Autora: Jane Jacobs
Este artículo forma parte de Muerte y vida de las grandes ciudades, el libro clásico de Jane Jacobs. Su libro “Muerte y vida de las grandes ciudades”, publicado a principios de los años 60, modificó radicalmente la forma de analizar y comprender los espacios urbanos. En este artículo, publicado en su libro clásico, enfatiza la importancia de las audiencias públicas y la participación ciudadana, a la vez que ataca la burocratización, prevé la hoy llamada “gentrificación”, y reflexiona sobre las formas que debe sostener una administración municipal.
Una audiencia pública en una gran capital es algo curioso, desmoralizador y estimulante al mismo tiempo. Las que mejor conozco se celebran en el Ayuntamiento de Nueva York cada dos jueves sobre las medidas cuya decisión es competencia del principal organismo de gobierno de la ciudad, el Comité de Presupuestos. Los temas y asuntos han aparecido en el calendario y en los respectivos órdenes del día previa presión, tirón y maquinación de alguien de dentro o de fuera del Gobierno.
Los ciudadanos que desean decir lo que piensan interpelan al alcalde, a los presidentes de las cinco Juntas, al interventor general y al presidente del consejo municipal, sentados en un hemiciclo elevado y al extremo de un hermoso salón con bancos blancos de respaldo alto para el público. Los funcionarios públicos, elegidos o designados, aparecen en estos asientos para oponerse o defender cuestiones controvertidas. Algunas veces, las sesiones son tranquilas y expeditivas; pero muchas otras son tumultuosas y duran todo el día y buena parte de la noche. Aspectos enteros de la vida duda daña, problemas de barrio tras barrio, distrito tras distrito, desfile de destacadas personalidades, etc., todo se anima en este salón. Los miembros del Comité escuchan, preguntan y a veces firman decretos allí mismo, como gobernantes celebrando juicios en sus dominios en los tiempos medievales.
Las audiencias públicas son un procedimiento alentador por la abundante vitalidad, honestidad y sensatez con la que tantos ciudadanos se muestran a la altura de la ocasión.
Me hice adicta a las sesiones del comité de Presupuestos, soy una guerrillera fiera e inamovible en estas audiencias, no puedo dejar el hábito de intervenir cuando se discuten los problemas de algún otro distrito o se aboga en favor de alguna otra vecindad. En cierto sentido, todo esto es exasperante. Muchos problemas no debían haber surgido nunca. Con que los funcionarios bien intencionados de los distintos departamentos del Gobierno de la ciudad o en agencias independientes se preocupasen o conociesen íntimamente las calles o distritos que afectan tan vitalmente con sus proyectos, o si al menos supieran lo que los ciudadanos de dichos lugares consideran valioso para sus vidas y por qué… Muchos conflictos nunca hubieran surgido si los urbanistas y otros supuestos expertos comprendieran al menos cómo funcionan las ciudades y respetaran ese funcionamiento. Otros temas, parece ser, implican favoritismos, acuerdos secretos o medidas administrativas arbitrarias que ofenden a los votantes sin que éstos encuentren dónde pedir responsabilidades o exigir reparación. En muchos casos (no en todos), centenares de personas que han perdido el jornal de un día, o han apañado el cuidado de sus niños o bien se los han llevado consigo y se han sentado durante horas con chiquillos nerviosos en su regazo, son burlados; todo se ha decidido antes de ser oídos[1].
Muchos conflictos nunca hubieran surgido si los urbanistas y otros supuestos expertos comprendieran al menos cómo funcionan las ciudades y respetaran ese funcionamiento.
Aún más desmoralizador que todo esto es la inmediata sensación de que hay problemas que están fuera del control de todos. Sus ramificaciones son demasiado complejas; en un lugar preciso demasiados problemas, necesidades y servicios de diferentes clases se tratan, demasiados para ser comprendidos o manejados cuando son abordados unilateral y remotamente desde cada emporio administrativo del disperso Gobierno municipal. Son ciegos palpando el elefante. Durante estas audiencias una terrible impresión de desamparo y de su compañera, la inutilidad, se hace casi palpable.
Por otra parte, sin embargo, el procedimiento es alentador por la abundante vitalidad, honestidad y sensatez con la que tantos ciudadanos se muestran a la altura de la ocasión. La gente sencilla, entre ellos los pobres, los discriminados, los ignorantes se revelan momentáneamente como personas con vetas de grandeza, y no soy irónica. Esas personas hablan con sabiduría y a menudo con elocuencia de temas que conocen de primerísima mano. Hablan con pasión de preocupaciones que, aun siendo locales, no son para nada limitadas. Evidentemente, también se dicen idioteces o incorrecciones, o cosas descaradas o suavemente interesadas, y es bueno, también, ver los efectos de esas observaciones. Los oyentes raras veces nos dejamos engañar, creo yo; de nuestras respuestas se deduce que comprendemos y estimamos esos sentimientos en lo que son. Entre los habitantes de una ciudad hay abundante experiencia vital, responsabilidad y preocupación. Hay cinismo pero también fe, que es, desde luego, lo que más cuenta.
Los ocho gobernantes sentados en el escaño alto (no podemos llamarlos sirvientes del pueblo como establecen las convenciones de Gobierno, pues los sirvientes conocerían mucho mejor los asuntos de sus señores) tampoco son especímenes patéticos. A mi juicio la mayoría de los presentes agradecemos tener al menos una tenue ocasión (rara vez aprovechada) de imponernos sobre ellos para protegernos de las supersimplificaciones de los expertos, de los ciegos palpando al elefante. Observamos y estudiamos a nuestros gobernantes lo mejor que podemos. En conjunto, su energía, dotes, paciencia y simpatía son notables. No creo que se pueda esperar encontrar personas mejores. Esos hombres no son chicos enviados a hacer recados de hombre. Son hombres enviados a hacer recados de superhombre.
El problema consiste en que intentan manejar los complejos detalles de una gran metrópolis con una estructura organizativa para respaldarlos, aconsejarlos, informarlos, orientarlos y presionarlos que hoy es anacrónica. No hay villanía ninguna responsable de esta situación, ni siquiera la villanía de permitirla. La villanía, si se puede llamar así, es el muy comprensible fracaso de nuestra sociedad en dar respuesta a las exigencias de los cambios históricos.
Los cambios históricos relevantes aquí no son solamente el enorme aumento de tamaño de las grandes ciudades, sino también las crecientes responsabilidades, inmensamente mayores, de alojamiento, bienestar, salud, educación y urbanismo, adquiridas por los Gobiernos de los grandes municipios. Nueva York no es la única ciudad que fracasa en la tarea de hacer cambios funcionales en la estructura administrativa y urbanística a la altura de estos profundos cambios. En cada gran ciudad americana el dilema es similar.
Cuando los asuntos humanos alcanzan, de facto, nuevos niveles de complicación, lo único que puede hacerse es inventar medios adecuados al objeto de que las cosas sigan funcionando bien en su nuevo nivel. La alternativa es lo que Lewis Mumford ha llamado con propiedad el desedificar, el destino de una sociedad impotente para mantener la complejidad sobre la que ha sido construida y de la que depende.
El cruel y supersimplificado seudourbanismo y el pseudodiseño no menos cruel y supersimplificado hoy en vigor es una forma de desedificar las ciudades. Y aunque fue conformada y consagrada por teorías reaccionarias que glorifican dicha desedificación, la práctica y la influencia de este tipo de urbanismo no es únicamente teórica. Insensible y gradualmente, al tiempo que la administración urbana no consiguió desarrollarse de forma adecuada al crecimiento y complejidad de la ciudad, la desedificación se ha convertido en una necesidad destructiva pero práctica para el personal urbanístico y administrativo, a cuyos miembros se envía también a hacer recados de superhombres. Los actuales sistemas administrativos tienen que brindar soluciones rutinarias, crueles, ruinosas y supersimplificadas para todo tipo de necesidades físicas urbanas (sin hablar de las sociales y económicas); estos sistemas han perdido el poder de comprender, manejar y valorar toda una infinita serie de detalles vitales, únicos complejos y entremezclados.
Consideremos, por un momento, el tipo de objetivo que debería fijarse el urbanismo si su fin fuera urbanizar para la vitalidad urbana.
El urbanizar para la vitalidad debe estimular y catalizar la mayor gama y cantidad posible de diversidad entre los usos y entre las personas a lo largo de cada uno de los distritos de una gran ciudad; ésta es la base subyacente de la fuerza económica, la vitalidad social y el magnetismo de una ciudad. Para conseguir esto, los urbanistas deben diagnosticar qué falta en cada lugar para generar la diversidad, y buscar después cómo ayudar a cubrir la falta.
El urbanizar para la vitalidad debe promover redes continuas de barrios, donde usuarios y propietarios informales cumplen un gran papel en mantener seguros los espacios públicos de la ciudad y en el manejo de los desconocidos para que éstos sean un activo y no una amenaza, y en controlar como casualmente a los niños en los lugares públicos.
El urbanizar para la vitalidad debe combatir la destructiva presencia de los vacíos limítrofes y ayudar a promover la identificación de la gente con los distritos urbanos lo suficientemente grandes, variados y ricos en contactos interiores y exteriores como para tratar los duros e ineludibles problemas prácticos de la vida de una gran ciudad.
El urbanizar para la vitalidad debe buscar el rehabilitar los barrios bajos, mediante la creación de condiciones que persuadan a una alta proporción de sus residentes originales, sean éstos quien sean, a permanecer por elección, para que haya una diversidad vigorosa y creciente entre su gente y una continuidad de comunidad entre los residentes antiguos y los recién llegados.
El urbanizar para la vitalidad debe estimular y catalizar la mayor gama y cantidad posible de diversidad entre los usos y entre las personas a lo largo de cada uno de los distritos de una gran ciudad.
El urbanizar para la vitalidad debe convertir la autodestrucción de la diversidad y los usos cataclísmicos del dinero en fuerzas constructivas eliminando por una parte las oportunidades para la destrucción, y por otra estimulando que más territorio urbano posea un buen contexto económico para los planes de otra gente.
El urbanizar para la vitalidad debe buscar clarificar el orden visual de las ciudades, y debe hacerlo promoviendo e iluminando el orden funcional y no obstruyéndolo o negándolo.
Todo esto no es tan formidable como parece, porque todos estos fines están relacionados entre sí; sería imposible atacar sólo uno de ellos sin atacar simultáneamente (y en cierta medida, automáticamente) los otros. No obstante, objetivos de esta clase no pueden atacarse a menos que los responsables de diagnosticar, de inventar tácticas, de recomendar acciones y de ejecutarlas sepan lo que hacen. Han de saberlo, no de una manera general, sino en los términos del preciso y singular lugar de una ciudad en el que operan. Gran parte de lo que necesitan saber sólo se puede aprender de los que viven allí, porque nadie más sabe lo suficiente.
Para este tipo de urbanismo no basta que los gestores de los distintos ámbitos comprendan los servicios y técnicas específicas. Han de comprender también, y muy bien, los lugares específicos.
Sólo los superhombres pueden comprender una gran ciudad en su conjunto, o como conjuntos de distritos, con el detalle necesario para orientar acciones constructivas y eludir acciones destructivas, gratuitas e insensatas.
Entre muchos expertos urbanos está hoy muy extendida la creencia de que los problemas de la ciudad, que ya están fuera del alcance de la comprensión y control de urbanistas y otros gestores, se resolverían mejor si los territorios implicados y los problemas adheridos se hicieran aún más grandes y por tanto pudieran abordarse de una manera aún más amplia. Esto es escapismo del desamparo intelectual. «Una Región —ha dicho alguien irónicamente— es un área más grande y segura que la última a cuyos problemas no encontramos solución».
El Gobierno de una gran ciudad es hoy poco más que el Gobierno de una pequeña ciudad, extendido y adaptado de una manera completamente conservadora para acometer tareas mayores. Esto ha tenido resultados extraños; y a la postre resultados destructivos, porque las grandes ciudades plantean problemas operativos que son diferentes por definición a los que planteaban las pequeñas ciudades.
Desde luego, hay similitudes. Como todo asentamiento, una gran capital tiene un territorio que administrar y varios servicios para administrarlo. Y, como en muchos asentamientos más pequeños, es lógico y práctico en las grandes capitales organizar estos servicios verticalmente: es decir, cada servicio tiene su propia organización: departamentos de parques y jardines, departamentos de salud, departamentos de tráfico, departamentos de la vivienda, departamentos sanitarios, de abastecimiento de agua, departamentos de calles y calzadas, de licencias, departamentos de policía, de higiene y otros muchos. De tiempo en tiempo se añaden nuevos servicios: departamentos para combatir la polución del aire, agencias de desarrollo, autoridades de tránsito, etc.
Sin embargo, debido a la enorme cantidad de trabajo que estos organismos han de efectuar en las grandes capitales, incluso en las más tradicionales han tenido que hacer, con el tiempo, numerosas divisiones internas.
Muchas de estas divisiones son verticales: los organismos se dividen internamente en fracciones de responsabilidad, aplicándose cada fracción de nuevo a la ciudad en su conjunto. Así, por ejemplo, los departamentos de parques y jardines pueden tener servicios separados responsables de ingeniería forestal, mantenimiento, diseño de terrenos de juego, programas de esparcimiento, etc., confluyendo todo bajo una dirección. Las autoridades de la vivienda tienen a su vez servicios separados de selección y diseño de solares, mantenimiento, bienestar, selección de inquilinos, etc., constituyendo cada uno de estos organismos una agencia compleja y confluyendo finalmente todos, a su vez, bajo un único mando. Lo mismo podemos decir de las comisiones de educación, departamentos de bienestar social, comisiones urbanísticas, etc.
Junto a estas divisiones verticales de la responsabilidad, muchos organismos administrativos tienen divisiones horizontales: están divididos en segmentos territoriales para reunir información o hacer un determinado trabajo o ambas cosas a la vez. Así, por ejemplo, tenemos distritos de policía, sanitarios, de bienestar público, escolares y de parques, etc. En Nueva York las oficinas de las cinco presidencias de las Juntas territoriales tienen plena competencia en sólo unos pocos servicios, principalmente calles (pero no tráfico) y varios servicios técnicos.
Consideradas en sí mismas, cada una de estas divisiones internas de la responsabilidad, vertical y horizontal, es racional en sus términos, que es lo mismo que decir racional en el vacío. Juntadlas en términos de una gran ciudad y la suma es caos.
El resultado es por definición diferente en una ciudad pequeña, por más divisiones internas y servicios que ésta pueda tener. Consideremos por un momento una ciudad como New Haven, Connecticut, con sólo ciento sesenta y cinco mil habitantes. A la escala de esta pequeña ciudad, el jefe de un organismo administrativo y su personal pueden con facilidad y de manera natural comunicarse y coordinar sus actuaciones con los jefes y el personal de otros servicios, si quieren (otra cosa muy distinta es que tengan buenas ideas que comunicarse y que coordinar).
Y lo que es todavía más importante, los jefes y el personal de un organismo a escala de pequeña ciudad pueden ser expertos en dos materias a la vez: en asuntos de su competencia específica y también expertos en New Haven como tal. La única manera en la que un gestor (o cualquier otra persona) llega a conocer y comprender bien un lugar es, en parte, mediante una información de primera mano y una observación dilatada y, aún más, aprendiendo lo que otros, del Gobierno o no, saben sobre un determinado lugar. Algunas de esas informaciones pueden codificarse, pero otras no. Combinando todos estos recursos, New Haven es comprensible para un intelecto medianamente brillante. Y ni para el brillante ni para el cretino hay otra forma de entender íntimamente una localidad.
En resumidas cuentas, New Haven, como estructura administrativa, tiene una relativa coherencia interna, un factor determinado por su tamaño particular.
La relativa coherencia de un lugar como New Haven se da por sentada, administrativamente. Habrá formas de mejorar la eficacia administrativa y otros aspectos a ejecutar, pero ciertamente nadie se ofusca y piensa que el modo de hacerlo sea reorganizar New Haven para que posea una octava parte de un departamento de parques y jardines, seis distritos sanitarios y un cuarto de otro, un tercio de un distrito de bienestar, la decimotercera parte del personal de urbanismo, media escuela de distrito, un tercia de una escuela secundaria de distrito, dos departamentos y medio de policía y, de vez en cuando, una ojeada rápida a cargo del comisionado de tráfico.
Con un esquema semejante, incluso una ciudad con ciento sesenta y cinco mil habitantes como New Haven sería incomprensible para cualquier responsable. Unos verían sólo una parte de ella, otros la verían como totalidad, pero superficialmente, como una fracción relativamente inconsecuente de algo mucho mayor. Con un esquema semejante sus servicios, incluyendo el urbanismo, no podrían ni siquiera ser administrados con un mínimo de cordura.
Y, sin embargo, así es como solemos buscar información, administrar los servicios y urbanizar las grandes capitales. Naturalmente, los problemas que casi nadie quiere resolver, pero que tienen solución, están fuera de la comprensión y el control de cualquiera.
Multipliquemos el imaginario fraccionamiento que he bosquejado para New Haven por diez o por cincuenta en ciudades con poblaciones entre el medio millón y los ocho millones (y recuérdese que las complicaciones inherentes no se incrementan aritméticamente sino geométricamente). Luego ordenemos las diferentes responsabilidades del desorden en sus demarcaciones, y combinémoslas en imperios departamentales inmensos y burocráticos.
Laberintos de coordinación, conferencias y relaciones comunican débilmente unos con otros estos imperios dispersos y fraccionados azarosamente. Los laberintos son demasiado laberínticos incluso para codificarlos y explicitarlos, no digamos ya para servir como canales fiables y sensibles de entendimiento interdepartamental, o canales de información concentrada sobre lugares específicos, o canales de acción para que las cosas se hagan. Los ciudadanos y los funcionarios pueden vagar indefinidamente por estos laberintos, llevar de un sitio a otro los restos de muchas y viejas esperanzas, muertas de cansancio.
Así, en Baltimore, un sofisticado grupo de ciudadanos, que se beneficiaba de asesoría desde el interior y que no daba pasos en falso o innecesarios, se embarcó en una serie de conferencias, negociaciones y arbitrajes y aprobaciones durante todo un año, ¡solamente para que le permitieran poner la estatua de un oso en un parque! Una simple iniciativa resulta un trabajo de Hércules en estos laberintos. Las iniciativas difíciles son imposibles.
Veamos la noticia del New York Times, en agosto de 1960, sobre un incendio en el que seis personas de una vivienda pública resultaron heridas. Según el periódico, el edificio «se había definido como propenso al fuego en un informe de febrero del Departamento de Incendios dirigido al Departamento de Edificación». El Comisionado de Edificación, en defensa de su departamento, dijo que sus inspectores habían intentado entrar en el inmueble muchas veces, incluso después del 16 de mayo, cuando el Ayuntamiento adquirió el título de propiedad del mismo. La crónica periodística continúa así:
De hecho el Departamento Inmobiliario (organismo municipal propietario del inmueble) no notificó al Departamento de Edificación que había adquirido el edificio hasta el 1 de julio, según dijo el Comisionado. Pero sólo veinticinco días después, tras un periplo por los canales administrativos desde el Departamento de Edificación, en el piso veinte, llegó la notificación a su destino en la división de Alojamientos (del Departamento de Edificación) en la planta dieciocho del Edificio Municipal. Cuando la información llegó por fin a la División de Alojamientos el 25 de julio, el Departamento Inmobiliario recibió una llamada telefónica en demanda de autorización para una inspección. Al principio, este departamento dijo que no tenía las llaves del edificio, dijo el Comisionado (de Edificación). Se iniciaron conversaciones… que proseguían cuando tuvo lugar el incendio, un sábado 13 de agosto. El lunes siguiente las conversaciones continuaron a petición del Departamento de Edificación, que todavía no sabía nada del incendio…
Si toda esta inanidad sobre la pura comunicación es demasiado aburrida, fútil y tediosa de seguir, imaginen cuánto más aburrida, fútil y tediosa es de combatir. Personas esperanzadas, enérgicas y con iniciativa que entran al servicio de estos imperios deben volverse descuidadas y resignadas, por su propia conservación (no para conservar el empleo, como se suele pensar, sino para conservarse a sí mismas).
Si la comunicación útil de informaciones y la coordinación eficaz de la acción es un lío para los que están dentro del Gobierno, imaginen lo embrollado y frustrante que puede ser para los que tengan que lidiar con ello desde fuera. Por difícil, largo y costoso que, desde un grupo de presión político, sea organizarse y presionar sobre los funcionarios electos, los ciudadanos de una capital saben que a menudo es el único modo práctico de puentear o atajar los procedimientos aún más difíciles y largos de la burocracia no electa[2].
La acción y la presión política serán siempre justas y necesarias en una sociedad que se autogobierna, para disputar y decidir los conflictos reales de interés y opinión. Otra cosa es descubrir, como descubrimos hoy en todas las grandes ciudades, que hace falta un esfuerzo enorme —que casi nunca surte efecto— sólo para reunir e interesar a los expertos apropiados de los diferentes servicios que necesariamente implica la solución de un solo problema de un único lugar. Y es todavía más ridículo habida cuenta de que en el caso de que, efectivamente, esos arreglos para formular una relación —como parece que los llama la comisión de Urbanismo de la Ciudad de Nueva York— se arreglen y formulen al fin, lo probable es que sean relaciones entre diferentes ignorancias expertas. Nunca sabrán ustedes lo complicada que es una vecindad de una gran ciudad hasta que intenten explicársela a los expertos con responsabilidad fragmentada. Es como intentar comer a través de una almohada.
Los ciudadanos de las grandes capitales han sido constantemente amonestados por no tomar suficiente interés activo en el Gobierno. Lo asombroso es que lo intenten.
Repetidas veces, en sus penetrantes artículos sobre la delincuencia del New York Times, el reportero Harrison Salisbury cita los obstáculos, al parecer inamovibles, para la mejora de la situación: una información salvajemente fragmentada, una administración fragmentada, una responsabilidad fragmentada y una autoridad fragmentada. «La verdadera jungla son los despachos de los burócratas», citando a un estudioso de la delincuencia. Y Salisbury resume: «El conflicto, la confusión y el solapamiento de la autoridad están a la orden del día».
Al parecer, es frecuente suponer que este obstruccionismo e inercia sean deliberados, o al menos subproductos de algunos rasgos administrativos deleznables. Hipocresía, celos burocráticos, intereses encubiertos, no les importa son frases y palabras corrientes en boca de ciudadanos frustrados y burlados, derrotados en un pasillo cualquiera del laberíntico imperio urbano. Por supuesto, estas deleznables cualidades pueden ciertamente encontrarse —proliferan en ambientes donde hace falta mucho para lograr tan poco de lo mucho que se necesita—; este desastre no lo produce la maldad o el mal genio. Ni un santo haría funcionar este sistema.
La acción y la presión política serán siempre justas y necesarias en una sociedad que se autogobierna, para disputar y decidir los conflictos reales de interés y opinión.
En sí misma, la estructura administrativa es defectuosa porque ha sido adaptada más allá del punto en que las adaptaciones funcionan. Así se desenvuelven a menudo los asuntos humanos. Llega el momento, ante el incremento de los niveles de complicación, que hay que inventar.
Las ciudades han hecho un considerable esfuerzo inventivo para tratar con este problema de la fragmentación administrativa: la comisión de Urbanismo.
En la teoría administrativa urbana, las comisiones de urbanismo son los grandes coordinadores administrativos. En tanto rasgos significativos del Gobierno municipal americano son más bien recientes, la mayoría se han formado en los últimos veinticinco años como respuesta directa al hecho obvio y cegador de que los departamentos administrativos municipales son incapaces de coordinar una variedad de esquemas que comporten cambios físicos para la ciudad.
El invento fue malo porque duplicaba y, en cierto modo reforzaba, las debilidades que pretendía superar.
Las comisiones de urbanismo se organizan, como los demás imperios burocráticos, de forma fundamentalmente vertical y, al dictado de la necesidad o las circunstancias, con algunas divisiones horizontales aleatorias aquí y allá (distritos de renovación, áreas de conservación, etc.), agrupadas bajo un mismo mando. Con este dispositivo sigue siendo cierto que nadie, incluida la comisión urbanística, es capaz de comprender los lugares de una ciudad, salvo de manera fragmentaria y muy por encima.
Y, lo que es más, en tanto coordinadoras de los planes físicos de otras agencias municipales, las comisiones de urbanismo manejan principalmente los proyectos sólo después de que los funcionarios de otras agencias hayan pensado lo que quieren hacer. Estos proyectos llegan a la órbita de la comisión de urbanismo desde docenas de fuentes, y entonces ésta debe ver si tienen sentido a la luz unos de otros y a la luz de la propia información, visión y concepto de la comisión. Pero el momento vital para coordinar información es antes y durante el tiempo en que se conciben los anteproyectos o se imaginan tácticas para un servicio específico en un determinado lugar.
Las comisiones de urbanismo no se han convertido en instrumentos eficaces para comprender y coordinar una necesaria infinidad de complejos detalles urbanos, sino en instrumentos destructivos, de mayor o menor eficacia, para desedificar y supersimplificar las ciudades
Naturalmente, con un sistema tan poco realista como éste, los coordinadores no coordinan. La comisión de urbanismo de Filadelfia es considerada como una de las mejores del país, y como tal admirada, y probablemente lo sea. Pero cuando intentamos averiguar por qué las creaciones estéticas preferidas de la comisión —los paseos de Greenway[3]— no tienen en la realidad la misma apariencia física que tenían en los bocetos de los urbanistas, nos enteramos por boca del propio director de la comisión de que el departamento de calles no captó la idea y no puso el pavimento adecuado, que el departamento de parques, la agencia de vivienda o el promotor no captaron la idea y no hicieron bien los espacios abiertos abstractos, que los numerosos departamentos municipales competentes en materia de mobiliario urbano no captaron la idea… y, sobre todo, los ciudadanos no captaron la idea. Todos estos detalles son tan cansados y frustrantes que es más gratificante crear nuevas visiones de lo que idealmente podría ser algún otro lugar, que vagar por los laberintos intentando inútilmente reunir las piezas de la visión del año pasado. Sin embargo, esto son menudencias al lado de la coordinación que se requiere para atacar problemas urbanísticos tan duros como son la rehabilitación, la seguridad, la clarificación del orden de las ciudades y un mejor contexto económico para la diversidad.
En estas circunstancias las comisiones de urbanismo no se han convertido en instrumentos eficaces para comprender y coordinar una necesaria infinidad de complejos detalles urbanos, sino en instrumentos destructivos, de mayor o menor eficacia, para desedificar y supersimplificar las ciudades. No se puede evitar, tal y como están las cosas. Su personal no sabe ni puede saber lo suficiente sobre cada lugar de la ciudad para hacer algo, por mucho que lo intenten. Aun en el caso de que sus ideologías urbanísticas abandonaran las visiones de la Ciudad Jardín Radiante y Bella y abrazaran la ciudad, tampoco podrían urbanizar. Ni siquiera tienen los medios de reunir y asumir las íntimas y multilaterales informaciones que requieren, en parte porque sus estructuras son inadecuadas para comprender las grandes ciudades, y en parte porque esa misma inadecuación la sufren también otros departamentos.
Hay una cosa interesante sobre la coordinación tanto de la información como de la acción, que es la clave del asunto: la principal coordinación que se necesita es la coordinación entre los diferentes servicios dentro de unas determinadas demarcaciones. Es, a la vez, el tipo más difícil y el más necesario. La coordinación arriba y abajo por la línea de las responsabilidades verticales fragmentadas es sencilla en comparación, pero también menos vital. Pero esta estructura administrativa hace muy fácil la coordinación vertical, muy difíciles los otros tipos, e imposible la coordinación local.
Intelectualmente, la importancia de la coordinación local no se reconoce en la teoría de la administración municipal. Una vez más, es el caso de las comisiones de urbanismo. A los urbanistas les gusta pensar que tratan con la ciudad en su conjunto en grandes términos y que su valor es grande porque captan todo el cuadro. Pero la idea de que necesitan tratar su ciudad en su conjunto es, básicamente un error. Aparte de la urbanización de las autopistas (llevada a cabo de manera abominable, en parte porque nadie comprende los problemas de las áreas afectadas), y aparte también de la responsabilidad —casi estrictamente presupuestaria— de racionar y consignar las cantidades destinadas a gastos de mejoras postuladas por los proyectos presupuestarios, el trabajo de las comisiones de urbanismo y su personal rara vez trata realmente de una gran ciudad como un organismo.
Ciertamente, por la naturaleza del trabajo que se ha de hacer, casi todo el urbanismo se ocupa de acciones específicas y relativamente pequeñas en calles concretas, barrios y distritos particulares. Para saber si se hace bien o mal —para saber lo que debe hacerse, sin más—, es más importante conocer la demarcación en cuestión y menos importante saber cuántos elementos de la misma categoría se están aplicando en otras demarcaciones y lo que hacen con ellos en éstas. Ningún saber puede reemplazar al conocimiento real del lugar a urbanizar, ya sea un urbanismo creador, coordinador o anticipador.
La innovación que parece faltar no es ningún mecanismo coordinador desde arriba, sino más bien algo que haga posible coordinar allí donde la necesidad es más aguda: en lugares específicos y singulares.
En resumen, las grandes capitales deben dividirse en distritos administrativos. Serían divisiones horizontales del Gobierno municipal, pero, a diferencia de la horizontalidad arbitraria, deberían ser comunes a todo el Gobierno municipal en su conjunto. Los distritos administrativos representarían las subdivisiones primarias básicas de cada uno (o de la mayoría al menos) de los organismos municipales.
Los jefes de un organismo cualquiera, subordinados del comisionado superior, serían administradores de distrito. Cada administrador de distrito supervisaría todos los aspectos de su servicio departamental dentro del distrito; a sus órdenes estaría el personal que proporciona los diferentes servicios a la localidad. Los límites de cada distrito serían comunes para todos los departamentos que actuasen directamente sobre la vida y el urbanismo del distrito: tráfico, bienestar, educación, policía, parques y jardines, reglamentaciones internas, sanidad, viviendas subvencionadas, incendios, zonificación, urbanismo.
Ese distrito, así como su servicio, sería responsabilidad específica de su administrador. Este doble conocimiento no es excesivo para intelectos normales, sobre todo cuando los distritos incluyen otros hombres y mujeres contemplando el mismo lugar desde ángulos diferentes, responsables también de entender y servir al lugar en tanto ese lugar.
Estos distritos administrativos habrían de corresponderse con la realidad, en lugar de fragmentarla con un nuevo dispositivo. Tendrían que corresponderse con los distritos que actualmente operan —o que pueden potencialmente operar— como cosas sociales y políticas de la manera descrita en el capítulo 6.
Con este marco de información y acción gubernamentales a mano, cabría incluso esperar que muchos organismos voluntarios de rango municipal y servicio público se adapten a la administración de distrito.
La idea de la administración municipal horizontal no es nueva, como ya dijimos. Hay precedentes en la horizontalidad aleatoria y no concertada a que ha recurrido ya gran parte de la administración municipal. También existen precedentes, hoy muy comunes, en la designación de los distritos de renovación o conservación. Cuando el Ayuntamiento de Nueva York inició la conservación de un puñado de lugares, los administradores de este programa descubrieron inmediatamente que no lograrían nada útil si no había acuerdos especiales y excepcionales en la estructura interna de los departamentos de edificación, incendios, policía, sanidad e higiene para que proporcionaran personal específicamente responsable de ese lugar. Esto ha sido necesario simplemente para coordinar un mínimo de mejoras en los aspectos más sencillos. El Ayuntamiento califica esta disposición de la horizontalidad reconciliada como «grandes almacenes de servicios para el vecindario», y tanto él como los ciudadanos afectados han reconocido que es uno de los principales beneficios obtenidos por una vecindad declarada área de conservación.
Entre los precedentes de administración y responsabilidad horizontal más elocuentes se cuentan las oficinas de asentamiento de las grandes ciudades, que se han organizado siempre con vistas a un territorio concreto, y no como una colección de servicios verticales desmembrados. Es una de las principales razones por las que las oficinas de asentamiento han sido tan eficaces, porque su personal normalmente conoce el lugar en que opera tan bien como su propio trabajo, y también porque los servicios de las oficinas de asentamiento, en general, ni quedan obsoletos, ni trabajan en contra unos de otros. Las distintas oficinas de asentamiento de una gran, ciudad trabajan de común acuerdo —recaudación de fondos, contratación de personal idóneo, intercambio de ideas, presión sobre las legislaturas—, y en este sentido son algo más que organizaciones horizontales. Son simultáneamente horizontales y verticales, pero estructuralmente facilitan la coordinación allí donde intrínsecamente es más difícil.
La idea de los distritos administrativos tampoco es nueva en las urbes americanas. De vez en cuando ha sido propuesta por grupos de ciudadanos —en Nueva York fue sugerida en 1947 por la competente y bien informada Unión de Ciudadanos, que llegó incluso a levantar un plano de los distritos administrativos viables de la ciudad, basándose en los distritos empíricos; el plano de distritos de la Unión de Ciudadanos es aún hoy el más lógico y comprensible de los mapas de Nueva York.
Normalmente, las sugerencias en favor de una división de las grandes capitales en distritos administrativos se extravían por unas sendas intelectuales estériles; y creo que por eso no llegan a ninguna parte. Por ejemplo, se los concibe a veces como órganos de consulta formal para el Gobierno. Pero, en la vida real, los órganos consultivos que carecen de autoridad y responsabilidad son algo peor que inútiles para la administración de distrito. Hacen perder el tiempo a todo el mundo y fracasan como todos en seguir la madeja por los imposibles laberintos de los imperios burocráticos y fragmentados. También se conciben algunas veces los distritos administrativos como un único servicio pivote, como fue el de urbanismo por ejemplo; pero esto también se demuestra ineficiente a la hora de resolver cualquier problema de mínima importancia; para que funcionen de verdad como instrumentos de gobierno, los distritos administrativos deben abarcar las actividades multilaterales propias de un órgano de gobierno. En otras ocasiones, la idea se desvía en la intención de crear centros cívicos locales, con lo que se confunde su importancia verdadera con la búsqueda superficial de un nuevo tipo de conjunto ornamental para la ciudad. Las oficinas de la administración del distrito deben estar radicadas dentro del mismo, y unas junto a las otras. No obstante la gracia de esta disposición no es que sea aparente o materialmente impresionante. La manifestación visible más importante de la administración de distrito sería el ver a gente hablando sin haber tenido que acordar el formular una relación.
La administración del distrito, como forma de estructura de gobierno, es más compleja que la estructura adaptada de la administración de una ciudad pequeña que tenemos ahora. La administración de una ciudad requiere una mayor complejidad en su estructura fundamental para poder funcionar con más sencillez. Las actuales estructuras, paradójicamente, son fundamentalmente demasiado sencillas.
Hay que comprender que la administración de distrito en las grandes capitales no puede ser pura o doctrinaria, olvidándose de las conexiones verticales. Una ciudad, por muy grande que sea, no deja de ser una ciudad, con una gran interdependencia entre sus lugares y partes. No es una colección de pequeños municipios; y si lo fuera, la ciudad como tal quedaría destruida.
Una reorganización doctrinaria en una administración estrictamente horizontal sería tan letalmente simple y tan caóticamente inviable como los desastres actuales. Sería impracticable aunque sólo fuera porque la fiscalidad y el reparto de fondos deben ser funciones centralizadas. Además, ciertas operaciones urbanas trascienden completamente la administración de distrito; aquí el conocimiento de los detalles íntimos e intrincados es irrelevante, y los pocos que son relevantes se pueden lograr fácil y rápidamente con informaciones de los administradores de distrito que entienden el lugar. El abastecimiento de agua, el control de la polución atmosférica, la mediación laboral, administración de museos, zoos y prisiones son algunos ejemplos. Incluso dentro de ciertos departamentos algunos servicios son ilógicos funcionando a nivel de distrito, y otros en cambio son lógicos; por ejemplo, sería una locura que dispensar licencias de taxi a nivel de distrito, pero, en cambio, el comercio de artículos de segunda mano, ferias, venta ambulante, quioscos de hacer llaves, agencias de empleo y muchas otras operaciones que necesitan licencia muy bien podrían remitirse a organismos de distrito.
Una ciudad, por muy grande que sea, no deja de ser una ciudad, con una gran interdependencia entre sus lugares y partes. No es una colección de pequeños municipios; y si lo fuera, la ciudad como tal quedaría destruida.
Además, los grandes ayuntamientos pueden permitirse ciertos especialistas, que les serían de gran utilidad. De todas formas, ningún distrito en concreto necesita de manera permanente estos especialistas, aunque no se necesiten permanentemente en un único distrito administrativo. Podría ser en técnicos circulantes de un determinado servicio, a las órdenes del administrador de distrito al que se le haya asignado según necesidad.
Un ayuntamiento que instituyese la administración de distrito debería intentar entregar todo servicio para el que el mejor conocimiento del distrito fuera relevante a este nuevo tipo de estructura organizada. Sin embargo, para algunos servicios y porciones de servicios, sería conveniente y hasta necesario ver cómo funcionan. Podrían hacerse algunos ajustes. Este sistema no precisa previamente un esquema inmutable y sellado. De hecho, para llevarlo a la práctica y para introducir cambios una vez en práctica, no serían necesarios más poderes formales de los que se requieren ahora cuando los servicios se adaptan por prueba y error. Lo que se necesitaría para ponerlo en marcha sería un alcalde fuerte con una creencia firme en el gobierno popular (las dos cosas suelen ir juntas).
En resumidas cuentas, los servidos departamentales verticales de rango municipal existirían y seguirían centralizando información e ideas de los distritos. Pero, en casi todos los casos, las organizaciones internas de servicios varios deberían ser racionalizadas y armonizadas entre sí, para dar un sentido funcional intrínseco a sus relaciones entre sí y con las localidades. En el caso del urbanismo, existiría una comisión de urbanismo, pero casi todo su personal (y esperemos que el más brillante) trabajaría de manera descentralizada, en los servicios administrativos, en la única escala en la que el urbanismo para la vitalidad urbana puede entenderse, coordinarse y llevarse a cabo.
Los distritos administrativos de una gran ciudad empezarían inmediatamente a actuar como criaturas políticas puesto que poseerían órganos reales de información, recomendación, decisión y acción. Ésta sería una de las principales ventajas del sistema.
Los ciudadanos de las grandes ciudades necesitan puntos de apoyo en los que aplicar sus presiones y en los que sus deseos y saberes se conozcan y respeten. Inevitablemente, los distritos administrativos acabarían convirtiéndose en estos puntos de apoyo. Muchos conflictos que acaban hoy derrotados en los laberintos del Gobierno municipal vertical —o que se deciden por defecto porque los ciudadanos nunca saben dónde golpear— podrían transferirse a los foros de distrito. Esto es necesario para el autogobierno de una gran ciudad, ya se considere el autogobierno como un proceso creador o supervisor (desde luego, es arabas cosas). Cuanto más grande, más impersonal y más incomprensible es el Gobierno de una gran ciudad, cuanto mayor se confunden sus necesidades y problemas locales en los temas globales, más tibia e ineficaz es la acción o la supervisión de los ciudadanos. Es inútil esperar que los ciudadanos actúen con responsabilidad, energía y experiencia en los asuntos municipales, cuando el autogobierno se ha hecho imposible para los asuntos locales, que muchas veces son los que tiene una importancia directa para la gente.
En tanto criatura política, un distrito administrativo necesitaría una cabeza, y la tendría, de una manera formal o informal. Una manera formal, y sobre el papel la más limpia, podría ser el nombramiento de un vicealcalde responsable ante el alcalde de la ciudad. Sin embargo, cualquier funcionario designado como jefe debería contrarrestarse enseguida con algún funcionario de cargo electivo, por la sencilla razón de que los grupos de ciudadanos, si pueden, siempre dirigen su presión hacia el funcionario elegido —y lo respaldarán si éste responde positivamente—, cuando maniobran para que la administración se identifique con sus puntos de vista. Los votantes, cuando perciben alternativas para aplicar su influencia, son lo suficientemente inteligentes como para utilizar su poder allí donde tiene eficacia. De manera casi inevitable, alguno de los funcionarios elegidos cuyo cuerpo electoral correspondiese aproximadamente con su distrito, acabaría convirtiéndose, de hecho, en una especie de alcalde local. Esto es lo que sucede ahora siempre que un distrito de gran ciudad es eficaz desde el punto de vista social y político[4].
Cuanto más grande, más impersonal y más incomprensible es el Gobierno de una gran ciudad, cuanto mayor se confunden sus necesidades y problemas locales en los temas globales, más tibia e ineficaz es la acción o la supervisión de los ciudadanos.
¿Cuáles son las dimensiones apropiadas de un distrito administrativo?
Geográficamente, los distritos empíricos que funcionan eficazmente como tales rara vez tienen una superficie superior a cuatro kilómetros cuadrados; por lo general, son más pequeños.
No obstante, hay por lo menos una significativa excepción a esta regla, El distrito Back-of-the-Yards de Chicago tiene unas dimensiones de unos dos kilómetros y medio por cinco kilómetros, dos veces el máximo razonable de un distrito efectivo a juzgar por la evidencia de otros lugares.
En efecto, el Back-of-the-Yards opera ya como un distrito administrativo, no formal ni teóricamente, sino de facto. En el Back-of-the-Yards, el Gobierno local que más cuenta como tal, no es el Gobierno municipal general, sino más bien el Consejo del Back-of-the-Yards que describí brevemente en el capítulo 16. Aquellas decisiones que sólo pueden aplicarse bajo la caución de los poderes formales superiores son transmitidos por el Consejo al Gobierno municipal, que casi siempre responde muy bien, valga la expresión. Además, el Consejo provee algunos servicios que en otros lugares habitualmente provee el Gobierno formal.
Es posible que sea esta capacidad del Back-of-the-Yards para funcionar como una unidad de poder gubernamental auténtica —y sin embargo informal—, la que permite sus desacostumbradas dimensiones geográficas. En definitiva, la identidad efectiva del distrito —que normalmente depende, en su fundación, casi por completo de un uso cruzado dentro del mismo— se refuerza aquí con una sólida organización de gobierno.
Esto podría ser muy interesante para las áreas de las grandes capitales cuyo uso primario predominante sea el residencial, pero con unas densidades demasiado bajas para reconciliar un número de personas suficientes con un área de superficie usualmente viable. Con el tiempo, estas áreas deberían ser estimuladas gradualmente a concentrar sus usos a escala urbana y, después, dividir un área tan grande en un par de distritos; pero, entre tanto, si la pista del Back-of-the-Yards significa lo que yo creo, la cohesión introducida por la administración de distrito podría posibilitar que estas áreas demasiado diluidas operaran como distritos, política, social y administrativamente.
Fuera de los centros urbanos, o de las gigantescas constelaciones fabriles, la residencia es casi siempre uno de los principales usos primarios de un distrito urbano; al considerar, por tanto, la superficie más conveniente para un distrito, bueno será tener en cuenta también su concentración de población. En el capítulo 6, sobre las vecindades, definimos los distritos útiles empíricamente como lugares lo suficiente grandes (en población) como tener peso en la ciudad en su conjunto pero, al mismo tiempo, lo suficientemente pequeños como para que los barrios no se perdieran ni quedaran ignoradas. Las cifras convenientes podrían variar desde treinta mil personas, en ciudades como Boston y Baltimore, hasta un mínimo de unas cien mil en las ciudades mayores y un posible máximo de hasta doscientas mil. A mi juicio, treinta mil personas es poco para una administración de distrito eficaz; cincuenta mil sería una cifra más realista. El máximo de doscientas mil es válido no obstante para la administración, como vale para un distrito considerado como un órgano social y político, puesto que algo mucho mayor que esto excede la unidad susceptible de ser comprendida en su conjunto y en sus detalles.
Las grandes capitales se han convertido en partes de unidades de asentimiento aún mayores, conocidas en la jerga censal como áreas metropolitanas. Un área metropolitana se compone de una ciudad principal (a veces más, como en el caso de Nueva York-Newark o de San Francisco-Oakland), junto con las ciudades cercanas, ciudades satélites más pequeñas, pueblos y suburbios o áreas suburbanas próximas o remotas, exteriores en todo caso al radio político de la ciudad-madre, pero dentro de su órbita social y económica. El tamaño de las áreas metropolitanas, geográfica y demográficamente, ha crecido extraordinariamente en los últimos quince años. Esto se debe en parte al dinero cataclísmico que ha inundado las afueras y arrabales de las ciudades y asfixiado a éstas, como ya expliqué en el capítulo 16, en parte porque las grandes capitales no han funcionado bien en tanto que ciudades, y en parte porque el crecimiento suburbano y semisuburbano, por estas dos razones, ha anegado pueblos y municipios.
Estos asentamientos, gubernamentalmente separados, de un área metropolitana tienen muchos problemas en común, particularmente problemas urbanísticos. El área metropolitana —y no la gran ciudad— es la unidad de sentido para problemas de contaminación de agua, transporte, despilfarro y mal uso del espacio, conservación de los recursos de agua potable, fincas despobladas, grandes espacios recreativos y otros recursos.
Como todos estos problemas son reales e importantes, y como no tenemos a nivel administrativo ningún procedimiento adecuado de resolverlos, se ha desarrollado un concepto llamado Gobierno metropolitano. Bajo un Gobierno metropolitano, las localidades separadas políticamente seguirían teniendo identidad y autonomía política por lo que se refiere a los asuntos puramente locales, pero quedarían federadas en el Gobierno de una superárea con extensos poderes urbanísticos y con órganos administrativos para llevar a cabo los proyectos y planes aprobados. Una parte de los impuestos recaudados en una localidad iría a parar a las arcas del Gobierno metropolitano, aliviando así a las grandes ciudades de parte de las cargas financieras que asumen —sin compensación—, por muchos servicios urbanos centrales que usa todo el área de influencia. Se argumenta que los límites políticos, en tanto fronteras para la común urbanización y común sustento de los servicios metropolitanos comunes, quedarían así superados.
El Gobierno metropolitano es una idea popular no solamente para muchos urbanistas. Al parecer, ha encantado también a numerosos e importantes hombres de negocios, quienes explican en infinidad de discursos que éste es el procedimiento más racional para manejar el negocio de gobernar. Quienes abogan por el gobierno metropolitano tienen unas pruebas estándares para demostrar la imposibilidad de urbanizar las áreas metropolitanas en la actualidad. Estas pruebas son planos políticos de áreas metropolitanas más grandes. En algún lugar próximo al centro se aprecia una inmensa y bien delimitada entidad, representando el Gobierno de la aglomeración más importante del conjunto, la metrópoli. Al exterior de esta entidad se suceden de manera ondulante, confundiéndose los límites respectivos, una serie de gobiernos duplicados y estrangulados municipios menores, condados, pequeñas ciudades, etc., junto con toda otra serie de distritos administrativos especiales que han ido desarrollándose según las circunstancias, algunos de ellos solapándose con la gran ciudad.
El área metropolitana de Chicago, por ejemplo, tiene alrededor de mil unidades de gobierno local diferentes, contiguas o confundidas con el casco urbano de Chicago, que tiene también su propio gobierno municipal. En 1957, teníamos ciento setenta y cuatro áreas metropolitanas, dentro de las cuales había dieciséis mil doscientas diez unidades de Gobierno separadas.
Se suele etiquetar esto como el desquiciado tapiz del Gobierno, y en cierto modo es acertado. La consecuencia moral es que este tipo de tapices no pueden funcionar sensatamente; no procuran una base viable ni a la acción, ni a la urbanización metropolitanas.
Con cierta frecuencia el Gobierno metropolitano de un área metropolitana se somete a voto. E, inexorablemente, el voto popular lo tumba[5].
Los votantes tienen razón, a pesar de ser cierto que existe una evidente necesidad de acción común y coordinada (y sostén financiero) en muchos problemas de las áreas metropolitanas, y una necesidad aún mayor de coordinación localizada entre las diferentes unidades de gobierno dentro de una área metropolitana. Los votantes tienen razón porque en la vida real carecemos de estrategia y tácticas que hagan viables el trabajo urbanístico y los propios Gobiernos metropolitanos de grandes dimensiones.
Los mapas que se supone que explican la realidad de la situación contienen una ficción monstruosa. Esa entidad limpia y conspicua que representa el Gobierno unificado de la metrópoli más importante es, desde luego, un tapiz administrativo mucho más demencial que el formado por todos los fragmentos gubernamentales que lo rodean.
Los votantes se niegan sensatamente a federarse en un sistema en el que grandeza significa indefensión local, urbanismo supersimplificado y despiadado y caos administrativo, justamente lo que hoy ya es la grandeza municipal. ¿Hasta qué punto la impotencia frente a los urbanistas triunfantes es mejor que la ausencia de urbanización?
¿Hasta qué punto es una administración más grande —con sus laberintos incomprensibles e innavegables— una mejora del tapiz de los Gobiernos suburbanos?
Ya tenemos unidades gubernamentales que claman por unas tácticas y estrategias viables tanto para la administración como para la urbanización metropolitana: las propias grandes ciudades. La administración metropolitana viable ha de ser aprendida y aplicada primero dentro de las grandes ciudades existentes, donde no hay límites políticos fijos que impidan su aplicación. Aquí es donde hemos de experimentar con métodos de resolución de los grandes problemas comunes, sin que se produzca, como corolario, una mutilación gratuita de las localidades afectadas o de los procesos de autogobierno.
Si las grandes ciudades son capaces de aprender a administrar, coordinar y urbanizar en términos de distritos administrativos y a una escala razonable y comprensible, podríamos ser también capaces, en tanto sociedad, de abordar esos tapices de gobierno y administración en las grandes áreas metropolitanas. En la actualidad no sabemos hacerlo. Carecemos de práctica o sabiduría suficiente para manejar la administración y urbanización de las grandes áreas metropolitanas, y sólo sabemos hacer adaptaciones constantes y cada vez peores del Gobierno de una pequeña ciudad.
Sobre la autora: Jane Jacobs fue una divulgadora científica, teórica del urbanismo y activista político-social canadiense, nacida en Estados Unidos. Su obra más influyente fue Muerte y vida de las grandes ciudades, en la cual critica duramente las prácticas de renovación urbana de los años cincuenta del siglo XX en Estados Unidos. Sus ideas sobre la autoorganización espontánea del urbanismo fueron aplicadas en el posterior concepto de sistemas emergentes. Es considerada una de las más importantes teóricas sobre temas urbanos. Su obra ha permitido revitalizar las posturas progresistas sobre el urbanismo.