Autores: Alejandro Katz y Mariano Schuster
(Entrevista a Sayak Valencia)
En su libro Capitalismo Gore, la filósofa y ensayista Sayak Valencia se propuso analizar la situación de violencia extrema en México a través del concepto de necropolítica. En esta entrevista, expresa la centralidad de la violencia de género en un México cuyas fronteras con Estados Unidos modifican las concepciones e ideas de la sociedad, a la vez que cosmetizan una democracia que cada vez se acerca más a la muerte. La altísima demanda de masculinidad en un país en proceso de “fronterización”.
Sayak, intentamos hacer una introducción, pero es una introducción de quienes ven desde afuera. ¿Cómo sería una introducción a la frontera norte desde adentro?
Efectivamente, hay una situación de violencia generalizada en las fronteras del norte de México. Sin embargo, cada una de ellas tiene especificidades con las que se trabaja el territorio de manera regional. En mi libro Capitalismo Gore trataba de referirme específicamente a la frontera de Tijuana porque, para mí, resulta importante con quién limitas al norte. Y Tijuana tiene frontera con California. Allí arriba hay una base militar, es cierto. Pero también una impronta mucho más festiva y relajada en cuanto a la cultura que, por ejemplo, difiere de lo que sucede con quienes tienen frontera con Texas, región conocida por sus rifles y su petróleo.
La cultura californiana y la texana son claramente diferentes. ¿Esto impacta de manera radicalmente distinta en la frontera mexicana? ¿Sonora y Sinaloa no reciben la misma influencia que Tijuana?
Sí, y no es para vanagloriar esta vecindad entre un país y otro sino para ver que, de hecho, algunas de las estéticas y cosméticas más relajadas que trabajan los regímenes visuales internacionales están en Los Angeles y San Francisco, dos grandes capitales de la moda y de la cultura estadounidense. Éstas permean lógicas hacia abajo, hacia Tijuana, pero no resuelven los conflictos y las contradicciones fundamentales. Es decir, permean cosméticamente ciertos aspectos de la vida social y cultural, pero no resuelven políticamente el conflicto. Resulta interesante ver cómo la seducción con el hiperconsumismo que existe en la frontera norte, específicamente en esta de Tijuana, se enlaza con una demanda de neoliberalismo más absoluto y una obediencia a este neoliberalismo. Y resulta central también ver cómo este fenómeno genera otro tipo de prácticas o de necroemprendedurismos que podríamos asociar incluso con el crimen organizado.
En definitiva, el hecho de tener frontera con California y la proximidad consecuente con Los Angeles y San Francisco, influencia cosméticamente la sociabilidad en Tijuana. ¿Esto no produce una política pero produce un necrocapitalismo?
Sí, y no se trata solo de un factor. Es un fenómeno multicausal. A lo que me refiero es a que realizo el trabajo de una manera muy localizada, muy in situ, porque me interesa la producción de conocimiento situado para pensar las capas del territorio, del cuerpo y de todo lo que se juega en ello. Y lo hago sin tratar de construir “universales”. Es decir, escapando de esa tentación exotista y europea de explicar con una categoría todas las demás y para todas las regiones. Creo que eso es algo de lo que me desprendo completamente. De este provincianismo que se vuelve universal. No es mi intención, porque mi enfoque está más asociado con el feminismo y transfeminismo decolonial. En este sentido, mi análisis parte de ver estas capturas de la subjetividad o esta creación de identidades. Estas identificaciones se producen a través del neoliberalismo, no solo como un modo de producción de mercancías sino como un modo de producción de sentido que se integra en las poblaciones. Es decir, de un sistema que creaba esta cosmética. En definitiva, llega a poblaciones que se encuentran en el subconsumo y que exigen un hiperconsumo que no es posible. Esto se enlazaba con las demandas de género, de masculinidad, de proveeduría, y también con cierta capacidad o cierta didáctica del ejercicio de la violencia que han estado reproduciendo los medios durante los últimos 25 años en la televisión y en la radio. Y este proceso se encuentra unido, a la vez, a aquello que Rita Segato explica como una “pedagogía de la violencia”: no solo te enseñan el resultado sino el cómo. Por lo tanto, había varios factores que se juntaban ahí, pero la parte estética y cosmética es una de las cosas que no podemos olvidar, porque justamente es desde ahí donde podemos partir para analizar cómo se ha transversalizado lo que yo considero que es una necroscopía al mundo que no está vinculada directamente con el crimen organizado pero que consume productos culturales vinculados con este mundo. El señor de los cielos o el Chapo Guzmán no tienen nada que ver con el Mr. White de Breaking Bad. Mientras todos saben quién es Mr. White, nadie lo demoniza del modo que se demonizan a los sujetos racializados del capitalismo gore mexicano.
Por lo tanto, la base del planteo es que hay una exaltación del tipo de vida de un tipo de narcotraficante norteamericano y no se lo homologa a las características que esos personajes tienen en México, igual que hay una exaltación del modo de consumo que hay en Estados Unidos pero sin tener la estructura ni social ni económica para desarrollar ese consumo. ¿Se trata de conformar una sociedad del puro deseo pero de la incapacidad de cumplirlo?
Claro. Por eso, lo que me producía a mí una incomodidad importante era no ir a las raíces y las estructuras. Es decir, esta omisión del análisis de por qué estamos en esta situación. En definitiva, no se trata de que estemos en “incapacidad de” sino que las capacidades e incluso el orden material de México podría cumplir con las necesidades de muchos -subsanar la pobreza, el desempleo-. No es que seamos incapaces de gobernarnos, ni de producir, ni de consumir: lo que sucede es que la escasez provoca una dinámica económica que pone una especie de muestra ejemplar distópica para que la gente sepa que si no te portas bien pasaran estas cosas en lugares atroces y lejanísimos, a los cuales no queremos parecernos. Lo que sería esta excepcionalidad de los espacios para poder saquearlos materialmente y para poder conducirlos políticamente desde otro lugar.
¿Qué es una necropolítica?
El término lo tomo del filósofo camerunés Achille Mbembe y se refiere a la política en el estado de excepcionalidad. Él ponía el caso africano. Allí la necropolitica es una forma de gobierno donde se rompe con el tabú de la muerte, donde la muerte se vuelve una forma de gobierno. Se trataría de una “política retro”, del soberano absoluto, del antiguo régimen europeo y que pasa a volverse democrática a partir de esta ilusión de la Revolución Francesa que funda las democracias representativas que conocemos. La cuestión es que esta necropolítica gobierna, en los espacios contemporáneos, a la par de la biopolítica y con el régimen de gobierno que conocemos en las sociedades llamadas “democráticas”. Sin embargo, hace uso de la violencia como una forma de gobierno para estas sociedades que se vuelven ingobernables pero que tienen recursos, territorios y cuerpos a expropiar. El mensaje escrito en la carne lo entiende todo el mundo. Y se trata de un mensaje de muerte.
Vivimos en la necropolitica. La muerte se vuelve una forma de gobierno. La muerte es soberana.
Ahora, cuando te refieres a violencia no te refieres exclusivamente al tipo de violencia criminal que vemos en la frontera norte.
Yo me refiero en el libro a por lo menos cuatro formas de violencia. De ahí la denominación de Capitalismo Gore. En primer lugar, la violencia económica. Desarrollo, en tal sentido, un análisis del narcotráfico como un fenómeno económico, más allá de la moralización que se haga de las prácticas para llegar ahí. También me refiero a la violencia epistémica, en el sentido de quién tiene posibilidades de presentarse como legítima, válida y apetecible en estas sociedades del deseo. ¿Por qué Mr. White sigue siendo válido en nuestras sociedades? Porque su apellido directamente es “blanco”. Es decir, ni siquiera apelan a la metáfora. En cambio, El señor de los cielos o el Chapo Guzmán son señores que, por más blancos que se crean, son racializados, son personas con un fenotipo mexicano racializado, como el 99% de los mexicanos que somos bien diversos. Por otro lado, se encuentra la violencia de género que conocemos más por la máquina feminicida, lo que yo denomino como un “brazo armado de género” para todas estas otras formas de violencia. Finalmente, hay una cuarta violencia que es la que me resultaba y me resulta más representativa: la violencia espectacularizada. El fascismo, por ejemplo, tiene una violencia muy específica y efectiva pero oculta sus consecuencias. Solo elimina efectivamente el problema, lo convierte en cosa, y acá la impronta del gore es que exhibe esa violencia, exhibe ese derramamiento de sangre. Todo eso que nos parece deleznable lo rentabiliza a través no solamente del ejercicio de atemorizar a las poblaciones, sino también de la lección que da lo visual.
Los asesinatos de periodistas en el último tiempo en México, las situaciones de cadáveres tendidos en las calles. Hay una mediatización de la violencia.
Y una cultura celebratoria de esa violencia. Hay también un espacio de socialización, de ocio y cultura a través de diferentes tipos de violencia. Pero esta violencia, espectacular y espectacularizada, no aparece solamente en el caso del narcotráfico o del crimen organizado.
¿Por qué hay una centralidad de la violencia de género? ¿Por qué hay una centralidad del femicidio?
Yo creo que hay una centralidad del femicidio porque, al igual que pasa en todos los territorios donde el feminismo va ganando terreno, hay un contraataque. Rita Segato ha hablado mucho de esto y también Julia Monárrez, que es de Ciudad Juárez. Ellas tienen un trabajo espectacular sobre el femicidio. Julia lo explica desde el femicidio sexual sistémico, también una educación sobre los otros, sobre cómo usar el cuerpo de las mujeres, cómo poseerlo, cómo expropiarlo y cómo rentabilizarlo en todos los niveles. Y, por otro lado, tiene que ver con el despliegue espectacular de quien tiene el poder dentro de los sistemas contemporáneos. A lo que me refiero es que el problema del narcotráfico en México lo estaban analizando desde causas económicas, políticas y sociales, pero nadie hablaba de que, en realidad, los ejecutores de este tipo de violencia eran, en un 90% varones jóvenes en situación de desempleo, precarización económica, sin un sistema de vida o un horizonte de sentido muy loable, que además estaban siendo criminalizados por las mismas políticas del gobierno. Mi interés no era criminalizarlos sino pensarlos de manera compleja y decir: ¿qué tienen en común todos estos varones con aquellos que tienen poder? Y eso es algo que yo denomino necrosoberanía y que son las capacidades que da el género masculino, más allá de que quien lo encarne sea un cuerpo masculino o uno femenino. Es decir, la masculinidad como una cartografía política, de gobierno sobre los cuerpos que hace que estos tengan que cumplir con ciertas prebendas o demandas para recibir privilegios de género y una certificación continuada, porque los varones tienen que estar continuamente en estado de certificación. Entonces, cualquier tipo de desobediencia o de desarme de la masculinidad tradicional está vinculada con el machismo. Y no lo digo de manera rápida: la estructura patriarcal machista y necrosoberana en México es la que funda el estado revolucionario mexicano. Todo el imaginario social, político y, sobre todo, cultural y artístico postrevolucionario está vinculado con la figura del “macho mexicano”. Esa figura del sujeto revolucionario, como detentadora de violencia de alta o baja intensidad, utiliza la violencia para hacer una revolución, pero también que tiene propiedad sobre el cuerpo de las mujeres, de los niños y sobre su propio cuerpo para destruirlo si quiere. Desde la década de 1920, el macho mexicano se transforma en un producto social nacional: aunque tú no seas un macho directamente, la iconografía y la cultura indican que “para ser mexicano tenemos que defender esta cultura” que preconiza al hombre valiente, al héroe. Pero no te da la letra chica del hombre valiente y libre, del revolucionario. Te dicen que tiene a su cargo la liberación de los países, pero, al mismo tiempo, se oculta que tiene la capacidad de ejercer violencia de alta o baja intensidad sobre aquellos a los que considere inferiores. La frase según la cual en México “la vida no vale nada” se corresponde con ello. Esa es una puerta abierta para que el ejercicio de la necropolítica se industrialice y se vuelva transversal en muchos de los actores. Y donde justo el “hombre macho” es un Caballo de Troya para la política y la implantación de todas estas lógicas. Son los soldados civiles de todo régimen necro político que se encarna con el cuerpo de las mujeres. Porque esos cuerpos de las mujeres son los que representan el cambio social. Los valores tradicionales de la proveeduría se desmontan y no porque las mujeres hayamos accedido al trabajo -porque al final nos pagan menos y hacemos más horas. Tanto es así que la desestructuración del mundo del trabajo que llega con el neoliberalismo se presentó en México con un rostro de género. Se acusó a las mujeres de haber robado los trabajos a los hombres. Esto es lo que sucedió con las maquiladoras que empezaron a operar en la década de 1960 en el centro del país y que luego se extendieron a la frontera.
La figura del sujeto revolucionario no solo se muestra como detentadora de violencia de alta o baja densidad para desarrollar su revolución, sino que también se expresa como propietaria de los cuerpos y, sobre todo, del cuerpo de las mujeres.
La maquila es una tercerización del trabajo fabril pagada a destajo y sobre la base de productividad.
Sí. Por eso no es casual que sea en la década de 1960 cuando se instalan las maquilas. Porque, por un lado, absorben a la gente que está regresando de Estados Unidos, pero, por otro lado, sucedió en el contexto de las luchas estudiantiles y revolucionarias que se vivían en el país y en la región. Estaban a punto de comenzar las dictaduras en América Latina. Y si bien México no la tiene, sí tiene la guerra sucia y este sistema de explotación propio del postfordismo: las maquilas, la tercerización del trabajo. Los hombres entran a las maquilas primero. Pero después, en los años 70, 80 y 90, se van al territorio de la frontera y ahí es cuando son mujeres las que pasan a estar a cargo de este trabajo mal pago y en pésimas condiciones.
Además de esa culpabilización y de esa opresión que sufren las mujeres, ¿qué es lo que pasa con ellas en el mercado de trabajo en relación a esa dominación del “macho mexicano”?
Desde los altos rangos hasta el trabajo más precarizado, los hombres cobran más que las mujeres. Sin embargo, eso no aplica solo a quienes ejercen la figura del “macho mexicano” sino, más bien a la masculinidad hegemónica que es transversal y que se adapta regionalmente. Yo pongo el caso de México porque nuestra demanda de masculinidad es altísima. O sea, es altísima desde la enunciación, desde la socialización, desde la cultura, desde los niños. El necropatriarcado en México se instala desde pequeño y no solamente lo reproducen los machos mexicanos que ejercen la violencia sino que se reproduce culturalmente por numerosos actores sociales. Esta masculinidad hegemónica demanda ciertas acciones para afirmarse. Los varones necesitan comprobar su legitimidad y su adscripción a la masculinidad constantemente. En el caso mexicano, esta legitimación y autoafirmación se produce, en este contexto, a través de la violencia. Una violencia para mantenerse en una guerra civil no declarada contra las mujeres. Toda esa potencia podría estar siendo utilizada, en contrapartida, para desarrollar una revolución crítica hacia los sistemas de gobierno neoliberales.
La masculinidad hegemónica demanda ciertas acciones para afirmarse. Los varones necesitan comprobar su legitimidad y su adscripción a la masculinidad constantemente. En el caso mexicano, esta legitimación y autoafirmación se produce a través de la violencia.
¿Creés que las mujeres son sujeto de una transformación política y social de esa envergadura?
Considero que las mujeres son objeto de tanta violencia que es imposible que no tengan una conciencia crítica. Muchas de las mujeres que están haciendo feminismo en este momento llegaron al feminismo no desde la teoría blanca, sino desde la vivencia en cuerpo entendido como femenino, como sujeto histórico, como un cuerpo que está construido en desventaja. Como dice María Lugones, la colonización nos inventa como mujeres. Nosotras no éramos mujeres. No significa que no existiera un sistema de sexo-género, pero aquí hablamos de las mujeres como el escalafón más bajo de la humanidad, como el botín de guerra o el cuerpo común para la producción de hijos, la producción de mercancías no pagadas y también para el trabajo de cuidados. Las mujeres viven un estado de excepcionalidad y de falta total de justicia. Ninguna de las promesas de la Ilustración ni de las democracias funcionan para las mujeres porque están mediadas no solamente por la masculinidad sino por el poder en general. Es decir, por el poder en sus relaciones con aparato jurídico y con un sistema de bienestar que nunca nos llegó. Pero el cuerpo tiene memoria. Y después de sufrir tantas atrocidades, tienes dos opciones: o te politizas o te mueres. Y creo que eso es lo que ha pasado. Hoy, afortunadamente no todos los movimientos son feministas en el sentido tradicional y eso me da muchísima alegría. Creo que el feminismo es antidogmático y puede transformarse. En México, la conciencia política feminista de las nuevas generaciones y de las generaciones anteriores que no estaban letradas, ha llegado a través de la distopía, de la necropolítica y de la conciencia del asesinato continuado de siete mujeres al día en el país. Y esas son las declaradas: no sabemos cuántas son en verdad.
Después de sufrir tantas atrocidades, tienes dos opciones: o te politizas o te mueres.
En tu análisis suybace un planteo escéptico respecto de la democracia. Parece haber la idea de una opresión de sin matiz, casi una mirada postapocalíptica.
Es que hablamos de una política postmortem. Sí, me ha tocado dar estas malas noticias pero no se trata de una visión apocalíptica: tiene que ver con ir a la complejidad de todas estas situaciones y con la necesidad de superar la espectacularidad. Tiene que ver con la necesidad de pensar las relaciones de poder que atraviesan el cuerpo y el territorio. Se trata de relaciones que no son inocentes y que están articuladas desde el género, la sexualidad, de la raza y de la clase, de todas las identidades diversas. Es decir, de quienes quedan fuera del proyecto de democracia blanca, intelectual, de clase media alta con capacidad de consumo. Creo que el proyecto democrático se ha vuelto una cosmetización de sí mismo. En México tenemos una de las constituciones más completas del mundo, se han firmado los tratados de protección de derechos humanos sobre una infinidad de materias, recibimos refugiados internacionales, pero nuestro mismo país está en guerra: en una guerra contra la población. No se trata en absoluto de abandonar el concepto de democracia sino de pensarla de modo participativo. La neoliberalización de la idea de lo político ha dañado a la democracia.
¿Cuál es el motivo de ese daño?
Se ha desarrollado un modelo único en el que las tres opciones políticas tradicionales –izquierda, centro y derecha– coinciden. En definitiva, las tres van a tener que poner en marcha políticas de escarnio, de exterminio y de desplazamiento para muchas poblaciones. Porque al final ya no es el partido. Aun así, yo creo que los partidos de la izquierda tienen la capacidad de hacer alianzas con poblaciones marginadas del proyecto político de la revolución masculina blanca de clase media. Pienso en los zapatistas y en el Consejo Nacional Indigenista que propusieron a María de Jesús Patricio Martínez “Marichuy” como candidata a presidenta para México. Su caso es paradigmático porque nos está diciendo algo sobre la representación política en el país. Nos está mostrando que en un país tan complejo pero con una población originaria bien importante, esas poblaciones están marginadas en la tarea de representación. Y son comunidades con una influencia a muchos niveles y no solo a nivel turístico o folclórico (que es como se venden las sociedades precoloniales), sino también a nivel culinario, de medicina, de saberes e idiomas. Tienen una alta representación en lo cotidiano y sin embargo no las pensamos como algo cotidiano de México sino como una excepción.
Ahora, sin desconocer ni mucho menos las lógicas del capitalismo contemporáneo y las lógicas de dominación, ¿no hay riesgo de caer en una mirada que ve en todo una subalternizacion muy pasiva de la población? ¿No omite esta mirada que hay también algunas tomas de partido que quizás no son aquellas a las que uno suscribiría pero que tienen la autoridad que les da un cierto grado de autonomía de quienes deciden? ¿No es posible que nosotros tengamos una crítica del poscapitalismo de consumo en el que vivimos, pero también que buena parte de la sociedad urbana mexicana adopte esas formas culturales y políticas incluso con algún entusiasmo y no solo como víctima de un imperativo externo?
Al final del libro me expreso sobre esta cuestión. Hay una fascinación, una psicopolítica, una producción de deseo en la cual, evidentemente, se deshace la lógica de la clase social. La gente en México se avergüenza de ser pobre como si la pobreza fuese una esencia de las personas y no tanto procesos de empobrecimiento estructural. Hay una fascinación y una conquista de la subjetividad a través del hiperconsumo. Lavar la vergüenza de ser pobre a través del hiperconsumo, aun contrayendo deudas, es una práctica habitual.
Pero así dicho, ¿no queda la sensación de que uno tiene una visión “verdadera” sobre la percepción de los otros que incluso la de los otros mismos? ¿No hay un peligro de pensar a esas personas como alienadas a las que les llevamos la verdad que deben conocer descorriendo un velo?
No es mi intención decir que las personas están completamente despotenciadas y que no tienen agencia. Hay muchos agenciamientos y uno aprende de ello. Además, yo no estoy fuera de esa sociedad: porque tengo suficientes privilegios como para sentarme días y días a pensar y escribir. No tengo que ir a la maquila o al campo a producir. Yo creo que no se trata de articular un discurso desde una superioridad moral pero sí creo que es importante develar claves de lo que sucede. Ya tenemos demasiado instalado el discurso que se presenta como único. La idea de Fukuyama del fin del hombre y del fin de la historia, se abrazó muy fuertemente en México durante los años 90 con la integración del neoliberalismo ya no solo como un sistema de producción de mercancías sino como modo de producción de una subjetividad y de necroempoderamiento. Creo que la gente que no tiene que ver una cabeza cortada al frente de su casa y que no le cortaron la cabeza a nadie de su familia puede vivir perfectamente en esta sensación aséptica de que no es tan mala la situación. Mi idea es desmoralizar esto para pensarlo profundamente y pensar también la posibilidad transformadora de nuestros privilegios con alianzas políticas en el sentido político, ético y no tanto partidista con otros devenires minoritarios como la raza, la clase, la geopolítica. La violencia en México no le interesaba a nadie mientras sucediera en nuestros territorios del norte. Se sabía perfectamente que eran las zonas nacionales de sacrificio. La frontera es ese lugar que filtra toda la violencia, que parecía impedir que ésta llegue al centro, a los sitios privilegiados con dinero que conservar y grandes territorios coloniales. Yo quería decirles a las personas que estaban a punto de vivir la fronterización de México que Tijuana no era excepcional: que ese era el proyecto cristalizado que había reventado.
Sobre la entrevistada: Sayak Valencia es Doctora en Filosofía, Teoría y Crítica Feminista por la Universidad Complutense de Madrid. Nacida en Tijuana en 1980, es cofundadora de La Línea, grupo feminista que, desde el año 2002, a través de la escritura, la teoría, la producción editorial, el arte audiovisual, la acción en espacio público y el performance hace una exploración crítica del proceso escritural y artístico en el área binacional entre Tijuana (MX)/San Diego (CA) y también en Madrid y Nueva York. Es atora de los libros Capitalismo Gore (Melusina, 2010), Adrift’s book (Aristas Martínez Ediciones, 2012) y El reverso exacto del texto (Centaurea Nigra Ediciones, Madrid 2007).