Autor: Miguel Roig
Entrevista a Josep Ramoneda
El filósofo y escritor español, Josep Ramoneda, analiza el lugar que las ciudades ocupan en la instancia actual marcada por la globalización. ¿Son las ciudades áreas de contención frente a los múltiples problemas que se deben afrontar? ¿Cómo se resuelven las relaciones con el otro, el que llega, y que pasa con los ciudadanos que se ven obligados a dejar la ciudad? ¿Cómo se resuelven las contradicciones entre las ciudades inteligentes y las economías colaborativas?
Saskia Sassen compara a las ciudades actuales con máquinas de vapor. ¿Cómo definiría usted a las ciudades del siglo XXI?
A mi me gusta la definición de Zigmunt Bauman, quien afirma que la ciudad se ha convertido en el contenedor de todos los problemas del mundo y, creo que, en buena parte, es así. Precisamente por esto, en este momento, están apareciendo aquellos que en los últimos años se habían quedado, por decirlo así, al margen, que son los territorios periurbanos o, como está ocurriendo en Francia, que de pronto han descubierto la Francia fuera de las grandes ciudades. ¿Por qué? Porque efectivamente el proceso de avasallamiento de las ciudades en las últimas décadas ha sido muy impresionante y en todos los países cada vez se concentran más cosas en las grandes urbes. Entonces, yo creo que se plantea una cuestión muy importante: hay un desfase considerable entre las realidades de las ciudades y el poder político del que disponen y, especialmente, en el caso de las ciudades que no son capitales de Estado que siempre tienen un plus incorporado. Segundo problema o segunda cuestión: ya es imposible pensar las ciudades solo en la superficie con la que limitan sus fronteras porque no hay ciudad importante que no sea el imán de un gran espacio, de una gran área metropolitana. Por tanto, de ello se deduce que la ciudad parece estar destinada a ser un sujeto político de primer orden. Otra cosa –una cuestión fundamental– es recuperar lo que no tiene: los recursos necesarios para afrontar problemas que en el espacio que mejor se pueden encarar es el urbano, donde todavía existe esta cosa que a veces se quiere negar y que para mi sigue siendo decisiva: el contacto, la empatía, ir al problema donde está y no mirarlo desde los despachos. Me parece que esta es una cuestión capital, pero es verdad que las ciudades están extremadamente indefensas, desde este punto de vista. Y en el caso español –yo no conozco cifras de otros casos–, la participación de las ciudades en el presupuesto público está más o menos en el mismo porcentaje que estaba en la época del franquismo, el 12% o 13%; no ha mejorado sensiblemente en estos cuarenta años. Esto en una época de salto y transformación decisivo de estas ciudades, en una época en que Madrid se ha convertido en una capital global y Barcelona en una suerte de capital soft power.
Hace poco, en un artículo de El País, usted planteaba que la solución de muchos problemas de las ciudades surgiría de una articulación de las mismas, de una suerte de red desde la que actuaran juntas. Lo decía a propósito del encuentro en Barcelona de Salud Planetaria. Pero al igual que las reuniones de Smart City o el Medellín Lab, organizado por el Banco Mundial, pareciera que no hay un encuadre político que vaya dirigido a este objetivo, al empoderamiento real de las ciudades.
Estos puntos de encuentro son útiles y necesarios porque crean un clima constructivo, pero no es un enclave que pase por encima de las ciudades a partir de especialistas, personas interesadas o militantes de diversos países. Creo que aquello que se necesita es el empoderamiento real de las ciudades y que usen el poder que tienen a falta de otros poderes. Me explico. De momento es evidente que necesitarían muchos más recursos de los que poseen, de acuerdo, pero esto no impide que se puedan hacer otras cosas. En el artículo al cual te refieres yo ponía como ejemplo que cuarenta ciudades del primer nivel del mundo se pusieran de acuerdo en liberar de coches a las zonas centrales de cada una de ellas. Esto tienen más impacto, desde el punto de vista de la lucha contra la crisis ecológica que los bla bla bla de los acuerdos de París, ¿no? Al mismo tiempo es un elemento de presión brutal sobre los estados.
Lo que se necesita es el empoderamiento real de las ciudades y que utilicen el poder que tienen.
El problema puede residir en que a día de hoy actúan como entes individuales y no como un órgano plural: es complejo eludir a los Estados. Ahora, en tanto, unidades de un conjunto nacional, está aquello que afirmaba Jane Jacobs en La economía de las ciudades –nada menos que a finales de los años sesenta del pasado siglo– sobre la capacidad de la ciudad de reinventarse a través de la innovación. El colapso de Detroit y el sostenimiento de Los Ángeles, sirven de ejemplo a este planteo.
Con la Barcelona de Pasqual Maragall pasó algo parecido. Maragall tuvo la intuición de que Barcelona tenía un capital simbólico muy fuerte, por esta característica que sin ser capital de Estado contaba con una ciudadanía muy implicada con su ciudad que, a falta de poder político y económico, tenía una carta que jugar: el soft power. La jugó con eficacia en una ciudad que tiene mucho potencial para crecer en esa dirección, por ejemplo, en el campo de todo lo que es la función bio: investigación, salud, etc. Barcelona es un centro de investigación en este terreno a nivel mundial, asistida por un jardín que es Catalunya, consiguiendo un equilibrio entre salud y bienestar muy eficaz que logra que muchos ciudadanos europeos vengan a pasar aquí temporadas o a vivir muchos años. Creo que las ciudades deben jugar sus cartas. Siempre recomiendo, cuando me han consultado de otras ciudades sobre mi experiencia en el CCCB (Centro de Cultura Contemporánea), que se hagan esta pregunta: ¿en qué sois más competentes que nadie? ¿En qué tenéis más experiencia que ninguno? Sobre esto debéis jugar fuerte vuestra carta.
Aquí también aparece, como ocurrió con la experiencia de Barcelona y el alcalde Maragall, el desplazamiento que advierte Deyan Sudjic en El lenguaje de las ciudades, de lo nacional a lo local como rasgo identitario, es decir, el hecho de sentir con más fuerza la identidad como barceloneses, porteños, londinenses o rosarinos.
La identidad de ciudad, a mi entender, a diferencia de la identidad nacional, es una identidad de «y» y no de «o», es una identidad incluyente. Es improbable que se planteen en el nivel urbano cuestiones de pertenencia; otra cosa son los conflictos estimulados en la construcción de chivos expiatorios con ciertos sectores de la inmigración. A nadie le extraña que una ciudad sea compleja, en cambio a las naciones, por definición se sueñan homogéneas.
La identidad de ciudad, a mi entender, a diferencia de la identidad nacional, es una identidad de «y» y no de «o», es una identidad incluyente.
Hay dos perspectivas de esa complejidad que aportan las ciudades. Una es la del otro, el que llega, el migrante, y, por otra parte, quienes se van, como ocurrió con los llamados chalecos amarillos de Francia.
A mi me parece que, sobre la primera cuestión, aquello que es extremadamente importante es evitar algo que es muy difícil ya que hay unas inercias que van en contra de ello: evitar la segregación escolar, evitar que haya institutos en determinados barrios en los que todos sean inmigrantes. Esto es una cuestión que me parece clave y más aún en los lugares en los que los grupos de inmigración son muy homogéneos, donde se les puede llamar, incluso, guetos, porque han nucleado a gente de un mismo horizonte. Un ejemplo concreto: en el barrio del Raval de Barcelona, donde está el CCCB, es un barrio que desafía todas las leyes de la sociología y que no es especialmente conflictivo. Es un barrio en el que desde el 1994 hasta hoy, la población migrante ha pasado del 2% al 55%. Todos los sociólogos que pasaban por el CCCB, cuando yo era su director, me decían que esto era insostenible. ¿Por qué era sostenible? Por una razón principal: eran grupos muy distintos. No eran, en su totalidad, guineanos, árabes o musulmanes; había de todo: peruanos, ecuatorianos, italianos, árabes, filipinos, indios… Con lo cual el conflicto tenía mil caras; no era simple, había conflicto entre autóctonos y foráneos, pero también entre estos últimos, con lo cual la cuestión se equilibraba. No había un foco de enemistad bipolar y esto es muy importante. Incluso, la situación, es rica en anécdotas. Un día me cruzo con una señora del barrio, una mujer colombiana, a la que saludo y le pregunto, «¿qué tal, va funcionando la integración?» y me responde, risueña: «¿La integración? Aquí los únicos con problemas de integración son los catalanes». Es otra mirada, distinta a la del gueto que por definición es bipolar y defensiva.
Retomando el problema de la ciudad, tal como lo planteábamos, entre los que llegan y los que están obligados a abandonarla, como observa este segundo movimiento que se puede corporizar en los chalecos amarillos de Francia.
Aquí, de momento, los que se van, sobretodo, son jóvenes que parten al extranjero. También están quienes se han ido a la periferia por el precio de la vivienda; uno de los problemas dramáticos de las ciudades, combatir el precio de las propiedades y los alquileres. En este momento, una pareja que se gane la vida razonablemente tiene dificultades para residir en la zona céntrica de Barcelona.
La economía colaborativa que nació con una vocación que su nombre pretendía definir, ha impuesto lo contrario: en el plano de la vivienda con Airbab o con el transporte Uber y Cabify, genera diversos conflictos en la ciudad.
La economía colaborativa, formalmente, es fantástica, pero en la práctica, ¿cuál es la novedad? ¿La intermediación? Es lo contrario de los que nos decían ya que cuando llegó internet nos plantearon el fin de la intermediación. Completamente falso. Hoy hay más intermediación que nunca… En Airbnb el negocio está en el intermediario a costa del cliente y la otra parte; en el caso de Uber aún es más evidente, ¿quién paga las consecuencias? La precariedad de quien aporta el vehículo y se somete a una retribución acotada. El alquiler y la llamada economía colaborativa son dos cuestiones centrales que tienen que abordar las ciudades. Hay algunas ciudades en las que se empieza a realizar experimentos interesantes. En la comuna de Seine-Saint-Denis, por ejemplo, en el norte de París, hay un intento, entre un grupo de poder político y otro de empresas importantes, sumado a un sector de reflexión intelectual dirigido por Bernard Stigler, que están haciendo pruebas en varios campos, pero aún hay mucho por hacer en esta dirección. Siempre pienso que la clave está en las alianzas de aquellas ciudades que marquen límites, ya que no es lo mismo si los impone solamente Barcelona que si lo hace con otras ciudades. En este momento hay una pequeña alianza de Barcelona con Nueva York, Londres y París, montada fundamentalmente por las relaciones personales de la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, y la alcaldesa de Paris, Anne Hidalgo, que algunas cosas comienza a desarrollar pero todo es muy incipiente aún.
La economía colaborativa formalmente es fantástica. Pero, en la práctica, ¿cuál es la novedad? ¿La intermediación?
¿No cree, como suele decir Joan Subirats, que más que ciudades inteligentes se debería tender a barrios y ciudadanos inteligentes?
Es que a veces esto termina siendo más simbólico que real. Todo esto hay que encarnarlo.
El propio Subirats desarrolla, en un artículo publicado en La Maleta de Portbou, la revista que usted dirige, dos conceptos de Richard Sennett: la ville y la cité. El primero es para referirse a la ciudad construida y el segundo, la ciudad vivida.
Es un concepto clásico, pero es muy importante tenerlo en cuenta. Una cosa es el marco físico en el que relucen los proyectos arquitectónicos más allá de las necesidades de los ciudadanos, y otra cosa es la vida, como se vive una ciudad. La clave esta, por tanto, en el modo en el que los proyectos urbanísticos contribuyan a la vida de la ciudad; ni que la delimiten o que la compliquen. Eran muy atractivas las ciudades que construyó el movimiento moderno en un momento dado, pero hoy es muy discutible: si aquello acabó siendo una base de creación de guetos o si tuvo la permeabilidad necesaria. Hay debates que no se pueden olvidar…
La clave esta, por tanto, en el modo en el que los proyectos urbanísticos contribuyan a la vida de la ciudad
Llama la atención que Sennett rescata el plan del arquitecto Idelfonso Sardá, en el que destaca no solo la preocupación de Sardá por la dimensión geométrica en la planificación del Ensanche de Barcelona, sino también la escalar.
Sin duda y eso es lo que singulariza Barcelona. Julien Gracq tiene un libro, La forma de una ciudad sobre Nantes, en el que describe la ciudad atendiendo sus coordenadas espaciales y temporales, entre otras, y la forma de la ciudad de Barcelona en ese sentido se puede definir por esta estructura reticular perfecta de cien metros por cien metros, con patios en el interior de las manzanas, que además se construye en un tiempo record, rompiendo las murallas de la ciudad y poniendo a Barcelona en expansión ya que articula esta trama con los pueblos periféricos, desde Sarria a San Martín de Provensals y todos los pueblos.
La ciudad más allá de sus fronteras.
Claro. Es como ir tejiendo ciudad sin dejar a la ciudad. Sin romper la forma de la ciudad, permitiendo que esta se prolongue.
Sobre el entrevistado: Josep Ramoneda es director de la revista La Maleta de Portbou y de la Escuela Europea de Humanidades de Barcelona. Es presidente de la editorial catalana Grupo 62. Es, además, colaborador habitual de los diarios El País y Ara, así como de la Cadena Ser. Dirigió el Instituto de Humanidades de 1986 a 1989 y el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona entre los años 1989 y 2011. Ha escrito numerosos libros, entre ellos La izquierda necesaria (2012). Recibió el premio Nacional de Cultura en 2013.