Autor: Dani Rodrik
El término “neoliberalismo” se utiliza como un arma arrojadiza hacia cualquier economista que utilice expresiones como eficiencia, incentivos, derechos de propiedad, divisas convertibles, o prudencia fiscal. Sin embargo, este es un error derivado de problemas propios a la forma de expresión de los hombres y mujeres dedicados a la disciplina económica. Los neoliberales no están equivocados cuando discuten que nuestros ideales más preciados son más accesibles cuando nuestra economía es vibrante, fuerte y creciente. Se equivocan cuando creen que hay una sola receta universal para mejorar el rendimiento económico. Y que tienen acceso a ella.
Como admiten hasta sus críticos más duros, el neoliberalismo es difícil de definir. En términos amplios, denota la preferencia por los mercados sobre el gobierno, por los incentivos económicos sobre las normas sociales o culturales, y por el emprendedurismo personal sobre la acción colectiva o comunitaria. El concepto fue usado para describir un amplio espectro de fenómenos –desde Augusto Pinochet a Margaret Thatcher y Ronald Reagan, desde los demócratas de Clinton hasta el New Labour británico, desde la apertura económica en China a la reforma del estado de bienestar en Suecia.
El término es utilizado como un comodín para cualquier cosa que huela a desregulación, liberalización, privatización o austeridad fiscal. Hoy es usado rutinariamente como una injuria abreviada para las ideas y prácticas que produjeron una inseguridad y desigualdad económica creciente, empujaron a la pérdida de los valores e ideales políticos y hasta precipitaron la actual reacción populista.
Aparentemente, vivimos en la era del neoliberalismo. Pero, ¿quiénes son los adherentes y diseminadores del neoliberalismo?, ¿quiénes son los neoliberales? Extrañamente, uno tendría que retroceder hasta comienzos de la década de los ochenta para encontrar a alguien que abrace explícitamente el neoliberalismo. En 1982, Charles Peters, el editor veterano de The Washington Monthly, publicó un ensayo titulado Manifiesto de un neoliberal. Es una lectura interesante, treinta y cinco años después, porque el neoliberalismo que describe se parece poco al que criticamos permanentemente. Los políticos que Peters nombra como representantes del movimiento no son Thatcher y Regan, sino Bill Bradley, Gary Hart y Paul Tsongas. Los periodistas y académicos incluyen a James Fallows, Michael Kinsley y Lester Thurow. Los neoliberales de Peters son liberales (en el sentido estadounidense de la palabra) que han abandonado por un lado su aprecio por los sindicatos y un estado grande y, por el otro, su desprecio por los mercados y el ejército.
El uso del término “neoliberal” explotó en los noventa, cuando fue asociado a dos aspectos, ninguno de los cuales es mencionado por Peters. Uno fue la desregulación financiera, que culminaría en el crack financiero de 2008 –el primero experimentado por los EE. UU. desde el período de entreguerras– y la debacle del euro que todavía se desarrolla. El segundo es la globalización económica, que se aceleró gracias al libre flujo de las finanzas y a un nuevo y más ambicioso tipo de acuerdos comerciales. La financiarización y la globalización se convirtieron así en las manifestaciones más evidentes del neoliberalismo en el mundo actual.
Que neoliberalismo es un concepto resbaladizo y cambiante, sin un lobby de defensores explícito, no significa que sea irrelevante o irreal.
Que neoliberalismo es un concepto resbaladizo y cambiante, sin un lobby de defensores explícito, no significa que sea irrelevante o irreal. ¿Quién puede negar que el mundo experimentó un desplazamiento decisivo hacia los mercados desde la década de los ochenta? ¿O que políticos de la centro-izquierda –demócratas en los EE. UU, socialistas y socialdemócratas en Europa– adoptaron entusiasmados algunos de los credos centrales del thatcherismo y el reaganismo, como la desregulación, privatización, liberalización financiera y emprendedurismo individual? Parte de la discusión política contemporánea permanece imbuida de normas y principios supuestamente fundamentados en el homo economicus.
Pero la vaguedad del término neoliberalismo también significa que su crítica con frecuencia erra al blanco. No hay nada de malo con los mercados, el emprendedurismo privado o los incentivos, cuando se despliegan apropiadamente. Su uso creativo respalda los logros económicos más significativos de nuestra época. Cuando amontonamos la bronca contra el neoliberalismo, nos arriesgamos a desechar también algunas de las ideas útiles del neoliberalismo.
El problema real es que la ciencia económica corriente muy rápidamente se torna en ideología, limita las opciones que parecemos tener y provee soluciones de molde. Una comprensión apropiada de la economía que respalda al neoliberalismo nos permitiría identificar –y rechazar– la ideología cuando se enmascara como ciencia económica. Pero lo más importante es que nos ayudaría a desarrollar la imaginación institucional que necesitamos agudamente para rediseñar el capitalismo para el siglo XXI.
Se suele entender que el neoliberalismo está fundamentado en los principios clave de la ciencia económica tradicional. Para contemplar esos principios sin ideología, consideremos un experimento mental.
Un economista conocido y respetado aterriza en un país que nunca había visitado y del que no sabe nada. Es llevado a una reunión con los representantes políticos del país. “Nuestro país está en problemas”, le dicen. “La economía está estancada, las inversiones son bajas, no hay crecimiento visible”. Lo confrontan expectantes: “Por favor, díganos qué deberíamos hacer para que nuestra economía crezca”.
El economista se declara ignorante y explica que conoce demasiado poco sobre el país como para hacer recomendaciones. Necesitaría estudiar su historia y analizar las estadísticas, antes de poder decir algo. Pero sus anfitriones insisten. “Entendemos su reticencia y nos gustaría que tuviera el tiempo para hacer eso”, le dicen. “¿Pero no es la economía una ciencia, y no es usted uno de sus más distinguidos practicantes? Aunque no conozca mucho de nuestra economía, seguramente hay algunas teorías generales y recomendaciones que puede compartirnos para guiar nuestras políticas y reformas económicas”.
El economista está ahora en aprietos. No quiere imitar a esos gurúes económicos que lleva mucho tiempo criticando por solo divulgar su tipo favorito de política. Pero se siente desafiado por la pregunta. ¿Hay verdades universales en la economía? ¿Puede él decir algo válido (y posiblemente útil)?
Entonces comienza. La eficiencia en la distribución de los recursos de una economía determina críticamente el rendimiento económico, dice. La eficiencia, a su vez, requiere alinear los incentivos de los hogares y de los negocios con los costos y las ganancias sociales. Los incentivos otorgados a emprendedores, inversores y productores son particularmente importantes cuando se trata del crecimiento económico. El crecimiento necesita un sistema de derechos de propiedad y un resguardo contractual que asegure que quienes inviertan puedan también retener sus ganancias. Y la economía debe estar abierta a ideas e innovaciones del resto del mundo.
Pero las economías pueden descarrilarse por la inestabilidad macroeconómica, continúa. Por eso los gobiernos deben seguir una política monetaria sólida, lo que significa restringir el crecimiento de la liquidez al incremento de la demanda de dinero líquido a una tasa de inflación razonable. Deben asegurar la sustentabilidad fiscal, para que el crecimiento de la deuda pública no supere el ritmo de la renta nacional. Y deben regular con prudencia a los bancos y a otras instituciones financieras para prevenir que el sistema financiero entre en riesgos excesivos.
Ahora entra en calor para su cometido. La ciencia económica no lidia solamente con la eficiencia y el crecimiento, agrega. Los principios económicos también se trasladan a la participación y a la política social. La economía tiene poco que decir sobre cuánta redistribución debe buscar una sociedad. Pero nos dice que la base impositiva debería ser tan amplia como sea posible y que los programas sociales deberían ser diseñados de tal manera que no incentiven a los trabajadores a salir del mercado laboral.
Para cuando el economista termina, parece haber desplegado una agenda neoliberal plena. Un crítico en el público habrá escuchado todas las palabras clave: eficiencia, incentivos, derechos de propiedad, divisas convertibles, prudencia fiscal. Pero los principios universales que el economista describe son, de hecho, bastante abiertos. Presuponen una economía capitalista –donde las decisiones de inversión son tomadas por individuos privados y por empresas– pero no mucho más. Admiten –o requieren en sí– una variedad sorprendente de arreglos institucionales.
Aquí yace la presunción central, y la falla fatal, del neoliberalismo: la creencia en que los principios económicos de primer orden trazan un conjunto único de políticas, aproximados a través de una agenda del tipo de Thatcher o Reagan.
Entonces, ¿el economista solo pronunció un discurso neoliberal? Estaríamos equivocados de pensar así, y nuestro error consistiría en asociar cada término abstracto –incentivos, derechos de propiedad, divisas convertibles– con una contraparte institucional particular. Y allí yace la presunción central, y la falla fatal, del neoliberalismo: la creencia en que los principios económicos de primer orden trazan un conjunto único de políticas, aproximados a través de una agenda del tipo de Thatcher o Reagan.
Consideremos los derechos de propiedad. Importan en la medida en que adjudican la renta de las inversiones. Un sistema óptimo distribuiría los derechos de propiedad a aquellos que hicieran el mejor uso del activo, y ofrecería protección contra quienes seguramente tendieran a expropiar esa renta. Los derechos de propiedad son buenos cuando protegen a los innovadores de los oportunistas, pero son malos cuando los protege de la competencia. Dependiendo del contexto, un régimen legal que provee los incentivos apropiados puede verse bastante distinto del estilo estadounidense de régimen estándar de derechos de propiedad.
Esto podría parecer un problema semántico de poca importancia práctica, pero el fenomenal éxito económico de China se debe mayormente a modificaciones institucionales que desafían la ortodoxia. Sus reformas produjeron incentivos basados en el mercado a través de una serie de arreglos institucionales inusuales, mejor adaptados al contexto local. Antes de un pasaje directo de la propiedad estatal a la privada, por ejemplo, que habría estado afectado por la debilidad de la estructura legal existente, el país se apoyó en formas mixtas de propiedad que proveyeron en la práctica derechos más efectivos para los emprendedores. Las empresas de poblaciones y pueblos (Township and Village Enterprises, TVEs), que encabezaron el crecimiento económico chino durante los ochenta, fueron cooperativas controladas por los gobiernos locales. Aunque fueran de propiedad pública, los emprendedores estaban asegurados contra la expropiación, tal como necesitaban. Los gobiernos locales tenían un interés directo en la ganancia de las empresas y por eso no querían matar a la gallina que pone los huevos de oro.
China contó con una gama de innovaciones semejantes, donde cada una traducía los principios de orden superior del economista a arreglos institucionales extraños. Escalas dobles de precios, con retenciones obligatorias del Estado, pero que permitían a los granjeros vender su producción excedente en los mercados libres, ofrecieron incentivos del lado de la oferta, mientras aislaron también las finanzas públicas de los efectos adversos de la liberalización completa. El así llamado Sistema de Responsabilidad Doméstica (Household Responsibility System) otorgaba a los granjeros el incentivo de invertir y mejorar el suelo que trabajaban, mientras obviaba la necesidad de una privatización explícita. Las zonas económicas especiales proveyeron incentivos a la exportación y atrajeron inversores extranjeros sin quitar protección a las empresas estatales (y así resguardaron el empleo doméstico). A la vista de semejante alejamiento de los modelos ortodoxos, decir que las reformas chinas son un giro neoliberal, como los críticos tienden a hacer, distorsiona más de lo que revela. Si hemos de llamar a esto neoliberalismo, debemos también mirar con benevolencia a la reducción de la pobreza más dramática en la historia.
Uno podría protestar que las innovaciones institucionales de China fueron puramente transicionales. Quizás necesiten converger en instituciones de estilo occidental para sostener su progreso económico. Pero esta línea común de pensamiento pasa por alto la diversidad de arreglos capitalistas que todavía prevalecen entre las economías avanzadas, a pesar de la homogeneización considerable de nuestro discurso político.
¿Qué son, después de todo, las instituciones occidentales? La importancia del sector público, por ejemplo, en el club de los países ricos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) varía de un tercio de la economía en Corea a casi 60 % en Finalndia. En Islandia, el 86 % de los trabajadores son miembros de un sindicato; el número comparable en Suiza es de solo 16 %. En los Estados Unidos, las empresas parecen despedir a sus trabajadores a voluntad; la legislación laboral francesa, mientras tanto, requiere que los empleadores pasen una serie de obstáculos. Los mercados bursátiles han crecido al tamaño de una vez y media la renta nacional en EE.UU; en Alemania, tienen un tercio de ese tamaño y representan la mitad de la renta nacional.
La idea de que cualquiera de estos modelos fiscales, de relaciones laborales u organizaciones financieras es inherentemente superior a los demás es desmentida por los distintos destinos económicos que cada una de estas economías experimentó en las décadas recientes. Los EE.UU. atravesaron sucesivos períodos de inquietud durante los cuales sus instituciones económicas fueron juzgadas como inferiores a las de Alemania, Japón, China y, ahora posiblemente, Alemania otra vez. Ciertamente, niveles comparables de riqueza y productividad pueden ser el resultado de distintos modelos capitalistas. Podríamos ir un paso más allá: hoy, los modelos prevalecientes probablemente no se acerquen siquiera a agotar el rango de lo que podría ser posible (y deseable) en el futuro.
El economista visitante en nuestro experimento imaginario sabe todo esto y reconoce que los principios que enunció necesitan ser cumplidos institucionalmente al detalle antes de volverse operativos. ¿Derechos de propiedad? Sí, ¿pero cómo? ¿Divisas convertibles? Claro que sí, ¿pero cómo? Sería quizás más fácil criticar su lista de principios por estar vacía que denunciarla como un sermón neoliberal.
Aún así, estos principios no son enteramente carentes de contenido. China, y también todos los países que lograron desarrollarse con rapidez, demuestran su utilidad una vez que son apropiadamente adaptados al contexto local. Por el contrario, demasiadas economías fueron llevadas a la ruina por los líderes políticos que eligen violarlo. No necesitamos mirar más lejos que los regímenes populistas latinoamericanos o los comunistas de Europa oriental para apreciar el significado práctico de las divisas convertibles, la sustentabilidad fiscal y los incentivos privados.
Por supuesto que la ciencia económica va más allá de esta lista de principios abstractos y generales de sentido común. Buena parte del trabajo de los economistas consiste en desarrollar modelos estilizados del funcionamiento de las economías reales y luego confrontar esos modelos con la evidencia. Los economistas tienden a pensar en lo que hacen como un refinamiento progresivo de su comprensión del mundo: se supone que sus modelos mejoran cuando son puestos a prueba y revisados con el tiempo. Pero el progreso en la economía acontece de una manera diferente.
Los economistas estudian una realidad social que es distinta al universo físico de las ciencias naturales. Está hecha completamente por el hombre, es altamente maleable y opera de acuerdo a diferentes reglas a través del tiempo y el espacio. La ciencia económica no avanza quedándose con el modelo correcto o la teoría para responder a tales preguntas, sino al mejorar nuestra comprensión de la diversidad de relaciones causales. El neoliberalismo y sus remedios tradicionales –cada vez más mercado, cada vez menos aparato del Estado– son de hecho una perversión de la ciencia económica corriente. Los buenos economistas saben que la respuesta correcta a cualquier pregunta económica es: depende.
Un aumento en el salario mínimo, ¿deprime el empleo? Sí, si el mercado laboral es realmente competitivo y los empleadores no controlan el salario que deben pagar para atraer a los trabajadores; pero no necesariamente al revés. La liberalización del comercio, ¿fomenta el crecimiento económico? Sí, si incrementa la rentabilidad de industrias donde el grueso de la inversión y la innovación tienen lugar; pero no al revés. El gasto público, ¿aumenta el empleo? Sí, si la economía está estancada y los salarios no aumentan; pero no al revés. Los monopolios, ¿dañan la innovación? Sí y no, dependiendo de una multiplicidad de circunstancias mercantiles.
En la ciencia económica, los modelos nuevos raramente reemplazan a los anteriores. El modelo básico de mercados competitivos que data de Adam Smith fue modificado con el tiempo a través de la inclusión, en un orden histórico aproximado, de los monopolios, las externalidades, las economías de escala, la información incompleta y asimétrica, el comportamiento irracional y muchas otras características del mundo real. Pero los modelos antiguos siguen siendo tan útiles como siempre. Entender cómo operan los mercados reales precisa diferentes lentes en distintos momentos.
Quizás los mapas ofrezcan la mejor analogía. Tal como los modelos económicos, los mapas son representaciones altamente estilizadas de la realidad. Son útiles precisamente porque abstraen muchos de los detalles del mundo real que resultarían un estorbo. Los mapas realistas de escala completa serían artefactos desesperanzadoramente imprácticos, como describió Jorge Luis Borges en un cuento que sigue siendo la mejor y más sucinta explicación del método científico. Pero la abstracción también implica que necesitamos un mapa diferente dependiendo de la naturaleza de nuestro viaje. Si viajamos en bicicleta, necesitamos un mapa de sendas de bicicleta. Si vamos caminando, necesitamos un mapa de senderos. Si se construye un nuevo subterráneo, necesitaremos un mapa del subterráneo –pero no tiraríamos los mapas anteriores.
Los economistas tienden a ser muy buenos para hacer mapas, pero no lo suficientemente como para elegir el más apropiado para la tarea en cuestión. Cuando se enfrentan a cuestiones políticas del tipo que enfrentó nuestro economista visitante, muchos de ellos recurren a los modelos de referencia que favorecen el laissez-faire. Las soluciones por reflejo y la hybris reemplazan a la riqueza y la humildad de la discusión de un aula de seminario. John Maynard Keynes una vez definió la economía como la “ciencia de pensar en términos de modelos unida al arte de elegir los modelos que sean relevantes”. Los economistas suelen tener problemas con la parte del “arte”.
También ilustro esto con una parábola. Un periodista llama a un profesor de economía para preguntarle si el libre comercio es una buena idea. El profesor responde afirmativamente con entusiasmo. El periodista luego concurre de incógnito como estudiante a su seminario avanzado de grado sobre el comercio internacional. Formula la misma pregunta: ¿Es bueno el libre comercio? Esta vez el profesor responde desanimado. “¿Qué quiere decir con ‘bueno’?”, responde. “¿Y bueno para quién?”. El profesor se lanza en una extensa exégesis que culminará en una afirmación muy resguardada: “Entonces, si la larga lista de condiciones que describí se cumple, y suponiendo que podemos gravar las ganancias para compensar a los perdedores, un comercio más libre tiene el potencial de aumentar el bienestar de todos”. Si está con humor de extenderse, el profesor podría agregar que el efecto del comercio libre en la tasa de crecimiento a largo plazo de una economía tampoco está claro, y dependería de un conjunto de condiciones totalmente distinto.
Este profesor es bastante distinto de aquel que el periodista había encontrado anteriormente. En la entrevista exuda seguridad en sí mismo, sin dudar sobre la política apropiada. Hay un solo modelo, al menos en lo que respecta a la discusión pública, y hay una sola respuesta correcta sin importar el contexto. Extrañamente, el profesor considera que el conocimiento que imparte a sus estudiantes avanzados es inapropiado (o peligroso) para el público en general. ¿Por qué?
La raíz de semejante comportamiento yace en lo profundo de la sociología y la cultura de la profesión del economista. Donde un motivo importante es el celo por mostrar impolutas a las joyas de la corona profesional –la eficiencia del mercado, la mano invisible, la ventaja comparativa– y protegerlas del ataque de los bárbaros egoístas, es decir, de los proteccionistas. Desafortunadamente, estos economistas suelen ignorar a los bárbaros del otro lado del problema –financistas y corporaciones multinacionales cuyos motivos no son más puros y que están demasiado preparados para sabotear estas ideas en beneficio propio.
Los economistas desarrollaron la reputación de ser las porristas del neoliberalismo, aún cuando la economía corriente está muy lejos de ser un canto al laissez-faire.
Como resultado, las contribuciones de los economistas al debate público están con frecuencia sesgadas en un sentido, a favor de mayor comercio, mayores finanzas y menor aparato estatal. Es por eso que los economistas desarrollaron la reputación de ser las porristas del neoliberalismo, aún cuando la economía corriente está muy lejos de ser un canto al laissez-faire. Los economistas que dejan que su entusiasmo por los mercados libres corra salvajemente no están de hecho siendo fieles a su propia disciplina.
¿Cómo deberíamos entonces pensar en la globalización para liberarla del yugo de las prácticas neoliberales? Debemos comenzar por comprender el potencial positivo de los mercados globales. El acceso al mercado global de bienes, tecnologías y capital tuvo un rol importante en virtualmente todos los milagros económicos de nuestra época. China es el caso más reciente y poderoso de esta verdad histórica, pero no es el único. Antes de China, milagros similares fueron realizados en Corea del Sur, Taiwan, y pocos países fuera de Asia, como Chile y Mauricio. Todos estos países abrazaron la globalización en lugar de darle la espalda, y se beneficiaron generosamente.
Los defensores del orden económico existente rápidamente señalarán estos ejemplos cuando la globalización sea puesta en cuestión. Lo que no lograrán decir es que casi todos estos países se unieron a la economía global violando las constricciones neoliberales. China protegió su gran sector público de la competencia global, con zonas económicas especiales donde las empresas extranjeras pudieran operar con reglas diferentes a las del resto de la economía. Corea del Sur y Taiwán subsidiaron fuertemente a sus exportadores, el primero a través del sistema financiero y el segundo a través de incentivos impositivos. Todos ellos eventualmente levantaron sus restricciones a las importaciones, mucho después de que el crecimiento económico hubiera despegado. Pero ninguno, con la única excepción de Chile en los ochenta bajo Pinochet, siguió la recomendación neoliberal de la rápida apertura de las importaciones. El experimento neoliberal de Chile produjo, a fin de cuentas, la peor crisis económica de América Latina. Mientras los detalles difieren en cada país, los gobiernos tuvieron en todos los casos un rol activo en la reestructuración de la economía, y la resguardaron del volátil ambiente externo. Las políticas industriales, las restricciones a los flujos de capital y el control de las divisas –todas prohibidas en el libro de reglas neoliberal– fueron galopantes.
Por contraste, los países que se aferraron más estrechamente al modelo neoliberal de la globalización fueron dolorosamente defraudados. México es un ejemplo particularmente triste. Tras una serie de crisis económicas a mediados de los noventa, México se aferró a la ortodoxia macroeconómica, liberalizó ampliamente su economía, desreguló el sistema financiero, redujo fuertemente las restricciones a las importaciones y firmó el Acuerdo de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA). Estas políticas produjeron estabilidad macroeconómica y un crecimiento significativo del comercio exterior y de las inversiones internas. Pero donde cuenta –en la productividad general y el crecimiento económico–, el experimento falló. Desde que se realizaron las reformas, la productividad general de México se estancó y la economía tuvo un bajo rendimiento aún con los estándares poco exigentes de América Latina.
Estos resultados no son sorprendentes desde la perspectiva de la ciencia económica seria. Son una manifestación más de la necesidad de adecuar las políticas económicas a las fallas que muestran sus mercados, y de ajustarlas a las circunstancias específicas de cada país. No hay un modelo que les quepa a todos.
Los arreglos económicos globales ahora son conducidos por un enfoque en reducir los obstáculos al libre flujo de bienes, capital y dinero a través de las fronteras nacionales –pero no de los trabajadores, donde los beneficios económicos hubieran sido de hecho mucho mayores.
Antes de que la globalización girara hacia lo que podríamos llamar hiperglobalización, las reglas eran flexibles y reconocían este hecho. Cuando diseñaron la arquitectura económica de Bretton Woods en 1944, Keynes y sus colegas veían al comercio internacional y a la inversión como medios para alcanzar objetivos sociales y de la economía doméstica –pleno empleo y una prosperidad de base amplia. Pero desde los noventa, la globalización se convirtió en un fin en sí mismo. Los arreglos económicos globales ahora son conducidos por un enfoque en reducir los obstáculos al libre flujo de bienes, capital y dinero a través de las fronteras nacionales –pero no de los trabajadores, donde los beneficios económicos hubieran sido de hecho mucho mayores.
Esta perversión de prioridades se reveló en cómo los acuerdos comerciales comenzaron a traspasar las fronteras y rehacer las instituciones domésticas. Las regulaciones a la inversión, las reglas de sanidad y seguridad, las políticas medioambientales y los esquemas de promoción industrial se convirtieron en potenciales objetivos a abolir si eran considerados como una obstrucción al comercio exterior y la inversión. Las grandes empresas internacionales, que las nuevas reglas liberaron de su anclaje, adquirieron privilegios especiales. Los impuestos corporativos debían bajarse para atraer inversores (o para prevenir que se fueran). Las empresas extranjeras y los inversores recibieron el derecho de demandar a los gobiernos nacionales en tribunales internacionales especiales cuando los cambios en las regulaciones domésticas amenazaran con reducir sus ganancias. En ningún lugar fue más dañino el nuevo acuerdo que en la globalización financiera, que no solo produjo mayores inversiones y crecimiento, como prometía, sino también un doloroso estallido atrás de otro.
Así como la ciencia económica debe ser salvada del neoliberalismo, la globalización debe ser salvada de la hiperglobalización. Una globalización alternativa, más cercana al espíritu de Bretton Woods, no es difícil de imaginar: una globalización que reconozca la multiplicidad de modelos capitalistas y permita que los países formen sus propios destinos económicos. En lugar de maximizar el volumen del comercio y las inversiones extranjeras, y armonizar las diferencias de regulación, se enfocaría en reglas de tránsito que controlasen la interacción de distintos sistemas económicos. Abriría un espacio político para los países avanzados tanto como para aquellos en desarrollo –para que los primeros puedan reconstruir sus servicios sociales a través de mejores políticas sociales, impositivas, laborales y comerciales, y para que los últimos puedan seguir la reestructuración que necesitan para crecer económicamente. Requeriría más humildad por parte de los economistas y los tecnócratas administrativos con respecto a las recomendaciones apropiadas, y por ello una voluntad mucho mayor de experimentar.
Como asevera el manifiesto de Peters, el significado del neoliberalismo cambió considerablemente a través del tiempo, cuando la etiqueta adquirió connotaciones de línea dura en términos de desregulación, financiarización y globalización. Pero hay un hilo que conecta todas las versiones del neoliberalismo, y es el énfasis en el crecimiento económico. Peters escribió en 1982 que el énfasis estaba justificado porque el crecimiento es esencial para nuestros objetivos sociales y políticos –la comunidad, la democracia, la prosperidad. El emprendedurismo, la inversión privada y la remoción de los obstáculos (como la regulación excesiva) que cierran el camino fueron todos instrumentados para alcanzar el crecimiento económico. Si un manifiesto neoliberal fuera redactado hoy, sin dudas señalaría el mismo punto.
Los críticos señalan con frecuencia que este énfasis de la ciencia económica degrada y sacrifica otros valores importantes como la igualdad, la inclusión social, la deliberación democrática y la justicia. Estos objetivos políticos y sociales obviamente importan enormemente y en algunos contextos son lo más importante. No pueden ser alcanzados siempre, o ni siquiera la mayoría de las veces, mediante políticas económicas tecnocráticas: la política debe tener un lugar central.
Pero los neoliberales no están equivocados cuando discuten que nuestros ideales más preciados son más accesibles cuando nuestra economía es vibrante, fuerte y creciente. Se equivocan cuando creen que hay una sola receta universal para mejorar el rendimiento económico, y que tienen acceso a ella. La falla fatal del neoliberalismo es que no comprende aspectos económicos centrales. Debe ser rechazado en sus propios términos por la simple razón de que es mala economía.
Fuente
Este artículo se traduce y se reproduce por gentileza de la Boston Review