Autor: Michael Walzer
La presente es una versión adaptada de la conferencia pronunciada por el autor en Turín, Italia, en 2009, en la conmemoración del centenario del natalicio de Norberto Bobbio, y publicada en el número de Dissent del verano de 2010.
Si creemos en la primacía de la política y afirmamos que la modificación de las estructuras capitalistas es parte de luchas y tensiones, debemos pensar en un “socialismo en proceso” más que en un modelo que represente el punto de llegada final o la solución la totalidad de los problemas del hombre.
En un pasado no tan lejano, cuando Norberto Bobbio, el teórico político italiano, formuló por vez primera esta pregunta, era (o cuando menos así lo parece hoy) relativamente sencillo responder. Había solamente dos opciones: la versión del socialismo que prevalecía en lo que podríamos considerar como Extremo Oriente, que se prolongaba desde Corea del Norte, a través de la Unión Soviética, hasta Albania, y la versión que prevalecía en el cercano Occidente, desde la república de Bonn hasta las Islas Británicas. Había diferencias dentro de cada uno de los dos bloques, pero el socialismo del Este estaba en todas partes marcado por una política autoritaria, con pretensiones totalizadoras, y el socialismo occidental, ya fuera que sus protagonistas se consideraran reformistas o revolucionarios, era profundamente democrático. Había izquierdistas en Occidente -los llamábamos estalinistas- que defendían o disculpaban al socialismo del este, pero la más simple consideración por la vida y la dignidad humanas dictaban un compromiso con el socialismo de Occidente. La fuerte defensa de Bobbio de la democracia, al igual que la de los primeros editores de la revista Dissent[1], señalaba exactamente un compromiso de este tipo.
¿A qué opciones nos vemos confrontados hoy? Ya no queda nada del socialismo del Este. Eso es, quizá, un signo de que el honor del nombre ha sido parcialmente restaurado y que ninguna persona seria pensaría en llamar “socialista” al régimen de Corea del Norte. Tampoco este nombre se adecúa al régimen chino, donde un partido leninista gobierna sobre un país capitalista. Y, sin duda, tampoco es adecuado para Rusia, gobernada actualmente por una coalición de capitalistas autócratas e inescrupulosos. En Europa occidental, en cambio, se podría decir que ganaron los políticos socialistas, socialdemócratas o laboristas; de hecho, habían ganado incluso antes de la gran recesión de 2008, cuando a lo largo de Europa partidos de centro derecha adoptaron muchas de sus políticas regulatorias y de bienestar. Pero el socialismo de Occidente es hoy tan modesto que no podría ni siquiera ser llamado revolucionario o reformista; se ha vuelto convencional.
Permítanme describir este socialismo convencional -que es aun, a pesar de su modestia, un logro político significativo. Después podremos preguntarnos si la cuestión “¿Qué socialismo?” tiene todavía sentido. El socialismo actual -socialdemocracia es probablemente un nombre más adecuado- combina tres características, cada una de ellas crucial para el valor total del conjunto.
- Es un régimen democrático, con partidos rivales, una bien arraigada oposición de derecha y una prensa formalmente libre. La dictadura vanguardista es algo del pasado, incluso como aspiración política. El poder ejecutivo es limitado, la legislatura en principio suprema, los jueces son independientes. Las elecciones se realizan bajo intensa competencia, cada ciudadano tiene derecho al voto, y todos los votos son computados. La policía secreta no llega en la mitad de la noche a arrestar a opositores y disidentes. Aunque un par de estas afirmaciones podrían ser matizadas, hay cuando menos algo de verdad en todas. Describen un régimen ampliamente preferible a cualquier otro posible. La gente olvida cuan difícil fue la construcción de este régimen, cuánto tiempo tomó la lucha democrática, cuánta gente arriesgó sus vidas y carreras en ese trayecto. Que la democracia parezca rutinaria -simplemente, el modo en que las cosas son-, es siempre un punto de vista equivocado.
- El mercado está sujeto a la regulación del estado. En la estela de la crisis crediticia y el casi colapso del sistema bancario, casi todos aceptaron la necesidad de alguna regulación. De hecho, el régimen regulatorio ya es extenso; casi no hay ningún aspecto de las relaciones de mercado que no esté sujeto al control o supervisión público. La provisión de dinero está determinada por funcionarios del estado; las tasas de interés están reguladas, los depósitos bancarios garantizados, las industrias tambaleantes subsidiadas, el derecho de los trabajadores a organizarse está formalmente protegido. Una vez más, estos puntos invitan al matiz, especialmente en los Estados Unidos; sin embargo, sigue siendo verdad que en todos los países occidentales la macroeconomía está decisivamente modelada por la acción del estado. Y también esto parece rutinario. Los ideólogos de la extrema derecha que quieren una economía puramente de mercado y los ideólogos de la extrema izquierda que propician un plan quinquenal, son marginales en sentido idéntico: lideran sectas, no grandes partidos o movimientos.
- El estado democrático es también un estado de bienestar. En los Estados Unidos, los servicios públicos son escasos y de baja calidad según los estándares europeos. Pero los estándares alcanzados por Europa son aquellos que los liberales y los izquierdistas norteamericanos aspiran a alcanzar. Gran parte del espectro político occidental acepta ahora rutinariamente que el estado debe proveer cuidados sanitarios, escolarización, un ambiente seguro, transporte, seguridad a los mayores y una protección básica a las víctimas de la economía de mercado. Y también está aceptado que esta provisión debe ser de carácter redistributivo -debe ser pagada por aquellos ciudadanos que pueden afrontar pagarla, en proporción a su capacidad, y debe beneficiar a los más necesitados.
El socialismo democrático convencional asumen el puralismo de partidos, la regulación del mercado y el desarrollo de una Estado de Bienestar
El acuerdo sobre esos tres puntos no significa que estemos en el fin de la historia política. Todavía debemos discutir acerca de la fuerza de nuestra democracia, acerca de la amplitud de la regulación del mercado (y sobre la estructura de autoridad interna de las empresas que compiten en el mercado), acerca de la organización y generosidad de las prestaciones sociales. Estas son discusiones importantes, y exigen dificultosas batallas políticas en las que los hombres y mujeres de la izquierda deben comprometerse plenamente. Pero, ¿eso es todo? ¿Ese es el alcance total de nuestra política? La pregunta “qué socialismo” podría traducirse como: “¿a qué grado de participación democrática, de regulación del mercado y de provisión de bienestar debemos aspirar? No estoy en contra de esa traducción. Tiene mucho sentido y, en consecuencia, cada uno de nosotros puede tomar posiciones firmes respecto de cada uno de estos asuntos. Podemos trabajar para crear una democracia radical que implique, digamos, la descentralización de las funciones del gobierno y el empoderamiento de la sociedad civil. Podemos insistir en un mercado pluralista, dura y efectivamente regulado, con diferentes tipos de empresas y una fuerza de trabajo sumamente organizada, de modo de acercarnos tanto como sea posible al pleno empleo y a lo que llamamos democracia industrial. Y podemos exigir un estado de bienestar que realmente ayude a la gente en problemas y nos conduzca continuamente hacia una sociedad más igualitaria.
Esas son, qué duda cabe, ambiciones socialistas y socialdemócratas. Pero lo que distingue a los hombres y las mujeres de la izquierda de los demás no son tan solo estas ambiciones; es también, y quizá más importante, la historia que contamos acerca de cómo ellas deben ser realizadas. Recuerden la antigua máxima izquierdista: “La liberación de la clase trabajadora debe ser obra de la clase trabajadora misma” A menos que la liberación sea autoliberación, no va a funcionar: en la práctica, no nos hará libres en la vida cotidiana. Por tanto, lo que es más importante no es la realización final de los objetivos socialistas, sino el proceso por el cual esos objetivos se realizan. Yo quiero adoptar aquí la visión sugerida por el gran “revisionista” Eduard Bernstein. Pensamos en el socialismo como el “objetivo final”, pero en lo que nos concentramos realmente y con lo que estamos realmente comprometidos es con los medios con los cuales trabajamos para alcanzar ese objetivo. En esto radica nuestra ambición más íntima. En verdad, lo que más queremos no es ser los ciudadanos de algún futuro estado socialista sino los activistas y militantes que luchan para llevarlo a cabo. De modo que la pregunta “¿Qué socialismo?” debiera ser comprendida en términos temporales como: ¿socialismo en proceso o socialismo concluido? Deberíamos optar por “socialismo en proceso” para señalar nuestra creencia en lo que Sheri Berman, en su historia de la socialdemocracia, llama “la primacía de la política”.
El nuestro es un socialismo “participativo” y, en consecuencia, la historia que tenemos para contar es una historia sobre partidos, sindicatos, movimientos, asociaciones y organizaciones no gubernamentales de diferentes tipos y sobre sus activistas y militantes, que están políticamente comprometidos con la izquierda. Pero el impacto completo de esta historia requiere otra, sobre el mundo político que habitamos actualmente. Ya señalé que la democracia, la regulación y el estado de bienestar son actualmente convencionales en Occidente. Pero eso también significa que están sujetos a cierto tipo de presión adversa, que no es tanto convencional como “natural”. En cada organización política, y en cada estado y en cada sociedad, hay una tendencia estable hacia el autoritarismo y la jerarquía. Robert Michels escribió sobre esta tendencia hace ya mucho tiempo, aproximadamente al mismo tiempo en que escribía Bernstein y en referencia a los mismos eventos históricos y experiencias políticas. Yo quisiera generalizar su argumento para cubrir un rango más amplio de acontecimientos y experiencias. En ausencia de fuerzas compensatorias, el poderoso se vuelve más poderoso y el rico más rico, y esto es lo que ocurre en todas partes, todo el tiempo. La explicación para esta tendencia “natural” es simple: aquellos que ya poseen poder y riqueza poseen los medios para defender e incrementar su poder y su riqueza: controlan los recursos, los instrumentos y las agencias que les permiten tener cada vez más de aquello que ya tienen.
Todo esto es cierto a pesar y en la cara de la democracia, de la regulación y del bienestar. Consideremos por ejemplo la extensión de las desigualdades contemporáneas, el crecimiento constante del poder ejecutivo, la creciente independencia de los reguladores económicos respecto del control democrático (el Fondo Monetario Internacional y la Organización Mundial de Comercio), y la deriva hacia el clientelismo y la dependencia en todos los modernos estados de bienestar. Pero mi argumento exige un relato más general de esta tendencia “natural”, un relato que reúna sus diversos aspectos. Hemos considerado ahora la forma más común, que es manifiestamente más clara cuando la derecha está en el poder, aunque yo podría contar una versión modificada de la misma historia en otras épocas. Esta es la historia.
Quienes tienen poder político lo utilizan para mejorar su propia posición y el bienestar de sus amigos y aliados, reprimiendo o excluyendo grupos que puedan proporcionar una base social a la oposición (subordinados de todos los tipos: trabajadores, mujeres, inmigrantes, minorías raciales y religiosas) y volviendo acomodaticios o marginales a los intelectuales. Para sostener su gobierno buscan ganar “poder tras poder”, como Hobbes escribió hace ya mucho, fortaleciendo la rama ejecutiva, construyendo ejércitos, creando unidades de policía secreta, corrompiendo al servicio civil, estableciendo límites a las libertades de prensa. Desalientan o cooptan a los líderes de la oposición o encuentran medios de represión más o menos legales. Recompensan a quienes los apoyan financieramente con franquicias, licencias, inmunidades, monopolios y contratos, o incluso, más significativamente, con la asistencia de agencias del estado para superar la competencia, resistiendo a quienes pretenden organizar sindicatos, eludiendo la aplicación de las regulaciones ambientales y sanitarias, y mucho más. En ocasiones, hacen esto en el contexto de una declaración de emergencia; más frecuentemente, maniobran dentro de los límites constitucionales. Lo hacen sobre un breve período de tiempo, sin son inteligentes, de manera gradual e incremental, de tal modo que parezca realmente como una tendencia natural.
La tendencia es natural en el sentido de que es cuando menos parcialmente insensible a los mecanismos y arreglos constitucionales; puede ser temporalmente detenida pero no completamente detenida. La oposición a la tendencia es también natural, pero, aunque la tendencia es estable, la oposición es esporádica. Podemos pensar en la actividad de militantes antiautoritarios y antijerárquicos como un “trabajo estable”, pero el trabajo sólo tiene éxito cuando produce destellos de militancia -movilizaciones, revueltas, insurgencia. El aumento del poder y de la riqueza sólo puede ser detenido o, más realistamente, interrumpido y parcialmente revertido, por medio de una oposición masiva. Las victorias democráticas son posibles, pero deben ser reiteradas, dado que el aumento del poder y de la riqueza es continuo. Mi argumento es, a este respecto, paralelo al de los rebeldes del siglo XVIII que escribieron: “La vigilancia eterna es el precio de la libertad.” En el mismo sentido: “La insurgencia reiterada es el precio de la igualdad.”
Utilizo la palabra “insurrección” para describir cosas como el movimiento laborista de la década de 1930, que desafió a la autoridad del capital; el movimiento de derechos civiles de la década de 1960, que desafió la jerarquía racial; y el feminismo de la década de 1970, que desafió la jerarquía de género. Aunque todos estos movimientos se detuvieron lejos de las ambiciones de sus militantes, fueron exitosos en cambiar la distribución del poder y la riqueza en los Estados Unidos. Contrarrestaron la tendencia al “poder tras poder” y desplazaron el balance de fuerzas de modo modesto pero significativo. Y al sindicalizar a los trabajadores y al escribir en la ley los derechos civiles y de igualdad de género, levantaron obstáculos para la reanudación de la tendencia natural. Sospecho que el segundo conjunto de obstáculos resultará (ya ha resultado) más efectivo que el primero. En una sociedad capitalista, las desigualdades raciales y de género probablemente no son necesarias para la existencia de un orden jerárquico, pero la dominación del capital sobre el trabajo sin duda lo es, de ahí su claro restablecimiento en las últimas tres décadas. De modo tal que lo que era cierto en la década de 1930 es cierto hoy: las desigualdades de la sociedad norteamericana no encontrarán solución en ausencia de una nueva insurgencia. Esta verdad crítica es ya manifiesta en la batalla de la administración Obama para reforzar el estado de bienestar y detener la tendencia hacia una desigualdad cada vez mayor. Sin un movimiento popular detrás suyo, hay severos límites para lo que el presidente y sus asesores pueden conseguir, y los 13 millones de direcciones de email recogidas durante la campaña electoral no constituyen de hecho un movimiento.
Pero no es cierto, como todos sabemos, que cualquier insurgencia sirva a la causa de la democracia y de la igualdad. ¿Qué ocurre con las insurrecciones de derecha, populistas, antiinmigrantes, que también (en ocasiones) desafían a los gobiernos prepotentes y a las élites arrogantes? ¿Y qué con las revoluciones, las grandes insurgencias de la historia mundial, algunas de las cuales producen, al final, regímenes terroristas y tiránicos? No tiene sentido celebrar cada levantamiento popular. El “socialismo en proceso” depende de militantes y activistas comprometidos con los valores socialistas y socialdemócratas. Eso significa comprometidos con la democracia y también con la igualdad. Y porque la tendencia hacia el autoritarismo y la jerarquía también está presente en las organizaciones de izquierda (lo que fue tema de los análisis de Michel), esos compromisos son continuamente sometidos a revisión y necesitan ser regularmente reafirmados. La insurgencia periódica también es necesaria dentro de los sindicatos y de los partidos socialistas y socialdemócratas.
Los insurgentes democráticos e igualitarios, se encuentren donde se encuentren, son nuestros camaradas. Son los hacedores del “socialismo en proceso”, y su trabajo nunca está concluido. Permítanme describir ese trabajo del mismo modo general en el que he descrito el engrandecimiento de los poderosos y los ricos.
La debilidad política y la pobreza material son condiciones comunes y duraderas; hombres y mujeres viven bajo estas condiciones sin oposición pública; se quejan solo entre ellos mismos, de un modo muy semejante al modo en que uno se queja de la edad o del clima. Su sufrimiento parece inevitable; es el modo en el que está hecho el mundo. Pero entonces ocurre algo, una derrota militar, un colapso económico, una revuelta en algún otro sitio, un incidente menor como un insulto burocrático o la brutalidad policial, que se convierte en un disparador, y la gente comienza a hablar excitadamente entre sí y luego se organiza. Las autoridades siempre afirman que “agitadores extraños” son responsables del malestar repentino. Y hay algo de cierto en la afirmación: activistas sindicales, reclutados en los pequeños partidos socialistas y comunistas, jugaron un papel fundamental en el movimiento laborista norteamericano en la década de 1930. Radicales del norte y trabajadores de los derechos civiles corrieron al sur en los ’60 y ayudaron a galvanizar la resistencia al sistema de segregación. Mujeres militantes de la Nueva Izquierda, decepcionadas de sus colegas varones, ayudaron a construir la conciencia emergente entre mujeres que no eran para nada izquierdistas. Pero los agitadores externos no hubieran tenido posibilidades si no hubieran estado nadando (para utilizar una metáfora de la vieja izquierda) en un mar de descontento popular.
El “socialismo en proceso” depende de militantes y activistas comprometidos. No asume un punto de llegada final sino un movimiento constante.
El hecho más remarcable sobre este “momento movimientista” no es el trabajo de los extraños sino de los locales -trabajadores del acero y de las fábricas de automotores, por ejemplo, o estudiantes negros y miembros de la iglesia bautista en el sur, “comunes” amas de casa norteamericanas. Hombres y mujeres que habían sido pasivos, descomprometidos, quizá temerosos de cualquier actividad pública; hombres y mujeres que estaban estrechamente enfocados en sus familias, luchando por salir adelante. La misma gente que asistió a los mítines, se puso de pie y argumentó, aceptó participar en comités y demostró tener talentos y capacidades que nunca habían utilizado antes. Resignados a las condiciones de su subordinación, parecían inarticulados, incluso poco inteligentes. En el movimiento, hablando ante otros, organizando manifestaciones, negociando con la policía, recaudando dinero, diseñando carteles, argumentando acerca del “mensaje” del próximo panfleto, persuadiendo amigos, parecen hombres y mujeres altamente competentes. Las relaciones que se desarrollan entre ellos y los procedimientos de toma de decisión que establecen por sí mismos prefiguran la sociedad que nosotros, socialistas y socialdemócratas, tenemos la esperanza de crear.
Las rebeliones de izquierda tienen la forma general que acabo de describir, y creo que son muy diferentes, si no completamente diferentes, que las rebeliones de la derecha (y ostensiblemente de la izquierda) populista, como las lideradas por Juan Perón en Argentina y Hugo Chávez en Venezuela, y de las versiones politizadas del fanatismo religioso, como en la revolución iraní, todas las cuales tienden a concentrarse rápidamente en el Líder Máximo o Supremo. Pero estas diferencias deben ser articuladas, y los compromisos democráticos de la izquierda deben ser defendidos. Las movilizaciones de masas organizadas por los partidos fascistas o los fanáticos religiosos pueden parecerse mucho a las movilizaciones de masas organizadas por los partidos socialistas y los sindicatos. Gente en las calles, marchas, gritos, puños alzados. Los pobres, los desposeídos, repentinamente envalentonados, desafiando a la autoridad establecida. Pueden estar siguiendo a un führer o a un ayatola, o pueden estar siguiendo líderes que rinden cuentas a un partido o a un sindicato. Pueden ser seguidores enceguecidos, o pueden comprometerse con los argumentos del programa de su movimiento. Pueden movilizarse sólo para marchar, o pueden movilizarse en asambleas y comités cuando la marcha concluyó. Pueden estar movidos por el odio dirigido a los “enemigos del pueblo” o a los herejes o a los infieles, o pueden estar movidos por la esperanza de un mundo más atractivo y un tiempo mejor para todos. Estas son diferencias críticas y, a menos que insistamos en ellas, a menos que rechacemos ser engañados por movilizaciones semejantes, no habrá ningún “socialismo en proceso”.
También hay seudoizquierdistas, líderes de la vanguardia de partidos o sectas, que afirman creer en el control democrático, en las asambleas y los comités, en la igualdad y la inclusión, pero todo esto, dicen, es para un futuro dorado. Lo que se necesita ahora, en el medio de la crisis y de la batalla, es su liderazgo y la obediencia ciega de sus seguidores.
Ellos saben qué es necesario, en tanto que las masas deben ser engañadas o coercionadas para seguirlos. Así como a las clases bajas se les enseñó alguna vez cual era su lugar en el viejo orden, así debe enseñárseles cual es su sitio en el nuevo. Las dos enseñanzas no son tan diferentes como deberían.
En alguna época, el vanguardismo distinguía entre el socialismo del Este y el socialismo occidental. Actualmente, está en buena medida desacreditado en la izquierda, mientras que ha sido plenamente adoptado por fanáticos religiosos y organizaciones terroristas de diverso tipo. También sobrevive en una forma enrarecida entre algunos izquierdistas académicos, entre los que se manifiesta adoptando un “discurso” que es comprensible sólo por una élite de conocedores. En política, toda reivindicación de conocimiento esotérico es peligrosa. Debemos estar dispuestos a escuchar a las personas con conocimientos, y luego estar dispuestos a discutir entre nosotros mismos sobre lo que oímos. Pero el espectáculo de masas de hombres y mujeres marchando sin discutir nunca debería ser confundido con un levantamiento socialista o socialdemócrata.
“La tarea de los intelectuales”, escribió Lenin, “es hacer que los líderes intelectuales no sean necesarios.” Obviamente, Lenin pensaba que líderes como él mismo eran necesarios entonces, pero no lo serían algún día. ¿Son necesarios ahora los líderes como Lenin para el “socialismo en proceso”? La respuesta tiene que ser: no, incluso aunque algunos líderes insurgentes hayan sido y vayan a ser intelectuales. Volvamos a los tres movimientos que di como ejemplo: John L. Lewis, que condujo a los mineros y luego el CIO[2] en los años 30, no era un intelectual; Martin Luther King Jr., el más importante líder de los derechos civiles en los sesenta, sin duda lo era; Betty Friedan[3], vocera de la Segunda Ola feminista, estaba en algún sitio entre ambos. Otros dirigentes sindicales y feministas procedían de la intelectualidad; otros predicadores bautistas no. Pero lo más importante es que, en cualquier insurrección genuinamente izquierdista, los intelectuales no son líderes porque tengan un conocimiento especial -como el conocimiento de Lenin sobre la dirección del desarrollo histórico. Son líderes, si es que lo son, porque son persuasivos y vigorizantes, porque son modelos de compromiso y activismo. “Si quieres influir sobre la gente”, escribió Marx en uno de mis pasajes favoritos de los Manuscritos económico filosóficos, entonces “debes realmente tener un efecto estimulante y alentador sobre los demás”. En una sociedad democrática no hay otro modo de influir. Y ese hecho –no hay otro modo- apuntala la igualdad democrática.
He intentado describir el carácter político y moral del “socialismo en proceso”. Quiero pasar ahora a su ubicación social. Los políticos socialistas, socialdemócratas, laboristas y, en este país, liberales obviamente participan y deben participar en los gobiernos. En ocasiones, llegan al poder como resultado de una revuelta; a veces, como en mis ejemplos, sus gobiernos hacen posible la insurgencia. Así, la elección de Franklin Roosevelt en 1932 abrió el camino al movimiento laboral y la elección en 1960 de John F. Kennedy creó el espacio político en el cual creció el movimiento de los derechos civiles, así como los demás movimientos radicales de las décadas de 1960 y 1970. Pero en ocasiones, todo lo que esos funcionarios socialistas y liberales podrán hacer será contener el crecimiento “natural” del poder y de la riqueza (y a veces ni siquiera eso).
El verdadero hogar del socialismo en proceso no es el gobierno; es el espacio político que existe afuera del gobierno, que está solo en el mejor de los casos protegido y ampliado por amistosos ocupantes del gobierno. La mayor parte de las veces los militantes y los activistas deben crearlo y defenderlo por sí mismos. El espacio siempre es impugnado, y el locus de esa impugnación es la sociedad civil.
La sociedad civil es, como el estado mismo, un reino de desigualdad, donde el poderoso se vuelve más poderoso y el rico aún más rico. Cada asociación civil, cada grupo organizado de hombres y mujeres, es también una movilización de recursos: cuantos más recursos traen consigo, más fuerte es el grupo. Cuanto más fuerte el grupo, mayor su capacidad para mejorar el impacto de los recursos que reúne. Cuanto mayor ese impacto mejor les va a sus miembros. Esta es una historia obvia pero no es toda la historia. La sociedad civil es simultáneamente el reino de la oportunidad para los activistas democráticos e igualitarios, porque el número es también un recurso al que se le puede dar forma organizacional y luego desarrollarla y mejorarla. Y el número es, obviamente, el recurso de muchos. Yo quiero celebrar a las organizaciones que trabajan para hacer que ese recurso sea efectivo. Algunas de ellas son pequeñas organizaciones, pero están abiertas a la expansión cuando llega el momento adecuado.
Hace más de medio siglo, el teórico social inglés A. D. Lindsay describió a las congregaciones protestantes “disidentes” de los siglos xviii y xix en Gran Bretaña como escuelas de democracia. Lo eran, y tenían un valor tanto intrínseco como instrumental, tal como ocurre hoy con todas las asociaciones de la sociedad civil que involucran la energía y el idealismo de sus miembros. Es probablemente verdad que para la gran mayoría de sus miembros las actividades más satisfactorias, en las que más probabilidades tienen de trabajar en proximidad con otra gente, alcanzar algo valioso y reconocerse a sí mismos en ese logro, ocurre en sus sindicatos, movimientos, partidos, iglesias y organizaciones de ayuda mutua en la sociedad civil, es decir, no en el estado. Por supuesto, sólo algunos de sus miembros son socialistas y socialdemócratas (liberales en los Estados Unidos), pero virtualmente todos los socialistas y socialdemócratas forman parte de ellas, dado que la política de izquierda exige reciprocidad y cooperación.
También exige luchas políticas. Yo supongo que todas las asociaciones en la sociedad civil compiten unas con otras, sea por atención, sea para ganar miembros, sea por dinero. En la sociedad civil, el conflicto impregna todo. Pero las asociaciones socialistas, socialdemócratas (y liberales) están involucradas en un tipo de conflicto especialmente particular. Su carácter es opositor, incluso cuando son los amigos quienes están en el gobierno, y a lo que se oponen, contra lo que luchan, es contra el aumento del poder y de la riqueza.
Los anarquistas y los comunistas hablan, o hablaban, de terminar literalmente con el poder y con la riqueza, de modo que nunca más nadie ejerciera poder sobre otros y nadie fuera capaz, luego de la abolición del mercado, de “hacer” más dinero que ningún otro. Los socialistas y los socialdemócratas, en cambio, creen en el uso del poder, en la medida en que esté democráticamente delegado y limitado; y han llegado a creer en la capacidad del mercado de coordinar la actividad económica, en la medida en que esté sujeto al control democrático. Algunos podrán decir que estas creencias representan compromisos con el diablo, pero no es esa mi opinión. Son compromisos con los deseos de la mayor parte de los seres humanos, con hombres y mujeres que quieren ejercer más influencia en su comunidad, o que quieren ser reconocidos como líderes en su partido o sindicato o iglesia, o que quieren una casa más linda o unas vacaciones más prolongadas o una vida más confortable para sus familias. En el pasado, la izquierda adoptó a menudo un cierto tipo de ascetismo respecto de bienes de esa naturaleza -un ascetismo remarcablemente semejante al de las religiones puritanas. Y los ascetas con poder, sean seculares o religiosos, habitualmente producen una política ferozmente coercitiva. Los compromisos que hemos hecho son buenos compromisos -también son moralmente necesarios- y hacen más probable que se reúnen con nosotros, llegado el momento, un número mayor de adherentes. También hace posible que participemos útilmente en insurrecciones, como los movimientos sindicales, por los derechos civiles o feministas, que no son totalizadores y apocalípticos, que logran algo pero no todo.
Los socialista creen en el uso del poder en la medida en que esté democráticamente delegado, y en la capacidad del mercado de coordinar la actividades económica si está sujeto a los controlos
Es mejor dar cabida a los deseos humanos, aunque luego seamos convocados por nuestros compromisos igualitarios para luchar contra hombres y mujeres que desean más de lo que deberían tener. Si hay asociaciones civiles, habrá gente que deseará la controlar sus actividades; si hay un estado, habrá políticos que aspiren a un poder tiránico; si hay un mercado, habrá quienes pretendan monopolizarlo, financistas fraudulentos, capitalistas sin miramientos, propietarios explotadores y gerentes inescrupulosos. Y toda esta gente se unirá en algo así como eso que llamábamos clase dominante. El propósito de nuestras asociaciones y activistas es poner límites a lo que esta clase puede hacer, y prepara el camino para las revueltas que dificulten su consolidación.
Cada revuelta es un pequeño avance hacia la sociedad de nuestros sueños. A veces estos pequeños avances se acumulan, como en la historia de la democracia social: dos pasos adelante, un paso hacia atrás. A veces, como sabemos, lo que ocurre es más bien que damos un paso hacia delante y retrocedemos dos. Las cosas van mejor para alguna gente en algunos sitios; grupos perseguidos, explotados y oprimidos aprenden a protegerse a sí mismos y de hecho ganan una protección efectiva. Algunas de estas victorias son permanentes, otras no. Hemos de defender la democracia, la regulación, el estado de bienestar contra el desgaste permanente y contra los adversarios; en ocasiones lo hacemos bien, en otras no. El trabajo es constante, pero las más de las veces los beneficios son esporádicos. Pero lo bueno está en el trabajo mucho más que en los beneficios, de modo que no importa si es necesario seguir y seguir trabajando. El trabajo es importante y vale la pena por su reciprocidad, por los talentos y capacidades que suscita y por el valor moral que encarna. Ese trabajo es el socialismo en proceso, y es el único socialismo que llegaremos a conocer.
Ninguna teoría del fin de la historia se ajusta a nuestra experiencia. Hemos perdido la idea de un determinismo histórico, como hemos perdido la idea de predestinación divina. Carecemos de toda certeza acerca del futuro. Más bien, hemos aprendido la sabiduría del comentario de Kafka sobre la historia bíblica de la muerte de Moisés: “Moisés no llegó [a la tierra prometida] porque su vida fuera demasiado corta, sino porque era una vida humana”.
Sobre el autor: Michael Walzer es uno de los especialistas en Filosofía Política más importantes de Estados Unidos. Es profesor emérito en el Institute for Advance Study (IAS) de Princeton, Nueva Jersey y es co-editor de Dissent, una de las principales revistas de la izquierda norteamericana.
Traducción de Alejandro Katz
[1] Dissent es una revista fundada en 1954 por un grupo de intelectuales de izquierda neoyorquinos (entre los cuales se encontraban Irving Howe, Lewis A. Coser, Norman Mailer, Henry Patcher y Meyer Schapiro) de la cual M. Walzer fue editor durante cuatro décadas.
[2] CIO son las siglas en inglés de Congress of Industrial Organizations. Lewis fue presidente del sindicato de mineros entre 1920 y 1960, y fundador del CIO.
[3] Betty Friedan fue una escritora y activista, líder del movimiento feminista en los Estados Unidos. A su libro The Feminine Mystique se atribuye haber iniciado la llamada Segunda Ola del feminismo en el S XX. Fue cofundadora y primera presidenta de la Organización Nacional de Mujeres.