Autor: Richard Sandbrook
Con una izquierda democrática incapaz de proponer programas de transformaciones consistentes frente a la crisis capitalista, una parte de América Latina transita por un poplismo de izquierda que, aunque guarda puntos en común con el populismo clásico, presenta rasgos diferenciados. Al mismo tiempo, parece una alternativa más factible que las transiciones socialdemócratas radicales, debido a las estrictas condiciones que requieren estas para obtener resultados exitosos.
Hoy es principalmente en el Sur del mundo, en particular en América Latina, donde es posible encontrar una izquierda con renovada confianza en sí misma y estrategias coherentes para lidiar con las recalcitrantes realidades globales. La izquierda democrática de Occidente está en desbandada. Ni siquiera en el contexto de la peor crisis capitalista desde la Gran Depresión ha sido capaz de tomar la iniciativa para bregar por un nuevo paradigma político/programático. Si bien los movimientos socialistas y progresistas en general han hecho pronunciamientos audaces durante las campañas electorales, una vez al frente del gobierno no se han diferenciado mucho de la centroderecha. Desde la crisis de 2008-2009, muchos partidos europeos de izquierda se han subido primero al carro del estímulo para más tarde vacilar en torno de la necesidad de aplicar programas de austeridad.
El presidente estadounidense Barack Obama, a quien la derecha de su país –con argumentos poco convincentes– ha calificado de socialista y liberal, no logró reunir apoyo suficiente en el Congreso (o siquiera entre las filas de su propio partido) para varias de sus políticas modestamente progresistas. Por otra parte, la corriente de protesta progresista más publicitada –el movimiento Occupy– no consiguió ofrecer una organización sólida ni una ideología coherente. Aunque despertó conciencia de la desigualdad y sus nocivas consecuencias, este movimiento no concibió un programa alternativo para hacer realidad sus metas igualitarias y democráticas. Por todos estos motivos, hoy el liderazgo moral e intelectual está desplazándose desde los bastiones occidentales de la izquierda en dirección al Sur.
La izquierda democrática del mundo en desarrollo sostiene una visión de la buena sociedad que está en armonía con lo que ha animado a los progresistas de todas partes. Rectificar los males del capitalismo implica tanto un fin –ante todo, la construcción de una libertad igualitaria– como la primacía de la solidaridad y la política participativa en el logro de esta meta. La libertad igualitaria, en pocas palabras, supone una sociedad en la que todos los ciudadanos gocen de iguales oportunidades para experimentar la libertad: lejos de verse sometidos a un destino prescrito por circunstancias de nacimiento, rango familiar o posición inicial en el mercado, todos deberían estar en condiciones de vivir una vida prolongada y digna, de acuerdo con su propia elección. Los liberales “sociales” (o simplemente “liberales” en el sentido estadounidense) enuncian su meta en los mismos términos: tanto los liberales como los progresistas hacen foco en el desarrollo de las capacidades individuales. Pero la izquierda, a diferencia de los liberales sociales, se enfoca en la importancia de los medios cooperativos para el logro de un desarrollo igualitario del potencial humano: una sociedad donde “el libre desenvolvimiento de cada uno será la condición del libre desenvolvimiento de todos”, por citar las célebres palabras de Karl Marx. Los medios necesarios para alcanzar esta meta radical no son la competencia individual y la política democrático-liberal, sino la solidaridad entre clases y la acción política participativa. En el Sur del mundo, al igual que en todas partes, la izquierda se distingue del liberalismo social y otras tendencias ideológicas por su hincapié en la organización colectiva de los grupos excluidos o marginalizados y su promoción de la acción política colectiva para alcanzar metas distributivas.Podemos distinguir las estrategias de la izquierda democrática en el mundo en desarrollo de acuerdo con dos criterios: el grado de institucionalización del partido o los partidos de izquierda y el grado de conflicto entre las clases sociales. La institucionalización es importante, porque los partidos débilmente institucionalizados son, por definición, menos cohesionados, menos competentes desde el punto de vista organizacional, más dependientes de la lealtad al líder supremo y, en consecuencia, menos estables, consistentes y poderosos que los partidos con un alto grado de institucionalización.
En la medida en que las luchas por la libertad igualitaria se desarrollen a lo largo de periodos extensos y la continuidad democrática ocupe un lugar central en el proyecto de la izquierda democrática, los partidos bien institucionalizados estarán en mejores condiciones de alcanzar una redistribución perdurable que sus homólogos con institucionalización débil. El grado de conflicto entre clases también es una distinción crucial. Los movimientos progresistas se dividen en dos tipos. Por un lado, hay partidos de izquierda con una estrategia moderada que apuntan –o al menos se resignan– a implementar programas redistributivos con la aquiescencia de las elites. Para otros partidos, en cambio, solo la implacable confrontación contra las estructuras existentes de poder y el privilegio heredado conducirá a los desenlaces esperados. La diferencia entre negociaciones de clases y lucha de clases es entonces crucial. Empleando estos criterios, obtengo cuatro potenciales variedades de la izquierda democrática: la socialdemocracia moderada, una estrategia socialdemócrata radical de transición al socialismo, el populismo al viejo estilo y el populismo de izquierda.
La ruta socialdemócrata moderada es el camino preponderante (especialmente, pero no solo, en la América Latina contemporánea). Los casos prominentes incluyen a Brasil desde 2006, Chile desde 2000, Uruguay desde 2004, Costa Rica desde los años 50 hasta su deslizamiento hacia el liberalismo social en los años 90, Mauricio desde comienzos de los años 70 y dos estados de la India –Kerala y Bengala Occidental– que en los inicios habían adoptado una estrategia radical liderada por el Partido Comunista-Marxista de la India (CPM, por sus siglas en inglés), pero en la década de 1990 descendieron a una fase moderada para atraer votos de la clase media. La estrategia moderada es innovadora. Evita el populismo, así como la completa mercantilización del trabajo, la tierra y el dinero, mientras enfrenta con cierta eficacia los desafíos de la pobreza y la desigualdad en el restrictivo contexto de la globalización neoliberal. En otras palabras, sus proponentes han encontrado una manera progresista de equilibrar los imperativos de la redistribución/equidad con los de la acumulación/eficiencia en el marco de una economía capitalista.
Esta hazaña se logra combinando elementos de la ortodoxia macroeconómica con un Estado proactivo, un incremento paulatino de la ciudadanía social e instituciones participativas de modesto alcance. Por un lado, los gobiernos adaptan la política monetaria y fiscal a las metas de baja inflación y mínima deuda externa, llevando adelante una economía considerablemente abierta mediante la liberalización del comercio y la aceptación de inversiones extranjeras. Hasta este punto, la estrategia se mantiene en armonía con el Consenso de Washington. Por otro lado, estos gobiernos promueven la redistribución desde el crecimiento por vía de un desarrollismo de Estado, apuntando a aumentar las rentas públicas, promover “buenos” empleos y elevar significativamente el salario mínimo. Utilizan la expansión de las rentas públicas y los nuevos impuestos, entre otras cosas, para extender la ciudadanía social por medio de una protección social universal (en general, de introducción progresiva), transferencias de fondos a grupos específicos (como la famosa Bolsa Família de Brasil) y buenos servicios públicos, en especial de educación y de salud. Sus defensores prometen además reafirmar la participación democrática, como un fin en sí mismo y también como medio para apuntalar al Estado en su objetivo de reducir la pobreza y la desigualdad. Sin embargo, preocupados por aquietar presiones populistas que harían peligrar las delicadas negociaciones entre clases y las alianzas pragmáticas con partidos del centro y la derecha en la Legislatura, estos gobiernos de izquierda se han contentado con expandir las consultas públicas y consignar al nivel local la participación en la toma de decisiones. En términos generales, los socialdemócratas moderados adoptan un enfoque híbrido que no es plenamente neoliberal ni consecuente con las nociones tradicionales de política progresista.
El desarrollismo de Estado, menos obvio que las políticas amigables con el mercado, merece mayor atención. Se sitúa en una posición intermedia entre la ortodoxia del libre mercado, cuyo ideal es el mercado autorregulado, y el Estado desarrollista, que gobierna el mercado hasta el punto de seleccionar y promover “ganadores”. Durante el auge de la industrialización por sustitución de importaciones, entre las décadas de 1950 y 1970, los Estados desempeñaron un papel directivo en el Sur del mundo, hasta que el Consenso de Washington puso fin al intervencionismo estatal fuera del Este de Asia. Sin embargo, la política industrialista experimentó un renacimiento en la primera década del siglo XXI, espoleada por la desilusión con respecto a la eficacia de las recetas neoliberales aplicadas en los años 90 y la admiración por los logros que exhibían los Estados desarrollistas del Este asiático.
No obstante, el Estado desarrollista, tal como lo ejemplificaron Taiwán y Corea del Sur entre mediados de los años 60 y principios de los 90, requiere condiciones estrictas: elites políticas y burocráticas con una misión desarrollista; un aparato burocrático eficiente, coherente y cualificado; una base imponible robusta para sostener un Estado fuerte; y, tal como lo ha demostrado Peter Evans en Embedded Autonomy, un equilibrio entre la autonomía de la burocracia y su inserción en la sociedad, que otorgue coherencia y eficacia al plan industrial del Estado[1]. Pocos países del Sur mundial exhiben todas estas condiciones. Por lo común, los Estados carecen de eficiencia burocrática, o bien del nivel de autonomía que se necesita para aplicar exitosamente esta estrategia, o bien de una base imponible fuerte (debido a la extendida evasión fiscal). Más aún, la izquierda requiere inequívocamente un Estado desarrollista democrático, no un Estado desarrollista autoritario y represor de los trabajadores a la manera del modelo surcoreano. Este requisito introduce otro nivel de complejidad en una ya ambiciosa agenda de izquierda.
Sin embargo, los gobiernos progresistas pueden obtener buenos resultados aun cuando carezcan de esta especie tan difícil de encontrar. Un Estado “suficientemente bueno” puede desempeñar un papel desarrollista. Si los gobiernos socialdemócratas rara vez demuestran eficacia en la función de conducir el mercado, al menos pueden instarlo a amoldarse a su agenda socioeconómica inclusiva. Instar no necesariamente implica “seleccionar ganadores”. Lejos de ello, los Estados desarrollistas aprovechan las herencias beneficiosas del reformismo democrático –capital humano avanzado, buena estructura material y social, relaciones estables y relativamente eficaces entre el gobierno y la industria– para atraer inversiones extranjeras y alentar a los productores locales a ocupar nichos lucrativos en la economía global. Mediante la orquestación de incentivos fiscales y el suministro de la infraestructura requerida, así como la canalización del crédito u otras ayudas a las empresas privadas y conjuntas, los Estados orientados hacia el desarrollo apuntan a estimular la innovación y la competitividad en exportaciones selectas de alto valor agregado. La tarea se dirige más a mejorar la competitividad global que a refugiarse en el proteccionismo, aunque este último también se ha puesto de manifiesto desde la crisis mundial de 2008-2009.
Pero el éxito de la socialdemocracia moderada en la tarea de equilibrar imperativos opuestos solo puede sostenerse mientras continúe el crecimiento. En este sentido, el auge de los commodities durante gran parte del periodo 2003-2013 prestó un buen servicio a la izquierda. Cuando el crecimiento retrocede, en cambio, el liderazgo pierde su capacidad de promover a la vez la acumulación y la redistribución (o mejor dicho, la redistribución a partir de la acumulación). En esos casos, es probable que el abanico de opciones con que cuenta la izquierda moderada se angoste severamente: o bien se opta por el imperativo de la acumulación para tranquilizar a los inversores, con el consecuente viraje hacia el neoliberalismo, o bien se abraza la redistribución de bienes e ingresos y se avanza indefectiblemente hacia la confrontación de clases. Ambas sendas resultarán tumultuosas.
Un segundo modelo es la estrategia socialdemócrata radical de transición al socialismo. Contra el telón de fondo de los fallidos experimentos del socialismo estatal característicos del siglo XX, diría que, si existe una senda democrática hacia el socialismo, esta es la que más se le parece. La estrategia ofrece un camino para sortear el impasse socialista; es decir, para evitar el destino corrido por los anteriores intentos socialistas de trascender el capitalismo, que terminaron en un callejón sin salida autoritario incompatible con los objetivos socialistas emancipadores planteados en los inicios. No obstante, la socialdemocracia radical es una empresa riesgosa y turbulenta, cuyo éxito depende de condiciones bastante inusuales.
En la estrategia socialdemócrata radical, el partido socialista cohesivo y programático no impone el socialismo desde arriba, sino que más bien actúa en el marco de una economía mayoritariamente de mercado e instituciones democrático-liberales con miras a desafiar las estructuras de poder y los privilegios heredados, profundizando así la democracia. Las libertades civiles y políticas, la competencia entre partidos, los movimientos sociales autónomos y las asociaciones de voluntarios continúan en funcionamiento. Como en la noción original del revisionismo democrático propuesta por Eduard Bernstein, el partido construye una coalición electoral policlasista. Apela a sus votantes apuntalándose en los fundamentos éticos de la justicia social y los fundamentos materiales del interés de clase. En general, la agenda redistributiva del partido o la coalición incluye la eliminación de prácticas discriminatorias, la extensión de protecciones sociales y servicios públicos de alta calidad a los sectores más pobres, la democratización de los mercados, las nacionalizaciones selectivas, la reforma agraria (donde la propiedad de la tierra está concentrada) y las instituciones participativas. La profundización democrática implica la descentralización de poderes y rentas, mecanismos consultivos o participativos que involucran a los movimientos sociales, así como cooperativas de obreros y agricultores con fines de producción y comercialización. La socialdemocracia radical es más un proceso –de construcción de capacidades ciudadanas y estructuras participativas, nuevas oportunidades económicas y desmercantilización mediante una expansiva economía social de mercado– que una destinación final (“socialismo”).
Consideremos los casos que ilustran la dinámica y los dilemas de la socialdemocracia radical. El eurocomunismo, que hizo algunos progresos en Italia, Francia y España antes de la era neoliberal, fue un precursor de esta tendencia. En el Sur del mundo, el ejemplo más dramático y célebre fue la presidencia de Salvador Allende con su coalición Unidad Popular (UP), entre 1970 y 1973. No obstante, a pesar de su carácter indudablemente audaz, valiente y democrático, la administración de la UP careció del apoyo mayoritario, la unidad, la disciplina y tal vez la competencia económica para llevar a cabo una transformación socialista constitucional y exenta de violencia. Allende, quien obtuvo 37% de los votos en 1970, nunca recibió un mandato popular convincente para el cambio revolucionario. La UP se demostró incapaz de controlar a sus seguidores: los campesinos tomaban tierras, se establecían asentamientos no autorizados, los trabajadores ocupaban fábricas y las organizaciones aliadas –en especial el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR)– promovían tomas ilegales de propiedad. Este ingreso caótico de las fuerzas sociales en la política, combinado con una economía que colapsaba en conexión con un embargo establecido por Estados Unidos, polarizó a la sociedad y terminó por arrojar a los pequeños empresarios (el caso más famoso fueron los camioneros) en brazos de la oligarquía. El fracaso de la UP en su intento de atraer el respaldo de los pequeños propietarios condenó a la coalición a un estatus minoritario y sentó las bases para el brutal golpe militar de 1973. La campaña de desestabilización del presidente estadounidense Richard Nixon contra el gobierno de Allende –mediante el financiamiento de la oposición, el sabotaje económico y la ayuda a los militares chilenos– ejemplifica la hostilidad externa que debieron enfrentar incluso los socialismos democráticos durante la Guerra Fría.
Los sandinistas de Nicaragua, entre la toma revolucionaria del poder en 1979 y su derrota electoral en 1990, también podrían considerarse socialdemócratas radicales. Sin embargo, el periodo fue relativamente breve y estuvo sumergido en la confusión de la guerra interna con los “Contras” financiados por EEUU, de modo que resulta difícil sacar conclusiones provechosas.
Kerala y Bengala Occidental, dos estados indios que fueron gobernados durante varios periodos por el CPM, aportan el mejor ejemplo del modelo socialdemócrata radical, sus promesas y sus escollos. De hecho, Kerala, entre las décadas de 1950 y 1980, presenta quizá la expresión más pura del modelo, en gran parte a causa de sus condiciones especiales. Kerala es un pionero de la socialdemocracia radical en el Sur del mundo, liderado al principio por el Partido Comunista de la India hasta 1964 y después por su vástago radicalizado, el CPM. La fase radical perduró durante más de tres décadas, en parte porque Kerala estaba protegido de la hostilidad imperial como estado de una federación formalmente volcada al socialismo (bajo el gobierno del Partido del Congreso). Además, el derecho constitucional acordado al gobierno central de instituir mandato presidencial desde Nueva Delhi en caso de desorden, desplazando a las autoridades de los estados, era un poderoso incentivo para que el CPM llevara a cabo una transición pacífica acorde con las reglas y los procedimientos democráticos.
El caso de Kerala ilustra muy bien las tensiones (probablemente inevitables) que suscita esta estrategia. El foco radical en la eliminación de inequidades históricas y la desmercantilización del trabajo a través de la lucha de clases precipita una crisis de acumulación. Esta crisis origina una presión interna en dirección a desradicalizar el modelo de movilización colocando la prioridad en la acumulación. Paradójicamente, la socialdemocracia radical puede caer víctima de su propio éxito. Tras el desplazamiento de la clase dominante –en el caso de Kerala, los terratenientes– y la promoción de una clase media urbana y rural comparativamente instruida y próspera, la estrategia crea beneficiarios que terminan por adherir a la sociedad de consumo y a las políticas neoliberales de acumulación. Estos beneficiarios rechazan entonces a los socialistas, a quienes responsabilizan por el estancamiento de la economía. El CPM, con un disenso interno considerable, reaccionó en la década de 1990 virando hacia una socialdemocracia moderada a fin de retener su base de apoyo en la competencia electoral. Ahora bien, ¿puede decirse que este retroceso signifique un fracaso del modelo? La cuestión es debatible, si se tiene en cuenta el grado sustancial de libertad igualitaria alcanzado a lo largo de tres décadas de lucha de clases en el caso de Kerala.
No obstante, en ausencia de circunstancias nacionales y mundiales poco comunes, la estrategia socialdemócrata radical no alcanzará siquiera el grado de éxito registrado en Kerala. Para ser efectivo, el partido socialista/socialdemócrata debe ser cohesivo, bien organizado y programático en su oferta política. Debe operar en el interior de una sociedad con división de clases, aun cuando las identidades comunitarias se mantengan fuertes. Mientras que la socialdemocracia moderada se apoya en una negociación de clases en la que participan elementos de la clase empresarial dominante, la socialdemocracia radical involucra la lucha de clases con negociaciones mínimas o inexistentes a escala social. En consecuencia, el partido o coalición necesita una base política fuerte, principalmente no comunitaria, para persistir en estas condiciones. También es preciso que la sociedad civil manifieste una densidad, una autonomía y una resolución que permita a sus movimientos sociales mantener el partido socialdemócrata/socialista fiel a su visión. Solo este grado de movilización puede asegurar que no mengüe el compromiso del partido con la libertad igualitaria y que no se cristalice una nueva clase privilegiada en las entrañas del poder político.
Lo cierto es que las condiciones sociales de muchos países son inconducentes a la lucha de clases –ya sea de la variedad socialdemócrata radical o populista de izquierda– debido a la prevalencia de identidades comunitarias y la fragmentación de la estructura de clases. Hoy los obreros industriales organizados rara vez desempeñan un papel tan central en la política de izquierda como lo hicieron en la Europa de los siglos XIX y XX. Excepto en casos excepcionales, la clase obrera industrial es relativamente limitada en tamaño, en tanto que el sector informal no organizado representa o sobrepasa el 50% de las fuerzas laborales nacionales. El veloz crecimiento urbano ha desplazado el principal escenario político de los campesinos y las protestas rurales a las ciudades en vías de expansión de América Latina y partes de Asia, proceso que está avanzando también en otras regiones. Y cierta combinación de vastas desigualdades, pobreza persistente, inseguridad económica, corrupción y discriminación contra pueblos indígenas, castas o grupos étnicos alimenta un clima de descontento en las capas populares. Pero es un verdadero desafío para los partidos de izquierda orquestar coaliciones electorales a partir de grupos tan dispares como los campesinos, las poblaciones indígenas alienadas, los jornaleros sin tierras, los pequeños y medianos agricultores, los trabajadores del sector informal y elementos de la amorfa clase media, sumados al movimiento obrero organizado.
Además, para que los gobiernos de izquierda implementen políticas socioeconómicas complejas y redistributivas, el Estado debe ser relativamente eficaz y no estar cooptado por la clase económica dominante. Aun cuando continúe haciendo uso extensivo de los mercados, la economía no debe hallarse bajo el dominio de poderosos oligopolios capaces de ejercer poder de veto sobre las iniciativas legislativas. La democratización de los mercados (por vía del crédito barato, la asistencia experta y el trato preferencial en el aprovisionamiento del Estado) brinda oportunidades para las empresas cooperativas y de pequeña escala en tanto disemina el poder económico, pero el proceso es lento. Los Estados fuertes con alto grado de autonomía son obviamente casos excepcionales.
Además, la estructura mundial de oportunidades es restrictiva tanto para los socialdemócratas radicales como para los populistas de izquierda. La hostilidad imperialista a los experimentos socialistas, aunque ya no es tan intensa como lo fue durante la Guerra Fría, persiste en la actualidad; el pilar del orden neoliberal, EEUU, retiene la capacidad (y en ocasiones la voluntad) de proyectar el poder militar y la presión económica en todo el mundo. Las corporaciones transnacionales gozan de un poder estructural que les permite castigar las desviaciones con respecto a la ortodoxia macroeconómica y su inherente respeto por la propiedad privada. Los tratados de comercio e inversión existentes, tanto bilaterales como regionales y multilaterales, restringen la autonomía de todos los países en materia de implementación de políticas. De ahí que el socialismo en un solo país continúe siendo improbable.No obstante, en el escenario mundial existen algunas tendencias favorables. La probabilidad de supervivencia de un experimento radical aumenta si el país en cuestión dispone de un alto poder de influencia en la economía mundial; por ejemplo, sobre la base de grandes reservas petroleras o un gran tamaño y una industria potente. Además, el reciente surgimiento de China como fuente de comercio, crédito, inversión e incluso ayuda extranjera alternativa a los países occidentales y los organismos dominados por Occidente ha envalentonado a los socios de la potencia oriental, especialmente en América Latina, a poner en marcha experimentos heterodoxos. Pero probablemente solo el ascenso de un bloque regional de Estados con gobiernos afines de izquierda permita resguardar los experimentos socialistas contra el poder de represalia que ejerce el neoliberalismo global. En América del Sur se están construyendo los rudimentos de un bloque con estas características. El venezolano Hugo Chávez, en particular, promovió diversas organizaciones regionales y alianzas extranjeras con miras a establecer un respaldo regional para las alternativas antineoliberales. La Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), el Banco del Sur y la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) son recientes precursores de un bloque regional potencialmente orientado hacia la izquierda, aunque aún es demasiado pronto para sopesar sus perspectivas. Por ahora, el poder de veto del capital privado, la Organización Mundial del Comercio (OMC) y las potencias occidentales continúa siendo extraordinario.
Los modelos restantes de la izquierda democrática (o semidemocrática) son el populismo al viejo estilo y el populismo de izquierda. Ambos presentan un liderazgo personalista, retórica populista y partidos débilmente institucionalizados. Pero el populismo de izquierda difiere en aspectos importantes del populismo al viejo estilo.
El populismo al viejo estilo, un modelo político común en América Latina y otros lugares del Sur mundial, presenta cuatro rasgos característicos. El primero es una retórica política que divide a la sociedad en dos grupos antagónicos: el “pueblo” y una “elite” u “oligarquía” arrogante/intrigante/rapaz/venal. En segundo lugar, el populismo se caracteriza por la presencia de un líder carismático y personalista, o bien un intento concertado de retratar a un líder como carismático. Este líder cultiva un vínculo fuerte y emocional con sus seguidores. Los líderes populistas son personalistas en el sentido de que la lealtad al líder constituye un elemento clave. Manifiestan un estilo político distintivo, que acompaña la retórica altamente emocional con una actitud de familiaridad, y por otra parte, un tono moral acusatorio dirigido a los enemigos locales y extranjeros. En tercer lugar, y en consonancia con el punto anterior, los partidos populistas tienen una organización laxa. El rol del partido consiste en movilizar al pueblo para llevar a cabo la misión del líder, demostrar la fuerza partidaria a través de concentraciones masivas y recompensar a los seguidores mediante la distribución del patrocinio. La base personalista y clientelista del populismo implica que la partida del líder sumerge al movimiento en una crisis.
Por último, el populismo al viejo estilo manifiesta un compromiso limitado con los controles y equilibrios democráticos. Los populistas arquetípicos –el presidente argentino Juan D. Perón (1946-1955, 1973-1974) y el brasileño Getúlio Vargas (1930-1945 y 1951-1954)– oficiaron solo de forma intermitente en sistemas electorales (semi)democráticos. Perón recurrió de vez en cuando a medidas violentas y dictatoriales, subvirtiendo las libertades formales. Vargas ejerció como presidente democráticamente elegido solo en el periodo 1951-1954. “Democracia si es necesario, pero no necesariamente democracia” es una máxima que capta con bastante acierto la ambivalencia populista.
¿En qué sentido, si es que lo hay, es el populismo al viejo estilo un movimiento específicamente de izquierda? Ernesto Laclau, quien en varios libros ha clarificado la naturaleza del populismo, sostiene que este sistema no es de izquierda ni de derecha. Lejos de ello, el populismo abraza creencias políticas diversas y contradictorias. De acuerdo con Laclau, “no hay una garantía a priori de que el ‘pueblo’ como actor histórico se constituya en torno de una identidad progresista”[2]. Cabe señalar que el peronismo argentino ha oscilado históricamente entre la izquierda y la derecha, según cuáles fueran las circunstancias y los líderes. Carlos Menem, presidente peronista entre 1989 y 1999, adoptó un discurso populista neoliberal. En contraste, Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner, presidentes peronistas desde 2003, se situaron claramente a la izquierda en oposición al neoliberalismo. Lo que permanece constante, a pesar de estos virajes, es el desafío al statu quo y un compromiso con la construcción de un nuevo orden. El líder y el partido afirman actuar en nombre del pueblo soberano para desempoderar a la elite y gobernar en nombre de aquel.
A la luz de esta opacidad ideológica, no es sorprendente que diversos analistas hayan interpretado de maneras contrastantes el populismo al viejo estilo. En el terreno de los estudios latinoamericanos, por ejemplo, los estudiosos han ofrecido dos evaluaciones de la significación histórica del populismo. Una de las interpretaciones entiende el populismo como la inclusión de las clases populares, en especial los trabajadores urbanos, en la vida política y en la distribución de los frutos del crecimiento económico. A cambio de su consentimiento a una negociación de clases organizada desde arriba, los trabajadores urbanos en particular reciben beneficios económicos y sociales. En consecuencia, el foco está puesto en la redistribución, aunque a un grupo limitado; de ahí que podamos concluir que el populismo ha sido, o a menudo es, parte de la izquierda. Pero de acuerdo con el punto de vista opuesto, los gobiernos populistas construyen una coalición de clases –que involucra principalmente a los trabajadores organizados y a la burguesía industrial– con el fin de llevar a cabo un programa de industrialización (por sustitución de importaciones). El gobierno asegura la conformidad de los sindicatos con el proyecto combinando la cooptación de líderes con el patrocinio y las penalidades. Aquí el foco está puesto en el desarrollo industrial. No obstante, este desarrollo puede muy bien reflejar agendas nacionalistas o de derecha. Consecuente con este punto de vista es la interpretación según la cual los partidos populistas cooptan lemas de izquierda y al movimiento obrero organizado para apresurar la industrialización. En pocas palabras, una orientación hacia el bienestar de los trabajadores en combinación con un discurso de antagonismo frente a la oligarquía y un empoderamiento popular no necesariamente reflejan una dirección progresista.
El populismo de izquierda, en contraste, se alinea de forma coherente e inequívoca con la izquierda radical y no se opone a la democracia per se sino a la democracia liberal. En este sentido, resulta innovador. El populismo de izquierda data de principios del siglo XXI, con diversas vetas en Europa oriental y central, la “Revolución Bolivariana” de Hugo Chávez y Nicolás Maduro en Venezuela desde 1999, así como gobiernos similares en Ecuador y Bolivia.
Para entender este fenómeno es importante el contexto. El populismo de izquierda emergió en países con una historia de política populista o personalista, un estilo de vida política que difícilmente desaparezca pronto. Pero el colapso del comunismo, junto con la insatisfacción pública frente a la volatilidad y la desigualdad vinculadas al Consenso de Washington en la década de 1990, inauguró una búsqueda de nuevas fórmulas igualitarias y anticapitalistas. De manera subsecuente, el “socialismo del siglo XXI” abandonó la noción populista del pacto de clases en favor de una política de confrontación. También dejó atrás el foco marxista en el proletariado a fin de posicionarse como la voz del “pueblo” frente a la oligarquía. Y evitó la planificación centralizada para optar por una economía “socialmente orientada” (con alto nivel de regulación). Por último, en lo que concierne a países como Venezuela, Ecuador y Bolivia, con abundantes reservas de hidrocarburos, el aumento de su influencia en la economía mundial les brindó cierto grado de libertad para articular una posición contrahegemónica. El resultado ha sido un populismo personalista, pero consistentemente de izquierda.
He sugerido que el populismo de izquierda representa una posición menos equívoca sobre la democracia que el populismo al viejo estilo. Esta afirmación les parecerá ostensiblemente falsa a quienes, de manera explícita o implícita, identifican la democracia en general con la democracia liberal. Los populistas de izquierda no aprueban esta forma de democracia debido a que ha perpetuado, o incluso profundizado, vastas desigualdades de riqueza, ingresos y poder político entre la elite y la mayoría de los ciudadanos (“el pueblo”). Más aún, las constituciones basadas en la democracia liberal permiten una expresión muy limitada de la voluntad popular. Sobre la base de esta crítica, los populistas de izquierda proponen una forma alternativa de democracia, denominada por algunos “democracia popular”. Lejos de entender la democracia como un mero conjunto de normas procedimentales para elegir líderes, esta alternativa la concibe como un tipo de sociedad: una sociedad inclusiva e igualitaria que permite formas de democracia directa. Los populistas de izquierda han experimentado con diferentes arreglos institucionales, supuestamente para arribar a modelos factibles. Los observadores calificados no concuerdan en torno de la posibilidad de tomar en serio estos experimentos o juzgarlos como mero camuflaje de un nuevo autoritarismo. Sin embargo, sería un error dar por sentado que Chávez en particular haya sido un populista autoritario al viejo estilo.
El futuro de la diversa izquierda democrática es difícil de predecir, a la luz de numerosas incertidumbres. Aún queda por ver si, en el más largo plazo, los socialdemócratas moderados pueden evitar la cooptación por las elites y mantener las condiciones para un crecimiento sostenido y de bases amplias. Si la izquierda moderada titubea mientras disminuye el poder relativo de EEUU, es posible que la izquierda radical pase al primer plano. El populismo de izquierda es una alternativa más factible que las transiciones socialdemócratas radicales, debido a las estrictas condiciones que requieren estas para obtener resultados exitosos. Es probable que dicho sistema adopte una forma menos moderada que la actual al articular la desilusión del público, tanto con el capitalismo liberal como con la democracia liberal. Pero cabe preguntarse si el populismo de izquierda, al avanzar cada vez más por la ruta hacia el “socialismo”, logrará evitar la trampa del colectivismo burocrático.
Sobre el autor: Richard Sandbrook es profesor emérito de Ciencia Política en la Universidad de Toronto. Es coautor de Social Democracy in the Global Periphery: Origins, Challenges, Prospects (Cambridge University Press, Cambridge, 2007) y de Reinventing the Left in the Global South: The Politics of the Possible (Cambridge University Press, 2014).
El presente texto fue publicado en la revista Nueva Sociedad n°250 de marzo-abril de 2014. Se reproduce por gentileza de sus editores.
[1] P. Evans: Embedded Autonomy: States and Industrial Transformation, Princeton University Press, Princeton, 2012.
[2] E. Laclau: On Populist Reason, Verso, Londres, 2005, p. 246. [Hay edición en español: La razón populista, fce, Buenos Aires, 2005].