Autora: Tamara Tenenbaun
Virginia Woolf, Leonora Carrington, Jane Austen y Tamara Kamenszain expresan diversas tradiciones literarias ejercidas por mujeres. Pero, ¿hay una “literatura feminista”? ¿Existe algo así como una “prosa de género”? Lo cierto es que, todavía hoy, muchas escritoras que en público se molestan cuando les hacen la pregunta por la escritura de las mujeres —que suele venir con un tono condescendiente que rebaja, reduce y encasilla— en confianza pueden aceptar que hay algo en esa cuestión que sí pica, que sí importa, aunque no sea tan fácil señalar de qué se trata.
En su célebre ensayo Una habitación propia, Virginia Woolf se niega con elegancia a contestar la pregunta —ya trillada en 1929: anoten, periodistas— sobre las mujeres y la novela. Todo el texto, basado en una conferencia, puede leerse como un gran “no, gracias”. Pero en esa negación, en ese desvío, Woolf aprovecha para hacer las preguntas correctas. No le dedica demasiado espacio la idea esencialista que suele estar detrás de ese interrogante según el cual hay una constante ahistórica e inmanente que caracteriza la literatura que producen las mujeres. En lugar de eso, salta directamente a lo importante: ¿cómo es escribir desde esa posición social que hemos dado en llamar “mujer”? ¿Cuáles son las condiciones materiales y simbólicas que hacen posible —o imposible— la escritura de una mujer? ¿Qué tiene de particular, históricamente, el modo en que las mujeres construyen sus voces?
Hace ya un tiempo que, como mujer que escribe, pienso en esto una y otra vez, y sé que no soy la única: muchas escritoras que en público se molestan cuando les hacen la pregunta por la escritura de las mujeres—que suele venir con un tono condescendiente que rebaja, reduce y encasilla— en confianza pueden aceptar que hay algo en esa cuestión que sí pica, que sí importa, aunque no sea tan fácil señalar qué es. Ese algo que hizo que muchas de nosotras buscáramos con voracidad libros de escritoras mujeres en la biblioteca del colegio o, si había, en la de casa. A ese algo se aproximó Hélène Cixous cuando quiso pensar la escritura femenina (jamás la “literatura femenina”) y con ella la relación entre la diferencia sexual y la posibilidad de tomar la palabra; también Mary Beard, en Mujeres y poder, cuando escribió que la literatura occidental comenzaba con un joven Telémaco que le dice a su madre que se calle y se vaya a su cuarto. Que se quede tranquila, le dice, que no se complique: “el relato” —este es un textual— “quedará al cuidado de los hombres, y sobre todo al mío. Mío es, pues, el gobierno de la casa”.
Muchas escritoras que amo —no todas— pueden leerse como rodeando la pregunta por este algo, rodeándola eternamente: negándose, como Virginia, a contestarla sin más, a clausurar su sentido de una vez y para siempre. Me sumo, en este acto solemne (y sí: escribir siempre es un acto solemne por el que andamos pidiendo disculpas),a ese linaje de la negación, de la respuesta oblicua. Me niego a caer en la trampa de contestar “por todas las mujeres que escriben”, como si esa fuera la única forma de construir un colectivo.
Virginia también escribió que las mujeres miramos a nuestras madres, a otras escritoras mujeres. Como buena feminista, se corrigió en el párrafo siguiente (la mente es andrógina y cambiante: podemos pensar a través de nuestros padres y de nuestras madres), pero no borró la primera frase. La dejó ahí, como un error deseado, como una puntada suelta de la que tirar para romper todo.
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No se me viene a la mente ninguna escritora de ficción que haya estado tan interesada en la economía como Jane Austen. Hay algo frío e impúdico en la naturalidad con la que Austen nos cuenta cuánto ganan sus personajes, en cifras exactas: 10 mil libras al año, 5 mil libras al año, 2 mil libras al año. Hay alusiones más escondidas, al menos desde el punto de vista de una argentina del siglo XXI y su limitada comprensión de las finanzas de la Inglaterra decimonónica: cuando Elizabeth Bennet, la protagonista de Orgullo y prejuicio, dice que ella es hija de un caballero (y que por eso nadie debería objetar a su matrimonio con Mr. Darcy, otro caballero), no está hablando de la integridad moral de su padre, está diciendo que pertenece a la clase propietaria. Aunque tengamos poca plata, le dice Elizabeth a Lady Catherine de Bourgh, tenemos un pedacito de tierra que todavía me hace digna de la atención de tu sobrino. No solamente la narración en tercera de Austen nos habla de plata sin tapujos: sus propios personajes, y en especial los personajes femeninos, conversan abiertamente sobre la riqueza.
Virginia Woolf también escribió que las mujeres miramos a nuestras madres, a otras escritoras mujeres. Como buena feminista, se corrigió en el párrafo siguiente pero no borró la primera frase. La dejó ahí, como un error deseado.
Y es que las novelas de Jane Austen son novelas de amor, pero antes que eso son novelas de matrimonio: y para Austen, es claro, el matrimonio es una transacción económica, la transacción económica fundamental de la vida de una mujer. Lo interesante, sin embargo, es que la característica distintiva de la literatura de Austen es la ambigüedad: con recursos que se convirtieron en su marca registrada (la ironía y un tipo particular de discurso indirecto libre que le permitía enhebrar la voz del narrador omnisciente con la de los personajes), Austen generó un misterio casi total en relación con sus propios puntos de vista. Muchos de sus contemporáneos y sucesores (Mark Twain, por ejemplo, o Charlotte Bronte) la acusaron de chata, por no correrse de lo más pequeño y mundano de la vida; se la leyó como celebrando, sosteniendo o legitimando la banalidad de esas mujeres que solo pensaban en casarse y procurarse así una renta decente. Pero si se leen sus novelas con atención y sin animosidad, lo más hermoso y sorprendente es su capacidad de opinar y no opinar a la vez: Austen desnuda la trama material detrás de esos entretejidos matrimoniales de su época, pero no los denuncia. Nunca queda claro si se ríe con o sin ellos. Los muestra como una chef sirve una receta nueva: te cuenta de qué está hecho el plato con lujo de detalles, pero si es rico o no es rico no es algo que ella esté en posición de decidir.
Las novelas de Jane Austen son novelas de amor, pero antes que eso son novelas de matrimonio: y para Austen, es claro, el matrimonio es una transacción económica, la transacción económica fundamental de la vida de una mujer.
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En 1939, Leonora Carrington vivía en el sur de Francia con Max Ernst. Tenía 22 años; él tenía 48 y había dejado a su mujer por ella. Con el estallido de la Segunda Guerra, Ernst, que era alemán, fue arrestado por los franceses por ser considerado un “extranjero hostil”. Lo dejaron ir después de unas semanas, pero con la invasión alemana fue arrestado de nuevo, esta vez por la Gestapo. Se las arregló, otra vez, para escaparse, esta vez a Estados Unidos, con la ayuda de Peggy Guggenheim, con quien se terminaría casando unos años después. Dejó atrás su vida en Francia, y con ella a Carrington. Mientras intentaba cruzar en auto hacia España con dos amigos, Leonora empezó a sentirse desajustada. Los frenos del auto estaban desajustados, también. “Esta fue la primera etapa de mi identificación con el mundo exterior”, escribió Carrington: “yo era el auto”. Y dice “la primera etapa” porque la confusión no hizo más que aumentar; Carrington terminó encerrada por su familia en un hospital psiquiátrico español donde fue tratada con cardiazol, una droga que le producía unos ataques de epilepsia terribles.
Carrington escribió esta historia en Memorias de abajo. Mientras sus colegas surrealistas fantaseaban con el ideal de la femme-enfant, esa mujer que por su “condición” está más cerca de lo lúdico, lo salvaje y lo sensual, Carrington produjo un relato que corría los bordes del sentido y de la realidad con una desmesura de artista, no de animalito silvestre ni de musa nacida para enamorar a los artistas. En Memorias de abajo, Carrington jamás es aniñada: nos muestra sus teorías delirantes con la seriedad de un coleccionista, sin ironizar ni disminuir la importancia de lo que está contando, con un humor que no se anuncia a sí mismo pero que preserva al texto de la solemnidad y la autocompasión. Carrington lleva el procedimiento del narrador no fiable a su expresión máxima: desde las primeras páginas superpone sus teorías sobre el universo con la descripción de acontecimientos aparentemente “corrientes”, al tiempo que nos cuenta con toda candidez sus intentos de fundirse con una montaña o de salvar al mismo tiempo a toda la humanidad hipnotizada. La única ley que parece acatar es la de la poesía: sus asociaciones son siempre brillantes, de muchas capas de sentido. No hay metáforas esperables: no hay nada viejo en su forma de pensar. Un teórico del barroco decía que el discurso delirante y el discurso poético se parecen, solo que los cuerdos tenemos que hacer esfuerzos enormes para generar esas relaciones, para corrernos de los sentidos más obvios. Carrington, que escribe sus memorias a la distancia, lejos de sus peores momentos, tiene las dos cosas: control y descontrol.
La otra cuestión que Carrington toca con sutileza es la de la relación con la realidad. Las alucinaciones de las que habla están íntimamente vinculadas a lo que el mundo vivía en su momento: teorías sobre la guerra, violaciones en masa por parte de la polícía (investigadores actuales se preguntan si esto no fue verdad), fantasías sobre un orden metafísico que controlara el universo en el que ella pudiera perderse, pequeñas obsesiones con rituales como vómitos autoprovocados destinados a restaurar ese balance perdido. Cuando Leonora llega al hospital y se encuentra desnuda y atada no sabe si está en un sanatorio o en un campo de concentración. Me hizo acordar a cuando en su crónica El álbum blanco,Joan Didion habla de su cuadro psiquiátrico y se pregunta si tal vez los ataques de pánico y la depresión no eran una respuesta bastante razonable a la época que estaba viviendo California. Dado el estado del mundo en la época de Memorias de abajo, no sería ninguna locura preguntar lo mismo sobre Carrington.
No debe ser fácil encontrar dos autoras más diferentes que Carrington y Austen, y sin embargo hay un leitmotiv que tienen en común: el encierro. Las protagonistas de Jane Austen están siempre huyendo de casas demasiado chicas o demasiado grandes para ellas; Carrington no solo explora el encierro en sus memorias sino que también lo hace en sus cuentos. En uno de los más conocidos, una niña que no quiere ir a su fiesta de “debutante” le pide a una hiena que vaya en su lugar, mientras ella se queda en su cuarto tranquila. La hiena se come a la empleada de la niña y se guarda solo la cara, para usar como máscara. Cuando llega a la fiesta, sin embargo, pierde la paciencia: se come su máscara de carne y se escapa por la ventana.
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En Una intimidad inofensiva, Tamara Kamenszain se había hecho una pregunta por la relación entre lo personal y lo político en la literatura de otros. El enfoque era feminista, pero no en el sentido más literal: Kamenszain se preguntaba cómo ciertas escrituras sobre lo deliberadamente pequeño, prosaico y banal devenían en la literatura poéticas y políticas, importantes y ofensivas. Otra pregunta aparecía sugerida, empezada: cómo el material biográfico ingresaba en la literatura, y en qué se convertía con esa entrada (¿en ficción? ¿en testimonio? ¿en no-literatura?). En El libro de Tamar, retoma con toda su fuerza esta pregunta; pero esta vez se va a valer de su propia vida y su propia literatura, que en el libro son casi lo mismo.
No debe ser fácil encontrar dos autoras más diferentes que Carrington y Austen, y sin embargo hay un leitmotiv que tienen en común: el encierro.
A partir de un poema que Héctor Libertella deslizó por debajo de su puerta poco tiempo después de que ambos se hubieran separado, Kamenszain revuelve recuerdos y teorías como en un mazo de cartas. Ideas sobre el matrimonio como arte y como oficio, sobre la literatura como forma de vida y la lectura como modo del amor: Kamenszain hace literatura autobiográfica en el sentido más sabio. Kamenszain no quiere contarnos algo: Kamenszain tiene preguntas y las contesta con lo que tiene a mano, que es esta historia. Piensa con lo que sabe pensar: con las palabras que dijo y que escribió, las que dijo y escribió su ex marido, las que dijeron y escribieron sus amigos. Tomando como punto de partida una decepción (una notita del ex que no fue un pedido de reconciliación ni una declaración de amor sino un poema casi incomprensible) Kamenszain se anima a otra pregunta: ¿es la literatura, siempre, una decepción? ¿Algo que viene en lugar de la realidad, en lugar de la vida, del encuentro genuino? ¿Es un intento de entenderse con otro que está siempre frustrado y, más todavía, algo que frustramos constantemente en nuestros esfuerzos formalistas de hablar de otra cosa (o de que, si hablamos de nosotros mismos, tanto no se note?
Quizás la literatura, en El libro de Tamar, es el más hermoso de los desencuentros. Porque en ese deseo genuino e infructuoso de entenderse me parece que está el sueño de una generación. Una generación de escritores, pero también de hombres y mujeres; quizás la primera generación que intentó masivamente amarse de igual a igual. “Nosotras lo intentamos, eso seguro”, me dijo una amiga de Tamara, con una sonrisa, cuando les conté mi teoría en la presentación del libro.
Kamenszain se anima a estas preguntas: ¿es la literatura, siempre, una decepción? ¿Algo que viene en lugar de la realidad, en lugar de la vida, del encuentro genuino?
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Este año me tocó leer en un festival internacional de literatura; en la misma fecha leían varios escritores bastante conocidos así que había mucha gente. Yo tenía que cerrar, encima. A medida que pasaban los textos de los demás, sus frases largas y sus adjetivos elegidos con cuidado, mi texto irreverente y liviano como la espuma me taladraba el cerebro. Quizás yo había entendido mal la consigna, el auditorio, el registro. Era tarde para cambiar cualquier cosa así que solamente acomodé el cuello, me corrí el pelo de lugar y aflojé; quizás todavía estaba a tiempo de pasar el papelón con cierta elegancia. Dijeron mi nombre y me acerqué al micrófono. Pero cuando estaba por terminar la primera frase, dos escritores me interrumpieron para pedirme que hablara más despacio y un poco mejor, porque no se me entendía nada. Lo intenté pero supongo que no me salió, porque a la salida me dijeron que yo parecía una chica muy inteligente pero con muchos problemas de articulación.
Es una anécdota tonta, pero me hizo pensar en las voces de escritoras que son mis maestras directas, esas que idolatro pero que también conozco, que tienen casi mi edad: mis madres-hermanas. Me recordó, por ejemplo, a Margarita García Robayo. Su precisión para el caos; su falta de límites, de tabú del incesto, de tabú de todo; sus oraciones largas y retorcidas, sus fantasías chocantes, el ego caprichoso de su voz de narradora. Lo último que había leído de ella cuando me pasó esto fue un texto dedicado a su fascinación desde bien chica con los hombres mayores. Me deslumbré con la crudeza del relato y a la vez con toda la verdad que podía manejar, que es algo que no tiene nada que ver con la realidad, ni siquiera con decir verdades. Manejar la verdad es otra cosa, y en la literatura probablemente sea lo contrario de decir verdades: es enhebrar incertezas, responder cualquier interrogante con un agujero, con un parche de encaje que no tape nada. Esta metáfora costurera me parece imprescindible: tengo que haberla sacado de algún lado.
Traté de imaginarme frente al auditorio del festival leyendo el texto de Margarita. Hablando de telos, de pelados, de pitos de viejos. Probablemente lo hubiera articulado aún peor que el texto mío que llevé. Recordé que otras escritoras me han contado muchas veces que les dicen cosas parecidas: que no hablan bien, o que tienen voces muy finitas, voces de nenas. Así, textual: voces de nenas. Eso les dicen.
Encuentro algo parecido a la metáfora de la costura en el Curso de literatura europea de Nabokov, en el capítulo destinado a la novela de Jane Austen Mansfield Park: “hay novelas, como Madame Bovary o Ana Karénina, que son explosiones deliciosas sometidas a un admirable control. Mansfield Park, en cambio, es la obra de una dama y el juego de una niña. Pero de ese costurero sale una labor exquisita y artística, y esa niña posee una vena poética asombrosa y genial”.
Sobre la autora: Tamara Tenenbaum es licenciada en Filosofía y trabaja como periodista. Es subeditora en La Agenda. Se desempeña como colaboradora de La Nación e Infobae, entre otros medios. Es autora del libro de poemas Reconocimiento de terreno (Editorial Pánico el Pánico, 2017)