Autores: Alejandro Frenkel y Bruno Dobrusin
El Mercosur vive un momento de repliegue y desaceleración. Si bien dicho proceso se inició cuando aún gobernaban las administraciones neodesarrollistas, la llegada de gobiernos neoliberales ha profundizado las tendencias aperturistas y flexibilizadoras. En este marco, las visiones de un Mercosur en clave autonómica, multidimensional e inclusiva han sido desechadas como opciones estratégicas de desarrollo. Las perspectivas sobre el trabajo en la región han cambiado con el avance de este proceso de transformación.
La agenda laboral se ha transformado en un tema central de las discusiones globales y regionales en materia de políticas estatales. Mientras crece el debate sobre el futuro de las relaciones laborales en función de la robotización y la automatización de las condiciones de producción, en el espectro regional viene ganando peso la cuestión de cómo adaptar las economías latinoamericanas a un escenario internacional que se conjuga sobre un parte aguas: por un lado, se está dando un creciente cuestionamiento a la globalización en Occidente. Entre otras cosas, esta impugnación se sustenta en una retórica de defensa de los entramados productivos nacionales[1]. Como otra cara de la misma moneda, el ascenso de China y los países de Asia-Pacífico como centro de gravitación mundial ha traído una novedad: son estos países quienes reivindican ahora la globalización y las agendas de liberalización comercial. En este marco, las políticas de desregulación y apertura económica no están desapareciendo sino que hay un cambio de mando en sus principales promotores. En el medio de estos dos polos juegan, desde luego, las corporaciones trasnacionales.
Resulta inevitable que este escenario impacte en América Latina. Más aún, si se tienen en cuenta los recientes movimientos que se dieron en la región. La llegada de gobiernos neoliberales en países como Argentina y Brasil trajo aparejada, entre otras cosas, una proclama de mayor apertura económica, motorizando las economías en función de las inversiones externas y una profundización del perfil de países exportadores de commodities. Esta concepción de un modelo de desarrollo que se articula de afuera hacia adentro produce un escenario de mayor vulnerabilidad frente a las presiones de los actores económicos y financieros para desregular el mercado de trabajo. El argumento, en este caso, radica en aumentar la competitividad, bajar los costos de producción y proveer una inserción “eficiente” en las cadenas globales de valor.
El modelo de desarrollo que se articula de afuera hacia adentro produce un escenario de mayor vulnerabilidad frente a las presiones de los actores económicos y financieros para desregular el mercado de trabajo.
En el ámbito del regionalismo latinoamericano, la adopción de este esquema de inserción internacional también tiene sus implicancias: las visiones comercialistas vienen ganando terreno (de hecho, nunca dejaron de estar presentes en los diferentes momentos históricos) y con ellas se profundizan las pulsiones cortoplacistas orientadas a flexibilizar lo máximo posible los organismos de integración. El objeto de ello sería mitigar, o directamente eliminar, las supuestas ataduras –normativas, institucionales– que impiden a los Estados de la región integrarse de manera efectiva en el sistema internacional (Comini & Frenkel, 2017). En este contexto, el Mercosur es utilizado como una plataforma que simboliza los cambios hacia donde se intenta ir. En particular, presentar el Mercosur como una herramienta comercial para competir globalmente, más que como un proyecto de integración.
Dicho esto, este trabajo da cuenta de los cambios en la agenda laboral del Mercosur, siendo este un componente central en la reorientación del proceso mercosureño. Se analiza la relación entre el nuevo perfil que viene asumiendo el bloque desde la llegada de los gobiernos neoliberales en Argentina y Brasil y las discusiones –nacionales y regionales- respecto de implementar políticas de reforma laborales en pos de favorecer la “competitividad” del mercado latinoamericano.
Del Mercosur social al Mercosur comercialista
Todo proceso de integración es un proceso histórico en constante construcción. El bloque conosureño nacido en 1991 es, tal vez, uno de los proyectos del regionalismo latinoamericano que mayores transformaciones sufrió en las últimas décadas. Siguiendo a Mercedes Botto (2011), hasta hace algunos años se podían identificar al menos tres etapas en el desarrollo del Mercosur. En la primera (1987-1991), los gobiernos de Argentina y Brasil buscaron alcanzar una integración económica bajo un esquema de especialización intraindustrial, de carácter gradual sectorial y flexible, mediante protocolos sectoriales. La segunda etapa (1991-2002) estuvo definida por la incorporación de Paraguay y Uruguay y por el predominio de un fuerte sesgo comercialista, en el marco del cual los mercados marcaron el ritmo y el carácter de la integración. La siguiente etapa se abriría luego de la crisis de 2001 y su característica central es el retorno del liderazgo estatal, el proceso de incorporación de Venezuela y el consenso sobre la necesidad de producir un vuelco hacia un Mercosur más inclusivo. Tras el retorno de Tabaré Vázquez a la presidencia de Uruguay, los recientes cambios de gobierno en Argentina y Brasil -que colocaron a Mauricio Macri y Michel Temer al frente de la Casa Rosada y el Planalto- y la profunda crisis por la que atraviesa Venezuela, el Mercosur entraría en una nueva fase.
Si bien en cada una de estas etapas se pueden encontrar cambios y continuidades; reediciones y refundaciones, a los efectos de este trabajo nos interesa hacer foco en las características esenciales de la etapa que se abrió en los albores del siglo XXI y aquella que se inicia, entre 2015 y 2016, con el arribo de gobiernos neoliberales en Argentina y Brasil.
Luego del fracaso de las experiencias de reformas estructurales y desregulación de la economía que caracterizaron a la década de 1990, los procesos de integración regional empezaron a transformarse. La vinculación simbiótica entre “integración” y “mercado” dio paso a un modelo que reincorporaba las dimensiones políticas y sociales de la integración, y en el cual el Estado volvía a desarrollar un papel activo. En este marco, la política de integración regional de la mayoría de los países del Cono Sur se circunscribiría en un momento de expansión de gobiernos de centro izquierda que proponían cambios en el modelo de desarrollo hacia parámetros que podrían denominarse como “neodesarrollistas” (Bresser- Pereira, 2007, 2016; Féliz, 2012; Bresser-Pereira, Oreiro, & Marconi, 2014).
Para muchos Estados latinoamericanos, los proyectos de regionalismo adquirirían por esos años un carácter de resistencia (Hettne, 2003) -más que de apertura- frente a un proceso de globalización percibido como un irreversible, pero con efectos que acentúan el carácter desigual del desarrollo y con peligrosas consecuencias sociales (Fernández, 2004: 21). En este marco, la integración regional sería relanzada bajo un prisma posliberal (Sanahuja, 2009); inclusivo (Vázquez, 2011); post-hegemónico (Riggirozzi & Tussie, 2012) o productivo (Briceño Ruiz, 2013) y paulatinamente se irían ampliando las agendas más allá de la económico-comercial incorporando, en cambio, un carácter multidimensional (Serbin 2011; Rojas Aravena, 2012; Riggirozzi & Grugel, 2015).
Esta idea multidimensional e integral que comenzó a permear a los procesos de integración a comienzos del siglo XXI tuvo, en el Mercosur, una serie de indicadores paradigmáticos. El primero de ellos fue el lanzamiento del “Mercosur Social”, mediante la firma de la Decisión Nº 61/00 del Consejo del Mercado Común (CMC). Decisión que instauraba la Reunión de Ministros y Autoridades de Desarrollo Social del bloque. A partir de allí comenzaría el tránsito hacia una nueva definición de lo social y hacia un nuevo espacio de esta dimensión en el proceso de integración (Perrotta & Vazquez, 2010).
El segundo hito del proceso mercosureño por aquellos años fue el establecimiento de los que se conoció como el Consenso de Buenos Aires (2003) entre Lula da Silva y Néstor Kirchner[2]. En este marco de transformación, la centralidad de la agenda económica comenzaría a verse desdibujada y, en cambio, cobraría fuerza la idea de un proceso articulado alrededor de múltiples dimensiones. Además de los asuntos sociales, laborales, ambientales, de seguridad o de salud, en esta etapa del Mercosur también habría un intento de reposicionar a la variable política como el motor del proceso integracionista. En definitiva, tanto la ampliación de las agendas sectoriales como la revalorización de la dimensión política fueron visualizados por los gobiernos neodesarrollistas como herramientas para desandar el “Mercosur fenicio” (Caetano, 2006) que había tenido su esplendor durante la década de 1990. Es decir, un bloque con muy escasa institucionalidad y reducido a un agenda meramente económico–comercial.
Ahora bien, más allá de las intenciones, los resultados de la reconfiguración del Mercosur serían, más bien, ambivalentes. El aspecto político en términos de alcanzar una mayor capacidad de decisión autónoma encontraría un lugar destacado a la hora de aunar posiciones frente a determinados acontecimientos regionales. La articulación de una postura común durante la Cumbre de las Américas de 2005 que echó por tierra la aprobación del Área de Libre Comercio para las Américas (ALCA) o la suspensión de Paraguay luego de la fraudulenta destitución de Fernando Lugo en 2012 son algunos de los ejemplos más destacables. No obstante, este accionar sería más el resultado de una activa “diplomacia presidencial” que de la utilización efectiva de los mecanismos políticos existentes, como el Foro de Consulta y Concertación Política. De igual forma, en los últimos años la negociación conjunta frente a actores extrarregionales se volvería un asunto cada vez más problemático. Por caso, ante la creciente presencia de China en la región, los países del bloque terminarían adoptando un relacionamiento bilateral, aun cuando las agendas de los Estados miembros con el gigante asiático incluyeran temáticas similares. La posible firma del tratado de libre comercio con la Unión Europea sería otro ejemplo de la licuación de la dimensión política del bloque: ante las dificultades para alcanzar una posición consensuada, Brasil, Paraguay y Uruguay comenzarían a ceder a las presiones internas para avanzar en una negociación a varias velocidades con el bloque europeo.
La reforma institucional, iniciada en 2005 a través de la conformación del Grupo de Alto Nivel para la Reforma Institucional (GANRI) con el objeto de relativizar la macrocefalia económica del Mercosur, quedaría trunca por la oposición, principalmente, de las burocracias estatales nacionales. Esto significó que, aun en un proceso de redefinición del regionalismo conosureño, las viejas estructuras debieran convivir con las nuevas (Inchauspe & Perotta, 2008), complejizando la puesta en marcha de agendas no comerciales.
Entre 2015 y 2016 se sucedieron una serie de hechos políticos en América Latina que abrieron el debate respecto de si la región se encontraba en una especie de cambio de ciclo, marcando un punto de inflexión con la etapa de gobiernos de centro izquierda[3]. En este convulsionado contexto, los procesos de integración entrarían en una nueva etapa de redefiniciones. En efecto, si en la etapa anterior el bloque mercosureño se había intentado configurar –en mayor o menor medida- como una herramienta de autonomía frente a una globalización, con la llegada de los nuevos gobiernos liberales se daría un reposicionamiento del regionalismo abierto y los procesos de integración pasarían a ser concebidos como un instrumento para atraer capitales y potenciar la exportación de commodities (Comini & Frenkel, 2017).
A raíz de ello, los flamantes gobiernos redoblarían las pulsiones para flexibilizar el perfil del Mercosur y lograr una mayor convergencia con la Alianza del Pacífico[4]. La apelación a la flexibilidad implicaría reintroducir el cortoplacismo de las “alianzas ad-hoc”, estableciendo un Mercosur “sin ataduras” para negociar individualmente. En la práctica, flexibilizar el bloque significa deshacer toda rigidez institucional, normativa y política que pudiera impedir o, cuanto menos, condicionar una inserción competitiva en los mercados globales. En un mismo sentido, el resultado de este movimiento es un indicador de utilidad para los sectores que revalorizan las zonas de libre comercio en detrimento de los proyectos con perspectivas más ambiciosas, como puede ser la conformación de un mercado común o priorizar la generación de políticas públicas regionales en otras agendas más allá de las económico-comerciales (Comini & Frenkel, 2017).
En definitiva, en la nueva etapa del Mercosur las agendas comerciales volverían a ganar terreno como el lei motiv de la integración, erosionando la idea de multidimensionalidad y, con ella, la posibilidad de potenciar la cooperación en las agendas sociales, políticas y, también, laborales. A menos, claro, que las mismas se articulen como un apéndice del modelo de inserción internacional.
Avances y contradicciones de la agenda laboral del Mercosur
Dentro de las diferentes agendas que convergen en el Mercosur, la agenda laboral es una de las pocas donde la participación de actores externos a los gobiernos -y que no se refiere al sector empresarial- tiene mayor relevancia. El sindicalismo ha sido un actor central en la discusión, presión e implementación de la agenda laboral dentro del Mercosur. Inclusive desde antes de la constitución del propio bloque comercial. En este sentido, los sindicatos de la región “corren con ventaja” frente a los gobiernos y otros actores de la sociedad civil, ya que desde la salida de las dictaduras la integración regional era percibida por éstos como una herramienta estratégica (Botto, 2015). En 1986, se crea la Coordinadora de Centrales Sindicales del Cono Sur (CCSCS), integrada por centrales sindicales de Argentina, Uruguay, Paraguay, Brasil, Bolivia y Chile[5]. En su origen, la CCSCS tenía como objetivo fortalecer, desde el accionar sindical, los procesos de democratización y refuerzo de derechos sociales que estaban experimentando los países de la región (Carrau, 2008).
Desde sus comienzos, el bloque sindical actuó a través de la CCSCS para influenciar a los gobiernos. Especialmente, promoviendo la conformación de una alianza estratégica entre Argentina y Brasil. Esto significó que en el nacimiento y posterior desarrollo del Mercosur el actor sindical tuviera la capacidad de incidir en la agenda laboral, a partir de una trayectoria previa de colaboración y preparación. Asimismo, la incidencia sindical permitió que el Mercosur combinara aspectos puramente “libre-cambistas”, típicos de la etapa neoliberal, con instituciones de diálogo social inspiradas en aquellas creadas al interior de la Unión Europea. Como resultado de esta particular combinación, durante la etapa más regresiva en términos de reformas laborales en los países del Mercosur igual se daría un sustantivo avance de la institucionalidad laboral al interior del bloque conosureño (Robles, 2002). Inclusive, mayor que en otras épocas de mejoras en indicadores sociales y económicos como fueron los años de gobiernos neodesarrollistas (Dobrusin, 2012).
En efecto, durante los primeros diez años del Mercosur se crearon instituciones vinculadas a la agenda laboral que se mantienen hasta la actualidad. Entre las tres principales están: el Comité Socio-Laboral del Mercosur, el Subgrupo de Trabajo 10 (sobre acciones de carácter laboral) y el Foro Consultivo Económico y Social (FCES). Estos espacios fueron creados en la segunda mitad de los noventa (en gran parte, por la presión sindical) y tienen un carácter tripartito en la deliberación. En términos de decisiones finales, el Subgrupo de Trabajo 10, que influye sobre las reglas a implementar por el bloque, continúa estando en manos de los gobiernos. El FCES, por su parte, reúne a organizaciones de la sociedad civil e incluye a sindicatos y empresarios. Su influencia es baja debido a que sus decisiones tienen que ser negociadas por país, con cada una de las partes participantes, consensuadas a nivel regional. Además, las decisiones tienen un carácter, como lo indica su título, consultivo, con lo cual los gobiernos y las autoridades del Mercosur no están obligadas a adoptarlas.
Durante los primeros diez años del Mercosur se crearon instituciones vinculadas a la agenda laboral que se mantienen hasta la actualidad. Sin embargo, su influencia es baja y su carácter es consultivo.
La etapa de crecimiento de la institucionalidad laboral del Mercosur (1995-1999) coincide con momentos de crisis económicas al interior de cada país, que afectaron la situación del mercado laboral. Sobre todo, el crecimiento del desempleo, la caída de los salarios y la profundización de la flexibilización laboral (Cook, 2007). Esto explica, a nuestro entender, el mayor accionar sindical en la agenda regional: al cerrarse posibilidades y espacios de negociación a nivel nacional, las centrales sindicales buscaron orientar la presión hacia el ámbito regional buscando, aunque sea, obtener herramientas que les permitieran conservar los derechos adquiridos. La Declaración Sociolaboral del Mercosur, concertada en 1998, es un ejemplo de este accionar. En línea con la declaración de principios fundamentales de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), la Declaración establece derechos individuales (no discriminación en el trabajo, eliminación del trabajo forzoso, derecho a migrar) y colectivos (derecho a huelga, a la organización y negociación colectiva) que debían ser respetados y promovidos por todos los países miembros. Además, la declaración estableció una serie de metas para el bloque que superan los aspectos estrictamente comerciales. Incluye la necesidad de promover el empleo, garantizar los mecanismos de seguridad social y promover el desarrollo social (Mercado Común del Sur, 1998). Si bien esto puede sonar meramente declarativo, la Declaración puede leerse como un triunfo en la agenda sindical, en tanto ponía un freno a la idea predominante en algunos gobiernos de la época de que el Mercosur debía parecerse más al Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Es decir, un esquema con la menor institucionalidad posible y un énfasis exclusivo en el comercio.
Ahora bien, más allá de los avances institucionales en la agenda laboral del Mercosur alcanzados durante la década del noventa, las instituciones laborales del bloque poseen una serie de características que merecen ser remarcadas: alta informalidad; baja participación por parte del empresariado; intensa participación de los sindicatos; y el carácter “consultivo” de sus decisiones son las más predominantes (Robles, 2006: 72-73). Estas características indican que los avances en la temática laboral están fuertemente relacionados con la capacidad sindical de influenciar a los gobiernos de manera directa. A su vez, indican la escasa predisposición de los gobiernos nacionales y el sector empresarial para establecer instituciones laborales con participación integral y capacidad de decisión vinculante. Por último, cabe destacar que la capacidad de incidencia sobre ministerios como los de Trabajo y Desarrollo Social suele ser mayor para los actores sindicales, mientras que las carteras de Economía, Infraestructura y las cancillerías tienen menor predisposición a la participación. Estas últimas son las que suelen llevar adelante las principales decisiones sobre los procesos de integración.
De igual forma, vale remarcar que estas características se han mantenido prácticamente inmutables hasta la actualidad. En efecto, aun cuando proliferaron los gobiernos de centroizquierda y hubo mayor interés por los temas laborales, la densidad de las acciones se basó en la institucionalidad creada durante los años noventa. En este sentido, existen más líneas de continuidad que de ruptura entre el Mercosur neoliberal de los noventa y la etapa del Mercosur social de la década de 2000.
Como se dijo anteriormente, los gobiernos de centroizquierda concibieron mayoritariamente a la integración regional como una herramienta para obtener mayores márgenes de autonomía frente a las potencias. En este sentido, si bien durante esta etapa el Mercosur se potenció a nivel político-estratégico, no se logró profundizar sobre medidas específicas que permieran romper con el molde original del bloque (Dobrusin, 2012). En la agenda laboral, los avances durante la etapa progresista dependieron de la capacidad de los sindicatos de influenciar a los presidentes de manera directa. Las medidas respecto a los avances en los derechos migratorios dentro del bloque, así como la creación del Instituto Social del Mercosur y el Instituto de Derechos Humanos fueron, en gran parte, producto del accionar presidencial. Esto refuerza la idea presentada por Malamud (2005, 2008) que el Mercosur tiene una característica “presidencialista”, en el que las institucionalidad tiene un segundo plano y el accionar de los Jefes de Estado es determinante en el devenir del bloque.
Los avances en la agenda laboral durante la etapa progresista dependieron de la capacidad de los sindicatos de influenciar a los presidentes de manera directa.
Tomando en cuenta la característica mencionada en el párrafo anterior, uno de los ejes de presión durante los gobiernos progresistas fueron las cumbres sociales del Mercosur (Botto, 2015). Si bien éstas ya existían en los años noventa, tomaron mayor notoriedad durante la etapa del Mercosur social, inclusive contando en diversas ocasiones con la participación de figuras importantes de los gobiernos, y hasta de los propios presidentes. Estas cumbres permitieron escenificar la idea de un Mercosur contrapuesto al del neoliberalismo, orientado en términos retóricos hacia la integración productiva y con mayor participación social. Sin embargo, durante esta etapa las mejoras en los indicadores nacionales en términos laborales (caída del desempleo, incremento de los empleos formales, crecimiento del salario real impulsado por el salario mínimo) no tuvieron una correlación en el nivel regional. Con la excepción de los nuevos derechos migratorios (Dobrusin, 2012), la agenda laboral de la etapa progresista tuvo similitudes y ritmos similares a los de la etapa neoliberal. El hito más relevante en cuestiones laborales fue la revisión de la Declaración Sociolaboral del Mercosur, realizada en 2015, en la que se avanzó en una mayor protección de los derechos laborales y sindicales, se explicitó el derecho a huelga, se incorporó la protección ante el despido y se incluyó una misma jornada laboral de ocho horas para todos los países miembros. La declaración también incorporó agendas laborales internacionales que se discutieron desde 1998, en especial en lo relativo al Trabajo Decente y a los derechos de los Trabajadores Migrantes (Mercado Común del Sur, 2015).
La baja densidad de medidas concretas en las instituciones laborales del Mercosur también estuvo relacionada a la presencia sindical en las alianzas gubernamentales de la mayoría de los países del bloque (Argentina, Brasil y Uruguay). Esto implicó un mayor enfoque en generar influencia mediante los canales de participación y negociación abiertos en la esfera nacional, en lugar de buscar la institucionalidad supranacional como mecanismo de influencia (Dobrusin, 2012; Botto, 2015).
Reformas laborales en el retorno neoliberalismo
Si bien durante la etapa del Mercosur social la agenda laboral no avanzó a la par de la retórica integracionista, lo cierto es que la ampliación de las discusiones regionales y, sobre todo, las políticas nacionales terminaron beneficiando indirectamente el avance en materia de derechos. Los sindicatos, por su parte, se fortalecieron a la par de las mejoras en los indicadores de mercado de trabajo (Cook, 2011). De igual forma, algunas de las decisiones geopolíticas, como el ingreso de Venezuela como miembro pleno, no tuvieron repercusión directa en la cuestión laboral, pero sí implicaron una profundización de la integración al ampliar el espacio geográfico (sudamericano) y sectorial (energético).
Sin embargo, desde el 2015 en adelante, los vaivenes a los que ha estado sujeto el Mercosur y los países que lo componen reorientaron nuevamente la dirección estratégica del bloque. El golpe de estado contra Fernando Lugo en Paraguay en 2012; el triunfo de Macri en Argentina; el golpe de estado contra Dilma Rousseff en Brasil y el retorno de Tabaré Vázquez a la presidencia de Uruguay son todos eventos que fueron afectando el funcionamiento del Mercosur y que pusieron en cuestión la idea de una integración regional más profunda. Como se dijo anteriormente, Macri y Temer conciben al organismo desde un horizonte similar: un perfil comercialista, políticas regionales que sirvan para atraer inversiones externas y quitar las protecciones a los sectores industriales. Tabaré Vázquez, si bien pertenece al mismo partido político que José Mujica, ha sido desde su primer mandato (2005-2010) un crítico del Mercosur y de sus disparidades internas (Caetano, 2011). Estos factores, suplementados por la crisis política que atraviesa Venezuela, se conjugan para redireccionar el bloque hacia un esquema de regionalismo abierto.
En la nueva etapa del Mercosur, liderado ideológicamente por las posturas librecambistas del macrismo en Argentina, existen tres posicionamientos que afectan la agenda laboral del bloque y que directa e indirectamente van a afectar las realidades de los trabajadores en todos los países miembros: las reformas laborales; el acuerdo de libre comercio con la Unión Europea y la profundización de las relaciones con Estados Unidos. De estas tres posiciones, sólo la firma de un acuerdo de libre comercio con el viejo continente parece estar siendo negociada en bloque. Las otras dos, si bien afectan seriamente al proceso mercosureño, avanzan por carriles nacionales independientes del resto de los miembros. No todos los países acuerdan en los caminos en estos tres puntos, y las divergencias abren espacios para las dudas y cuestionamientos.
En la nueva etapa del Mercosur, liderado ideológicamente por las posturas librecambistas, existen tres posicionamientos que afectan la agenda laboral: las reformas laborales; el acuerdo de libre comercio con la Unión Europea y la profundización de las relaciones con Estados Unidos.
Las reformas laborales comenzaron en Brasil. En el marco de un programa político y económico que busca redefinir las relaciones entre Estado, mercado y sociedad civil, el gobierno de Michel Temer avanzó a mediados de 2016 en una reforma integral de los derechos laborales y sindicales de los trabajadores brasileños[6]. Esta reforma flexibiliza las formas de contratación, permite que las negociaciones colectivas tengan un grado superior a la ley, avanza sobre derechos sindicales y promueve la posibilidad de estirar la jornada de trabajo (Teixeira, 2017). La reforma promovida por el gobierno brasileño -votada por el congreso nacional- implica un retroceso en derechos laborales, retornando a una era previa a las relaciones industriales (CESIT, 2017).
Los ecos reformistas llegarían también a la Argentina. Con el argumento de “bajar el costo laboral” y potenciar una inserción “eficiente” en las cadenas globales de valor, el gobierno de Macri tiene en mente una reforma similar a la del país verde amarelo, que incluye también una reforma de la seguridad social, aumentando la edad jubilatoria y los años de contribución efectiva. Si bien esta reforma por el momento no se llevó adelante, se están dando avances en negociaciones colectivas (petroleros, mecánicos) y se promueve la idea de seguir el camino brasileño (Ámbito.com, 2017). En caso que no se pudiera aprobar una ley de reforma integral, la estrategia adoptada sería la de reformas parciales y escalonadas, sector por sector.
Dicho esto, vale aclarar también que si bien esta no es la primera oleada de reformas laborales en el Mercosur, sí es un indicador de las falencias del bloque en tanto proyecto para gobiernos tanto progresistas como liberales. La falta de una política pública regional en la materia que, en los hechos, los Estados miembros, más que aunar posiciones para “mejorar la competitividad de la región”, están compitiendo entre sí para atraer inversiones. Esto fue apuntado por el gobierno uruguayo luego de la aprobación de la reforma laboral en Brasil, al cuestionar la contradicción entre esa reforma y lo establecido en la Declaración Sociolaboral del Mercosur -entre otras cuestiones, al permitir una jornada de trabajo mayor a lo establecido en la actualización de la declaración de 2015- (Diario Río Negro, 2017). El gobierno oriental, incluso llegaría a manifestar la necesidad de tratar en el seno del Mercosur los efectos de la nueva legislación brasileña, lo cual abriría un conflicto entre ambos países.
En cuanto al acuerdo de libre comercio con la Unión Europea, este es uno de los puntos en los que, a pesar de sucesivas insinuaciones para avanzar en “dos velocidades”, el Mercosur ha podido mantener una negociación bloque a bloque. El acuerdo, tal como está planteado en la actualidad, afectaría negativamente a los sectores industriales argentinos y brasileños, ya que la competencia con el empresariado europeo sería asimétrica sin las protecciones aduaneras que rigen actualmente. Por otra parte, la Unión Europea mantiene bloqueada la negociación del capítulo referido a la carne bovina. En caso de que este sector quede excluido se limitaría seriamente la capacidad de exportación de los productos en los que los países mercosureños son más competitivos (Bianco, 2017). A su vez, esto generaría un efecto en cadena: la competitividad asimétrica producto de la apertura indiscriminada y la ausencia de protecciones por parte del bloque generaría mayores presiones para “adaptar” los entramados productivos de los países sudamericanos. En este marco, “bajar el costo laboral” será una consigna que no tardará en aparecer en la retórica de los gobiernos y el empresariado mercosureño.
Pero el panorama se vuelve aún más complicado si se tienen en cuenta los recientes cambios en el escenario internacional. La visión pro globalización que expresan gobiernos como el de Temer y el de Macri se está enfrentando a una situación global diferente, sobre la cual el Mercosur no está operando. Un ejemplo de esto es que la orientación comercialista, centrada en abrir mercados para la exportación de commodities agrícola-ganaderos, está chocando con la nueva oleada proteccionista del gobierno de Estados Unidos. La restricción a la importación de limones de origen argentino, sumada a la reciente decisión de aumentar los aranceles a la entrada biocombustibles, son datos que avizoran complejas realidades para la orientación aperturista en la que se inspira la actual estrategia del Mercosur. A esto cabe sumarle un dato no menor: el principal socio comercial de los países del bloque en la actualidad, China, no negocia con el Mercosur como una única estructura, sino que propicia negociaciones comerciales bilaterales y simultáneas, conformando un esquema radial de vinculación. Esto no hace más que debilitar la posición relativa en las negociaciones y profundizar la asimetría entre el gigante asiático y los países de la región.
Conclusiones
Los puntos presentados anteriormente indican que el Mercosur está en un momento de repliegue y desaceleración. Si bien dicho proceso se inició cuando aún gobernaban las administraciones neodesarrollistas, la llegada de gobiernos neoliberales ha profundizado las tendencias aperturistas y flexibilizadoras. En este marco, las visiones de un Mercosur en clave autonómica, multidimensional e inclusiva han sido desechadas como opciones estratégicas de desarrollo.
En un mismo sentido, las reformas en el mercado del trabajo parecen haberse transformado en un axioma ineludible: reducir el costo laboral es una necesidad imperiosa para aquellos esquemas de inserción internacional que tienen como horizonte la atracción inversiones externas. Sin embargo, vale señalar, pensando en el presente y el futuro, una lección del pasado: las reformas de este tipo aplicadas en años anteriores resultaron ser insuficientes para atraer capitales foráneos y terminaron afectando negativamente la situación de los trabajadores donde se implementaron (Bohovslavsky 2017).
El acuerdo con la Unión Europea –símbolo del renovado perfil comercialista que impregna al bloque conosureño- ocurre en un momento de gran incertidumbre. Especialmente, con la salida del Reino Unido del esquema comunitario todavía por definirse y con negociaciones que se siguen alargando. El Mercosur tiene un papel secundario en la estrategia comercial europea, lo cual se ve plasmado en una ausencia de centralidad de las negociaciones intra-bloque.
En tercer lugar, la presencia de Donald Trump indica que el escenario político y económico global dista largamente de ser una reproducción simple del esquema de globalización neoliberal que contextualizó la creación del Mercosur en los años noventa. El reflujo hacia posiciones proteccionistas por parte de la principal economía impacta negativamente sobre la estrategia aperturista de los gobiernos sudamericanos, y descoloca la estrategia de “volver al mundo”.
De igual forma, orientar los esfuerzos hacia China y los países asiáticos –quienes mejor enarbolan, hoy, las banderas de la globalización- tampoco ofrece un panorama demasiado alentador, en especial si se enfoca la agenda laboral. Si bien es cierto que el comercio con esa zona del planeta se está tornando cada vez más relevante; y que el constante crecimiento de las economías asiáticas ofrece nuevos nichos para la colocación de productos, la naturaleza de estos vínculos, así como están planteados, no deja de ser marcadamente asimétrica. Por un lado, expone las dificultades de las industrias regionales para competir con economías que cuentan con un fuerte respaldo estatal y con altos niveles de flexibilización laboral. Por otro lado, se multiplican los incentivos para seguir profundizando el carácter primario de las economías del Mercosur.
En definitiva, plantear una vinculación acrítica tanto con aquellos que hoy cuestionan la globalización como con quienes se presentan como sus más fervores defensores, nos lleva al mismo callejón sin salida: abrir más las economías y flexibilizar todavía más los mercados de trabajo como el único camino posible. Resta, entonces, plantear una alternativa de cara al futuro. Cualquiera sea el prisma ideológico del que se parta, en tanto la integración sea entendida como un mero vehículo para fortalecer las economías nacionales -aun cuando ello afecte la consolidación de un mercado regional- resultará imposible trascender los vicios y las vulnerabilidades estructurales. En este escenario, se torna imperiosa crear mecanismos que articulen políticas comunes y transformen las voluntades nacionales en políticas públicas regionales, si lo que se quiere es construir un entramado que mitigue las pulsiones cortoplacistas y potencie la capacidad de negociación de la región. Este entramado, además, debe incluir una activa participación social. Una participación más vinculante, más inclusiva y menos declarativa.
Sobre los autores: Alejandro Frenkel es Licenciado en Ciencia Política y doctorando en Ciencias Sociales (UBA). Becario doctoral del Centro de Estudios e Investigaciones Laborales del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET).
Bruno Dobrusin es Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires. Becario doctoral del Centro de Estudios e Investigaciones Laborales del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET).
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[1] El Brexit, el “America First” de Donald Trump, las proclamas xenófobas en algunos países europeos o la cruzada contra el “dumping social” que está encarando el presidente francés, Emmanuel Macron, son algunos ejemplos de ello.
[2] El Consenso de Buenos Aires fue un documento suscripto por los entonces presidentes de Argentina y Brasil el 16 de octubre de 2003. Entre otras cosas, allí se afirmaba la necesidad de encarar la integración sobre la base de una distribución equitativa de la riqueza y la inclusión social; una mayor participación del Estado y la búsqueda de mayores márgenes de autonomía que, asimismo, permitan consensuar posiciones comunes para negociar con terceros. Sumado a ello, se afirmaba que el trabajo decente, tal como es concebido por la OIT, es el instrumento más efectivo de promoción de las condiciones de vida de nuestros pueblos. El Consenso de Buenos Aires se plasmó luego en el Programa de Trabajo 2004-2006 (adoptado por la decisión CMC N° 26/03).
[3] La derrota de Evo Morales en el referendo del 21 febrero de 2016, el fracaso del oficialismo venezolano en las elecciones legislativas de diciembre de 2015, la victoria de Macri también en 2015 y la estrepitosa salida de Dilma Rousseff en Brasil serían los indicadores más relevantes de este cambio de tendencia.
[4] Paraguay es miembro observador de la AP desde el año 2013. En 2016, Argentina se incorporaría bajo la misma modalidad. Uruguay, por su parte, formalizaría recientemente su pedido de entrar al bloque del Pacífico como “Estado asociado”.
[5] La CCSCS fue mutando su composición con el transcurrir de los años. Si bien en el origen incorporó centrales sindicales de países externos a lo que luego sería el Mercosur, el núcleo central de actuación son las organizaciones de los 4 países firmantes del Tratado de Asunción; Argentina, Uruguay, Paraguay y Brasil. Desde el ingreso de Venezuela, sindicatos de ese país también comenzaron a participar de esta coordinadora.
[6] Para ver un análisis pormenorizado de la reforma laboral en Brasil, recomendamos el trabajo realizado en el CESIT-UNICAMP, disponible en http://www.cesit.net.br/dossie-reforma-trabalhista