultades tras el triunfo de Mauricio Macri a fines de 2015 para construir o rediseñar poder desde el llano. Habrá que ver en qué tipo de construcción termina decantando en el proceso de reconstrucción del peronismo pejotista.
- La izquierda autonomista
El acontecimiento de 2001 permitió el desarrollo de un pequeño pero dinámico universo social y político: la llamada “izquierda autonomista” o “izquierda independiente”. En verdad, diciembre de 2001 fue el pico más alto de una gravísima crisis de representación política cuyas raíces pueden localizarse en el vaciamiento de la política que fue gestándose durante la década menemista y que a su vez se vio agravada durante el gobierno de Alianza, cuando el propio Estado no era capaz de garantizar las funciones básicas que le son inherentes: la emisión de una moneda nacional aceptada por los agentes económicos, el cobro de impuestos, la garantía de los depósitos bancarios y, en el límite, el monopolio de la violencia legítima.[7] La suma combinada de una crisis económica que terminó por estallar con el fin de la convertibilidad, una crisis social gravísima con altos niveles de exclusión y una crisis política de representación, que se expresó primero silenciosamente en los comicios bajo la forma del ausentismo o el voto en blanco, constituyó un escenario inédito donde emergieron nuevas formas de organización y de acción política.
Una de las expresiones de esta izquierda independiente de fines de los años ‘90 estuvo representada por el Movimiento 501, cuyos adherentes –en su mayoría jóvenes estudiantes que animaban las listas independientes en la vida universitaria, como TNT de Axel Kicillof– viajaron en octubre de 1999 hasta Sierra de la Ventana, algo más de los 500 kilómetros que exige la ley para quedar eximidos de votar y rechazar un sistema político sin opciones reales, marcado por el vaciamiento de la política, donde las opciones electorales –Fernando De la Rúa o Eduardo Duhalde– aparecían igualmente incapaces de revertir la ola neoliberal. La performance fue tildada de “neoanarquista” y rechazada incluso por el periodismo progresista[8], pero para estos movimientos así como para buena parte de la franja intelectual crítica, la política estaba “en otra parte”[9]. Que la política no estaba entonces en las urnas sino en las calles, no se hallaba en los partidos tradicionales sino en los movimientos emergentes, lo pondrían enseguida en evidencia la expansión de los movimientos piqueteros y de las asambleas barriales, colocándose más allá del Estado (ausente) y del régimen político (en grave crisis).
La grieta entre representantes y representados propició una emergencia inédita de movimientos autoconvocados, horizontales y asamblearios. Fue en ese contexto, sobredeterminado además por la ola zapatista, que un filósofo político como el irlandés-mexicano John Holloway –autor de Cambiar el mundo sin tomar el poder– podía colmar el Aula magna de la Facultad de Medicina en los primeros años 2000 y conceder entrevistas a los grandes diarios que ayer nomás fustigaban la experiencia del 501. Se trataba, sin duda, de una fórmula alentadora: para una izquierda que estaba a años luz de tomar el poder, que alguien explicara que era mejor no hacerlo sonaba como música en los oídos.
En ese marco, el exdiputado Luis Zamora, se alejó de su organización trotskista y mientras volvía al llano como simple vendedor de libros, convocaba a la izquierda social independiente a debatir en asamblea nuevas formas de organización y acción política. En el contexto de las elecciones legislativas de 2001 se proyectó como una figura político-electoral en la Ciudad de Buenos Aires, ingresando una vez más como diputado nacional. Pero la nueva organización creada ese mismo año por Zamora, Autodeterminación y Libertad (AyL), terminó revelándose como un microemprendimiento familiar que entró rápidamente en crisis cuando los ocho diputados que conquistó en las legislativas de agosto de 2003 acabaron constituyendo ocho monobloques. Zamora dilapidó en apenas dos años casi todo su capital político, aunque ha persistido en presentarse como candidato de AyL en las siguientes contiendas electorales, cosechando algunos votos en virtud de aquella imagen de honestidad personal.
No obstante, el fenómeno de la izquierda social que emergía en la década de 1990 y comienzos de la siguiente de las listas independientes de la Universidad de Buenos Aires –como la mencionada TNT de Ciencias Económicas–, no alcanzó a articular, como sucedió en España con los jóvenes universitarios de Podemos, un nuevo movimiento político más allá de las organizaciones tradicionales. Kicillof y la mayor parte del Movimiento 501 terminaron integrándose primero en el cristinismo y en el peronismo poco después. Allí pretendieron encontrar una suerte de posneoliberalismo realmente existente corporizado, a la postre, por el propio ascenso ministerial de Kicillof (quien, para peronistas más tradicionales como Guillermo Moreno, nunca dejó de ser “un marxista”).
En esta parte de la familia de la denominada “izquierda independiente” se destaca el sector articulado alrededor de los Movimientos de Trabajadores Desocupados (MTD)[10]. Estos movimientos buscaron interpelar a los desocupados, librados a su suerte por el sindicalismo tradicional (incluso el de izquierda), como sujetos sociales y políticos. A falta de espacios fabriles de implantación, estos fueron ocupados por los barrios en una clave más plebeya. Ante la imposibilidad de convocar a un paro de fábrica, acudieron al corte de ruta (parte de la izquierda tradicional, haría la misma operación poco después: el maoísmo con la Corriente Clasista y Combativa y algo más tarde, el Partido Obrero con su Polo Obrero, además de otros grupos menores).
El kirchnerismo creció incorporando (o cooptando) parte de este movimiento de desocupados, especialmente los de matriz nac-pop (la Federación de Tierra y Vivienda de Luis D’Elía hasta el Movimiento Evita de Emilio Pérsico y Fernando “Chino” Navarro e incluso, de manera más compleja, un grupo de choque de la izquierda nacionalista como Quebracho o la Tupak Amaru de Milagro Sala). Pero, notablemente, también atrajo a integrantes de agrupaciones como TNT e incluso a autonomistas más radicales. Este, en apariencia paradójico, pasaje del autonomismo antiestatal al kirchnerismo peronista fue una de las claves de la época. Decimos “en apariencia” porque detrás de esa paradoja estaba otra: el antiestatalismo del 2001 se fundó contra la frustración de un estado “ausente” o capturado por los intereses empresariales, pero apenas el Estado asumió nuevamente un ropaje “inclusivo” y nacional-popular, parte de este conglomerado autonomista fue incapaz de resistirse y terminó por constituir parte de la base social del kirchnerismo.
El kirchnerismo creció incorporando (o cooptando) parte de este movimiento de desocupados, especialmente los de matriz nac-pop
Una de las expresiones de la resistencia a esta colonización de un peronismo otra vez nacional y popular estuvo corporizada por el Frente Popular Darío Santillán, fundado en 2004 sobre la base de varias pequeñas agrupaciones de estudiantes y, sobre todo, de los MTD. Tomó su nombre del militante Darío Santillán, asesinado por la policía el 26 de junio de 2002 junto a su compañero Maximiliano Kosteki en la masacre de Avellaneda. El FPDS corrió a la ciudad de Buenos Aires –a menudo epicentro de la política de izquierdas– hacia el conurbano bonaerense, albergando al menos tres generaciones de militantes y conteniendo las más diversas vertientes de las izquierdas, pocos antes enfrentadas en organizaciones rivales. Se autodefinió como anticapitalista y antiimperialista, feminista y ecologista, nacionalista de izquierda y chavista. Incluso extrotskistas del viejo Movimiento al Socialismo (MAS) agrupados en torno a la revista Herramienta buscaron en este espacio un refugio ante la crisis de su propio proyecto, que había estallado en varias fracciones tras los éxitos cosechados a fines de los años 80.
Pero esta resistencia a ser deglutidos por un peronismo siempre omnívoro no impidió que el FPDS mantenga, junto a su matriz autonomista (con mucha energía invertida en el trabajo barrial y desconfianza hacia la política electoral) un alma populista. Si bien esta corriente rechazó sumarse al kirchnerismo, como lo hicieron los kicillofistas, sí son entusiastamente chavistas e incluso mantienen un vínculo más bien sentimental con la Cuba post-revolucionaria, un modelo que no es precisamente la Meca del poder “desde abajo”. En efecto, esta adhesión al chavismo resultó complicada, en la medida que Chávez apoyó siempre al kirchnerismo como alternativa política realista en la Argentina. Pero, además, fueron bastante resistentes a ponderar de manera más crítica las líneas de tensión que recorren la revolución bolivariana, entre la democratización social, vía inclusión y discurso socialista, y la construcción de un Estado jerárquico con audibles tonalidades marciales.
Agotada la energía de 2001, esta izquierda se enfrentó, por un lado, al fortalecimiento del Estado (políticas sociales, clientelismo más tradicional) y a la reducción del desempleo), y por la otra, a una cierta revitalización de la izquierda clásica. La potencialidad política de comedores y otros emprendimientos barriales –e incluso los bachilleratos populares– se fue estrechando, mientras la política retornaba a la esfera estatal.
Este escenario más hostil alentó diversas rupturas y divisiones que debilitaron aún más este espacio “hijo del 2001” –como ellos mismos se autodefinen–. En este marco, se produjo un salto, un tanto prematuro, al terreno electoral: un sector pasó a formar parte del Frente Patria Grande (fusión de Marea Popular con el FPDS-Corriente Nacional) con una sensibilidad más cercana al kirchnerismo, y el otro (Pueblo en Marcha, que sumó a otras expresiones de la izquierda, como Democracia Socialista y Socialismo Libertario) se embarcó en una alianza con el Frente de Izquierda y de los Trabajadores (FIT trotskista), donde tienen escasa incidencia política-ideológica.
Sin lugar a dudas, la crisis de este espacio es una mala noticia para la renovación de las izquierdas, clausurando ciertas grietas esperanzadoras abiertas en 2001.
- La izquierda (ex)comunista
El colapso de los socialismos reales de 1989-1991 había encontrado en la Argentina un Partido Comunista debilitado y deslegitimado, embarcado desde hacía un lustro en un proceso autocrítico que le venía costando fracturas por derecha y por izquierda. El XVI Congreso de 1986 había venido a imponer un recambio generacional de la gerontocracia comunista al mismo tiempo que una revisión del alineamiento automático con Moscú, de la caracterización del golpe militar del 24 de marzo de 1976 como más o menos benigno respecto de los eventuales riesgos de un golpe auténticamente “pinochetista” y del apoyo en las elecciones nacionales de 1983 a las candidaturas peronistas de derecha como Ítalo Luder y Herminio Iglesias.
La necesidad de relegitimación por izquierda provocó el giro latinoamericanista y guevarista de su discurso, que ya no tomaba como referente al PCUS ni al movimiento comunista internacional en vías de disgregación, sino a la Cuba de Fidel Castro, a la Nicaragua sandinista, al Frente Farabundo Martí salvadoreño e incluso a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). En el plano interno, el PC alentó dos experiencias frentistas: el Frente del Pueblo (Frepu) primero, e Izquierda Unida (IU) después, en alianza con el MAS. Al hecho novedoso de un frente entre los dos partidos más importantes de la izquierda argentina, comunista uno y trotskista el otro, se sumaba el expediente inédito de una interna abierta para elegir los candidatos a presidente y vice de la alianza. El pico máximo de movilización y reconocimiento público lo alcanzó en 1990, cuando IU convocó a la Plaza del No en repudio al nuevo modelo menemista.
En verdad, ninguna de las dos experiencias frentistas fue más allá de una mera alianza electoral, e incluso en ese plano, si bien lograron algunos cargos legislativos, las cosechas fueron magras. Las políticas del PC en la primera década del siglo XXI parecen bastante erráticas: en 2007 se unía al Partido Humanista en Frente Amplio Latinoamericano, imaginando una suerte de Frente Amplio a la uruguaya capaz de enfrentarse al gobierno kirchnerista, al que combatió frontalmente desde el año 2003. Sin embargo, operó un curioso viraje en 2008, a partir de la “crisis del campo”. A partir de entonces, la mayor parte del partido terminó apoyando al gobierno de Cristina Kirchner, aunque siempre con el discurso sobre la necesidad de “profundizar el modelo”. Este apoyo se fue procesando en una suerte de virtual autodisolución política del comunismo argentino dentro del kircherismo de la mano del liderazgo gris de Patricio Echegaray, prácticamente ausente del espacio público, al igual que el resto de la dirigencia comunista.
Sin embargo, el comunismo argentino se manifestó, a partir de la crisis y los desgajamientos de los años ‘80 y ‘90, bajo diversas formaciones, que se desarrollaban en forma paralela y complementaria al PC oficial de Patricio Echegaray. Así, por ejemplo, el PC-Congreso Extraordinario (PC-CE) que lidera Jorge Pereyra fue pionero en el apoyo al kirchnerismo; una política que acompañó poco después (2008) el Partido Solidario (PSOL) del cooperativista Carlos Heller, o el Partido Nuevo Encuentro de Martín Sabbatella. Este último nació en 2009 con una propuesta independiente de brindar apoyos críticos al gobierno en ciertos temas y conflictos sin dejar de cuestionar los más oscuros (corrupción, manipulación del INDEC, financiamiento de la política) o los que consideraba sus límites (para avanzar políticas sociales de mayor inclusión, en una reforma tributaria progresiva, etc.)[11], pero terminó por diluirse en el kirchnerismo, sobreactuando incluso “lealtad” e incondicionalidad en una combinación poco virtuosa de verticalismo peronista y cultura comunista antipluralista.
- La izquierda socialdemócrata
Esta corriente tiene como base al viejo Partido Socialista, reunificado en 2002. La historia de la socialdemocracia argentina es accidentada: mientras su vertiente más izquierdista (Partido Socialista Argentino) acabó disgregándose en una miríada de grupos y subgrupos de la llamada Nueva Izquierda de los años ’60 y ‘70, su vertiente “ghioldista” acabó llevando al Partido Socialista Democrático a un antiperonismo furioso y más tarde al apoyo a la dictadura. Esa herencia indeseable debió ser superada en la era democrática por una nueva dirigencia que, como el referente gremial Alfredo Bravo, ofrecía credenciales significativas en la lucha por los derechos humanos.
Esta renovación del PSD permitió el acercamiento al Partido Socialista Popular que Guillermo Estévez Boero había logrado mantener como una fuerza viva sobre todo en la provincia de Santa Fe, articulando la tradición socialista con cierta inflexión latinoamericanista. La unificación entre el PSD y el PSP parecía unir así las dos almas de la socialdemocracia argentina: la liberal-republicana y la nacional-popular. Por otra parte, sus figuras emblemáticas (Juan B. Justo, Alfredo Palacios o Alicia Moreau) suelen ser mencionadas más como panteón sentimental –o recordatorio de glorias pasadas– que como la base para actualizar críticamente el pensamiento socialista, lo cual requeriría una revitalización del corpus que cubra el hiato entre un “pasado lejano” (que a menudo parece de otra Argentina) y un presente sin un imaginario suficientemente potente. A la pérdida de peso entre los trabajadores, al menos desde 1945, le siguió una interpelación de tipo ciudadana junto a un discurso moralizante y una tonalidad consensualista de la política, insuficiente para dar nueva vida al socialismo.
Una de las dificultades históricas del socialismo argentino fue su diferenciación de la Unión Cívica Radical. Ello se agudiza cuando el discurso socialista pasa a priorizar públicamente los aspectos liberal-republicanos por sobre la perspectiva igualitaria (aunque muchas de sus políticas públicas, donde gobierna, apunten limitadamente en esa dirección y aunque gran parte de sus bases se identifiquen con un socialismo democrático más consistente). Se trata, en todo caso, de la debilidad histórica para implantar un proyecto socialdemócrata en la Argentina.
¿Cuál es hoy el “panteón” socialista?, ¿Sobre que stock de imágenes e ideas opera hoy el PS?, ¿qué diálogo establece con la teoría crítica actual?, ¿a qué actores sociales busca interpelar? Una característica del socialismo argentino actual es su casi aversión a construir un relato que le permita establecer vínculos con los “humillados y ofendidos” de ayer y de hoy[12]. En ese sentido, no dejan de arrastrarse problemas que José Aricó expone en La hipótesis de Justo[13] en relación a los obstáculos para la implantación del socialismo democrático en el país. Por una parte, propugna un programa progresista, lo que implica reafirmar su propia identidad. Sin embargo, para construir hegemonía y llevar adelante transformaciones efectivas, debe establecer políticas de alianzas con los odiados partidos de la “política criolla”. Una tensión cuyos riesgos llevan al socialismo, por un lado, a quedarse “solo contra todos” (populistas y conservadores), o bien casi diluirse en alianzas con la UCR.
El discurso del Partido Socialista en la Argentina ha tendido a priorizar la perspectiva liberal-democrática por sobre la igualitaria.
Pese a todo ello, en el marco de sus promesas de renovación, el PS se transformó desde la década de 1980 en un receptáculo para intelectuales críticos decepcionados de sus corrientes (comunistas, maoístas, exguerrilleros), como José Aricó y Juan Carlos Portantiero, entre otros miembros del Club de Cultura Socialista. Sin embargo, el diálogo entre los pensadores de la política y los exponentes de una política centrada en sí misma, atrapada por la inmediatez de la racionalidad electoral o la gestión de gobiernos locales, no dio los esperados frutos, y la antigua estructura partidaria se mostró tan renuente a la renovación y la creatividad ideológica que no fue capaz de contener a quienes buscaron reactualizar una utopía socialdemócrata anclada en la realidad nacional.
Las fronteras entre un socialismo democrático capaz de actualizar su herencia y recuperar la perspectiva de un reformismo productivo y creativo, y el social-liberalismo tipo Tercera Vía comprado “llave en mano”, son a menudo difusas, especialmente cuando parte de la socialdemocracia europea es hoy parte del orden existente, como lo muestra el derrotero de varios de sus líderes (Felipe González o Tony Blair son emblemáticos en este sentido). La política como puro consenso y las políticas públicas sin relato encuentran así límites a la hora de poner en pie una fuerza más ambiciosa y transformadora.
- La Izquierda clasista
El mundo trotskista estuvo atravesado, desde su nacimiento, por fuertes conflictos de familia entre sus diferentes corrientes, vinculadas a diversos alineamientos internacionales. Una característica del trotskismo fue la declamación permanente de su internacionalismo. Esta corriente suele presentarse como la única “consecuente”, la que no capitula ante los nacionalismos ni frente a los reformismos o las modas, manteniéndose en sus trece respecto al programa clásico de la Revolución que tuvo a Octubre de 1917 como su momentum. Pero esa fase de la revolución duró poco: la “degeneración” estalinista acabó con la utopía de la Revolución permanente. Empero, el trotskismo fue capaz de hacer de la necesidad una virtud, convirtiendo su ajenidad a cualquier experiencia de poder en una suerte de prueba de superioridad moral por sobre las otras vertientes de la familia de las izquierdas que tuvieron que vérselas con los dilemas del ejercicio gubernamental.
De este modo, la historia del trotskismo estuvo signada por su división y subdivisión en grupos pequeños, combativos y fuertemente identitarios (a menudo constituidos en verdaderas “sectas” en el sentido sociológico del término) en la medida en que su historia es la del sostenimiento heroico de programas internacionalistas y revolucionarios en entornos siempre hostiles.
Argentina es uno de los pocos países del mundo que tiene una fuerte corriente trotskista. El economista Claudio Katz apuntó: “El trotskismo es a la izquierda lo que el peronismo es al país, una singularidad argentina en varios aspectos. A diferencia, por ejemplo, de Francia, donde el trotskismo también fue importante y se constituyó de manera más tradicional, contra un PC fuerte, en nuestro país el trotskismo creció en el espacio creado por el desencuentro histórico entre el peronismo y la izquierda tradicional (socialistas y comunistas) y tuvo incidencia en varios frentes, inclusive en la guerrilla (PRT-ERP)”[14].
Aunque sus fuerzas fueron siempre muy pequeñas, la situación cambió algo en los últimos años, cuando se unificaron las tres principales corrientes trotskistas en el Frente de Izquierda y de los Trabajadores (FIT), que agrupa al Partido Obrero, el Partido de los Trabajadores Socialistas e Izquierda Socialista. El FIT mostró una renovada estética de su propaganda, cambios en ciertos habitus de sus candidatos, avances en la profesionalización de la comunicación y una productiva apropiación del difuso pero efectivo significante “izquierda” como un divisor de aguas entre los de arriba y los de abajo (lucha capital-trabajo), conservadores y progresistas (en temas como el aborto) e incluso entre honestos y corruptos (denuncia de los vínculos políticos/empresarios/mafias así como del rol de la burocracia sindical, etc.). Este aggiornamiento de su imagen favoreció, por ejemplo, una presencia en los medios de comunicación que seguramente ellos mismos jamás imaginaron[15]. El trotskismo llegó al Parlamento Nacional con tres representantes y consiguió, a su vez, varios legisladores provinciales. Además, creció en los sindicatos y en el movimiento estudiantil.
La mística de esta corriente se construye en relación a “las luchas” y a “poner el cuerpo” en ellas. Y esa exaltación de “la calle” marcha en paralelo a una perspectiva reivindicacionista que diluye el debate sobre la nueva sociedad (su programa ya no responde al mundo actual y en gran medida es “escondido” para poder ganar apoyo popular). Se cae así en una perspectiva a menudo sindicalista. Pero, al mismo tiempo, la forma-partido sostenida en formas excesivamente cerradas pone un techo bajo al crecimiento, y las tendencias sectarias a su interior impiden la confraternización entre las corrientes del FIT. De hecho, el Frente dejó de existir por fuera de los eventos electorales y los ataques mutuos –a veces sin respetar las formas de una cortesía elemental– son moneda corriente. En este sentido, el trotskismo tiene más riesgos en las etapas de crecimiento (que conlleva nuevos problemas que pueden quebrar su rigidez programática) que en los de “resistencia en la adversidad”, ya que esta última forma parte de su propia identidad.
Dicho esto, el trotskismo será una corriente pequeña pero “intensa” en la política argentina de los siguientes años.
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Como puede observarse, las dificultades de las izquierdas argentinas no son pocas. Las experiencias guerrilleras de los años ‘70, lejos de alcanzar los éxitos que conocieron Cuba en 1959 o Nicaragua en 1979, terminaron en gravosos fracasos. También había fracasado militarmente en Uruguay la experiencia guerrillera de los Tupamaros, pero el MLN pudo volver al llano en la década de 1980 y construir una legitimidad política impensable para los Montoneros o el Partido Revolucionario de los Trabajadores-Ejército Revolucionario del Pueblo (PRT-ERP). Por otra parte, ninguna de las experiencias frentistas (como el FP o el FRAL) alcanzó las dimensiones de la Unidad Popular Chilena o el Frente Amplio uruguayo. Los sueños de hacer del Frente Grande una fuerza de centroizquierda terminaron en la pesadilla de la Alianza. Los movimientos emergentes en diciembre de 2001 no fueron capaces de construir una versión equivalente de lo que, quince años más tarde, fue Podemos en España. Los sucesivos intentos de la Central de Trabajadores de la Argentina (CTA) de crear una suerte de PT a la argentina, cayeron en el olvido, sobre todo desde que el kircherismo vino, a partir de 2003, a obturar ese espacio social y político. La transversalidad prometida por Néstor Kirchner concluyó con el retorno de los kirchneristas al redil justicialista.
Tras el fin del kirchnerismo, la mayor parte del peronismo parece ingresar en una nueva adaptación al clima de época que hoy pasa por ocupar posiciones en el “centro”. El gran problema del kirchnerismo de hoy no es tanto con la derecha sino con el propio Partido Justicialista que quiere deshacerse de él. Al mismo tiempo, las otras corrientes mapeadas enfrentan también crisis y dilemas diversos, y hoy predomina un clima de frustración y, en algunos casos, de cierta apertura a la discusión. Posiblemente, las políticas actuales abran nuevos espacios para las izquierdas pero ello requerirá también formas de intervención capaces de enfrentar con éxito a una derecha que no es ni la fuerza pospolítica que quisiera Jaime Durán Barba ni tampoco la vuelta de la Revolución Libertadora o de expresiones tout court de las derechas del pasado.
Sin dudas, el balance entre las diversas iniciativas de renovación y los magros resultados o los impases, nos deja un cierto sabor amargo. Pero el sentido de haber puesto el acento en las tensiones que recorrieron las diversas experiencias que se reclaman de izquierda o que se posicionan “a la izquierda” en lo que va del nuevo siglo tiene hoy como correlato un momento particular de la coyuntura nacional: el agotamiento del ciclo kirchnerista y el arribo al poder de una nueva derecha promercado. En una coyuntura plena de potencialidades, sostenemos, sin renunciar a ese pesimismo gramsciano de la razón, cierto “optimismo de la voluntad” en relación a las posibilidades de renovación de las izquierdas: para poder dar batallas lúcidas y eficaces ante a las viejas y las nuevas desigualdades que produce un capitalismo siempre reconfigurado, son necesarios análisis más audaces y menos atrapados por el “peso de los muertos” de las tradiciones y los pequeños patriotismos de grupo.
Pero, ¿por dónde podría renovarse, en este escenario, la izquierda argentina? Evidentemente, la cuestión excede este artículo aunque vale la pena señalar que la utopía del “punto cero” o “el grado cero de la ideología” –despojarse de cualquier tradición– parece tan utópica como la inmovilidad analítica. La paradoja actual es que la izquierda no ha logrado refundarse programáticamente pese a la crisis del capitalismo y a que algunas de sus expresiones lograron gobernar en gran parte de América Latina. No es que no hayan tenido lugar en las últimas décadas profundas renovaciones teóricas –desde Toni Negri y Michael Hardt a Frédric Jameson y David Harvey, desde Judith Butler y Nancy Frazer hasta Homi Bahbha a Gayatri Spivak– sino que, como advirtiera Razmig Keucheyan, la esfera del “pensamiento crítico” se ha sofisticado y al mismo tiempo distanciado aún más que en el pasado de las luchas políticas en su sentido estrricto[16].
El pensamiento crítico, por una parte, y algunas experiencias frentistas por otra, pusieron en cuestión ciertas antinomias del pasado. Por ejemplo, la antinomia reforma / revolución, que dividía un siglo atrás a socialistas de comunistas, hace tiempo que viene siendo revisada[17]. La antinomia entre mercado y planificación también fue objeto de innumerables reconsideraciones[18]. También las izquierdas asumieron (no sin tensiones, dubitaciones e inconsistencias) reivindicaciones del feminismo o los movimientos LGBT aunque un debate más consistente sobre la ecología política sigue siendo una deuda significativa en la izquierda argentina. Al mismo tiempo, buena parte de las viejas querellas entre comunistas, trotskistas y maoístas quedaron sepultadas bajo los escombros del Muro de Berlín o asoladas por la potencia arrasadora del capitalismo chino. Para las nuevas generaciones, Stalin es una lejana pesadilla, Trotsky el personaje de una novela del cubano Leonardo Padura y Mao una colorida serigrafía de Andy Warhol.
Es necesario barajar y dar de nuevo. Estudiar las tradiciones del pasado sin atarse dogmáticamente a ninguna de ellas. Sin retornar a un imposible e indeseable punto cero, consideramos productivo un debilitamiento de las fronteras previas, construidas en relación a hechos históricos y a identidades sedimentadas. La posibilidad de repensar dialécticamente –como tensión y no como exclusión– el clivaje reforma-revolución, con la igualdad como horizonte (e)utópico. Combinar los “anchos caminos teóricos” con los “pequeños caminos experimentales”[19], sin quedar prisioneros de la discursividad, los habitus y las estéticas del pasado. Con menos certezas y más dudas, pero no menos convicciones.
Sobre los autores: Horacio Tarcus es director del Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierdas en la Argentina (CeDInCI), autor de El socialismo romántico en el Río de la Plata, de próxima aparición por Fondo de Cultura Económica.
Pablo Stefanoni es jefe de redacción de Nueva Sociedad y miembro del Centro de Historia Intelectual de la Universidad Nacional de Quilmes (UNQ).
[1] Todas las citas corresponden a Giancarlo Bosetti (comp.), Izquierda punto cero, Barcelona, Paidos, 1993.
[2] “Para los que me quieran correr por izquierda, les notifico: ¿a mi izquierda saben qué hay? ¡La pared! Nada más, viste, a mí que no me vengan a correr por ahí” (La Nación, 15/8/2014).
[3] No usamos este significante en términos peyorativos sino analíticos.
[4] Maristella Svampa, “La década kirchnerista: Populismo, clases medias y revolución pasiva”, en Lasaforum, otoño 2013; Martín Rodríguez, “La lucha de clases (medias)”, en Artepolítica, 9/7/2012.
[5] En referencia al héroe de la mítica y crítica historieta de ciencia ficción, Eternauta, creada por Héctor Germán Oesterheld y Francisco Solano López en los años 50.
[6] Javier Trímboli, “Así estamos”, Agencia Paco Urondo, 1/4/2016.
[7] Estas preocupaciones aparecieron presentadas lúcida y dramáticamente a comienzos de 2002 por un intelectual del establishment como Natalio Botana (“Tenemos una democracia sin Estado y sin moneda”, entrevista de Fabián Bosoer, Clarín, 28/4/2002).
[8] María Seoane, “Elogio del Km. O”, Clarín, Suplemento Zona, 10/10/1999.
[9] Dossier “Elecciones. La política está en otro lado”, en El Rodaballo. Revista de política y cultura nº 2, mayo de 1995, con textos de Dardo Scavino, Eduardo Grüner, Horacio Tarcus, etc.
[10] Maristella Svampa y Sebastián Pereyra, Entre la ruta y el barrio: la experiencia de las organizaciones piqueteras, Buenos Aires, Biblos, 2003.
[11] », en Nueva Sociedad, ervadores’ radical y », en rcelona, paidos, 1993ctual-UNQ.“Sólo acompañaremos aquello en lo que creemos, que es más democracia y mejor distribución. El kirchnerismo no mejora la calidad democrática e institucional” (Martín Sabbatella, », en Nueva Sociedad, ervadores’ radical y », en rcelona, paidos, 1993ctual-UNQ.“Vamos a ser independientes”, en La Nación, 27/6/2009).
[12] Ricardo Martínez Mazzola, “’Ni populistas, ni conservadores’. Dilemas y desafíos del socialismo democrático argentino”, en Nueva Sociedad, Nº 261, enero-febrero 2016.
[13] José Aricó, La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina, Buenos Aires, Sudamericana, 1999.
[14] Pablo Stefanoni, “El pibe trosko”, en Anfibia, 2015.
[15]Horacio Tarcus y Pablo Stefanoni, “La izquierda radical en tiempos electorales”, en Le Monde Diplomatique, Cono Sur, abril de 2015.
[16]Razmig Keucheyan, Hemisferio izquierda. Un mapa de los nuevos pensamientos críticos, Madrid, Siglo XXI, 2013.
[17]André Gorz, Réforme et Révolution, París, Seuil, 1969.
[18]Para una revisión crítica del tema, véase Robin Blackburn, “Fin de siécle’: el socialismo después de la quiebra”, en R. Blackburn (ed.), Después de la caída. El fracaso del comunismo y el futuro del socialismo, Barcelona, Crítica, 1993.
[19] Richard Rorty, “¿Cantaremos nuevas canciones?”, en Giancarlo Bosetti, Izquierda punto cero, op. cit. (No obstante, Rorty busca precisamente el punto cero que rechazamos acá).