Autora: Florencia Angilletta
“El” feminismo no existe. Su historia es la de cada feminismo inscripto en un momento histórico específico. Al igual que cualquier movimiento político, organiza y coagula luchas a la vez que, en sí mismo, está constituido por luchas. La insistencia por devolverle la pluralidad a los feminismos es la posibilidad de mantener viva su politización. Cuando el feminismo se puede singularizar, en parte, es cuando su potencia se desactiva, se acartona o corre el riesgo de transformarse en un facilismo.
Sé lo que hicieron el verano pasado. Una escena: a comienzos de este año, la actriz Araceli González participa de los almuerzos televisados de Mirtha Legrand. El tema del momento es una declaración del músico “Cacho” Castaña: “si la violación es inevitable, relajate y gozá”. El video de esta mesaza, que no es un aula universitaria ni un mitín sindical, se puede ver en Youtube. Los demás invitados parecen matizar, justificar o defender los dichos de “Cacho” Castaña como si hubiese sido una broma, un malentendido o una frase fuera de contexto. Araceli, sin perder glamour mediático, logra hacerse oír: expone su posición (“no estoy en contra de Cacho Castaña; estoy en contra de su frase”) y después, cuando los demás apelan al “hay que calmarse”, increpa al periodista Diego Brancatelli, con timing televisivo, sin perder la risa, y recordando el origen compartido en la localidad de Ramos Mejía.
La intervención de Araceli recibe muchos likes en Facebook, es aplaudida y empiezan a llamarla “feminista”. Días después, la misma actriz es entrevistada por el periodista Jorge Rial en el programa Intrusos y ella retruca: “Escuché ahí que dijeron que soy feminista. Yo no soy feminista. Las respeto muchísimo, pero yo tengo un hijo varón hermoso, tengo un marido precioso y respeto mucho a los hombres también. Ambos géneros se tienen que respetar. Pero sí me parece que la mujer durante muchísimos años ha tolerado cosas que no se atrevía a hablar, que quizás le daba miedo; o muchas mujeres han sido acosadas”.
Cambio de rumbo. Araceli recibe críticas en las redes sociales, hasta la tratan de “imbécil”. Apedreo virtual. Sin embargo, ella abre la caja de Pandora y lleva el tema a la televisión, que empieza a invitar a distintas militantes del feminismo. Semanas después, en la pantalla aparece el pañuelo verde junto con la palabra “misoprostol” (pastilla utilizada por vía oral o vaginal para realizar un aborto farmacológico). ¿Qué son más decisivas, las declaraciones o las acciones de Araceli? Esta escena condensa una serie de preguntas: ¿es posible vivir una vida feminista aunque una no se declare de ese modo o incluso rechace sus reclamos? ¿Quiénes son las voces autorizadas para decir qué es o no es feminismo? ¿Hay una única manera de pensarlo? ¿Hay “buenas” y “malas” feministas?
Carolina Spataro, subsecretaria de Políticas de Género de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA), ha reflexionado: “Si queremos que las demandas del movimiento feminista lleguen a más mujeres (y varones también, claro), ¿qué hacer con las Aracelis? Podemos enojarnos con ellas porque creen que es incompatible ser feminista y querer a los hombres. Podemos insultarlas, subestimarlas, medirlas con el feministómetro y excluirlas de nuestro campo de interlocución. (…) También podríamos comprender que no todo el mundo tiene por qué saber qué significa el feminismo e incluso que no todas las mujeres tienen por qué definirse como feministas para sumar a la causa (feminista, valga la paradoja). Alentar a las denuncias en casos de acoso, afirmar que la violación es el gran temor de las mujeres y señalar que los varones con poder abusan de las jóvenes, ¿no es acaso un modo de sumar a la visibilidad de las luchas feministas?”[1].
Como también señala Spataro, muchas mujeres mandan a Araceli a leer, a militar, a concientizarse. Esto vuelve sobre una tensión fundamental del feminismo: la plebeyización y la alfabetización. La mujer que le tira con la biblioteca a otra mujer parece reescribir, en el francés sarmientino, “bárbaras, las ideas feministas no se tocan”. Esta disputa por los saberes, por las condiciones de posibilidad de toma de la palabra, por feministas de “primera” o de “segunda”, anuda en las propias condiciones históricas de emergencia del feminismo. Tal como señala la filósofa Amelia Valcárcel, “el feminismo es el hijo no querido de la Ilustración”[2].
Si bien a lo largo de la historia distintas mujeres –y varones– han cuestionado las formas de vida, la emergencia del feminismo se circunscribe al siglo XVIII, en vinculación con la modernidad, la democracia y el capitalismo. En el proceso de las revoluciones burguesas, dentro del llamado “tercer estado” –por fuera de la nobleza y el clero–, comienzan las preguntas en torno a por qué las declaraciones del hombre no incluyen a las mujeres. En ningún lado “está escrito” que las mujeres no sean también ciudadanas. ¿Cómo funciona entonces esta exclusión? Dos escritos que se ocupan de esta problemática son la Declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana, de Olimpia de Gouges, y la Vindicación de los derechos de la mujer, de Mary Wollstonecraft.
La genealogía del feminismo funda una teoría de los espacios. La modernidad también es una operación de arquitectura sobre un nuevo paisaje urbano: la distinción entre un espacio laboral (de producción) y un espacio doméstico (de reproducción), la distinción entre una esfera privada, otra estatal y una zona intermedia, la esfera pública, lugar de los primeros reclamos feministas por tierra, techo y trabajo. Así empieza la lucha ciudadana.
Si bien a lo largo de la historia distintas mujeres –y varones– han cuestionado las formas de vida, la emergencia del feminismo se circunscribe al siglo XVIII, en vinculación con la modernidad, la democracia y el capitalismo.
En el siglo XX, en el campo de la psiquiatría surge el concepto de género para leer los cuerpos intersexuales. Si es posible modificar el género de cualquier bebé hasta los dieciocho meses, masculino y femenino son entonces operaciones plásticas, es decir, construcciones culturales. La perspectiva “de género” surca este concepto inicialmente “médico” atendiendo a la dimensión histórica, relacional y posicional. Esto redefine cuál es el sujeto político del feminismo, que ya no se trataría sólo de las “mujeres”, sino más bien de las posiciones que ciertos sujetos ocupan en las relaciones que establecen entre ellos en cada momento histórico. P. B. Preciado, entre otros, señala que la distinción entre cis-varón y cis-mujer y trans-varón y trans-mujer denomina respectivamente a aquellas personas que se identifican con el sexo que les ha sido asignado en el nacimiento (cis) y a aquellas que contestan esa asignación y desean modificarla con la ayuda de procedimientos técnicos, prostéticos, performativos o legales (trans)[3].
Este nuevo surco en el espacio desplaza la lucha por la ciudadanía común –traducida en igualdad de derechos políticos, sociales, civiles– hacia la reconfiguración “radical” del espacio mismo. Cuando Kate Millett escribe la frase “lo personal es político”[4] (4), ante todo está modificando la arquitectura misma de cómo se concibe el Estado Nación: lo que pasa puertas adentro también es político. La domesticidad se politiza. La intimidad se torna pública. Las fronteras estatales se difuminan. Hasta no hace mucho se ha invocado el liberalismo “vital” de la Constitución argentina que, en su artículo 19, señala que “ningún habitante de la Nación será obligado a hacer lo que no manda la ley, ni privado de lo que ella no prohíbe”, y aclara que se encuentran exentas de la intervención de la justicia “las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública”. Pero si para el feminismo hasta la cama es pública, ¿cuáles son los límites de la privacidad?
Esta pregunta interroga el núcleo más áspero de la vida social en democracia: la frontera entre daño y delito. Estar vivos implica ser vulnerables: todos podemos ejercer daño y ser dañados. ¿Cuándo termina el daño y cuando comienza el delito? La respuesta es escurridiza. En la legislación argentina, la infidelidad, por ejemplo, era un delito penal hasta 1995; en el actual Código Civil ni siquiera figura como deber conyugal. Podemos sentirnos dañados ante una infidelidad, también podemos invocar al “amor romántico”; lo que ya no podemos es fantasear con una penalización. Los delitos de acoso, abuso y violación que viven muchas mujeres en los ámbitos público y privado son distintos del daño –incluso del daño “patriarcal”– que, muchas veces, también persiste en nuestros vínculos. Si todo es delito, nada es delito. ¿Qué imaginarios supone esta línea del feminismo en torno a la protocolización de los daños o la creación de nuevos delitos como el piropo callejero?
Todas las voces todas
Como se ha señalado, el feminismo no existe. Su historia es la de cada feminismo inscripto en un específico momento histórico en el que se piensa el problema de las “mujeres” y de sus disputas en esas coordenadas[5]. Al igual que cualquier movimiento político, organiza y coagula luchas a la vez que, en sí mismo, está constituido por luchas. La insistencia por devolverle la pluralidad a los feminismos es la posibilidad de mantener viva su politización. Cuando el feminismo se puede singularizar, en parte, es cuando su potencia se desactiva, se acartona o corre el riesgo de transformarse en un facilismo.
La manera misma en que se cuenta la historia de los feminismos ya es una toma de posición y un recorte. ¿Cuáles son las luchas que importan? ¿Qué sujetos suponen? ¿Cómo se interpela? ¿A quiénes y para qué? Algunas de las posibilidades de estas respuestas se organizan en torno a una distinción entre variantes anglo-norteamericanas y europeas. Durante buena parte del siglo XX, esta distinción se cristaliza entre un feminismo “de la igualdad”, cuyo reclamo se centra en la adquisición de derechos, y un feminismo “de la diferencia”, que visibiliza los modos en que la propia constitución de la “feminidad” está atravesada por una lógica centrada en los varones. Otras discusiones giran en torno a un feminismo “radical”, que discute la noción misma de cultura en que estamos inscriptas, y un feminismo “liberal”, que gestiona las posibilidades ante la vida económica tal como está dada.
Ciertas líneas de discusión entre “liberales” y “radicales” refractan en los debates sobre los “usos de la vagina” (la “prostitución”, la pornografía y la subrogación de vientre). Las “abolicionistas” proponen eliminar la prostitución por considerarla, junto con la pornografía y el alquiler de vientre, un sistema de cosificación. La demanda al Estado es la lucha contra la trata y la incorporación de las prostitutas en otra posibilidad del sistema productivo. Desde esta mirada, las mujeres en situaciones de trata y prostitución quedan diluidas dentro de la más amplia categoría de “explotadas”. En cambio, la postura legalista (a veces vinculada a los movimientos “pro sexo”) plantea legalizar el trabajo sexual. Su demanda al Estado es por la incorporación del comercio sexual como una forma de trabajo asalariado dentro de la estructura productiva, con sus mismos derechos y obligaciones. En esta perspectiva, se diferencia trata de prostitución, a la vez que se intenta pensar en términos de libertad y coerción relativas, procurando –incluso en contextos hostiles– visibilizar las posibilidades de autonomía de las mujeres.
La manera misma en que se cuenta la historia de los feminismos ya es una toma de posición y un recorte. ¿Cuáles son las luchas que importan? ¿Qué sujetos suponen? ¿Cómo se interpela? ¿A quiénes y para qué?
No todo es patriarcado
Quién es el sujeto del feminismo, en definitiva, es una pregunta que nunca puede terminar de responderse. Como dice Joan Scott, “el género sólo es útil como pregunta”[6]. Por ejemplo, el colectivo argentino Ni Una Menos nombra en sus asambleas y documentos a las “mujeres, lesbianas, travestis y trans” como una forma de visibilizar la inflexión del feminismo en cada una de esas claves. A la vez, durante el siglo XX surgen la teoría queer –en una reapropiación afirmativa del sentido peyorativo de esta palabra–, el feminismo poscolonial o la discusión con el feminismo islámico, que abren las fronteras sobre los vínculos entre feminismos “del norte” y “del sur”. Pensar en las inflexiones latinoamericanas implica inscribir las particularidades de nuestra región, con sus modulaciones fundacionales de violencia, dictaduras, desigualdades en las relaciones económicas, así como en los modos innovadores y hasta visionarios para tensionar estos cruces en un tráfico de traducciones, afectos y producciones.
¿Cuál es la funcionalidad de sostener un “mito de la opresión común” para todas las mujeres? Si bien el género es fundante para la subjetividad, también lo son el sector social, el nivel educativo y la raza. Es Bourdieu[7] quien primero advierte que no sólo el capital económico –bienes y dinero– señala la posición en la estructura social, sino también el capital social, cultural, racial y hasta el “erótico”, como propone Hakim[8]. A esta serie se podría incluir el capital “feminista”, la posibilidad misma de acceder a su biblioteca y a su lenguaje “inclusivo”. En el último tiempo, algunos emergentes como la publicidad de una cadena deportiva con “mujeres empoderadas” o a la agenda misma del “W20” (“engagement group” o “grupo de compromiso” del G20) han retorcido los sentidos (a veces congelados) en torno a la homogeneización lábil que podrían importar nociones como “sororidad”. ¿Cuándo las mujeres han sido todas iguales?
Los contactos entre feminismo, mercado y consumo se vampirizan entre sí: la mediatización del feminismo amplía sus condiciones de posibilidad, de saltar cierto “cerco de género” y potenciar las correlaciones de fuerza, a la vez que su masificación implica el desafío de su fetichización (el feminismo, en ciertos sectores, “vende”). ¿El mercado se “apropia” de la lucha? Como siempre: muchas veces lo que es parte del problema también es parte de la solución.
En el último tiempo, algunos emergentes como la publicidad de una cadena deportiva con “mujeres empoderadas” o la agenda misma del “W20” han retorcido los sentidos (a veces congelados) en torno a la homogeneización lábil que podrían importar nociones como “sororidad”. ¿Cuándo las mujeres han sido todas iguales?
Nuestro país ha asistido en el último tiempo a una reconfiguración del feminismo a partir del debate por el aborto, la gran demanda de la clase media en términos de salud pública. El proyecto de interrupción voluntaria del embarazo (IVE) es la primera “demanda” que logra capitalizar políticamente las fuerzas de Ni Una Menos y los colectivos de “mujeres” hacia la conquista de lo instituyente (un derecho) y no ya sólo a la crisis de lo instituido (como pueden ser las denuncias). Es la primera demanda del feminismo reciente con capacidad de respuesta del Estado mediante la sanción de una ley.
A la vez, una línea de las discusiones ha introducido una nueva bandera que es la “separación” de la Iglesia del Estado. Esta problemática muestra, por un lado, los desafíos de la laicidad (como en el caso de la aplicación federal de la ley de Educación Sexual Integral); por el otro, la necesidad de visibilizar los feminismos en clave religiosa (como son las Católicas por el derecho a decidir) y los modos en que también muchas veces la Iglesia llega a donde el Estado no (y a pedir más presencia estatal).
Peter Sloterdijk proponía pensar a los libros del “humanismo” como una serie de cartas que los intelectuales se escribían entre ellos[9] (9). En este tiempo donde lo viejo no termina de morir y lo nuevo está empezando a nacer, ¿a quiénes les escriben sus cartas las feministas? ¿Por qué no a una Araceli que las defiende, a su manera, por televisión? ¿Por qué no a ese personaje, “Raúl”, al que siempre lo mandan a leer? ¿Qué le dicen, en definitiva, los feminismos a su mayoría silenciosa?
Sobre la: Florencia Angiletta es becaria doctoral del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), con sede en el Instituto de Filología y Literaturas Hispánicas. Es licenciada y profesora en Letras por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Ha publicado artículos sobre cuestiones de género en revistas como Anfibia, Crisis, Panamá y Ñ. Coordina clases de feminismos, literatura y periodismo. Participó junto a Mercedes D´Alessandro y Marina Mariasch en el libro ¿El futuro es feminista?, publicado por la editorial Capital Intelectual.
[1] C. Spataro, “Abajo el feministómetro”. Disponible en revistabordes.com.ar/abajo-el-feministometro.
[2] A. Valcárcel, Sexo y filosofía: sobre “mujer” y “poder”. Anthropos, Barcelona, 1991.
[3] B.P. Preciado, Testo yonqui: sexo, drogas y biopolítica. Paidós, Buenos Aires, 2008.
[4] K. Millett, Política sexual. Cátedra, Madrid, 1970.
[5] F. Angilletta, “Feminismos: notas para su historia política”, en ¿El futuro es feminista? Capital Intelectual, Buenos Aires, 2017.
[6] J. Scott, “Preguntas no respondidas”, Debate feminista, 40, 2009.
[7] P. Bourdieu, La dominación masculina. Anagrama, Barcelona, 1998.
[8] C. Hakim, Capital erótico. Debate, Barcelona, 2010.
[9] P. Sloterdijk, Normas para el parque humano, Siruela, Madrid, 2000.