Autor: Wolfgang Streeck
Estamos asistiendo al fin del capitalismo. La expansión de la globalización llevó a la ingobernabilidad del sistema y fragmentó la acción política. Lo que parecía el triunfo del sistema es lo que preanuncia su final. Pero en momentos de transición todo se transforma: las estructuras sociales, las concepciones ideológicas y las relaciones laborales.
Es inevitable, y está escrito desde hace un tiempo; sólo debemos aprender a leerlo. El mensaje es el siguiente: el capitalismo es una formación social histórica; no solo tiene un principio sino también un final[1]. Tres tendencias han tenido lugar en simultáneo desde los años ’70 en toda la familia de las democracias capitalistas ricas: la caída del crecimiento, el aumento de la desigualdad de la riqueza y los ingresos, y el aumento de la deuda –pública, privada y total. Hoy las tres parecen reafirmarse mutuamente: el bajo crecimiento contribuye a la desigualdad al intensificar el conflicto de distribución; la desigualdad disminuye el crecimiento al frenar la demanda efectiva; los altos niveles de deuda existentes obstruyen los mercados de crédito y aumentan el riesgo de crisis financieras; un sector financiero demasiado grande producto de la desigualdad económica a su vez la acentúa, etc. Ya el último ciclo de expansión antes de 2008 era más ilusorio que real[2] y la recuperación post 2008, en el mejor de los casos, sigue siendo débil, también debido a que el estímulo keynesiano, monetario o fiscal, deja de funcionar frente a la cantidad sin precedentes de deuda acumulada. Nótese que estamos hablando de tendencias a largo plazo, no solo de una coincidencia coyuntural desafortunada, y en efecto de tendencias globales que afectan al sistema capitalista como tal y en su totalidad. No hay nada a la vista que parezca tener la potencia suficiente para contrarrestar esas tres tendencias, tan profundamente arraigadas y fuertemente entrelazadas como lo están hoy.
Asimismo, al mirar atrás vemos una secuencia de crisis político-económicas que comenzaron con la inflación en los ‘70, seguida por una explosión de deuda pública en los ‘80 y por el crecimiento estrepitoso de la deuda privada en la década siguiente, lo que generó el colapso de los mercados financieros en 2008. Esta secuencia, nuevamente, fue en líneas generales la misma para todos los países capitalistas centrales, cuyas economías nunca han alcanzado el equilibrio desde la culminación del crecimiento de la posguerra. Las tres crisis comenzaron y terminaron de la misma manera: la inflación, la deuda pública y la deuda privada sirvieron en un principio como soluciones políticas expeditivas a conflictos de distribución entre capital y trabajo (y a veces terceros, tales como los productores de materia prima) hasta que se convirtieron en problemas en sí mismas: la inflación a comienzos de los ‘80, la deuda pública en una primera fase de consolidación en los ‘90, y la deuda privada luego del 2008.[3] El parche que aplica actualmente la política tiene el nombre de “expansión cuantitativa”: es, esencialmente, emisión de moneda por parte de los tesoros públicos y bancos centrales para mantener bajas las tasas de interés y una deuda acumulada sostenible, así como para evitar que una economía estancada termine en deflación al precio de una mayor desigualdad y del nacimiento de nuevas burbujas en mercados de activos y, eventualmente, de su colapso.
La naturaleza fundamental de la crisis se ve reflejada en cuánto han perdido el norte los capitanes del capitalismo y en la manera en que se ven reducidos a idear constantes recursos provisionales hasta ser alcanzados por la siguiente sorpresa desagradable. Los magos se han quedado sin trucos. ¿Cuánto más podrá continuar la expansión cuantitativa? ¿Es la deflación el problema o lo es la inflación? ¿Una regulación financiera más estricta fomenta el crecimiento o lo perjudica?[4] Hasta mediados de los ‘70, el crecimiento debía ser el resultado de la redistribución de arriba hacia abajo; luego, cuando el keynesianismo fue sucedido por el hayekianismo, lo opuesto fue la regla y debían liberarse los mercados para redistribuir de abajo hacia arriba. Hoy, siete años después del desastre de 2008, aún no hay una nueva fórmula de crecimiento y rige la confusión. El capitalismo de estado ha fracasado –es decir, fue rechazado por los dueños del capital por resultarles demasiado costoso, y fue reemplazado con un capitalismo de libre mercado, que también ha fracasado-. De momento, los bancos centrales actúan como regentes en la espera de un nuevo gobernante. Pero ¿quién será y cuál será su receta para mantener en pie a la empresa capitalista?
Yo sugiero que luego de más de 200 años, el capitalismo se ha vuelto insostenible por haberse tornado ingobernable. Detrás de esto está lo que en pocas palabras viene a llamarse “globalización”: la expansión de relaciones de mercado capitalistas fuera del alcance del gobierno, que unió al capitalismo a la vez que dejó fragmentada la acción política colectiva. Aunque esto pueda parecer la victoria final del capitalismo, y en cierto punto lo es, también es lo que anuncia su final. Lejos de lo que Mandeville prometió en “La fábula de las abejas” (1714), y de lo que Adam Smith sugirió con su metáfora menos provocativa de la “mano invisible” (1776), la conversión capitalista de vicios privados en virtudes públicas que garanticen la estabilidad de la sociedad solo funcionaba en presencia de instituciones formales e informales fuertes que restringían el “orden del egoísmo” (Dunn, 2005) del mercado y lo sometían a la disciplina social. Al sobrepasar las capacidades colectivas de gobernarla, el capitalismo ha obtenido una victoria pírrica. Que hoy no haya una alternativa, una fuerza anticapitalista unida globalmente, es tanto un problema para el capitalismo como una bendición. Nótese que en momentos cruciales en la historia del capitalismo fueron sus opositores los que lo estabilizaron como sociedad: movimientos regionales, nacionales o religiosos que preservaron la cohesión social y así permitieron la cooperación y el intercambio de buena fe, o sindicatos y estados de bienestar socialdemócratas que aseguraron que hubiera suficiente demanda y reproducción social por medio de la intervención política.
El capitalismo se ha vuelto insostenible por haberse tornado ingobernable. Detrás de esto está la “globalización”: la expansión de relaciones de mercado capitalistas fuera del alcance del gobierno, que unió al capitalismo a la vez que dejó fragmentada la acción política colectiva. Aunque esto pueda parecer la victoria final del capitalismo, es también lo que anuncia su final.
La desaparición simultánea de gobierno y oposición en el capitalismo contemporáneo hace al colapso acumulativo de la integración sistémica que, a su vez, está generando una transformación acelerada de la integración social (Lockwood, 1964). La ingobernabilidad global ha causado una profunda erosión de regímenes sociales en el frente entre los mercados capitalistas y lo que Karl Polanyi ha llamado las tres “mercancías ficticias”: el trabajo, la tierra y el dinero. Si bien el desarrollo capitalista, según Polanyi, debe tener el fin último de convertir todo en mercancía, sólo puede proceder en tanto la sociedad le impida forzar que caiga en su lógica aquello que sólo puede convertir en mercancía en su propio detrimento. Proteger el trabajo, la tierra y el dinero de la dinámica de desarrollo capitalista requiere un gobierno; la “gobernanza” en sí misma no es suficiente (Offe, 2008) para evitar que el capitalismo vaya demasiado lejos y termine por socavarse a sí mismo.
La erosión del régimen actual es desalmada con la naturaleza, en tanto la política fragmentada del capitalismo global ha sido incapaz de contener el consumo y la destrucción del medio ambiente. Similarmente, la emisión competitiva de dinero por parte de los gobiernos, bancos centrales y empresas financieras se ha convertido en una fuente importante de incertidumbre y una amenaza constante a la estabilidad sistémica. En cuanto al trabajo, los regímenes de empleo tradicionales de la posguerra diseñados para proteger a los trabajadores y sus familias de presiones excesivas del mercado están desapareciendo en los principales países capitalistas, dando paso al trabajo precario, los contratos de cero horas, el trabajo independiente y el trabajo a pedido en empresas mundiales como Uber, que funciona casi completamente sin trabajadores estables.[5] Los riesgos de trabajo están siendo privatizados e individualizados, a la vez que el trabajo y la vida se fusionan indistinguiblemente. Los sindicatos se están volviendo irrelevantes, o nunca vieron la luz en nuevas industrias y países. Por ende no hay nada que amortigüe el impacto del cambio tecnológico, que avanza más rápido que nunca para reorganizar el trabajo o para desorganizarlo, como la inteligencia artificial que deja en la calle a una gran masa de ocupaciones de clase media, destruyendo así la forma de vida de la clase media (ver Randall Collins, ‘The End of the Middle-Class Work: No More Escapes’, págs.37-69 en Wallerstein y otros, 2013).
Los regímenes de empleo tradicionales de la posguerra diseñados para proteger a los trabajadores y sus familias de presiones excesivas del mercado están desapareciendo en los principales países capitalistas.
En un artículo anterior (Streeck, 2014), he identificado cinco desórdenes del capitalismo contemporáneo que considero irreparables, cada uno correspondiente a un aspecto diferente de la desintegración sistémica: el estancamiento secular, que es la culminación de la larga caída de tasas de crecimiento[6]; el neofeudalismo oligárquico, que fusiona el poder político y el económico, no sólo en Rusia, Ucrania y China, sino también en Occidente, particularmente en los EEUU[7], y separa el destino de los ricos del de los pobres; el saqueo del sector público, que alguna vez supo ser un contrapeso indispensable y una infraestructura de apoyo para el capitalismo, a través de la consolidación fiscal y la privatización de servicios públicos (Bowman y otros, 2014); la desmoralización sistemática; y la anarquía internacional. Por cuestiones de espacio, me limitaré a elaborar los últimos dos puntos.[8]
En primer lugar, la desmoralización. A diferencia de la fábula de Mandeville, bajo el capitalismo financiarizado los vicios privados se han vuelto también vicios públicos, lo que priva al capitalismo de su última justificación moral –consecuencialista–. Ya ni siquiera se intenta presentar a los dueños y gerentes del capital como si fueran fieles administradores de los intereses de la sociedad, pese a la gran publicidad que se da a sus acciones de filantropía. Ahora hay un cinismo generalizado profundamente arraigado en el sentido común colectivo, que considera que el uso del capitalismo como una oportunidad institucionalizada para que los megaricos bien relacionados se hagan aún más ricos es algo corriente. Jugar sucio para obtener un beneficio se asume como normal y deja de provocar indignación moral. Esto es particularmente cierto respecto de las finanzas, donde los más altos beneficios se obtienen evadiendo o violando abiertamente normas legales, por ejemplo, sobre la especulación mediante la utilización de información confidencial, préstamos hipotecarios, la fijación de tasas de interés, o lo que fuere.[9] En los Estados Unidos, solamente, los bancos habían acordado, para junio de 2015, pagar alrededor de 100 mil millones de dólares en acuerdos extrajudiciales por infracciones legales en relación con la crisis financiera de 2008 (Frankfurter Allgemeine Zeitung, 29 de junio de 2015). Ninguno de estos casos fue jamás llevado a juicio y nadie tuvo que ir a prisión, lo que sirve de testimonio de la profunda empatía del sistema legal con la necesidad de las entidades financieras de violar la ley para obtener una ganancia[10]. Deben agregarse los honorarios de los abogados a los montos de los acuerdos extrajudiciales para tener una noción de las multas que deberían haberse pagado al dictarse una condena en un juicio común –y debe tomarse en cuenta que muy posiblemente, una buena parte de ambos haya sido declarada legalmente a efectos impositivos como gastos de la empresa–.[11]
En segundo lugar, el capitalismo ha requerido históricamente un orden internacional estable mantenido por una potencia hegemónica, rol que se ha desplazado desde Florencia a Gran Bretaña vía los Países Bajos y, en tiempos de posguerra, a Estados Unidos. Cuando la posición de hegemón fue disputada o permaneció vacante, como ocurrió en la primera mitad del siglo veinte, el conflicto fue desenfrenado y estuvo acompañado de gran desorden económico. Desde la década del ‘70, los Estados Unidos han sido cada vez menos capaces y han estado cada vez menos dispuestos a proveer los bienes colectivos que se esperan del hegemón capitalista; en lugar de eso, hoy su papel en la economía global es parasitario. Una solución para el problema del orden internacional que pase por la cooperación, que a modo de ejemplo podría consistir en un poder compartido por Estados Unidos y China, no está en el horizonte. En la periferia del mundo capitalista, los Estados Unidos han sido derrotados en varias y sucesivas guerras, y el desarrollo democrático-capitalista, o la “construcción de naciones”, ha fracasado en varias partes del mundo. El proyecto de posguerra de un sistema integral de estados soberanos en todo el planeta es reemplazado por una porción cada vez mayor de territorios en los que el Estado ha desaparecido. En muchos de ellos, movimientos religiosos fundamentalistas han tomado el control, movimientos que rechazan la modernidad y el orden jurídico internacional y que buscan una alternativa al consumismo del capitalismo contemporáneo del que ya no esperan que derrame sus beneficios sobre sus países. En forma creciente, encuentran aliados en el poderoso norte, en inmigrantes de las regiones del sur, quienes responden a su exclusión social y económica llevando la guerra desde la periferia al centro.
¿Cómo podría llegar a su fin el capitalismo sin un nuevo orden social a la espera de tomar su lugar? Para entender esto, debemos abandonar la idea de una sucesión ordenada de formas de organización social: la expectativa del materialismo histórico acerca de que el orden social muere dando paso a uno nuevo y más avanzado, incluida la falacia bolchevique que habla del fin de un orden social por la aparición de un nuevo orden puesto en su lugar por el alto mando de un partido revolucionario victorioso. Al mismo tiempo, debemos tener cuidado de no ser víctimas del equivalente contemporáneo de lo que podríamos llamar la ilusión de Ravenna: la convicción profunda que tenía la clase gobernante del Imperio Romano de Occidente del siglo quinto acerca de la predestinada inmortalidad de su civilización, inquebrantable incluso luego de que su territorio hubiera sido reducido a la minúscula ciudad de Ravenna en la costa del Adriático, cuyos alrededores pantanosos permitieron aplazar su final mientras las hordas germánicas saqueaban Roma y las provincias occidentales del imperio. Convencidos de que necesariamente la vida volvería a ser lo que siempre había sido, las poderosas familias de Roma en su refugio de Ravenna fabricaban complejas intrigas en torno a la sucesión imperial[12]. Guiados por este ejemplo de cómo el optimismo a veces no es más que el resultado de la falta de imaginación, tal vez consideremos la posibilidad de la transformación del orden, pero no en uno distinto, sino en un prolongado desorden, en una época histórica de duración incierta en la que, en palabras de Antonio Gramsci, “el viejo mundo no termina de morir y el nuevo no termina de nacer”. [13]
¿Cómo sería la vida en tiempos así? Según Gramsci, la ruptura del orden social sin un sucesor podría traer “un interregno en el que una gran variedad de síntomas mórbidos podría aparecer” [14] – en otras palabras, una sociedad carente de instituciones coherentes capaces de normalizar la vida de sus miembros y de protegerlos de todo tipo de accidentes y atrocidades. La vida en un interregno se caracteriza por la falta de determinación estructural[15], lo que la vuelve impredecible. En él, la sociedad no logra proveer a sus miembros de patrones confiables alrededor de los cuales puedan organizarse: en su lugar, demanda improvisación constante y hace que los individuos deban sustituir estructura con estrategia, lo que ofrece atractivas oportunidades para oligarcas y señores de la guerra mientras que fuerza a la mayoría a vivir en la inseguridad, la incertidumbre y la anomia, en forma similar a la del largo interregno que comenzó en el siglo quinto y hoy llamamos edad oscura.
La integración al sistema en el capitalismo contemporáneo ha abierto el camino para un período inestable de cambio que debe cristalizarse aún en un orden nuevo y estable. Agitación e inmovilidad, dinamismo y estancamiento están hoy estrechamente relacionados. El personaje que surge de este tipo de estructura social (Gerth y Mills, 1953) es el de un individuo individualista, desocializado y pretendidamente autosuficiente, que recurre a una gubernamentalidad (Foucault, 2008) neoliberal y autorregulada para compensar la ausencia de gobierno y la debilidad de la gobernabilidad. La estructura social en un mundo de indeterminación social emerge de, o mejor aún: es reemplazada por, la improvisación de individuos que actúan en su propio interés y generan sus propias redes de relaciones oportunistas, una sociedad sucedánea de usuarios más que de miembros, construida desde abajo, que parece haber surgido de la riqueza de oportunidades del liberalismo y que desde la ideología es propuesta como una aventura cuando en realidad encarna la destructiva ausencia del orden social.
En la transición del capitalismo hacia un nuevo orden, la sociedad no logra proveer a sus miembros de patrones confiables alrededor de los cuales puedan organizarse: en su lugar, demanda improvisación constante y hace que los individuos deban sustituir estructura con estrategia.
La sociedad rota del interregno postcapitalista es una sociedad vaciada de legitimidad normativa, una que ha delegado la responsabilidad por sí misma en las elecciones individualmente racionales de sus miembros, sin impartir instrucciones respecto de ellas. Mientras que esto pueda concebirse como instancia de liberación, y así es presentado, en la realidad del postcapitalismo el lugar de las normas e instituciones sociales es ocupado por la codicia y el miedo como el mecanismo definitivo de control social. En conjunto impulsan la auto-optimización y auto-mercantilización de individuos en constante adaptación a circunstancias impredeciblemente cambiantes, entre otras cosas a través de la incesante inversión competitiva en su “flexibilidad” y ‘capital humano” para maximizar su adecuación para la imaginada meritocracia de un mercado ‘libre’ en un mundo de desbordante desigualdad. La dependencia de uno mismo se vuelve el orden del día, aun cuando -y precisamente porque – algunos pueden depender de sí mismos mucho mejor que otros.
En el postcapitalismo, la generación privada de riqueza continúa, aunque en las sombras de la incertidumbre en una sociedad anómica con instituciones en deterioro, coherencia en declive, crisis sucesivas y conflictos y disputas locales y no tan locales en desarrollo. La cooperación de las masas con la acumulación del capital está impulsada por una cultura de consumo competitivo que, con la excepción quizás de vastas regiones de Asia en donde parece basarse en el conformismo colectivo, debe ser celosamente protegida de la subversión que supone el cambio de valor postmaterialista, cuando no la reducción en el poder de compra. La vida de los individuos en este interregno del sálvese quien pueda sigue las prescripciones de conducta de la doctrina neoliberal (Dardot y Laval, 2013), lo que significa que está destinada a minar los cimientos de una economía y una sociedad exitosas. La vida en sociedad no puede ser reducida a la economía, y la economía solo puede existir en la sociedad. Es aplicable la proposición 12 de La dimensión moral de Etzioni (1988): “Cuanto más aceptan las personas el paradigma neoclásico como una guía de conducta, más se socava su capacidad para mantener una economía de mercado.”
El futuro del capitalismo es desolador.
Referencias:
Bowman, A., Erturk, I., Froud, J., Johal, S., Law, J., Leaver, A., Moran, M. and Williams, K. (2014) The End of the Experiment, Manchester, Manchester University Press.
Dardot, P. and Laval, C. (2013) The New Way of the World: On Neo-Liberal Society, London, NY, Verso.
Dunn, J. (2005) Setting the People Free: The Story of Democracy, London, Atlantik Books.
Etzioni, A. (1988) The Moral Dimension: Toward a New Economics, New York, The Free Press.
Foucault, M. (2008) The Birth of Biopolitics: Lectures at the College de France, 1978–1979, London, Palgrave Macmillan.
Gerth, H. and Mills, C. W. (1953) Character and Social Structure: The Psychology of Social Institutions, New York, Harcourt, Brace.
Gibbon, E. (1993 [1776]) The Decline and Fall of the Roman Empire. Three Volumes, New York, Alfred A. Knopf.
Lockwood, D. (1964) ‘Social Integration and System Integration’. In Zollschan, G. K. and Hirsch, W. (eds) Explorations in Social Change, London, Houghton Mifflin, pp. 244–257.
Mandeville, B. (1988 [1714]) The Fable of The Bees: or, Private Vices, Publick Benefits,
Indianapolis, IN, Liberty Fund.
McKinsey Global Institute. (2015) Debt and (Not Much) Deleveraging, London, San Francisco, Shanghai, McKinsey & Company.
Neckel, S. (2014) ‘Oligarchische Ungleichheit. Winner-take-all-Positionen in der (obersten) Oberschicht. West End’, Neue Zeitschrift für Sozialforschung, 20, 51–63.
Offe,C. (2008) ‘Governance: “Empty Signifier” oder sozialwissenschaftliches Forschungsprogramm?’
In Schuppert, G. F. and Zürn, M. (eds) Governance in einer sich wandelnden Welt. Politische Vierteljahresschrift, Sonderheft, Bd. 41, pp. 61–76.
Smith, A. (1993 [1776]) An Inquiry Into the Nature and Causes of the Wealth of Nations, Oxford and New York, Oxford University Press.
Streeck, W. (2014) ‘How Will Capitalism End?’, New Left Review, 87, 35–64.
Wallerstein, I., Collins, R., Mann, M., Drerluguian, G. and Calhoun, C. (2013) Does Capitalism Have a Future?, Oxford, Oxford University Press.
Sobre el autor:
Wolfgang Streeck es Director emérito del Max Planck Institute for the Study of Societies de Colonia, profesor de sociología de la Facultad de Economía y Ciencias Sociales de la Universidad de esa misma ciudad y socio de honor en la Society for the Advancement of Socio-Economics. Entre sus publicaciones más recientes destacan: Re-Forming Capitalism: Institutional Change in the German Political Economy (2010), Politics in the Age of Austerity (2013) y How will capitalism end?: essays on a failing system (2016). Su libro Buying Time: The Delayed Crisis of Democratic Capitalism (2014) ha sido traducido al español y publicado por Katz Editores y Capital Intelectual.
Fuente:
Este artículo fue publicado por la Socio-Economic Review de la University of Oxford bajo el título “On the dismal future of capitalism”. Se reproduce por gentileza de su autor.
[1] La presente es una versión abreviada y actualizada de un ensayo más largo publicado en 2014 (Streeck, 2014). Ver también mi próximo libro, ¿How Will Capitalism End?, Londres y Nueva York: Verso, Septiembre de 2016.
[2] Lawrence “Larry” Summers, mecánico jefe de la máquina de acumulación de capital estadounidense, decía en el Foro Económico del FMI en noviembre de 2013: “Si se revisa la situación económica antes de la crisis, hay algo un poco extraño. Mucha gente cree que la política monetaria era demasiado laxa. Todo el mundo está de acuerdo en que había una gran cantidad de préstamos imprudentes. Casi todo el mundo está de acuerdo en que la riqueza, tal como era experimentada por los hogares, estaba por encima de su realidad. Dinero demasiado fácil, demasiados créditos, demasiada riqueza. ¿Hubo realmente un gran boom? La utilización de la capacidad no sufría una gran presión; el desempleo no estaba notablemente por debajo de su nivel medio. La inflación estaba absolutamente inactiva, de modo que ni siquiera una gran burbuja era suficiente para producir algún exceso en la demanda agregada” (disponible en https://m.facebook.com/notes/randy-fellmy/transcript-of-larry-summers-speech-at-the-imf-economic-forum-nov-8-2013/585630634864563, visitado por última vez el 12 de agosto de 2015).
[3] Desde entonces, la deuda total ha aumentado más aún: ver McKinsey Global Institute (2015). Se despliega mucha retórica keynesiana para minimizar los riesgos inherentes a esto, si bien la deuda no es keynesiana en tanto que ha sido acumulada durante décadas.
[4] Un caso interesante es el de Paul Krugman, el ideólogo favorito de la centroizquierda “keynesiana”. Así responde en The New York Times (16 de noviembre de 2013) al pronunciamiento de Summers sobre el “estancamiento secular” (ver nota al pie 2), donde comienza parafraseando a Keynes: “El gasto es bueno, y aunque el mejor es el gasto productivo, el gasto improductivo es mejor que nada”—de lo que deduce que “el gasto privado que es total o parcialmente un despilfarro” podría ser “algo bueno”. Para ejemplificar, continúa Krugman, “supongamos que las corporaciones estadounidenses, que actualmente están sentadas sobre una montaña de efectivo, fuesen llevadas a la conclusión de que sería una gran idea convertir a todos sus empleados en cyborgs, con Google Glass y relojes de pulsera inteligentes en todas partes. Y supongamos que tres años después se dieran cuenta de que no hubo mucha compensación para todo ese gasto. Aun así, el boom resultante de la inversión nos habría dado varios años de empleo mucho más alto, sin un despilfarro real, ya que de otro modo los recursos empleados habrían quedado ociosos”. En cuanto a las burbujas, “ahora sabemos que la expansión económica de 2003-2007 fue impulsada por una burbuja. Se puede decir lo mismo de la última fase de la expansión de los ‘90; y de hecho puede decirse lo mismo de los últimos años de la expansión de Reagan, que fue impulsada en un punto por instituciones de ahorro fuera de control y una gran burbuja en el sector inmobiliario”. Según Krugman, esto tiene “algunas consecuencias drásticas”. Entre ellas, siguiendo a Summers, que “la mayor parte de lo que se haría en pos de prevenir una futura crisis sería contraproducente” en las nuevas circunstancias. Otra consecuencia sería que “ni siquiera una mejor regulación financiera es necesariamente algo bueno», ya que “puede desalentar el otorgamiento y pedido de préstamos irresponsables en un momento en que cualquier gasto sería bueno para la economía”. Asimismo, podría ser aconsejable “reconstruir todo nuestro sistema monetario—digamos, eliminando el papel-moneda y pagando intereses negativos por los depósitos”, etc. http://krugman.blogs.nytimes.com/2013/11/16/secular-stagnation-coalmines-bubbles-and-larry-summers/?_r=0, visitado por última vez el 4 de agosto de 2015.
[5] Sobre Uber como un ejemplo de las condiciones de empleo en evolución, ver “Rising Economic Insecurity Tied to Decades-Long Trend in Employment Practices”, The New York Times, 12 de julio de 2015, http://www.newyorktimes.com/2015/07/13/business/rising-economic-insecurity-tied-to-decades-long-trend-in-employment-practices.html?smid=li-share&_r=0, visitado por última vez el 4 de agosto de 2015. Según el informe, más de 160.000 personas sólo en los EEUU dependen de Uber para subsistir, de los cuales sólo 4.000 son empleados estables.
[6] Un recurso retórico que se ha utilizado con frecuencia para minimizar la magnitud de la crisis del crecimiento, en particular luego del desastre que siguió al colapso financiero del 2008, es el de señalar a los llamados BRICS—Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica—como los futuros centros de crecimiento del capitalismo global. Cabe recordar, sin embargo, que la etiqueta de BRICS fue inventada por un vendedor de instrumentos negociables de Goldman Sachs a principios de los 2000, como la marca de un nuevo fondo de inversión. Entretanto, los cinco países no sólo han fracasado en contribuir a la coordinación global de la economía capitalista, al haber comenzado a asumir las responsabilidades cada vez más desatendidas por el hegemón en decadencia, Estados Unidos. Ahora también han sufrido crisis ellos mismos, incluso China con la caída de sus tasas de crecimiento y del precio de sus acciones, el rápido aumento de la deuda y la corrupción sistémica.
[7] Donde, según el número de The New York Times del 1° de agosto de 2015, fueron “menos de cuatrocientas familias” las que fueron “responsables de casi la mitad del dinero recaudado en la campaña presidencial del 2016, una concentración de donantes políticos sin precedentes en la era moderna”. A fines de julio del 2015, año preelectoral, las contribuciones totales a la campaña ya alcanzaban los 388 millones de dólares. “Small Pooch of Rich Donors Dominates Election Giving”, The New York Times, http://www.nytimes.com/2015/08/02/us/small-pooch-of-rich-donors-dominates-election-giving.html?_r=0, visitado por última vez el 12 de agosto de 2015.
[8] Si bien el estancamiento es al menos tan severo como los otros. Políticamente significa que la población excedente cada vez mayor en los países capitalistas ricos, incluidos los inmigrantes de segunda y tercera generación, no tendrán ninguna chance de alcanzar al núcleo—cada vez más pequeño—de los que aún tienen una posición acomodada. Lo mismo aplica a la generación perdida en el Mediterráneo y a las clases medias aspirantes en los territorios en expansión gobernados, o no gobernados, por estados fallidos. Si en algo se basa el capitalismo, sin embargo, es en la esperanza de una vida mejor en el futuro. Este es un punto en común con el cristianismo. Además del “crecimiento ilimitado”, entre otras promesas de las que depende la fe en el capitalismo y su sistema financiero se encuentran “las externalidades insignificantes, las habilidades universales, los constantes aumentos de productividad, la demanda inagotable, el consumo insaciable…” (http://uklife.org/2015/01/15/promises, visitado por última vez el 12 de agosto de 2015).
[9] Sobre sueldos gerenciales, ver Neckel (2014). También debe considerarse al atletismo profesional, que se ha convertido en una gran industria global en las últimas décadas, financiada en su mayoría por publicidad para bienes de consumo. En las principales disciplinas, incluidas la natación y los deportes de pista y campo, por no hablar del ciclismo, se puede asumir que los más prestigiosos competidores utilizan cotidianamente los servicios de especialistas que les proveen tratamientos ilegales para mejorar el rendimiento.
[10] El titular del Departamento de Justicia de ese momento, Eric Holder, se encontraba de licencia de un estudio jurídico que representaba a firmas de Wall Street durante el tiempo que desempeñó su cargo (2008 a 2014). Antes de unirse al gabinete, su ingreso anual había sido de 2,5 millones de dólares aproximadamente. En 2015 recuperó su condición de socio. Ver ‘Eric Holder, Wall Street Double Agent, Comes in from the Cold’, Rolling Stone, 8 de julio de 2015. http://www.rollingstone.com/
politics/news/eric-holder-wall-street-double-agent-comes-in-from-the-cold-20150708, fecha de último acceso 12 de agosto de 2015. Por supuesto, el financiamiento de entre un tercio y la mitad de la campaña del presidente Obama, quien designó a Holder, provino de contribuciones del sector financiero.
[11] Para comprender la magnitud de estas cifras, cabe recordar la acción enormemente publicitada iniciada por el departamento de justicia estadounidense a comienzos de 2015 contra la asociación de fútbol internacional con sede en Suiza FIFA, por cargos de corrupción no especificados. La ganancia total de FIFA durante los 6 años cuestionados había sido de alrededor de 5 mil millones de dólares, de los cuales quizás mil millones habían sido usados ilegalmente (aunque los importes exactos no han sido especificados a la fecha). Esto representaría el 1% del acuerdo extrajudicial con el que los bancos compraron el abandono de la investigación sobre ellos.
[12] Ver Gibbon (1993 [1776]), Tomo 3, pp. 218 y ss.
[13] De Cuadernos de la cárcel: ‘La crisi consiste nel fatto che il vecchio muore e il nuovo non può nascere . . . ’.
[14] ‘ . . . in questo interregno si verificano i fenomeni morbosi più svariati’.
[15] En sentido similar, ver Calhoun en la excelente obra Wallerstein y otros. (2013).