Autora: Eva Illouz
En el mundo del capitalismo contemporáneo, el consumo conforma las identidades sexuales del hombre y la mujer, a la vez que produce y reproduce el género a través de las experiencias de la seducción y la sexualidad. Hoy, los consumidores están siendo socializados para producir y consumir su propia emocionalidad. Los ideales y modelos de autenticidad, intimidad y salud emocional se coproducen con el mercado y se cosifican a través de él como commodities emocionales. Es decir, de emodities.
Catherine Townsend, que escribe una columna sobre sexo en The Independent, ha documentado en abundancia los dilemas de la sexualibdad moderna a través de las historias autobiográficas que publica cada semana. En una de ellas relata sus prolongados preparativos para una muy esperada cita con un hombre, con lo que nos ofrece a los sociólogos una clara oportunidad de entender la conjunción de los sentimientos, la sexualidad y las prácticas de consumo[1].
Una semana antes
Para mi segunda cita con mi nuevo amor, empiezo a esbozar mentalmente mi traje siete días enteros antes del Día Señalado. Como apunto a la vibra “Llévame a casa esta noche”, voy a Topshop y elijo una falda globo negra, corta. Lamentablemente, compruebo que no tengo bragas adecuadas para estrenar. Me parece ridículo cuando oigo a amigos hombres quejarse de tener que desembolsar sumas de tres dígitos cuando invitan a una mujer a cenar, porque las mujeres reciben el golpe desde los preparativos para la cita. Los hombres no tienen que hacer nada más que llegar y sonreír con dulzura vistiendo el mismo traje que llevan al trabajo, después de darse una ducha y quizás aplicarse una gota de loción. Para las mujeres el costo es mucho más elevado, en tiempo y en dinero contante y sonante.
Cinco días antes
Me dirijo a Selfridge’s buscando desesperadamente tiradores, y también tacos aguja. Llevo a un amigo, Jonathan, para tener una segunda opinión. De inmediato se me van los ojos hacia unos zapatos Gina con taco aguja y hebilla de strass, tipo chicdominatriz. “¿Así mato o lo asusto?”, le pregunto a Jonathan, contoneándome como una modelo. “Lo que asusta es esto –dice señalando la etiqueta, £365– ¡Santo cielo! Es la mitad de lo que pagas de alquiler”.
Hiperventilando ligeramente, le pregunto si cree que sería mejor invertir en lencería. ¿Puedo justificar gastar £80 en un sujetador? “No hablas en serio. Si juegas bien tus cartas ni se le ocurrirá mirarte los pies. Claro que la lencería”. Por lo tanto, me concentro en un conjunto de bragas y sujetador de Agent Provocateur, de satén rosa con encaje negro, que se acompaña con medias de red y tacos aguja. Me sudan las manos y las rodillas se me vuelven jalea cuando entrego mi tarjeta de crédito y vislumbro el total: £203. “Pero valdrá la pena –dice Jonathan–. Le va a dar un infarto”.
Conozco ese sentimiento, porque acabo de incrementar mi deuda, que crece en espiral. Sin embargo, justifico el gasto diciéndome que si hubiera comprado los zapatos Gina habría gastado el doble. De manera que en realidad he ahorrado £162. En la sección de juguetes sexuales de Selfridge’s compro un minifrasco de lubricante vaginal comestible por £4.99 y, como soy prudente, agarro también un paquete de tres condones por £3.55.
Transpirando visiblemente, Jonathan se despide. Pero yo estoy en pleno frenesí adquisitivo, y como he decidido apuntar a un look smokey eyes seductor, compro un delineador negro de Benefit Bad Girls y polvos con brillo para el cuerpo de Boots para mi escote realzado con un sujetador push-up. Costo total: £32.
Dos días antes
Hago el viaje al salón de belleza para la obligatoria depilación con cera
- la brasileña (£30), ya que intentos anteriores de hacerlo yo misma en casa en mis partes bajas produjeron sangre, sudor y muchas lágrimas. Además, está la cuestión de mis pies, que debido a mis hábitos veraniegos parecen haberse transformado en algo apropiado para un personaje de El Señor de los Anillos. Por lo tanto opto por hacerme arreglar los pies (£28), pero me arreglo yo misma las uñas de las manos, “ahorrando” así otras £15. De todos modos, estoy tan nerviosa porque voy a verlo que me las estoy comiendo.
Cuatro horas antes
Ha llegado el gran día y lo único que me queda por hacer es cambiarme de vestido frenéticamente, seis veces en total, arreglarme el cabello y el maquillaje y sacar el par de zapatos adecuado, lo que me lleva más de tres horas.
Media hora antes
Tengo que gastar £15 en un taxi, porque mis zapatos simplemente no son para transporte público, y un paraguas porque olvidé el mío y besarse bajo la lluvia solo funciona cuando la pareja ya está enamorada. Esta noche no quiero correr el riesgo de que nada arruine mis esfuerzos. Al final, decido que el enorme gasto valió la pena –porque me siento realmente hermosa– cualquiera que sea el resultado de la cita. Y el taxi es mi último gasto, porque tengo la regla de jamás pagar nada en la segunda cita, mientras que él gasta alrededor de £300 en cena y copas. ¿No valió la pena? Bueno, pasamos un rato fantástico y ya me llamó para la tercera cita. Solo espero poder permitírmela.
Costo
Falda Topshop: £29
Sujetador, bragas y medias de red Agent Provocateur: £203
Maquillaje: £32
Accessorios dormitorio: £8.54
Pedicura/depilación brasileña bikini: £58
Taxi: £15
Emergencia: paraguas y pastillas de menta: £6
Total: £351.54
Tiempo
Compras en Topshop: una hora
Compras en Selfridge’s: tres horas
Comprar maquillaje: una hora
Depilación y pedicura: una hora
Cabello, maquillaje y vestirme: dos horas
Total: ocho horas.
A continuación el artículo pasa a la voz del hombre, quien también relata el tiempo y el dinero gastados para su cita.
La historia del hombre, por Martin Deeson Treinta y seis horas antes
Mientras me estoy vistiendo por la mañana, me pregunto distraídamente qué me pondré mañana por la noche. Pero es solo un pensamiento fugaz. “Probablemente mi mejor traje”, pienso. Me gusta ir de traje a una cita, se ve como que has hecho un esfuerzo y es algo sexy (a condición de que uno se vea como del grupo de los muchachos, no de los banqueros). Y además tengo cinco y nunca llego a ponérmelos para ir a trabajar.
Siete de la tarde, el día antes
De vuelta del trabajo, pienso otro poco en lo que me voy a poner. Tal vez un traje sea demasiado. Quizás mejor voy de jeans. Pero eso sería demasiado casual. Me reprendo por no entender nada de lo que significa “casual chic”. Nunca ando de casual chic. A menos que lleve mi mejor jean y una chaqueta de traje. Pero entonces me preocupa que eso me haga parecer un banquero tratando de verse informal. Suena el teléfono y empiezo a pensar en otra cosa.
Dos horas después
Mientras preparo la cena decido que ciertamente no quiero que parezca que he hecho un gran esfuerzo. Tal vez me ponga el jean que tiene un desgarrón en la rodilla y una camiseta realmente vieja, y así me veré desaliñado, pero interesante. El microondas avisa y dejo de preocuparme y como mi cena. Decido no beber esta noche para minimizar cualquier hinchazón en la cara.
Once de la noche
Mientras me cepillo los dientes observo mi cabello en el espejo y decido que necesito lavarlo. Pero mi cabello se ve horrible después del lavado, como una paja rubia. Y si lo lavo ahora estará mojado cuando me acueste y entonces cuando me despierte se verá aún peor. Decido dejarlo. Después de cepillarme los dientes decido cepillarlos de nuevo con la pasta blanqueadora que compré por doce dólares en mi último viaje a Nueva York.
Una de la mañana
Al irme a la cama pienso. “No, decididamente me pondré mi mejor traje azul. ¿Pero llevaré camisa y zapatos? ¿O una camiseta y zapatillas? Uf, no sé”. Me duermo.
Ocho de la mañana
Despierto, echo una mirada al espejo y decido que debo lavarme el cabello inmediatamente y al diablo con las consecuencias. Resuelvo no usar acondicionador porque hace que mi cabello se vea lacio y muerto: mejor viviré con el efecto paja seca. También uso de nuevo la pasta de dientes blanqueadora y lamento no haberme hecho arreglar y blanquear los dientes por un profesional hace años. Corto algún pelo que asoma de la nariz y me recorto las uñas de los pies anticipando que la cita será un éxito.
Ocho y media de la mañana
Después de desayunar decido volver al baño y hacerme una exfoliación facial con una crema que debe tener tres años. Creo que me la dieron en una bolsita de regalos en una fiesta de la revista.
Ocho y cuarenta
Mientras me visto, decido que no puedo de ninguna manera llevar jeans: iré con el traje elegante. De repente entro en pánico preguntándome si el traje no necesita limpieza. Lo saco del ropero y le echo un vistazo. No está mal, aparte de alguna atrocidad pegada a la solapa. Parece wasabi. Por suerte se desprende rascando con la uña. Ahora, ¿qué camisa me voy a poner? La blanca buena. Miro en el ropero. No está. Miro en el canasto de la ropa sucia. Ahí sí está. No hay nada que hacer. Voy a tener que comprarme una camisa nueva en la hora del almuerzo. Me voy a trabajar en bicicleta con la optimista idea de que eso producirá una pérdida de peso instantánea.
Una de la tarde, almuerzo
No soy un comprador por naturaleza. Podría ir a la sección de hombres de Selfridge’s pero hay demasiado para elegir y tengo poco tiempo. Decido ir a Kilgour’s en Savile Row y comprar una camisa blanca. Al diablo con el gasto, es una linda camisa que me durará años y vale el dinero extra por la experiencia de comprarla en veinte minutos en Savile Row en lugar de ir a Selfridge’s y pasarme una hora abrumado por tener que elegir. Cuesta £130.
Seis y media de la tarde
Llego a casa del trabajo, me doy una ducha y la segunda rasurada del día para evitar el peligro de arañarle la cara a esta chica. Me entretengo con el cabello cinco minutos. Me visto. Llamo un taxi.
Costo
Pasta de dientes blanqueadora: $12 (£7)
Camisa nueva: £130
Total: £137
Tiempo
Comprar la camisa: veinte minutos
Entretenerme con el pelo: cinco minutos.
Total: 25 minutos.
Por más que esté escrito en broma, este artículo contiene muchas percepciones importantes sobre el modo en que las emociones privadas encuentran su camino hacia la cultura del consumo.
Tanto Catherine como Martin parecen operar como actores racionales y a la vez emocionales. Calculan el costo de su cita y la cantidad de tiempo que invirtieron en prepararse para ella, y una vez que ha pasado hacen una estimación general de su valor, en la que valor implica una comparación implícita entre el valor monetario y el valor emocional, y la proporción de su esfuerzo con el retorno emocional. Esto está de acuerdo con la idea de que el capitalismo ha hecho de la racionalidad un rasgo casi omnipresente de la acción humana, en cuanto los individuos modernos se han venido orientando cada vez más por metas, actúan en su propio interés en forma legítima, utilizan sus conocimientos abstractos para tomar decisiones y refinan los medios cognitivos para alcanzar sus objetivos (Carruthers y Espeland, 1991; Illouz, 2007 y 2008; Illouz y Finkelman, 2009; Simmel, 2004 [1900]; Weber, 2010 [1904-1905]; Wood, 2002). Sin embargo, Catherine Townsend y Martin Deeson están igualmente orientados hacia su propio placer y sus experiencias sensuales, sexuales y emocionales. Lejos de anunciar una pérdida de emocionalidad, la cultura capitalista, por el contrario, ha venido acompañada por una intensificación sin precedentes de la vida emocional, con actores que con plena conciencia persiguen y modelan experiencias emocionales por sí mismas (Ahmed, 2010; Illouz, 2007; Hardt y Negri, 2005; Hochschild, 1983). Esa intensificación de la vida emocional se manifiesta de muchas maneras: en el hecho de que la vida personal ha llegado a orientarse por la realización de proyectos emocionales (por ejemplo, “amor romántico”, “superar la depresión”, “hallar paz interior”, “ser más compasivo”), la creciente legitimación de acciones basadas en puras emociones (por ejemplo, abandonar una carrera o un matrimonio porque no provocan suficiente goce emocional) y el empeño en proyectos emocionales como intensidad emocional, claridad emocional o el equilibrio interior por sí mismo (Belk, Guliz y Søren, 2003; Campbell, 1987; Dittmar, 2007; Giddens, 1992; Gill y Pratt, 2008; Hesmondhalgh y Baker, 2008; Holmes, 2010; Honneth, 2004; Hughes, 2010; Hunt, 2012; Lasch, 1979; McRobbie, 1998, 2002; von Osten, 2007; Seidler, 2007; Sennett, 1977). Hasta observadores casuales perciben el hecho de que en la segunda mitad del siglo XX la vida personal y la satisfacción emocional han llegado a ser preocupaciones y actividades centrales del individuo. Un proyecto de vida emocional es central para la identidad, al tiempo que los individuos recurren cada vez más a modos económicos y racionales de pensar y tomar decisiones en una amplia variedad de campos. Ese matrimonio sin fisuras entre opuestos que estructura la individualidad requiere un escrutinio minucioso: ¿cómo debemos entender que las emociones hayan llegado a imbricarse tan perfectamente en modos de conducta racionales promovidos por el dominio cada vez mayor de formas economicistas de pensamiento en diversas esferas de la vida?
Una observación más: en la anécdota recién relatada, los objetos funcionan como puntos de contacto para ese hombre y esa mujer en su plan común de vivir un encuentro emocional, sensual y sexual. La anécdota describe una red en marcha de relaciones entre objetos y emociones de por lo menos tres maneras: los objetos tienen un significado emocional-sensorial construido por una compleja red de industrias fabricantes de imágenes (“Este sujetador es más sexy que otros debido a su forma, color y textura”); los objetos son consumidos en el marco de motivaciones e intenciones emocionales determinadas a su vez por la cultura de consumo (“Quiero una cita ‘llévame a casa’ porque me defino como un ser humano sexual”); finalmente, en el momento del consumo, esos objetos ayudan a crear una atmósfera emocional entre dos o más personas y median entre sus diferentes deseos (“Esta lencería crea una atmósfera romántica sexy entre nosotros, provocará el deseo sexual en él”). En otras palabras, los objetos están entrelazados sin fisuras con los proyectos emocionales de los actores, a corto y a largo plazo. Son puntos de encuentro y de transacción en interacciones emocionales. Si efectivamente ese es el caso, esto requiere una nueva epistemología para explicar cómo es que los commodities producen emociones y cómo las emociones se convierten en commodities, es decir, cómo emociones y objetos se coproducen mutuamente.
De esta observación deriva una tercera más familiar: el consumo explota directamente los elementos centrales de la identidad social: sexo, género, deseo. En su deseo de ser sexualmente atractivos el uno para el otro, Catherine y Martin recurren a guiones de género, a modelos de masculinidad y femineidad, inscritos y desplegados en el proceso mismo de consumir.[2]
Es evidente que el consumo trabaja desde el núcleo mismo de los guiones culturales de la individualidad, conformando las identidades sexuales del hombre y la mujer en forma de estrategias diarias de interacciones, produciendo y reproduciendo el género a través de las experiencias de la seducción y la sexualidad. Lejos de ser una capa falsa superpuesta a la identidad, el consumo trabaja desde el interior del núcleo de las relaciones sociales, la identidad y las emociones. Más precisamente, la cultura del consumo ha organizado las identidades sexuadas y sexuales en torno a una panoplia de experiencias y objetos que marcan a la vez la sexualidad y el atractivo sexual de cada persona. Nunca se dirá demasiado que la cultura del consumo ha reclutado la subjetividad a través de la sexualidad, y que es a través de la realización de significados sexuales que se coproducen las identidades emocional, de género y de consumo, todas juntas.
El consumo trabaja desde el núcleo mismo de los guiones culturales de la individualidad, conformando las identidades sexuales del hombre y la mujer en forma de estrategias diarias de interacciones, produciendo y reproduciendo el género a través de las experiencias de la seducción y la sexualidad.
Estas observaciones plantean a su vez el problema de la posibilidad de autenticidad cuando la identidad se dispara a través de objetos de consumo. Esta cuestión es tanto más aguda porque, como se muestra en este libro, las prácticas económicas de consumo se sienten como “naturales” y auténticas porque están impregnadas de prácticas emocionales. Esa emocionalidad, integrada en las propias prácticas culturales y económicas de consumo, nos lleva a preguntarnos qué significa autenticidad desde un punto de vista normativo: ¿cómo podemos hacer alguna crítica de la textura y la naturaleza de experiencias auténticas o inauténticas? ¿Podemos todavía articular un horizonte para la autenticidad en la cultura contemporánea?
Para complicar aún más las cosas, consideremos lo siguiente: este cuentito autobiográfico, que registra y documenta las diversas emociones implicadas en los preparativos para una cita, es en sí un objeto de consumo; los pensamientos privados y los sentimientos más efímeros de los protagonistas se hacen explícitos para consumo de los lectores del periódico. En ese sentido podríamos hablar de una unidad consumidora más amplia, que empieza con las emociones de anticipación-excitación-ansiedad de Townsend por producir una cita “llévame a casa” y termina con el señor que lee en el Independent las narraciones emocionales preparadas para el periódico. En otras palabras, tenemos una cadena de actos autobiográficos, emocionales y de consumo, organizados en una compleja unidad de consumo, que consiste en una serie de compras, cada una de las cuales expresa o crea estados emocionales que a continuación se convierten en un artículo periodístico con el fin de provocar emociones en el lector. En esa cadena ininterrumpida, las emociones y el consumo son inseparables. Forman un sistema sin fisuras que expresa una subjetividad ocupada en realizar sus emociones y sus deseos.
Este ejemplo subraya la afirmación central de este libro: los actos de consumo y la vida emocional han llegado a estar estrecha e inseparablemente entrelazados, cada uno definiendo y permitiendo el otro; los commodities facilitan la expresión y la experiencia de las emociones; las emociones se convierten en commodities. Yo llamo a este proceso la coproducción de emociones y commodities, y llamo emodity a cada uno de los muchos nodos en que emociones y actos de consumo coinciden. Este proceso explica el hecho de que el capitalismo de consumo haya llegado a ser un aspecto intrínseco de la identidad moderna. Más que eso: como la cultura del consumo ha convertido sistemáticamente las emociones en commodities, lo que nosotros, las personas modernas, llamamos “autenticidad” emocional es a la vez la estructura psicológico-cultural que motiva muchos consumos y el hecho mismo de consumir.
Por lo tanto este libro, por último, ofrece una etnografía de la autenticidad, una etnografía de las estrategias culturales modernas a las que recurren los individuos modernos para construir y establecer su sentido de sí mismos, anclado en una ontología de las emociones. Así, la autenticidad se considera una de las máximas realizaciones del individuo a través de objetos. Autenticidad es la experiencia generada por la coproducción de emociones y prácticas de consumo.
Racionalidad, objetos y emociones en la cultura del consumo
Si racionalidad y emocionalidad han sido institucionalizadas con la misma fuerza en la organización cultural del capitalismo, es necesario explicar cómo la cultura capitalista ha integrado e imbricado esos rasgos en conflicto en la estructura cultural del consumidor moderno (Adorno y Horkheimer, 1979 [1944]; Habermas, 1985; Simmel, 2004 [1903]; Smelser, 1998; Weber, 1978; Welcomer, Gioia y Kilduff, 2000). La racionalidad es una característica del pensamiento cognitivo, que generalmente requiere una orientación hacia la planificación a largo plazo, aborda el mundo en forma sistemática y evalúa los objetos del mundo comparándolos entre ellos y/o según su adecuación al interés propio (Boudon, 2009; Parsons, 1937; Scott, 2000; Weber, 1947); la búsqueda del placer y la emocionalidad en general se orientan hacia el presente, quieren gratificación inmediata y se basan en los sentidos (Mitchell, 1910; O’Shaughnessy y O’Shaughnessy, 2002; Scott, 2000: 126-128). Si suponemos que las culturas tienen núcleos institucionales coherentes, eso plantea una pregunta: ¿cómo es posible que la acción esté cada vez más racionalizada y al mismo tiempo sea cada vez más intensamente emocional? Hay una serie de paradigmas que explican el hecho de que en la cultura capitalista se hayan intensificado las formas tanto racionales como emocionales del individualismo.
- Uno es la tesis de las contradicciones culturales, que los neomarxistas comparten con sociólogos de las sociedades posindustriales como Daniel Bell, y que postula que la cultura y el modo de producción capitalistas están llenos de contradicciones; concretamente, que diferentes esferas institucionalizan valores en conflicto y así crean personalidades culturales divididas (Bauman, 1988 y 1992; Bell, 1976; Firat y Dholakia, 1998). Mientras que la esfera de la producción capitalista afirma la disciplina y la renuncia, la esfera del consumo destaca ideales de autoliberación, autenticidad y satisfacción emocional. Algunos sociólogos ven las contradicciones como una debilidad estructural de las sociedades capitalistas, porque las aspiraciones a la realización personal socavan la ética del trabajo; otros ven esas contradicciones como la base de la fuerza del control cultural capitalista, ya que las contradicciones crean confusión y así aumentan la necesidad de confiar en los expertos.
Esta línea de trabajo ha sido fructífera en cuanto a señalar las vías por las que las culturas capitalistas modernas llegaron a ser dominadas por un ethos hedonista, central para la legitimación y el atractivo de la cultura del consumo. Pero la hipótesis de las contradicciones culturales tiene la falla principal de no haber previsto el triunfo de una ética hedonista y el fin de la ética del trabajo; por consiguiente, no predijo que de forma paralela al crecimiento de las horas de trabajo habría un fortalecimiento de la vida personal característico de las últimas décadas (Schor, 1992), que podría hacer pensar que no hay ninguna contradicción interna entre la racionalidad económica y las búsquedas personales, hedonistas. Además, la tesis de las contradicciones culturales no explica el hecho de que los actores utilizan los dos repertorios culturales –restricción y liberación, cálculo económico y realización emocional– sin experimentar impulsos contradictorios. Es decir que hay una brecha, una laguna entre la macroestructura y la experiencia ordinaria de los actores. Una explicación adecuada debería ser capaz de proponer un mecanismo simple que explique cómo formas racionales y emocionales de individualismo se entrelazan en la experiencia de personas comunes, en lugar de simplemente reflejar esferas separadas; y ese mecanismo debería explicar también cómo macroestructuras culturales se traducen en microestructuras de experiencia. Más precisamente: el “hedonismo” no es un aspecto más natural del yo que la racionalidad; de hecho, se ha venido institucionalizando cada vez más a través de la cultura del consumo en motivos clave como la sexualidad y el entusiasmo, obtenidos en ámbitos tan diversos como el turismo o el consumo de géneros culturales cinematográficos.
- Una segunda hipótesis se puede encontrar en la opinión de que el lugar de trabajo capitalista, deseoso de incluir y desactivar los reclamos de los trabajadores, ha incluido o estimulado reclamos morales de vida personal, autonomía y realización emocional (Deranty, 2008; Houston, 2008). Esta es la posición que propone Axel Honneth (1995, 2004) cuando afirma que para mediados del siglo XX la realización individual había llegado a ser una demanda institucional, parte de lo que llama “ideología de desinstitucionalización”. Eso fue consecuencia del entrelazamiento de vastos cambios institucionales y culturales en las sociedades posindustriales: la creciente variedad de estilos de vida, la inestabilidad de los mercados de trabajo, la expansión de las actividades de consumo como medio de formación de la identidad y el ideal de autenticidad.
Una variante de esta posición se puede encontrar en Boltanski y Chiappello (2005), que sostienen que el capitalismo gerencial ha cooptado a sus críticos, es decir, que las teorías capitalistas de la administración han reconocido e integrado la aspiración a la vida personal (Alvesson, 1994; Alvesson y Willmott, 2002; Fleming y Sturdy, 2009; Hatch, 1993; Kunda, 2006; Polter y Land, 2008; Swedberg, 2005). Así, reconocer los sentimientos de los trabajadores es parte de una estrategia más general del capitalismo para aumentar su legitimidad. En esta tesis, el estímulo de la vida personal es una concesión que el control capitalista hace con gran renuencia a reclamos que son fundamentalmente opuestos a sus intereses.
Estas posiciones son muy útiles en su afirmación de que la búsqueda de la satisfacción emocional ha llegado a formar parte de nuestro discurso y nuestra trama moral; los reclamos de realización personal y vida emocional tienen ahora una fuerza moral que “de alguna manera” se entrelaza con la trama del lugar de trabajo capitalista. Pero incluyen demasiadas suposiciones acerca de la naturaleza del control capitalista, dando por sentado un nivel muy alto de sofisticación y adaptabilidad por parte de los capitalistas a intangibles reclamos de vida emocional. Y lo más importante, no indagan en las propias condiciones que hacen posibles los reclamos de realización personal y emocional, y simplemente suponen que esos reclamos siempre están ahí, para que los propietarios capitalistas los respeten o los ignoren, como si fueran demandas naturales de los actores modernos. Yo, en cambio, sugiero que justamente el hecho de que la vida personal y emocional haya llegado a ser objeto de reclamos morales necesita ser explicado, y explicado de una forma que sea consistente con nuestra comprensión general de la lógica del capitalismo. Así, por ejemplo, ha habido una emocionalización del lugar de trabajo: una transformación de los criterios de evaluación del trabajo en términos de satisfacción emocional, manejo emocional y expresividad emocional, que en sí es parte de la centralidad de las emociones en el proceso económico general (Illouz, 2008; Cabanas e Illouz, 2016). El desarrollo de la vida personal no es menos parte de la historia y la sociología del capitalismo que el hecho de que las emociones hayan llegado a ser parte del proceso de producción, de la vida privada, de la esfera pública. Esa triple presencia de las emociones en la vida social hace pensar que las emociones han pasado a ser la mayor forma social que transforma los repertorios morales presentes en la esfera de trabajo, en la vida privada y en la esfera pública.
- Una tercera explicación posible proviene de las filas de los sociólogos culturales y los antropólogos del dinero, para quienes las relaciones interpersonales están siempre estrecha, regular y rutinariamente entrelazadas con intercambios económicos (Hasday, 2005; Parry y Bloch, 1989; Polanyi, 1944). En su trabajo pionero, Viviana Zelizer (1994, 1996, 2005) sostiene que el cálculo económico y las relaciones íntimas están lejos de ser antitéticos, que las transacciones monetarias y las relaciones íntimas son coproducidas y se sostienen mutuamente, y que no hay oposición entre las relaciones íntimas y los llamados intercambios impersonales, entre la acción racional y la supuestamente irracional. Esta perspectiva es esencial para captar los puntales culturales del intercambio económico y los modos en que se organizan para sostener las relaciones interpersonales, posición que yo adopto. Sin embargo, ese enfoque rechaza la idea de que la modernidad racionaliza el intercambio económico en una forma sin precedentes y por eso carece de fuerza histórica, es decir, es incapaz de concebir –mucho menos explicar– que la relación entre emociones íntimas y dinero ha sido profundamente trasformada en y por economías altamente monetizadas. Tampoco es capaz de explicar la intensificación de la vida emocional que se observa en el siglo XX. Cómo la economía moral de las relaciones sociales organiza intercambios económicos de formas diversas debería ser en sí mismo un objeto de estudio. Partiendo del supuesto de que los intercambios económicos están incrustados en marcos morales y sociales, este trabajo pretende examinar las transformaciones históricas de ese estar incrustados: ¿por qué ha aumentado la fuerza normativa de la vida y los proyectos personales, y cómo es que ha ocurrido cuando los procesos de comodificación también han aumentado?
El desarrollo de la vida personal no es menos parte de la historia y la sociología del capitalismo que el hecho de que las emociones hayan llegado a ser parte del proceso de producción, de la vida privada, de la esfera pública.
Este estudio propone una hipótesis históricamente más simple y sociológicamente más robusta para analizar y explicar ese proceso. Explica no solo la dinámica histórica de la expansión de la producción capitalista, sino también el hecho de que la vida emocional haya llegado a adquirir una importancia considerable para los individuos modernos: el capitalismo del consumo ha transformado cada vez más las emociones en commodities y es este proceso histórico lo que explica la intensificación de la vida emocional en las sociedades capitalistas “occidentales”, desde fines del siglo XIX y más claramente en la segunda mitad del XX. Es una hipótesis más simple porque es más parsimoniosa, en el sentido de que hace menos suposiciones sobre el control capitalista y es capaz de explicar cómo la cultura capitalista genera simultáneamente formas económicas y emocionales de individualismo. Según Mayer (1995), la parsimonia debería ser una característica esencial del análisis cultural, porque los modelos explicativos parsimoniosos se basan en una gran economía de suposiciones, y por lo tanto ofrecen modelos explicativos más fuertes de la producción de cultura. Además, esta explicación es más robusta porque identifica tanto un macromecanismo por el cual se generan emociones en forma de productos económicos como los microprocesos que hacen que sean vividos como emociones y actividades emocionales. Los modelos robustos de análisis cultural revelan los mecanismos por los que las macroestructuras se traducen en las micro autocomprensiones de los actores ordinarios. La elucidación del nexo micro-macro sigue siendo una de las principales tareas del análisis cultural (Alexander, 1987; Diprete y Forristal, 1994; Jensen, 2007).
Al proponer esta hipótesis –que las emociones se han convertido en commodities–, el grupo de autores de este volumen aspira a renovar el propio marco conceptual en que se ha concebido la historia del capitalismo y afirmar que, desde la Segunda Guerra Mundial y en particular desde la década de 1960, ha habido una constante expansión de commodities emocionales que, si se conceptualiza debidamente, revela una dimensión diferente de la historia del capitalismo. Esta investigación se inscribe bastante bien en el programa de la teoría crítica tal como fue relanzado por Axel Honneth en sus Paradoxes of Capitalism en el Institut fur Sozialforshung.[3] Dentro del programa de la Escuela de Frankfurt, aspiro a agregar aquí la categoría del commodity emocional.
Commodities emocionales: Emodities
Desde la década de 1970 y más decisivamente desde la de 1990, el capitalismo ha sido definido cada vez más en términos no materialistas. “Capitalismo cognitivo” designa nuevos modos de acumulación centrados en el conocimiento y la tecnología, con trabajo más flexible, más estructuras horizontales del trabajo, que utilizan sistemas colectivos de inteligencia y objetos virtuales antes que físicos. El capitalismo cognitivo redescribe a continuación todo el proceso capitalista inicialmente considerado por Marx: redefine lo que el trabajador está vendiendo (su atención cognitiva y procesadora antes que su cuerpo y su fuerza física); el proceso de producción (signos y conocimiento antes que productos); las relaciones laborales (horizontales antes que verticales). El capitalismo cognitivo redefine en líneas generales la actividad misma de producción y, en menor medida, de consumo (De Angelis y Harvie, 2009; Morini, 2007; Moulier-Boutang, 2012; Vercellone, 2008).
Aún de forma más reciente, el capitalismo ha sido caracterizado como capitalismo estético, con un énfasis más decidido en el consumo. Se trata de una forma de capitalismo que, sin ser menos agresiva o cínica que el capitalismo financiero, apunta a las capacidades emocionales de los actores. Es por eso que en el capitalismo hipermoderno, como observa correctamente Lipovetsky, las esferas económica y estética se superponen, las actividades creativas y las comerciales se superponen y se explota la capacidad emocional de consumidores y trabajadores (Lipovetsky, 2013). Estos dos enfoques del capitalismo representan un refinamiento considerable de las transformaciones culturales del capitalismo, pero no han concebido de manera adecuada lo que es el tema central de este análisis: el commodity emocional o emodity.
El commodity emocional ha volado por debajo del radar de las teorías del consumo pero, como intentaremos demostrar, es uno de los hilos más fuertes para explicar el desarrollo del capitalismo a partir de mediados del siglo XX. El objetivo de este trabajo es esbozar una tipología de emodities (commodities emocionales) y analizar el proceso por el cual las emociones no solo son un ingrediente en el proceso de empaquetar commodities sino, lo más importante, son creadas como commodities. Como la producción de emociones ocupa a sectores importantes de la economía contemporánea, y como esa producción es cardinal para la comprensión del individualismo emocional contemporáneo, este análisis podría tener un impacto significativo en nuestra comprensión de la dinámica cultural del capitalismo contemporáneo, que intensifica la racionalidad económica (en su perpetua expansión de la comodificación de la persona) y los proyectos de vida emocionales (que se ofrecen y se realizan a través del mercado y la cultura del consumo).
Repensar el commodity
En El capital, Marx definió los commodities como objetos “fuera de nosotros” (un objeto material en el espacio con límites claros), que son a la vez comerciales (tienen valor de cambio) y útiles (tienen valor de uso: “Una cosa que por sus propiedades satisface necesidades humanas de un tipo u otro”). Marx admitía que ese valor de uso podía ser tan abstracto como el placer estético, pero afirmaba que el valor de un commodity es determinado aproximadamente por el trabajo abstracto necesario para producirlo. En ese marco, el productor y el consumidor son entidades nítidamente separadas; el commodity es un objeto dotado de significado y valor, ya sea subjetivo (el valor de uso) o monetario (su valor de cambio), que requiere determinada cantidad de trabajo para ser producido.
Ya desde la década de 1920 el commodity adquirió características que Marx no había anticipado. La formación de la esfera del consumidor estuvo acompañada por una nueva conceptualización del consumidor, que también era producto de la cultura del consumo; el consumidor dejó de ser solamente una persona que consumía: todo un sistema cultural lo conceptualizaba y lo producía tanto como el bien que estaba consumiendo. Dicho de otro modo, la historia de la cultura del consumo no consiste en que el mercado simplemente trató de adaptarse a un consumidor cuyas necesidades y deseos ya existían y esperaban ser descubiertos: más bien modeló al consumidor a imagen de los bienes que estaba produciendo. Por ejemplo, la visión freudiana de la psique tuvo una influencia importante en la formación de la disciplina del marketing y sirvió de justificación para la idea de que los commodities tenían que apelar a las emociones. Personas que trabajaban en propaganda y marketing optaron deliberadamente por estrategias que aumentaban el valor emocional y simbólico de los bienes (Bennett, 2005; Caru y Cova, 2007; Holbrook y Hirschman, 1982; Lury, 2004; Mazzarella, 2003; Vargo y Lusch, 2004), práctica que llegó a ser conocida como branding. Definidas como la asociación deliberada de productos y marcas registradas con ideas, conceptos, sentimientos y relaciones, las marcas utilizan con plena conciencia íconos y mitos culturales para forjar su identidad y explotar significados emocionales activados por símbolos colectivos (Holt, 2004). El “branding emocional” ha llegado a ser una herramienta común de marketing, e ilustra el papel que las emociones han desempeñado en la conceptualización del consumidor y el proceso de consumo por los profesionales del marketing y la publicidad (Illouz y Benger, 2015). Las principales emociones utilizadas en branding son emociones positivas como amor, romance, deseo, optimismo, alegría, aplomo y confianza en uno mismo. Lo que importa aquí es que la publicidad y el marketing no explotaron una mina de emociones “reales”: más bien al aplicar un significado emocional a los bienes, lo que hicieron fue contribuir a la construcción del consumidor como entidad emocional, haciendo del consumo un acto emocional y legitimando la identidad del consumidor como un ser movido por las emociones.
Los enfoques culturalistas de los commodities expandieron la visión materialista de Marx sobre ellos (como “objetos” útiles comercializables) para incluir la “información” y el “conocimiento”, y enfatizaron su dimensión semiótica. Estudiosos tan diferentes como Jean Baudrillard (1998), Mary Douglas (1979), Arjun Appadurai (1986) y Pierre Bourdieu (1984) han coincidido en afirmar que compramos commodities no solo por lo que hacen, sino también por lo que significan y lo que dicen sobre nosotros, de manera que la identidad se construye a través de un trabajo semiótico de marcado. La siguiente generación de sociólogos del consumo fue un paso más allá al describir los procesos de desmaterialización por los que ha pasado el commodity (por ejemplo, Featherstone, 2007; Jansson, 2002; Lash y Urry, 1993; Slater, 1997; Wernick, 1991). Esa desmaterialización incluye el paso de la economía de bienes a la economía de servicios; la aparición de commodities informativos/cognitivos como códigos de software, y el hecho de que, incluso en commodities materiales tradicionales, la mayor parte del valor agregado deriva de los componentes no materiales (estéticos/ simbólicos) como I&D, diseño y las etapas de branding/publicidad, más que de la etapa de fabricación. Ahí los commodities se vuelven promocionales, tomando la publicidad como paradigma para toda la economía. Con el branding multiplicando por cien el valor de un commodity, el valor pasó a estar muy alejado tanto de la escasez como del tiempo de trabajo congelado. En esta visión, el signo ha pasado a dominar y se ha convertido en un aspecto autónomo de la producción misma del commodity. En el proceso de fabricar commodities, la publicidad carga de emociones a los productos mediante diversos mecanismos retóricos y semióticos, afirmación respaldada por psicólogos (por ejemplo, Zajonc y Markus, 1982) que demuestran la importancia de la emoción en la toma de decisiones y en el proceso de construir preferencias en general, y preferencias de consumo en particular. Como reflejo de ese conocimiento, el “branding emocional” fue el siguiente paso en la panoplia de herramientas de marketing (Gobé, 2001; Roberts, 2005; Rossiter y Bellman, 2012), e intentó amarrar la subjetividad del consumidor más directamente al mercado. Aquí las emociones explican lo que comúnmente se percibe como consumo irracional, que se produce cuando las manipulaciones de la publicidad seducen a los consumidores para que consuman en contra de sus intereses (Brown y Woodruffe-Burton, 2015; Falk, 1994; Gill, 2009; Vakratsas y Ambler, 1999. Véase Campbell, 1987 sobre el “manipulacionismo”). De ese modo, las emociones se ven como aquello que nos motiva a comprar y consumir, sin pensar en la relación costo-beneficio.
Estos análisis históricos y sociológicos han contribuido mucho a nuestra comprensión del consumo como un acto social y semiótico y, sin embargo, han omitido un aspecto crucial de la dinámica histórica del capitalismo: su capacidad de crear emociones como commodities. El crítico detalle de la apropiación de las emociones como paradigma de atracción es obvio, pero no explica que las promesas emocionales de los artículos de consumo no son siempre falsas: algunos objetos de consumo no están encerrados en un ciclo y circuito estructural de decepción, hay objetos de consumo que realmente producen los efectos emocionales que prometen (Hirschman, 2013 [1977]; Scitovsky, 2013 [1952]; Campbell, 1987). Esta es también la razón por la que ese consumo parece auténtico: produce una emoción real, es parte integrante de prácticas de autenticidad, modos de relacionarse con un mundo concreto de objetos a fin de alcanzar la autenticidad. La sociología de los commodities que se desarrolló en la década de 1970 pasó por alto la dimensión emocionalmente performativa de los commodities.
Ann Friedberg (1993) avanzó hacia ese abordaje en su importante concepto de commodity-experiencia, que incluye commodities como turismo o espectáculos de entretenimiento. Se trata de commodities intangibles que convierten al consumidor en un objeto sobre el cual actúan. Llevando el argumento de Friedberg un paso más allá, se podría sugerir que una dinámica crucial de la expansión del capitalismo ha sido extender los commodities-experiencia.[4] Las emociones motivan el consumo, son parte del significado de los commodities, pero en forma más crucial son los commodities mismos, a la vez adquiridos y manufacturados. Expertos en marketing como Pine y Gilmore (1999) concuerdan. Para ellos, la economía se convierte en una “economía de experiencia” en la que los consumidores pasan a ser “invitados”, los productores “organizadores de eventos” y los commodities, “experiencias”. Lo que compramos ya no está “fuera de nosotros” y ya no es uniforme: diferentes consumidores tienen diferentes experiencias, y se convierten en coproductores del producto. La producción de esos commodities de la modernidad tardía (y su valor) no termina en la puerta de la fábrica; por el contrario, solo se completa durante su consumo mediante una interacción con el consumidor (Baudrillard, 1975; Friedberg, 1993), hecho que dota de performatividad al acto de consumo. Esto implica también una nueva relación entre el tiempo de trabajo y el commodity: o bien el tiempo pierde toda importancia para la definición del commodity emocional, o ya no se trata del tiempo invertido en la producción del commodity, sino más bien del tiempo que acompaña la progresiva producción del commodity emocional (como cuando uno consume unas vacaciones fascinantes). Además, los objetos de consumo son, cada vez más, parte de redes que producen cadenas complejas de emociones y manejo de emociones.
Más cerca de este enfoque está el concepto relativamente reciente de capitalismo afectivo. El capitalismo afectivo se basa en la afirmación de Negri (1999) de que el afecto se ha reintegrado al “redil” del capitalismo mismo. El significado, el afecto y la afición son ampliamente organizados, producidos y mantenidos para las necesidades del capitalismo (Karppi et al., 2014). Aun cuando ha habido intentos recientes de capturar el afecto en diferentes campos de la cultura, entre los trabajadores y en las redes sociales contemporáneas, el concepto todavía es vago (Dowling et al., 2007; Massumi, 2005; Dowling, 2007; Peters et al., 2009). Tanto el afecto como el capitalismo afectivo operan en áreas, sentidos y experiencias diferentes (Karppi et al., 2014), y hacen referencia a una emocionalidad difusa que impregna los commodities, y así se vuelve por momentos imposible de distinguir de la actividad de branding.
El concepto de commodity aclara el proceso central del capitalismo afectivo porque conecta en forma performativa la experiencia emocional con el commodity diseñado para la producción de esa experiencia.
La cadena commodity-emoción
Convencionalmente, las emociones se conciben como una relación diádica: el sujeto X siente algo hacia la persona/objeto Y. Dentro de ese modelo común, el único objeto legítimo para las emociones son las personas, y las emociones hacia objetos/bienes se consideran fetiches artificiales vicarios (Latour, 1999; Miller, 1987; Olsen, 2003), a pesar de la creciente orientación hacia objetos como fuentes de intimidad relacional, como mediadores de la intimidad y a la vez como socios copartícipes en la interconexión y el apego emocional (Cetina, 1997; Cetina y Bruegger, 2002). Esta representación de las emociones como atributos de personas es la que predomina entre los legos, pero también entre los sociólogos (por ejemplo en el análisis de las redes sociales, en el que cada persona está representada por un único nodo y las emociones se conceptualizan como líneas que las conectan y determinan la fuerza de cada lazo diádico). Sin embargo, si lo que llamamos la experiencia interna de las emociones realmente está conformada por objetos que crean cierta atmósfera (Illouz, 1997) o por medicinas (Crossley, 2000), y si las emociones siguen guiones culturales (Hochschild, 1983), entonces debemos arrojar por la borda tanto la ecuación de las emociones con la interioridad como el modelo diádico (Bericat, 2015; lllouz, Gilon y Shachak, 2014). En cambio, vemos la vida interior como organizada por actos lingüísticos y sociales, por organizaciones y por objetos, por lo que Foucault llamó dispositivo, es decir, un conjunto heterogéneo formado por discursos, instituciones, prácticas, el marco arquitectónico, etcétera (Foucault, 1980: 194). En otras palabras, proponemos ir más allá de un enfoque culturalista o discursivo de las emociones y en cambio verlas empíricamente, existiendo con toda una red de organizaciones, objetos, imágenes y discursos. Las emociones permiten a los actores interactuar con personas y objetos e introyectarlos. Una atmósfera romántica, por ejemplo, está en algún punto en el umbral entre el yo privado y el reino público de los objetos de consumo: un restaurante romántico y su utilería (luces, velas, música, platería elegante, comidas y vinos finos) genera y organiza sentimientos de atracción mutua en una atmósfera que existe tanto objetivamente (en la decoración del restaurante) como subjetivamente (en los sentimientos que esa decoración crea). De hecho, típicamente, una “atmósfera” es el resultado de una red de objetos y personas en que las emociones expresan los modos en que objetos y sujetos se fusionan.
Esto nos conduce a un modelo alternativo de las emociones como subproductos de montajes sociotécnicos, mediados por ideales culturales. El proceso económico de producción de emociones que se inició en el siglo XIX fue también cultural, con lo que muchos han visto como la creación de un yo y una identidad psicológicos privados, intensamente preocupados por sus emociones. Como han afirmado numerosos historiadores y sociólogos estadounidenses, el ascenso y el triunfo del capitalismo industrial estuvieron fuertemente correlacionados con, si es que no fueron la verdadera causa de, el surgimiento de los ideales de autenticidad, sinceridad y expresividad emocionales e intimidad, a través de transformaciones de la esfera pública y del papel de la familia (Cavanaugh y Shankar, 2014; Demos, 1995; Dittmar, 2007; Lears, 1994; Pfister y Schnog, 1997; Sennett, 1977). Esos ideales postulaban que el más íntimo núcleo psicológico y emocional de una persona definía su identidad, quién era en realidad. En ese sentido, un modelo de individualidad basado en la privacidad hizo que las personas, en Europa occidental y en Estados Unidos, experimentaran cada vez más su propio ser como un ser emocional, y ese ser, concebido como dotado de una interioridad emocional, necesitaba expresión, manejo y realización (Taylor, 1989). Los ideales culturales de autenticidad emocional y realización personal que ofrecía el mercado de consumo canalizaron esa nueva percepción del yo emocional y su autenticidad como algo a ser alcanzado (Lears, 1994). El ascenso de la psicología clínica, que estaba destinada a arrasar con el paisaje cultural de los países occidentales, reforzó e incluso institucionalizó la idea de que las emociones eran entidades pasibles de manejo y manipulación, que era necesario regular en forma experta para alcanzar la individualidad plena y auténtica (Brunner, 1995; Cushman, 1996; Herman, 1995; Illouz, 2007 y 2008). Procesos paralelos en el sector psicomédico –es decir, la industria psiquiátrica y la farmacéutica– (Abraham, 1995; Moynihan y Cassels, 2005) incentivaron la cosificación de las emociones como objetos medicalizados. Esos procesos culturales e institucionales convirtieron las emociones en categorías “objetivas” a conocer y transformar. Otros cambios en la esfera de la producción acentuaron esa inscripción de la vida emocional en las clasificaciones de la psicología.
Después de la Segunda Guerra Mundial, pero más claramente después de la década de 1960, el trabajo pasó a ser cada vez más “inmaterial”. El concepto de “trabajo inmaterial” plantea que desde la década de 1960, en la economía basada en la información y el conocimiento, los trabajadores aportan a su trabajo no solo sus cuerpos, sino también sus capacidades intelectuales y emocionales, a fin de crear “productos inmateriales como conocimiento, información, comunicación, una relación o una respuesta emocional” (Hardt y Negri, 2005: 108)[5]. En su influyente estudio The Managed Heart, Arlie Hochschild (1983) ya había llamado la atención sobre las reglas emocionales que cada vez más trabajadores necesitaban para manejar sus emociones dentro de la empresa. Pero Hardt y Negri fueron un paso más allá al considerar que la producción de commodities de información, culturales, simbólicas y emocionales moviliza las verdaderas capacidades e inclinaciones emocionales de los trabajadores. Esos trabajadores inmateriales, orientados a proyectos y típicamente autónomos, invierten sus propias y reales subjetividades en el proceso de producción, que ya no está confinado exclusivamente a la fábrica o a la sala de juntas. En ese nuevo ambiente de trabajo, se exige que los trabajadores sean auténticos; la ética de “solo sé tú mismo” tiene precedencia sobre la del trabajador calculado y autocontrolado del capitalismo industrial temprano (Gill y Pratt, 2008; Hardt y Negri, 1994, 2001 y 2005; Fleming y Sturdy, 2009; McRobbie, 2002).
Estas transformaciones –la intensificación de la vida privada, la definición de la individualidad en términos de autenticidad emocional, el énfasis creciente en el trabajo emocional en ambientes económicos, la cosificación de las emociones a través de sistemas de conocimiento– constituyen el trasfondo del proceso de producción de commodities emocionales.
El viraje conceptual que se proponemos es la afirmación de que las emociones no son meros componentes de la estructura motivacional del consumidor o un conjunto de significados adjuntos “cargados” en otros bienes, sino también, y más significativamente, verdaderos commodities en sí mismos. Con esto no nos referimos a los significados y anexos emocionales que los commodities acumulan después de ser adquiridos (Ilmonen, 2004), sino más bien a que los commodities están diseñados con el fin de crear emociones y afectos, ya sean superficiales o profundos, de impacto efímero o a largo plazo, y son consumidos como tales. Es decir, las emociones no solo son comercializadas y comodificadas, sino también creadas y moldeadas en el contexto de actos de consumo específicos.
Los emodities no surgen perfectamente acabados, sino más bien tras un proceso en el que hay una pesada mediación de ideales culturales y morales como las de felicidad, intimidad, realización personal y salud mental. En ese sentido, los emodities apuntan a la performatividad económica de categorías culturales (que transforman en commodities categorías como “bienestar mental”, “equilibrio emocional” o “relax”). Una emoción –conectada con esos ideales– necesita ser culturalmente identificada y nombrada antes de ser comodificada. Por ejemplo, como muestran Yaara Benger Alaluf o Daniel Gilon, “relax” u “horror”, como emociones estéticas, son nombradas e identificadas por médicos o por empresarios cinematográficos y después canalizadas hacia el proceso de producción. Así, las emociones son culturalmente producidas por la unión de ideales culturales de la identidad con procesos de comodificación. El mercado produce emociones utilizando las tres matrices culturales más importantes para los ideales de identidad: a) autenticidad emocional y liberación, b) intimidad, amistad, camaradería y expresividad emocional, y c) autoconocimiento, autocontrol y superación personal conducentes a la salud mental. Esta triple articulación de mercado, cultura y emociones nos lleva a la siguiente tipología de los bienes emocionales: experiencias y estados de ánimo emocionales, relaciones emocionales y autotransformación emocional.
Los emodities no surgen perfectamente acabados, sino más bien tras un proceso en el que hay una pesada mediación de ideales culturales y morales como las de felicidad, intimidad, realización personal y salud mental.
Liberando el Yo: experiencias y estados de ánimo emocionales
El ideal de autenticidad y liberación emocional empezó a dominar Estados Unidos y Europa occidental a partir de la mitad del siglo XIX. Esas aspiraciones utilizaban los ideales rousseaunianos de la naturaleza no tocada por la corrupta civilización, y eran canalizadas hacia una cultura de “experiencias” y “estados de ánimo”. Hay una variedad de industrias que ofrecen experiencias y estados de ánimo emocionales, y entre ellas predominan las relacionadas con la esfera del tiempo libre. Esos productos de consumo se presentan como experiencias que proporcionan estados de ánimo, sensaciones, que después pueden ser capturadas como recuerdos e historias para contar.
Históricamente, dos sedes importantes de prácticas de consumo que han canalizado y creado autenticidad a través de experiencias y estados de ánimo son el turismo y la música (Berger y Del Negro, 2004; DeNora, 2000; Friedberg, 1993; Grazian, 2003; Page y Connell, 2006). La industria del turismo ha tenido una de sus mayores expansiones desde la Segunda Guerra Mundial. Después de la guerra, las experiencias de los turistas empezaron a ser moldeadas por centros turísticos que adquirieron las dimensiones de empresas globales. Los centros turísticos se definen por el hecho de que el commodity consumido es en realidad una experiencia, organizada dentro de un marco temporal bien definido y un marco espacial alternativo, por el hecho de que el commodity comprado se puede encapsular como “una tajada de vida” o un evento biográfico (“mis vacaciones en las Seychelles”), y porque la experiencia está altamente estetizada: es decir, organizada en e inducida por el ambiente espacial, la música, la comida, los objetos y el diseño arquitectónico que corresponden a íconos o historias altamente estetizadas (Coleman y Crang, 2002; Urry, 1990, 1995).
Esas experiencias producen estados de ánimo emocionales antes, durante y después de experimentarlas (por ejemplo, excitación o relajación anticipatoria, felicidad, coquetería, amistad y nostalgia). Un estado de ánimo emocional difiere de una emoción propiamente dicha porque, con frecuencia, es provocado por estímulos sensoriales y es más difuso, es decir, no está tan claramente sesgado hacia un objeto específico y circunscrito, sino hacia una emoción, y por el hecho de que puede contener varios afectos (por ejemplo, en un estado de ánimo emocional pueden coexistir el relax, la excitación sexual y la confianza en uno mismo). El capítulo de Yaara Benger Alaluf sobre la producción de relax en centros del Club Med muestra cómo esa industria turística multinacional surgió precisamente como un intento de controlar y manipular los estados de ánimo emocionales de los turistas y convirtió el turismo en una experiencia emocional.
Un segundo ejemplo de estado de ánimo emocional puede encontrarse en el reino de la música. Un estudio de caso es “compilaciones de música de estados de ánimo”, fenómeno que empezó en la década de 1950 después de la invención de los discos longplay (Lanza, 2004). Desde entonces, esas compilaciones han llegado a ser comercializadas y consumidas explícitamente como “manipuladores legales de estados de ánimo” (DeNora, 2000). Esas compilaciones organizan música en torno a temas emocionales como “relax”, “romance”, “nostalgia” y “melancolía”. A diferencia de lo que ocurre en la mayoría de las piezas clásicas y en los discos de rock, en cada compilación no hay variación en el ritmo, el estado de ánimo o la emoción. También difieren de la música de estado de ánimo utilizada por la industria del cine o la música funcional de tiendas y restaurantes, en que sujetos individuales eligen conscientemente consumirlas con el fin de expresar o manipular emociones propias o de otra persona. En general, estas compilaciones carecen de cualquier pretensión de valor estético o cultural intrínseco, y se usan no por distinción social, posición o trabajo de identidad (es decir como commodity-signo), sino más bien por su predecible y deseado efecto emocional (es decir como commodity-emoción), para determinar el estado de ánimo de los que escuchan y/o sus actividades (hacer el amor, practicar yoga, sentir nostalgia). Las personas no solo compran compilaciones de estados de ánimo, sino que además las compilan cuando organizan archivos digitales de música según categorías emocionales como “triste”, “odio a los hombres” o “sentirse bien” (Bentley et al., 2006. Véase Kim y Belkin, 2002), y así utilizan discos normales para la manipulación de estados de ánimo (véase DeNora, 2000). En “Gotas emocionales para el oído”, Ori Schwarz documenta el ascenso de la escucha emocional de música, dándonos así una forma importante de entender la transformación de la música en un commodity emocional-cultural.
El consumo de estados de ánimo emocionales es sensorial y a la vez se activa a través de la imaginación, como afirmaba Colin Campbell (1987) en un libro verdaderamente fecundo. Por ejemplo, el análisis de Daniel Gilon de la forma en que un género cinematográfico como las películas de terror se envasa en una fórmula cargada de intensidad emocional es un vigoroso ejemplo empírico de cómo una fórmula emocional moldea y maneja la imaginación de los consumidores. La película de terror se produce y también se consume como un commodity emocional a través de la explotación de emociones imaginarias de suspenso y terror.
Como ya se ha dicho, los commodities que producen estados de ánimo emocionales están anclados con fuerza en la anticipación imaginaria y en sensaciones corporales mientras se experimentan (Campbell, 1987). Es decir que los estados de ánimo emocionales son inducidos por eventos sensoriales, y nos señalan la organización de los sentidos en y por la cultura de consumo. Lo importante aquí no solo es que uno experimenta su propia individualidad de modo hedonista, es decir, con significados hedonistas, sino también que la experiencia misma se estructura cada vez más a través de la manipulación de estímulos sensoriales. Como ejemplo de este proceso podemos tomar la nueva profesión de “diseñador de restaurantes y cafés”, que pone gran énfasis en la “atmósfera”. Pero una atmósfera no es solo el intento de estructurar los estímulos sensoriales de un ambiente y de usar objetos y códigos culturales de objetos para manejar deliberadamente estados de ánimo emocionales. Las “atmósferas” se producen mediante la creación de estados de ánimo emocionales mediados por objetos. Y también es el resultado de procesos menos dirigidos, efímeros, provocados por cualidades simbólicas y materiales en las que los actores están inmersos, y que reclaman su atención. Dana Kaplan capta la imprecisión de la “atmósfera sexual” urbana examinando la difusión de estampas sexuales en las calles de Tel Aviv. Una “atmósfera” parece intangible, pero en realidad es el resultado de la configuración espacial de objetos y la circulación de géneros narrativos.
Ideal de intimidad: emociones relacionales
El segundo ideal cultural que organiza el consumo para fines de identidad es el de intimidad (Beck et al., 1995; Giddens, 1992; Illouz, 2007 y 2012; Honneth, 1995). Hay otra categoría de emodities que desempeña un papel activo en la señalización y la creación de emociones en relaciones sociales afectivas, particularmente en la amistad, el romance y la familia. Estos commodities surgieron en el contexto del repliegue de la familia hacia la esfera privada, su redefinición como unidad emocional y el creciente énfasis en las emociones y la intimidad para la formación de la individualidad y la identidad en general. El individualismo emocional –es decir, un individualismo en el que las emociones son valoradas y cultivadas por las formas en que dan expresión a la singularidad de cada individuo– es un individualismo relacional, vinculado al logro de relaciones íntimas de varios tipos, como la amistad, el amor, la sexualidad y la intimidad.
En el contexto de un ideal de vida personal, las emociones se convirtieron en commodities a través del crecimiento espectacular de las prácticas de hacer regalos, que los antropólogos consideran esenciales para el mantenimiento de los vínculos interpersonales. Son muchos los que han documentado cómo en muchas sociedades no modernas y no occidentales el regalo tiene una posición económica, y se intercambian regalos para afirmar la propia posición social (Bauman, 1993; Parry, 1986) y para cumplir obligaciones sociales (Mauss, 1954). En contraste con eso, “Occidente” ha elaborado una particular ideología del “regalo puro”, según la cual el regalo ideal tiene un valor estrictamente emocional, presumiblemente desconectado de su valor monetario o social (Carrier, 1995). Sin embargo, muchos análisis han pasado por alto el hecho de que las prácticas occidentales de regalar fueron institucionalizadas simultáneamente como prácticas emocionales y de consumo. Por ejemplo, fiestas como el Día de la Madre y el Día de San Valentín (Schmidt, 1991, 1993 y 1997) son rituales de amor y al mismo tiempo de consumo. El Día de San Valentín se hizo popular en Estados Unidos como fiesta de consumo ya desde la década de 1850, mientras que el Día de la Madre surgió en la de 1920. Desde el principio, esos días fueron prácticas emocionales y al mismo tiempo prácticas de consumo, orientadas hacia el acto de regalar, afirmando que uno forma parte tanto del mercado como de una unidad afectiva. No crean emociones tanto como exigen su renovación ritual; así ilustran los modos en que la cultura del consumo está organizada en una densa red de relaciones y obligaciones sociales, que intensifica llevando al primer plano una economía moral de expresividad emocional.
Un ejemplo de esa imposición de etiquetas emocionales a la práctica de regalar puede verse en la costumbre de mandar tarjetas, una categoría de productos dominada por la compañía Hallmark (West, 2004, 2007, 2008 y 2010). Hallmark ha llegado a ser el mayor fabricante de tarjetas de saludos en todo el mundo, y estas tarjetas han llegado a ser un artículo de intercambio entre personas con diversos grados de relación y cercanía. Como sugiere Emily West, se intercambian tarjetas como forma de establecer, mantener y afirmar vínculos emocionales, nombrando y cosificando emociones específicas que se intercambian en esas relaciones. Hallmark y otras compañías han usado cada vez más la comercialización por nichos, apuntando cada producto a grupos específicos de personas según su raza, etnia y género. Pero más allá de orientar las tarjetas hacia grupos demográficos determinados, la industria crea tarjetas que llevan nombres específicos de emociones y ocasiones del envío, como gratitud, nostalgia, disculpas sentidas, admiración, respeto, amor romántico, de amigo a amigo, de jefe a empleado o de hijastra a madrastra. El alto nivel de especificidad que existe en las tarjetas de saludos invita a una performatividad de la emoción por la vía del mercado, que es característica de los emodities.
El ideal de la salud mental y la autoayuda: el automonitoreo como commodity
El tercer ideal que moldea la identidad es el del autoconocimiento y la superación personal a través de modelos psicológicos de salud mental. Ese ideal cultural está relacionado con el ascenso de dos idustrias relacionadas entre sí: las industrias psi (consejo psicológico de cualquier corriente, talleres, libros de autoayuda, entrenadores personales) y las industrias psicomédicas (incluyendo los servicios de psiquiatras y médicos generales y la industria farmacéutica). Esas industrias, basadas en la formación de conocimiento, se ocupan casi exclusivamente de la creación y/o la regulación y el manejo de emociones, y son fundamentales para nuestra comprensión de la medicalización de las emociones en general, producida por la patologización de algunas emociones como la ansiedad o la tristeza. Durante todo el siglo XX, las industrias psi y la industria psicomédica expandieron notablemente el radio de sus actividades, a medida que iban pasando gradualmente de los “locos” a la población general (Porter, 1987), y ampliaban el mercado de consumo al ofrecer una gran variedad de emociones. El más evidente de esos commodities es la medicina emocional (antidepresivos o medicinas contra la ansiedad social), pero el inventario incluye también talleres, literatura de autoayuda, consultas psicológicas y programas de radio y televisión basados en técnicas verbales y físicas para transformar la propia constitución psicológica-emocional.
Uno de los aspectos más originales y distintivos de la economía del siglo XX es el hecho de que la persona y sus emociones han pasado a ser blanco de una industria que vende salud mental, realización personal, bienestar y una constitución emocional ideal (Illouz, 2008). Lo que tienen en común las terapias new age, los talleres, los libros de autoayuda, el coaching y las medicinas psiquiátricas es su uso de conocimiento experto (psicológico, farmacológico, genético) para realizar cambios emocionales como reducir el estrés, la ira, proporcionar bie nestar, aumentar la intimidad de una pareja, incrementar la confianza en uno mismo, reducir los sentimientos de inutilidad e impotencia y mejorar la autoestima. Hay que señalar además que esos expertos operan dentro del sistema estatal, y se ha sugerido que la expansión de los servicios psiquiátricos después de la guerra tiene estrecha relación tanto con la lógica financiera como con el surgimiento del Estado de bienestar moderno (Busfield, 1986; Lewontin et al., 1984; Nolan, 1998). Es en este sentido que el sector psi ha sido considerado por algunos como un jugador clave en la estructuración del orden social y moral capitalista. La sociedad de consumo y los sistemas de conocimiento producidos por las ciencias psi han hecho posible comerciar con la demencia y las emociones patologizadas. Este tipo de commodity es producido por sistemas de conocimiento, tiene por objeto a la persona y, en teoría, se puede reciclar y volver a consumir indefinidamente: uno puede consultar a un psicólogo por una depresión posparto, por un divorcio o al jubilarse, puede ir a talleres inspiracionales, buscar un coach o entrenador de vida de vez en cuando, etcétera. La industria psi está orientada a aumentar la experiencia de estados de ánimo y emociones positivas, lo que explica por qué las emociones negativas se comodifican en el modo del autocontrol (por ejemplo, asistiendo a talleres de control de la ira). Mattan Shachack y Edgar Cabanas ilustran la comodificación de la persona, del autocontrol emocional y de las emociones positivas a través de psicología positiva y entrenadores, apuntando a crear una plusvalía emocional, de manera que el yo borre o controle las emociones negativas y produzca más emociones positivas de las que normalmente produciría, a fin de estar perfectamente adaptado en una economía emocional.
El proceso que se describe es, pues, fundamental para la formación del capitalismo de consumo, en el que el consumidor ha sido socializado para producir y consumir su propia emocionalidad. En el proceso cultural y económico que se describe, los ideales y modelos de autenticidad, intimidad y salud emocional se coproducen con el mercado y se cosifican a través de él como commodities emocionales, emodities.
Esta coproducción es procesal y también performativa, es decir, la cultura y la economía solo se producen mutuamente después de un proceso cultural en el que las emociones se cosifican, etiquetan e integran en ideales de personalidad y se buscan en forma de estados de ánimo, actos emocionales/relacionales y de superación personal. Así, la producción económica de emociones se coproduce junto con ideales culturales y sistemas de conocimiento para manejar la identidad. Ese proceso, por último, explica por qué es prácticamente imposible separar del mercado la “autenticidad” emocional, la satisfacción emocional, la expresión emocional y la salud emocional.
Este estudio busca revisar tanto la historia del capitalismo como su sociología, estableciendo que la cultura del consumo desempeña un papel importante en la constitución de emociones, transacciones sociales y sociabilidad; y lo más importante, que la economía es performativa en cuanto genera y crea mundos emocionales y morales. Si como sugiere Bruno Latour (1999: 214) “objetividad y subjetividad no se oponen, crecen juntas y lo hacen en forma irreversible”, entonces uno de los mayores desafíos es entender exactamente cómo se da esa coproducción “irreversible” de mundos emocionales y económicos a través de la mediación de ideales morales y culturales de identidad y sistemas de conocimiento (Jasanoff, 2004). Sin duda la sociedad contemporánea se caracteriza por una mayor intimidad entre lo tecnológico y lo social, amarrados en redes cada vez más intrincadas (Cetina, 1999; Latour, 1999), y las emociones son componentes obvios de esas redes. La formación del capitalismo debe ser entendida como el resultado de interacciones mutuamente construidas entre humanos y no humanos, actores materiales y no materiales, componentes emocionales y racionales de la acción. El marco que proponemos ofrece una teoría y una metodología claras para revelar los mecanismos que unen esos elementos heterogéneos, como commodities y personas, emociones y racionalidad, consumo y sistemas de conocimiento, desde el punto de vista del análisis institucional y las prácticas de consumo. Al ofrecer el nuevo concepto de “emodity”, el marco que proponemos ayuda a resolver la cuestión de cómo es que la autenticidad emocional y la comodificación ocurren simultáneamente, y cómo el individualismo contemporáneo entrelaza sin fisuras la racionalidad con la emocionalidad
Sobre la autora: Eva Illouz estudió literatura y sociología en la Universidad de París X-Nanterre y se doctoró en comunicación en la Annenberg School of Communication de la Universidad de Pennsylvania. Es especialista en historia y sociología de las emociones; y sus investigaciones se centran, particularmente, en los modos en que la cultura pública y el capitalismo delinean la vida emocional.
Es autora, entre otros libros, de “El consumo de la utopía romántica. El amor y las contradicciones culturales del capitalismo”, “Intimidades congeladas. Las emociones en el capitalismo”, “La salvación del alma moderna. Terapia, emociones y la cultura de la autoayuda” y “¿Por qué el amor duele? Una explicación sociológica”.
Su obra se tradujo a 15 idiomas. En 2009 fue elegida por el periódico alemán Die Zeit como una de los 12 pensadores que probablemente cambien el pensamiento del futuro.
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[2] Para una discusión general sobre la encarnación reflexiva y su relación con las relaciones sociales en la modernidad tardía véase Crossley (2006).
[3] Disponible en línea: <http://www.ifs.uni-frankfurt.de/forschung/ abgeschlossene-projekte/paradoxien-der-kapitalistischen-modernisierung-zur-begrundung-eines-ubergreifenden-forschungsthemas-des-instituts-fur-sozialforschung/paradoxes-of-capitalist-modernization-the-foundations-of-a-comprehensive-research-project-of-the-institute-for-social-research>. Véase también el artículo de Hartman y Honneth (2006).
[4] Esto resuena con la evolución de buenos proveedores a recolectores de sensaciones (Bauman, 1995).
[5] Hardt y Negri usan el concepto de trabajo afectivo para describir un tipo de trabajo inmaterial. Para ellos, el trabajo afectivo está enfocado en el contacto y la interacción humanos y en la creación y manipulación de afectos; sus productos son “intangibles, un sentimento de paz, bienestar, satisfacción, excitación o pasión” (Hardt y Negri, 2000: 292-293). Hardt (1999: 95) agrega que “los servicios de salud, por ejemplo, tienen como algo central el trabajo afectivo y de cuidado, y también la industria del entretenimiento y diversas industrias culturales tienen su foco en la creación y manipulación de afectos”. Sin embargo, aparte de mencionarlo no dice nada más sobre este concepto.