Autor: Osvaldo Iazzeta
El socialismo nació para defender y extender la democracia a las distintas esferas de la sociedad. Sin embargo, el desarrollo de los “socialismos reales” y la utilización del concepto por parte de distintas vertientes autoritarias de la izquierda, complejizaron la relación. El desafío contemporáneo es desarrollar un socialismo que encare una redistribución más eficiente y justa de la riqueza, y que sea capaz de procesar las tensiones entre capitalismo y democracia
La revalorización de la democracia que asomó a fines de los años 70 en América Latina también significó para una parte de su izquierda, un ajuste de cuentas con su pasado intelectual. Ese ambiente fue magistralmente retratado por Norbert Lechner (1986) en su texto “De la revolución a la democracia” y bajo ese clima no solo fueron revisadas algunas categorías sagradas que vertebraban aquel legado (revolución, hegemonía, lucha de clases, etc.), sino también, de manera más amplia, la relación entre socialismo y democracia. Son incontables los aportes provenientes de los primeros años 80 que testimonian esa voluntad de procesar bajo un nuevo prisma, esta relación, tan compleja como tensa.[2]
Algunos años después, la caída del Muro de Berlín le dio un nuevo impulso a ese debate y se convirtió en un estímulo para repensar aquel vínculo en un contexto político e ideológico dominado ahora por el fracaso de los socialismos reales y la entronización del capitalismo como único modelo viable.[3] Ese interés se mantuvo en los años posteriores y, desafiando ese marco político adverso, en los años 90 diferentes revistas nacionales[4] brindaron espacio a los esfuerzos teóricos –nacionales y extranjeros- empeñados en renovar los fundamentos de esa relación, pese a la crisis que aquejaba al socialismo como proyecto y como fórmula práctica.[5]
Esa búsqueda permanece abierta pues si bien el socialismo real frustró la promesa de conciliar el ideal de igualdad –esa estrella polar que, según Bobbio guía a la izquierda-, con el respeto a la pluralidad y a las libertades que supone una democracia, no han desaparecido las razones que le dieron sentido y justificación a esta aspiración igualitaria en el pasado. El socialismo, en su versión autoritaria y estadocéntrica fracasó como forma de organización económica y social, pero el mundo que sobrevino tras su derrumbe, nos muestra a un capitalismo sin rivales que actúa como un incontenible productor de desigualdad.
La implosión de los socialismos reales desnudó los límites de un igualitarismo que contenía enormes dificultades para conjugar esa aspiración con el respeto de la pluralidad de expresiones y los derechos de las minorías.[6] Esta relación siempre resultó difícil en la práctica y aunque algunos se aferren a la idea de que sólo se desvirtuó una teoría originalmente virtuosa, existen fuertes indicios para pensar que no era posible derivar una concepción de la democracia de la doctrina marxista pues ésta encierra componentes internos que limitan sus posibilidades para contemplar esta cuestión.[7]
La implosión de los socialismos reales desnudó los límites de un igualitarismo que contenía enormes dificultades para conjugar esa aspiración con el respeto de la pluralidad de expresiones y los derechos de las minorías.
La autocrítica encarada por la intelectualidad de izquierda a partir de la revalorización de la democracia fue un punto de partida inspirador que siguió guiando a muchas de las reflexiones posteriores. Las lecciones que arrojó el derrumbe del socialismo real confirmaron la necesidad de reconocer el lugar de las libertades en la búsqueda de un mundo más igualitario. Tras este acontecimiento, Portantiero (1996: 65) resumía ese nuevo estado anímico en estos términos: “…una fórmula que defina al socialismo como la tensión hacia el logro del máximo de igualdad compatible con el máximo de libertad”, ofrece dentro de su simplicidad, un supuesto válido para confeccionar una agenda de trabajo para el socialismo del siglo XXI.
Esas coordenadas siguen siendo actuales y esclarecedoras. Sin embargo, se trata de saber si el socialismo es sólo un movimiento orientado hacia la defensa de ciertos valores fundamentales –según Bobbio (1993:21) para esto basta con el Papa-, o si aspira además, a seguir siendo un movimiento político, algo que le exigirá repensar los fundamentos de sus programas y traducir operativamente aquellos valores sin traicionarlos en la práctica.
En los apartados siguientes nos proponemos revisar el estado de algunos ensayos que han invocado estos valores (la socialdemocracia europea y el “giro a la izquierda” en América Latina), buscando extraer de estas experiencias nuevas bases para una agenda progresista.
La experiencia socialdemócrata y sus límites
La intemperie que se instaló a fines del siglo pasado no se explica sólo por el fracaso de los socialismos reales sino también por los límites que enfrentan las experiencias socialdemócratas para domesticar a un capitalismo que resurgió más vigoroso y fortalecido tras aquel derrumbe.[8] Los ensayos socialdemócratas europeos fueron un exitoso intento por combinar fuertes protecciones sociales con libertades civiles y políticas. Sin embargo, los países que siguieron esa vía hoy enfrentan enormes dificultades para diferenciarse de los países que adoptan políticas más ortodoxas. Ellos deben lidiar con la rigidez de un formato capitalista -atenuado en parte gracias a la inyección de socialismo que significó el Estado Social de Derecho tras la Segunda Guerra-, que los somete a una nueva oleada desigualadora y a una incontenible presión para que abandonen las protecciones por las que lucharon en el pasado, confiando en recuperar de este modo, la competitividad que hoy les reclama una economía globalizada.
La socialdemocracia debe lidiar con la rigidez de un formato capitalista que la somete a una oleada desrreguladora y la presiona para abandonar las políticas bienestaristas.
Ello explica que un tema clásico como el de la desigualdad haya merecido un interés creciente en el debate de los países centrales. Los interrogantes que ello abre sobre el futuro de sus democracias vuelven actuales las dudas que el propio Marx formuló oportunamente sobre un posible maridaje entre capitalismo y democracia.
Recordemos que para Marx, la democracia capitalista no podría durar porque su sobrevivencia requeriría un compromiso de clases que no podría sellarse en virtud del conflicto irreconciliable de intereses que enfrenta a trabajadores y capitalistas.[9]
Sin embargo, ese compromiso de clases tuvo vigencia en algunas sociedades de Europa occidental en las que rigieron diferentes variantes del Estado social, ampliando derechos sociales y brindando un soporte y autonomía a quienes no son propietarios: esta es la propiedad social que Robert Castel (2003) ha señalado como una característica central de la sociedad salarial, hoy en crisis.
Los dos principios organizadores de esa sociedad, el de ciudadanía y el de clase, han convivido tensamente -como lo expuso Marshall (1998)-, pero ello no impidió garantizar un umbral de protección social que mostró que era posible alcanzar un trato amigable entre capitalismo y la democracia. Ello exigía entre otras cosas, que las clases propietarias respetaran los resultados del sufragio universal y que las clases asalariadas aceptaran las reglas del juego democrático. Contrariando la profecía pesimista que Marx lanzara en El 18 Brumario y en La lucha de clases en Francia –textos en los que retrata a una burguesía atemorizada por la potencial deriva socialista que encierra el régimen democrático-, en la experiencia europea de la segunda posguerra, quienes detentaban el poder económico, aceptaban el riesgo democrático. Ese compromiso, considerado inviable por Marx, resultó posible bajo el ensayo socialdemócrata que se extendió a partir de entonces por Europa occidental.
Las democracias europeas son hijas de esa estrategia socialdemócrata, nacidas de un equilibrio entre las clases sociales. Sin embargo, ese compromiso de clases ha entrado en crisis en las últimas décadas. El principio de solidaridad social que entendía al estado como responsable de la suerte de sus ciudadanos, ha sido reemplazado por el principio de responsabilidad individual. Hoy asistimos a un feroz proceso de re-individualización que convierte a cada individuo en responsable de gestionar su propio destino: no hay sociedad, decía sin vacilar Margaret Thatcher, solo existen individuos, familias, y –podríamos agregar- mercados. La sociedad y el estado son eximidos de toda culpa y los individuos son responsables de sus éxitos y fracasos, quedando librados a su capacidad, talento e ingenio para sortear el duro proceso de selección social al que son empujados.[10]
Aquel compromiso entre capitalismo y democracia estaba basado en la confianza de que trabajo y ciudadanía marcharían juntos[11] y esa política de doble vía (plena ocupación e igualdad política) fue el fundamento de la democracia europea después de la Segunda Guerra Mundial.[12] El desempleo, la incertidumbre laboral y la amenaza de caer en la pobreza, ponen en crisis la base de sustentación de ese ideal democrático que prometía autonomía social a los ciudadanos y una efectiva igualdad política entre ellos. Hoy asistimos a un declive del trabajo y éste se ha emancipado del compromiso que hacía posible que los derechos estuvieran asociados al empleo.[13]
El compromiso entre capitalismo y democracia estaba basado en la confianza de que trabajo y ciudadanía marcharían juntos.
Frente a este escenario, no son pocos quienes han vuelto a pensar que hay razones para dudar, como ya lo hacía Marx en el siglo XIX, sobre la difícil relación entre capitalismo y democracia. Así lo sugieren pensadores de la talla de Habermas (2013), preocupado por el rumbo de la Unión Europea y por la inflexible ortodoxia que impone el gobierno alemán al resto de sus miembros. Lo cierto es que la desigualdad ha pasado a ocupar un lugar central entre las inquietudes de los estudiosos europeos: lo prueba el éxito editorial del libro de Piketty (2014), las preocupaciones de Castel (2010) y Dubet (2011; 2015), la búsqueda de una nueva “sociedad de iguales” en Rosanvallon (2012), o la inquietud de Urbinati (2013) ante el giro anti-igualitario que adquirió la democracia en Italia y también en Europa (“el compromiso entre el capital y el trabajo se ha roto”). No existe menos espanto al otro lado del Atlántico: ahí también, la desigualdad está en el centro de las preocupaciones, una inquietud que es palpable entre autores como Paul Krugman, Joseph Stiglitz (2012) y el ex secretario de Trabajo de Clinton, Robert Reich, sólo por citar a algunos de los más reconocidos.[14]
Con sus matices, a uno y otro lado del Atlántico, estos autores comparten la misma preocupación sobre el impacto que este desequilibrio social pueda acarrear para la democracia. Este escenario se ha convertido en una fuente de temor y ansiedad para vastos sectores sociales empobrecidos, abonando el terreno para todo tipo de aventuras políticas, como lo prueba la expansión del nacionalismo, la xenofobia (el Brexit y el triunfo de Trump, parecen confirmar esta inquietud). Esto muestra la necesidad y la urgencia de un renovado pensamiento progresista que ofrezca respuesta a este desafío, reponiendo el valor de la igualdad, en un contexto más complejo y cargado de nuevas acechanzas, pero sobre todo, resguardando las libertades y conquistas democráticas logradas por las generaciones anteriores.
El debate en América Latina
¿Qué importancia tiene este debate para nuestra región? Muchísima desde luego. Pese a todos los avances recientes en sus políticas de inclusión, América Latina sigue siendo la región más desigual del mundo. Aunque exhibe menores índices de pobreza que otras regiones, se mantiene como la más desigual. El coeficiente de Gini en su conjunto supera ampliamente al de otras regiones: África al sur del Sahara, Asia meridional, Asia Oriental y el Pacífico, Medio Oriente y Norte de África, sin contar desde luego a los países de más altos ingresos.[15]
Para un pensamiento que asume a la igualdad como su estrella polar, hay aquí un enorme campo de acción por delante y los debates sobre la desigualdad provenientes de los países centrales se vuelven más acuciantes en nuestro suelo.
El giro a la izquierda que se propagó en la región con la llegada del nuevo siglo, intentó dar respuesta a esta demanda, combinando estilos políticos y políticas públicas dispares que, en términos generales, permitieron ampliar la inclusión social y tuvieron un sentido reparador para amplios grupos sociales y étnicos largamente postergados.
Aunque muchos de estos ensayos se hicieron invocando el ideario socialista, se trata de un espacio muy heterogéneo que abarca desde el Socialismo del siglo XXI encarado por Chávez en la Venezuela Bolivariana, hasta el socialismo chileno que compartió la experiencia de la Concertación entre 1990 y 2010 y ha recuperado el gobierno en marzo del 2014. En el medio permanece una amplia franja que incluye por un lado, los intentos refundacionales de Bolivia y Ecuador, ambos con una fuerte impronta personalista en los que la continuidad de los proyectos reformistas ha estado fuertemente atada a la continuidad de sus líderes[16], y por otro, los casos de Brasil y Uruguay, con partidos más institucionalizados que han procesado sin traumatismos la sucesión y la alternancia de sus líderes. En el caso de Brasil, eso no ha bastado para impedir el desplome de la popularidad de Dilma Rousseff durante su segundo mandato y tampoco para impedir un proceso de impeachment que interrumpió su gobierno ensombrecido por denuncias de corrupción. La controversia sobre la validez del procedimiento que puso fin a su mandato –un claro ejemplo de manipulación de las reglas de la democracia-, no logra ocultar la colosal mancha de corrupción que atraviesa a toda la dirigencia de ese país (funcionarios, legisladores, empresarios, etc.), un fenómeno que si bien excede largamente al Partido de los Trabajadores, asesta un duro golpe a la promesa de otra eticidad pública, de la que había sido portavoz la izquierda en la región.[17]
En suma, este espacio de la izquierda latinoamericana, se parece, como en el cuento de Borges, al jardín de los senderos que se bifurcan.
En cada uno de ellos, socialismo y democracia aparecen combinados de manera distinta y, algunas de sus versiones más contrastantes, presentan desequilibrios que fijan severos límites a las aspiraciones que invocan. Así, el fenomenal proceso de inclusión impulsado inicialmente por el chavismo muestra enormes dificultades para garantizar las libertades básicas de una democracia y no logra disimular su matriz militarista, privando de autonomía y vitalidad a las mismas organizaciones de la sociedad civil que prometió empoderar con su modelo de democracia participativa. Por su parte, el proceso chileno, tan cuidadoso de las formas institucionales, se ha revelado impotente para desactivar las amarras y enclaves políticos y socioeconómicos heredados del pinochetismo y enfrenta serios desafíos originados en una desigualdad que, si bien experimentó mejoras desde la mitad de los años noventa, las mismas están muy por detrás de las que lograron otros países de la región (Perú, México, Brasil y Argentina). En 2013, según un informe de la OCDE, la diferencia de ingresos entre el 10 % más rico y el 10 % más pobre, era de 27 veces en Chile.[18] Es por ello que el colega chileno Manuel A. Garretón (2012), advierte en su país una convivencia entre un neoliberalismo corregido y un progresismo limitado cuando alude a las dos décadas transcurridas entre 1990-2010 y se pregunta cuán alternativos al neoliberalismo han resultado los ensayos progresistas encarados en la región.
El espacio de la izquierda latinoamericana se parece, como en el cuento de Borges, al jardín de los senderos que se bifurcan.
En estos dos ejemplos polares, escogidos deliberadamente por sus contrastes, se resumen algunos de los principales dilemas y límites de estos ensayos y ambos reflejan la dificultad para sostener con un razonable equilibrio, la ecuación socialismo y democracia.
Una nueva agenda progresista
Una agenda progresista en el contexto actual de la región exige combinar la reducción de la desigualdad y la recuperación del estado como instancia de coordinación, redistribución y como garante de derechos. Sin embargo, la búsqueda de igualdad ya no podrá fundarse en un universalismo abstracto que ignore la complejidad y diversidad de las sociedades actuales; ni tampoco podremos defender un estado cerrado sobre sí mismo que desconfía del control ciudadano, debemos aspirar a una estatalidad democrática.
La búsqueda de la igualdad ya no podrá fundarse en un universalismo abstracto que ignore la complejidad de las sociedades actuales.
- A) Repensar la igualdad
Aunque el ideal de igualdad conserva vigencia como guía para un programa progresista, esa aspiración debe hoy lidiar con un escenario más complejo que el que imaginó Bobbio un par de décadas atrás cuando aludía principalmente a la igualdad material, es decir, la igualdad en las condiciones de vida que hicieran posible el ejercicio de esa libertad -educación, salud, trabajo, vivienda-.[19] Esto es básico e irrenunciable desde luego, pero insuficiente en las condiciones actuales.
La literatura relativa al tema advierte sobre las dificultades para hallar un claro principio rectificador de las injusticias. La multiplicidad de temas y demandas que afloran en una sociedad compleja, pluralista y heterogénea define nuevas problemáticas (étnicas, de género, de diversidad cultural, etc.) que impiden erigir un “discurso universalista abstracto”. Esta variedad de demandas que pueblan la agenda progresista plantea la necesidad de reformular viejos tópicos a la luz de las transformaciones contemporáneas, aceptando la existencia de un mix entre universalidad y diferencia.[20]
Como sostiene Rosanvallon (2012:353), el proyecto moderno de una sociedad de iguales estaba inscrito en una economía simple de la igualdad, pero hoy estamos en una economía más compleja que nos exige pensar la igualdad en la era de un “individualismo de singularidad”, esto es, “la igualdad en la diferencia”.
Este desafío convierte a América Latina en un rico laboratorio pues aún debe asegurar un umbral básico de derechos universalistas (civiles, políticos y sociales) para amplias capas sociales postergadas, pero sin desatender el reconocimiento de derechos de género, étnicos, ambientales y culturales que expresan la rica diversidad de intereses que pueblan su escenario político y social.
- B) Construir una estatalidad democrática
Con el comienzo del nuevo siglo asistimos a un retorno del estado –hoy nuevamente bajo revisión-, que se reflejó en el impulso de políticas públicas que le asignaron mayor presencia en espacios antes cedidos al mercado -nacionalizaciones, regulaciones, etc.-, como así también, en la promoción de derechos que contribuyeron a mejorar la cohesión social en sociedades heterogéneas y fracturadas.
Esto último permitió reparar derechos conculcados durante la experiencia neoliberal que tuvo su momento de auge en los años 90 y ello no resultó indistinto para las nuevas democracias de la región pues éstas requieren de un estado que garantice los derechos que promete. Si bien esta dimensión es decisiva para evaluar el vínculo entre estado y democracia, resulta insuficiente para asegurar una estatalidad democrática.
La democracia necesita del estado, es cierto, pero más estado no implica necesariamente más y mejor democracia. El clima ideológico que se instaló con las políticas post-neoliberales presentó este regreso del estado como si ello bastase para perfeccionar nuestras democracias. Sin embargo, el estado no tiende inherentemente a la democratización ni es por esencia progresista. Ambas cualidades son contingentes y que ello resulte posible no depende únicamente de sus dimensiones y activismo.
La expansión de derechos sociales y culturales que benefició a nuevos actores en varios países de la región, resulta insuficiente si no viene acompañada de mejoras en la rendición de cuentas, acceso a la información pública y mayor autonomía de las organizaciones de la sociedad civil frente al estado.
El progresismo que invocan muchos gobiernos de la región no puede cifrarse sólo en ocupar espacios que antes estaban en manos privadas sino también, en la visibilidad y publicidad que muestre a medida que aumenta sus responsabilidades y dimensiones, un control que se vuelve más necesario cuanto más crecen aquéllas.[21]
Es preciso evitar un esencialismo de estado que dé por sentado que éste sólo puede cumplir funciones progresistas. La historia del estado y las experiencias autoritarias que asolaron a la región en los ’70, nos recuerdan que éste no está destinado “…por esencia al desempeño de tareas históricamente progresistas ni es un ente que por su naturaleza acompañe favorablemente el desarrollo y emancipación de los grupos dominados”.[22] Permanecer alertas frente a ese esencialismo es también una manera de evitar una estadolatría que nos conduzca a aceptar que el estado está por encima de la sociedad que lo ha creado, renunciando a ejercer los poderes sociales alienados en aquél.
Es posible y necesaria otra mirada sobre el estado sin desconocer que éste es una parte insoslayable de la solución para enfrentar ciertos desafíos actuales.[23]
Una estatalidad democrática no sólo requiere que el estado garantice los derechos prometidos por la democracia –una responsabilidad indelegable por cierto-, sino también despojarse de la opacidad y de su natural inclinación a concentrar poder, propia de toda institución monopólica. No hay democracia sin desconcentración de poderes y eso convierte al estado en algo tan necesario como temible para aquella.
Esta desconcentración de poder no es sólo parte de una agenda democratizadora. Para autores como Gargarella (2014; 2015), ella es también una condición necesaria para cualquier programa de izquierda, pues por definición ésta debe aspirar tanto a la desconcentración del poder económico como del poder político. Para este autor, algunas de las experiencias encaradas dentro del denominado “giro a la izquierda” no son merecedoras de este calificativo pues si bien alentaron la redistribución de bienes y promovieron derechos, reforzaron aún más la concentración de estructuras políticas que ya estaban concentradas.[24]
Tal como lo plantea Nadia Urbinati (2013:5), el desafío actual se cifra en cómo encarar una redistribución más eficiente de la riqueza y cómo procesar las tensiones entre capitalismo y democracia sin olvidar que esta última implica “un proceso de difusión del poder político”. Estos son los principales retos que pondrán a prueba a los programas progresistas en el futuro y ellos también ofrecen un marco de referencia para repensar el vínculo entre socialismo y democracia sobre otras bases.
Sobre de autor: Osvaldo Iazzetta es doctor en Ciencias Sociales y se desempeña como profesor de Teoría Sociológica en la Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Rosario. También es profesor de posgrado e investigador. Entre otras publicaciones, es autor de Las privatizaciones en Brasil y Argentina. Una aproximación desde la técnica y la política (1996) y Democracias en busca de Estado. Ensayos sobre América latina (2007).
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[1] El título alude al texto de Portantiero “Socialismo y democracia. Una relación difícil”, publicado en Punto de Vista en 1984 y que aún constituye una referencia ineludible sobre este tema.
[2] No podemos dejar de mencionar dentro de esa lista el texto clásico de Portantiero (1984) en Argentina, y el de Weffort (1984), en Brasil.
[3] En esos años un autor propuso que, desaparecida la oposición capitalismo-socialismo, ese vacío lo ocupaba la oposición que existía al interior del capitalismo entre su versión anglosajona y su versión renana. Véase Albert (1992).
[4] La Ciudad Futura, Punto de Vista, El Cielo por Asalto, son algunas de las más destacadas.
[5]Ha corrido mucha agua bajo el puente desde entonces, pero en los últimos años, este tema reapareció, recordándonos que mantiene actualidad como preocupación teórica y práctica. El libro Socialismo & Democracia, compilado por Alfredo R. Lazzeretti y Fernando M. Suárez (2015), representa un valioso aporte para reponer esta cuestión en nuestro país. También puede consultarse el texto de Tapia (2016), referido al pensamiento de Portantiero.
[6] Por eso hoy resuena con más fuerza el temprano y potente reclamo que lanzara Rosa Luxemburgo en los albores del experimento socialista: “La libertad es siempre y exclusivamente libertad para el que piensa de manera diferente”.
[7] Véase entre otros Landi (1981:40).
[8] Véase el excelente texto de Portantiero (1996) “Los socialismos ante el siglo XXI”. Recientemente, Boaventura de Sousa Santos ha sugerido que con la caída del Muro de Berlín no colapsó solamente el socialismo, sino también la socialdemocracia, pues muchas de las concesiones que ésta logró arrancar al capitalismo por su natural instinto de supervivencia (en materia de tributación como de regulación social), fueron posibles mientras la URSS resultaba una amenaza creíble para aquél. Cuando esta alternativa colapsó –agrega-, el capitalismo dejó de temer a sus enemigos y volvió a su voracidad depredadora y concentradora de riqueza, mostrando una agresividad que recuerda al período pre Revolución rusa. Véase su artículo en Página 12, “A cien años de la Revolución Rusa. El problema del pasado es que no pasa” (09/02/2017)
[9] Véase Przeworski (1983:236). Para Marx existía una contradicción irremediable entre sufragio universal y propiedad privada (“la democracia capitalista no es más que la forma política de la subversión de la sociedad burguesa y no su forma conservadora de vida”, señalaba), de modo que la democracia capitalista resulta inviable y sólo puede dejar lugar a un capitalismo autoritario o al socialismo.
[10] Si desde Hobbes el estado ha sido concebido como un productor de certidumbre –un compromiso luego ampliado y actualizado por el Estado Social de la segunda posguerra-, la situación actual presenta como novedad, gobiernos que ya no se legitiman prometiendo protección y seguridad, sino que promueven en cambio, una “privatización de los riesgos” e incertidumbres. Sobre este tema véase Lorey (2016: 18 y 73).
[11] El artículo 1º de la Constitución italiana, dice que Italia “es una república fundada sobre el trabajo”. Este tema es resaltado por Simone (2016:54) y Urbinati (2013:94).
[12] Véase Urbinati (2013:98).
[13] Véase Urbinati (2013:94-96-98).
[14] Vale también recordar el impacto que tuvo la protesta del movimiento Occupy Wall Street en el 2011 denunciando la concentración de la riqueza en ese país y también los ecos que esos reclamos mantuvieron en la campaña de Bernie Sanders, en las últimas primarias del Partido Demócrata.
[15] Véase Lustig (2012:90). Cabe aclarar que cuanto más alto es el coeficiente mayor es la desigualdad.
[16] Esto cabe más para el caso de Evo Morales que para el de Correa, quien finalmente ha designado a un sucesor para las elecciones presidenciales convocadas para febrero de 2017. Morales, en cambio, aún sigue explorando alternativas que le permitan repostularse para un cuarto período, pese a sufrir una derrota en el referéndum que él mismo convocó con ese propósito en febrero de 2016.
[17] Para un connotado intelectual de izquierda como Chomsky la llegada de estos gobiernos despertó una gran esperanza de cambio que ha sido desperdiciada. “En Brasil –señala Chomsky-, el país más importante de América Latina, cuando el PT llegó al poder tenía verdaderas oportunidades de conseguir logros –un gran apoyo popular, buenos programas, un liderazgo impresionante–, y algunas de las políticas fueron exitosas, pero la magnitud de la corrupción era tan grande que el partido se desacreditó a sí mismo y ha, esencialmente, sacrificado esas oportunidades. Espero que puedan resucitar algo de él, pero no está muy claro qué”. Véase la entrevista realizada por Jorge Fontevecchia a Noam Chomsky: “La corrupción fue tan grande en Sudamérica que se desacreditaron a sí mismos y desperdiciaron grandes oportunidades”, Perfil, 27/10/2015.
[18] Véase La Nación, 22/05/2015.
[19] En una entrevista realizada con posterioridad al derrumbe de la Unión Soviética, Bobbio (1993: 21) propuso una nueva fórmula: “una izquierda de los derechos” que contemplara las nuevas fronteras de derechos para la humanidad actual y las generaciones futuras: vivir en un ambiente no contaminado, el derecho a la procreación autorregulada, el derecho a la privacidad frente a las intromisiones del estado. Esas eran a su entender, las “nuevas fronteras de la izquierda”.
[20] Véase al respecto Garretón (2012:44-45 y 63).
[21] La reestatización ha sido uno de los signos dominantes en algunos procesos refundacionales encarados en la región (especialmente Bolivia, Ecuador, Venezuela y en alguna medida Argentina). Sin embargo, la reestatización no basta si no se fortalecen al mismo tiempo, los mecanismos de participación y control que tienen a mano los ciudadanos sobre ese estado.
[22] Véase Flisfisch, Lechner y Moulián (1985:94).
[23] Puede consultarse sobre este tema el capítulo final del libro de Colin Crouch (2012). Este autor no ignora la necesidad de un estado fuerte en el actual contexto del capitalismo global. Sin embargo, no olvida que “…un estado grande sin democracia no garantiza nada en la búsqueda de bienes colectivos públicos”, y que el estado “…no es necesariamente una fuerza con las manos limpias, sino que una zona en la que los individuos buscan ventajas personales y engrandecimiento; aunque es probable que esté más libre de esos vicios que las corporaciones” (2012: 279-280).
[24] Alain Rouquié designa a algunas experiencias latinoamericanas que participan del giro a la izquierda como “democracias hegemónicas”: “…son de origen democrático y practican la democracia porque no suprimen el pluralismo. Pero controlan todos los contrapoderes. Y con el argumento de que son gobiernos reparadores, refundadores, consiguen convencer a la gente de que no pueden ser reemplazados”. Véase la entrevista publicada en La Nación (“’Cuando la herencia deje de ser un problema el peronismo hallará un líder’”, 08/01/2017).