Autor: Miguel Roig
El presente texto forma parte del libro El marketing existencial (Península, Madrid, 2014).
El capitalismo financiero ha inclinado la balanza en la clásica tensión entre el mercado y el artista: hoy es evidente que la batalla ha sido ganada por el primero. Todas las relaciones sociales y culturales han sido permeadas por la estructura del postcapitalismo
Entre todas las artes, tal vez el cine sea el que mejor refleja no tanto la llamada liquidez del sistema sino la solidez del mercado, ya que la industria se impuso con vigor y fuerza arrolladora. Por supuesto, me estoy refiriendo al llamado mainstream y a la conquista total por parte de Hollywood del espacio audiovisual. Allí donde antes podía hacerse un hueco el llamado cine de autor con algún otro altavoz, como el de Cannes o el después denominado indie, con su templo en Sundance, el mercado ha arrasado con todo. Sólo de tanto en tanto se filtran obras que constituyen una excepción y que se muestran en las cada vez más escasas salas que proyectan estos filmes o en las plataformas digitales con servicio de streaming.
Allí donde antes podía hacerse un hueco el llamado cine de autor con algún otro altavoz, como el de Cannes o el indie, con su templo en Sundance, el mercado ha arrasado con todo.
Hace ya años en los medios se empezó a percibir esta mutación con la conversión de las páginas dedicadas a la crítica en meras reseñas en las cuales las distribuidoras buscan frases, como si estas fueran escritas por un redactor publicitario y no por un crítico, para incorporar a la promoción de sus productos.
En el panorama del cine español, dos nombres, José Luis Guerín y Víctor Erice, han sido recluidos a circuitos marginales, a museos o, directamente, al ostracismo. Flotan en un pequeño bote, detenido por una piedra en algún borde del mercado y con serio riesgo de hundirse y desaparecer. El resto del cine es filmado por el mercado. El propio Erice protagonizó un episodio nada feliz cuando encaró el rodaje de la adaptación de El embrujo de Shanghai, la novela de Juan Marsé, que la productora le obligó a abandonar por razones económicas para encargárselo a Fernando Trueba. Es decir, el criterio, como se ve, no es artístico con un lógico anclaje comercial sino meramente financiero. Siempre ha habido una tensión en el terreno cultural entre el mercado y el artista, pero en el postcapitalismo, el capitalismo financiero, este pulso ha sido ampliamente ganado por el primero. Así, podemos decir que de la mano de Trueba el mercado filmó la adaptación de la novela de Marsé. Lo contrario hubiera sucedido de haber sido Erice el autor del film. Poco tiempo después de este affaire, se publicó el guión original de Erice bajo el título La promesa de Shanghai. Es curioso que un guión se convierta en libro en lugar de película, ya que constituye un síntoma que se da en otras áreas a golpe de mercado: la mutación urbana, el giro de los museos hacia galerías de arte y, tal vez el más ramplón, la conversión de las antiguas grandes salas de cine en macro tiendas de ropa.
Siempre ha habido una tensión en el terreno cultural entre el mercado y el artista, pero en el postcapitalismo, el capitalismo financiero, este pulso ha sido ampliamente ganado por el primero.
Quizás podríamos utilizar el término gentrificación, anglicismo que significa la salida de la población pobre de un barrio y la instalación de otra de mayor poder adquisitivo, para dar cuenta del fenómeno en el que una obra artística con relativa capacidad de obtener valor económico es sustituida por otra que garantiza la rentabilidad.
El director José Luis Guerín hace de esto, la gentrificación, el tema de una de sus grandes obras. En construcción se estrenó en 2001, pero su factura llevó tres años de complejo trabajo de realización y montaje. La película registra el día a día en el barrio del Raval en Barcelona, también conocido como Barrio Chino, donde se documenta el derrumbe de un grupo de viviendas antiguas habitadas por gente de clase baja y la construcción de un conjunto moderno que pasaría a ocupar una clase social de alto poder adquisitivo.
Se está produciendo una verdadera gentrificación en el arte: la obra artística con relativa capacidad de obtener valor económico es sustituida por otra que garantiza la rentabilidad.
La película comienza con imágenes en blanco y negro de mediados del siglo veinte, donde se ven escenas de la vida cotidiana en el barrio. En la última, la cámara sigue a un marinero que recorre las calles ocupadas por vecinos y prostitutas. El marinero, ebrio y tambaleante, se cruza de una acera a otra y deambula por las callejuelas del barrio. La cámara, atenta, no le abandona y nos lleva detrás de él, cada vez más inestable, hasta que le vemos girar en una esquina y le perdemos de vista. ¿Cuánto tiempo habrá podido seguir hasta dar con sus huesos en algún portal o bajo los soportales de una plaza? Es el prólogo de la película, pero también es el anuncio del destino de los antiguos moradores del barrio que verán cómo se derrumban sus vidas junto con sus paredes y, al igual que el marinero, se irán tambaleando hasta abandonar su espacio vital y ocupar un fuera de cuadro social.
En una escena del film, la cámara capta la conversación de dos albañiles marroquíes que observan con curiosidad el plano de la obra e intentan interpretarlo. Uno de ellos se empecina en decodificar los dibujos y se obsesiona porque no halla, en el plano, la salida de los pisos. El otro, para acabar con el tema le dice, «El que entra no sale». Parece una advertencia del mercado. Pero le sigue otra intervención, igual de interesante, del mismo albañil escéptico: «Nos traen para trabajar no para entender; si entiendes te echan». Es lo que le ocurrió a Víctor Erice con El embrujo de Shanghai.
Cannes, meca del cine de autor, cobija no sólo el festival cinematográfico sino también la celebración anual del festival de publicidad más importante del mundo. En el festival de cine de la edición de 2012, se proyectó un corto de Roman Polansky.
A therapy, tal es el nombre del film, está protagonizado por Ben Kingsley, en el rol de un psicoanalista, y la actriz Helena Bonham Carter, que interpreta a la paciente. Comienza con el terapeuta tomando unos apuntes en su escritorio cuando es interrumpido por la llegada de la mujer. La paciente se deja quitar el abrigo y, displicente, se quita los zapatos para caer finalmente en el diván y arrancar con un monólogo en el que narra una pesadilla. Poco a poco, sus palabras pasan a un segundo plano en la medida que vemos la atracción que comienza a manifestar el terapeuta por el abrigo de ella, quien, abstraída en el diván, cree ser escuchada. En un momento dado, el psicoanalista se pone de pie y se acerca al perchero con la actitud de aquel que al fin da con el fetiche anhelado. Mientras la paciente no para de hablar, el terapeuta, sin interrumpir su juego, se mete en el abrigo de la mujer denotando un íntimo placer. Ben Kingsley acaricia la textura del abrigo y las imágenes de Polansky nos permiten comprender que el personaje ha encontrado en la prenda la piel del goce. En el final del cortometraje, con el clímax del psicoanalista, aparece un rótulo en el que leemos: Prada suits everyone (Prada se adapta a todos). Se trata, ni más ni menos, de un spot en formato cinematográfico rodado por un cineasta y una pareja de actores consagrados y de amplio reconocimiento artístico, que se ponen al servicio de una marca, Prada, y producen publicidad en lugar de arte o un producto artesanal en última instancia. No es la primera vez. Federico Fellini, Woody Allen y Martin Scorsese, entre otros grandes directores, aún Ingmar Bergman en sus inicios, han trabajado en el campo publicitario. La novedad aquí reside en que estamos ante otro desplazamiento: una pieza publicitaria abandona su contexto natural, el festival de cine publicitario, y es exhibida en el marco del festival de cine.
Ahora, ¿dónde se coloca el espectador? El espectador asiste a lo que le proyectan. Al igual que el cine es filmado por el mercado, la audiencia es desplazada en la misma operación, sin salir de una sala en la que se proyecta una película mainstream o un corto publicitario. Al fin y al cabo, se trata de productos similares: artesanías que responden a un fin útil, dar espectáculo, vender un producto. Todo lo contrario que una pieza de arte cuyo fin queda al margen del mercado o, al menos, no está en la pulsión original del artista. Como apuntó el albañil marroquí: “El que entra no sale”.
Al tiempo que los hermanos Saatchi convertían su agencia, Saatchi&Saatchi, en la más grande del mundo, desarrollaban la comunicación de la administración Thatcher. Maurice Saatchi, por un lado, estrechaba vínculos con el Partido Conservador, llegando a ser con los años uno de los referentes de los tories, mientras que Charles iniciaba una de las estrategias de marketing pocas veces vista en el campo del arte. Apostando por los Young British Artists, descubrió creadores como Cindy Sherman, Sarah Lucas o Marc Quinn, pero quizás su mayor logro haya sido convencer al mercado del peso artístico de Damien Hirst.
Mientras embalsamaba tiburones y ovejas o incrustaba miles de diamantes en una calavera, Hirst produjo una serie infinita de pinturas de todos los tamaños posibles en las que sólo aparecen puntos de diferentes colores. He escrito «producido» y no «creado», ya que –como si de una factoría se tratase– la serie de obras fue realizada en sus talleres por su equipo, de manera industrial. En la red se encuentra el vídeo del montaje de uno de los lienzos que realizó el grupo de trabajadores de la galería Gagosian, donde se ve con claridad que en nada difiere de las cotidianas instalaciones de las grandes vallas de publicidad en cualquier ciudad. La misma operación para productos similares. La escritora y crítica de arte Estrella de Diego observó que algunos puntos están mal pintados: «No sé si será que hay ayudantes menos eficaces o que al cabo de repetir tanto circulito se acaba un poco mareado», especuló.
Una de las obras de Hirst que más impacto causó es el famoso tiburón suspendido en formol, por el cual un coleccionista llegó a pagar 12 millones de dólares. El crítico Robert Hughes, quien tildó al artista de pirata, equiparó su obra al peor Warhol y le concedió una gran habilidad como manipulador, considerando a los compradores de sus piezas como meros aspirantes a coleccionistas que se sienten ignorados si no cuentan con un hirst entre sus obras. Hughes ironizó sobre la capacidad de la pieza del tiburón de simbolizar los riesgos existenciales y ser una declinación de la «naturaleza». El crítico opinaba que tendría algún sentido si Hirst, al menos, hubiera pescado el tiburón, pero lo hizo un pescador australiano pagado por Charles Saatchi. La obra comprada por el bróker americano Steve Cohen acabó descomponiéndose. Ante lo ocurrido, Hirst no titubeó y cambió el animal por otro. Con ese gesto le habla al mercado, sin rubor, más que como un artista, como un operador. Por eso no recurre con frecuencia a las galerías: directamente pone sus obras en manos de Sotheby’s o Christie’s y las subasta sin intermediarios en una operación directa de oferta y demanda.
Llama la atención, entonces, que en el caso de la serie de círculos Hirst haya optado por un galerista, aunque sin perder de vista su principal objetivo de realizar una verdadera operación de mercado. Gagosian posee una red de once galerías en el mundo y Hirst decidió ocuparlas todas a la vez. Sólo las dos sedes de Londres cobijaron más de trescientas de las pinturas de puntos de colores; el resto se mostró en las galerías de Atenas, París, Roma, Ginebra, Nueva York, Beverly Hills y Hong Kong. La mayoría de las obras pertenecen a colecciones privadas y muy pocas salen a la venta, pero el experimento no busca otra cosa que una gran promoción del artista. Estrella de Diego apunta que lo curioso de esta operación es ver cómo una obra de arte puede convertirse en un producto de mercado que hay que lanzar con buen timing, como un iPhone, para hacer más ruido y lograr que nadie quiera quedarse fuera del evento. “Y yo que pensaba que la obra de arte era otra cosa…”, se lamenta de Diego sin reprimir su irónica melancolía.
En el campo político, Thatcher fue, en cierta medida, un producto de la agencia Saatchi&Saatchi, la avant-garde de un tiempo en el que la política dejó de hacerse en la calle y en los comités para elaborarse en los gabinetes de comunicación y expresarse en los mercados. En el campo del arte, Charles Saatchi hizo lo propio concibiendo la obra como una mera mercancía y haciendo un aporte revolucionario: le permitió al propio mercado crear la pieza que va a poner en circulación. La factoría de Saatchi así lo demuestra y el empresario lo ratifica en su libro My Name Is Charles Saatchi and I Am an Artoholic (Mi nombre es Charles Saatchi y soy un adicto al arte). El término artoholic surge de un juego de palabras con workaholic, que en inglés significa adicción al trabajo; llevado al arte y en el contexto que se mueve Saatchi, el neologismo que crea no abandona el vínculo a la producción que hay en el original en detrimento de la creación artística.
El 15 de septiembre de 2008, en una subasta de su obra en Sotheby’s, Damien Hirst recabó 140 millones de euros. Ese mismo día, el colapso de Lehman Brothers inauguró el hundimiento de los mercados y una crisis que parece no tener fin. Hirst y los mercados no creen en las casualidades, pero sí en las oportunidades: las galerías de Nueva York, Londres, Hong Kong y también la de Atenas –gracias al rescate del Banco Central Europeo– abren todos los días al igual que sus respectivas bolsas. Porque para ellos, el día del tiburón parece celebrarse todos los días del año.
Del mismo modo que la publicidad se confunde con el cine y el arte con el mercado, uno de los reductos tradicionales del arte, el museo, se desplaza de su condición original para ocupar el mismo espacio natural que tienen las galerías de arte en el mercado. El Museo Thyssen-Bornemisza, en un golpe comercial certero, subastó en junio de 2012, la obra La esclusa (The Lock, 1824), de John Constable, en Christies’s por un valor de 20 millones de libras (24,6 millones de dólares). El crítico de arte y exdirector del Museo del Prado, Francisco Calvo Serraller, escribió en el periódico El País que la construcción de la nueva ala del museo, supuestamente erigida para albergar la colección de la baronesa Carmen Thyssen, «ha sido, en realidad, una plataforma para mejor subastar sus obras en el mercado internacional». Desde la apertura en París del Centro Georges Pompidou, en los años setenta, las colecciones de arte se han convertido en una atracción de masas, y con el paso de los años en un generador de beneficios económicos. No hay más que recordar la exposición de Velázquez en el Prado en 1990, con medio millón de visitas, la de Antonio López en el Reina Sofía, en 1993, con más de trescientos mil asistentes y, también en el Reina Sofía, la exposición de Salvador Dalí alcanzó casi ochocientos mil visitantes en 2014. Pero el del Thyssen es el primer caso que salta a la opinión pública en el que se constata que el museo pierde su condición de tal para devenir en galería de arte, en una marca que pone en circulación una obra y consigue que ésta se revalorice. La esclusa había sido adquirida por el barón Heinrich von Thyssen en 1990 en Sotheby’s por 10,78 millones de libras (poco más de 13 millones de dólares), por consiguiente, en la operación se obtuvo casi el doble de beneficio.
El museo se desplaza de su condición original para ocupar el mismo espacio natural que tienen las galerías de arte en el mercado.
El museo del Louvre, una institución que a primera vista se infiere ajena al negocio del arte más especulativo, atraviesa un dilema. La Gioconda de Leonardo reclama una restauración, pero esto conlleva ciertos riesgos. En la restauración que se hizo en el Museo del Prado de Madrid de la obra Gioconda española, atribuida a uno de los dos discípulos dilectos de Leonardo, Francesco Melzi o Gian Giacomo Caprotti, conocido como Salai, el lienzo reveló una obra nueva, casi desconocida. El problema del Louvre radica en que la restauración ofrecerá, como es de esperar, una nueva visión de La Gioconda y esta imagen obligará a sustituir todo el merchandising circulante por el mundo, en feroz competencia con el Che Guevara como icono popular. Vincent Delieuvin, el conservador de pintura italiana del Louvre, afirma que el cuadro de Da Vinci está gris, sin color, y que la obra no era así originalmente. Pero también reconoce que hay dos lógicas enfrentadas en este momento, la suya, que aboga por la restauración, y la de quienes valoran las pérdidas económicas que generaría la misma. La baronesa Carmen Thyssen no sería mala consejera para echar luz sobre el problema, ya que demuestra ser poseedora de una capacidad comercial incontestable. Parapetada en su condición de filántropa y coleccionista, es una firme negociadora frente al Estado que a la hora de defender sus intereses, gestiona sus activos con lucidez y los convierte en cash flow de manera ventajosa.
En 1959, los propietarios del restaurante Four Seasons de Manhattan le encargaron a Mark Rothko una serie de pinturas para decorar el local. Rothko, entusiasmado por un espacio muy amplio y emplazado en el Edificio Seagram de Mies van der Rohe, pintó piezas de gran formato con la intención de reconvertir el espacio público en uno propio y con la creencia de que el arte conquistaría el apetito sin preocuparse por competir entonces con la nouvelle cuisine. La colección nunca llegó a ocupar las paredes del Four Seasons porque Rothko se negó en el último momento a venderlas: alguien que pague esa cantidad de dinero por una comida no mirará jamás un cuadro mío, dijo. Hoy la serie no está en ningún restaurante, está alojada en una gran sala de un museo, el Tate Modern de Londres. En las antípodas de esa cosmovisión, en pleno postcapitalismo, los cuadros salen de los museos para ir a una subasta y en su lugar, en otro desplazamiento, en una suerte de gentrificación (gastronómica en este caso), la comida ocupa ese lugar.
En 2007, la muestra de arte contemporáneo Documenta XII de Kassel designa al restaurante El Bulli como pabellón G y durante cien días se reserva una mesa para dos asistentes elegidos al azar que podían «contemplar, oler, saborear y experimentar el arte de Ferran Adrià», según explicó en su día Roger M. Buergel, el director de la muestra. Y aclaró Adrià: “Lo que cuenta en mi cocina no es el plato, es la experiencia de ir a mi restaurante. Es necesario conseguir una reserva, esperar con excitación la llegada del día, después tomar el avión, el automóvil, para llegar a una pequeña bahía perdida y comer treinta platos”. Para aquellos desafortunados que no pasaron por Kassel ni tuvieron la posibilidad de ir por propio pie al restaurante de Adrià, el Palau Robert de Barcelona con el patrocinio de la Generalitat de Catalunya, otro ámbito de la cultura, abrió sus puertas a la Fundación El Bulli. No era para sentarse en una mesa y degustar sus creaciones, claro está. En esta exposición el espectador asistía, entre otras ofertas, a la proyección cenital de un menú del restaurante sobre una mesa. Si no se puede pagar una suma considerable para comer, se puede pagar el precio de una entrada para ver. No es lo mismo, pero para el mercado, es igual.
De la misma manera que el musical llena salas de teatro otrora vacías y el cine proyecta productos en tres dimensiones, los museos se ocupan de sus tiendas de merchandising y se mueven como galerías de arte cuyas salas de exposición hasta pueden albergar platos de comida virtual. La cultura se ha convertido en un entretenimiento que no transforma ni cuestiona, solamente genera un placer en un espacio de tiempo limitado sin hacer preguntas, sin incomodar, sin provocar malestar ni despertar, tampoco, el asombro ante la belleza.
Sobre el autor: Miguel Roig es periodista y escritor. Ha publicado El marketing existencial; La mujer de Edipo. Las tres transiciones de la reina Sofía y Las dudas de Hamlet: Letizia Ortiz y la transformación de la monarquía española (Península). Su último libro es Conversaciones con Alberto Garzón (Editorial Turpial, Madrid, 2016).