Entrevista a Agustín Salvia
Autores: Alejandro Katz y Mariano Schuster
En esta entrevista, el sociólogo Agustín Salvia examina la situación de la pobreza en la Argentina contemporánea. Con un análisis minucioso, diferencia la pobreza actual de la existente hace cuarenta años y apunta posibles políticas para su reducción. El coordinador del programa “Observatorio de la deuda social argentina” de la Universidad Católica Argentina, afirma que hace falta un modelo económico que redistribuya las ganancias y apuesta por un fortalecimiento de la economía popular dentro de un capitalismo moderno.
Hay una Argentina globalizada y hay otra que reproduce condiciones de exclusión que constituyen la base de la pobreza.
Cuando pensamos en la pobreza en Argentina tenemos que situarnos en el tiempo. Parece que la pobreza de las décadas de 1960 y 1970 es muy diferente a la actual. Incluso las villas miseria constituyen hoy algo bien distinto a lo que eran en aquellos tiempos. ¿Por qué esto es así?
Creo que es un punto muy interesante. Cuando en los años setenta, e incluso a fines de los sesenta, José Nun estudiaba los procesos de marginalidad, los redefinía teniendo en mente los análisis previos de Gino Germani. Nun afirmaba que la marginalidad en América Latina no estaba ni está asociada a una falta de integración cultural al mundo moderno, sino a la inexistencia de un capitalismo que los necesite. A Nun le costó mucho encontrar bolsones de marginalidad importantes en aquellos años. Mientras que en América Latina eso resultaba ya un fenómeno extendido, en Argentina la situación era otra. La exclusión económica era muy baja, porque las villas eran producidas por procesos migratorios o vegetativos, pero en las villas había más egresos que ingresos. La villa era un lugar de tránsito, un punto de escala del que se pasaba a una urbanización mejor. En aquel contexto había terrenos para loteos populares, había ingresos regulares para tomar un crédito o para endeudarse familiarmente, e incluso para ahorrar porque había trabajo estable. Efectivamente, en esa Argentina había pobreza, había segmentos muy claros en esa condición –como los pueblos originarios que eran un nicho importante en el NOA y en el NEA–, pero la pobreza del conurbano era transitoria. Se trataba de un proceso dinámico de crecimiento tanto en los conurbanos de Buenos Aires como en los de Córdoba, de Rosario o Tucumán. Hay que afirmar que, entonces, había actividad económica que demandaba a esa fuerza de trabajo para que pudiese incorporarse a un modelo de crecimiento que impulsaba el capitalismo argentino. Pero este proceso fracasó.
Hasta la década de 1970, la villa era un lugar de tránsito. Era un punto de escala del que se pasaba a una urbanización mejor. Había terrenos para loteos populares, había ingresos regulares para tomar un crédito o para endeudarse familiarmente, e incluso para ahorrar porque había trabajo estable.
La situación internacional no habilitó las condiciones de posibilidad para que este modelo continuara bajo las mismas reglas. Las políticas económicas, más que atender al problema y lo que estaba por venir, agravaron el problema. La dictadura militar de 1976 evidenció ese proceso. Sus primeras políticas fueron las de apertura económica y desindustrialización. Esto produjo un quiebre. El endeudamiento y la crisis de deuda en la década de 1980 se combinaron con un mundo también recesivo. Esto agravó la problemática y la situación se desmadró aún más cuando en la década de 1990 se produjo una apertura al capital financiero. La convertibilidad fue otro avance más en este sentido. Así, comenzamos a ver un proceso por el cual varias generaciones de argentinos iban quedando fuera del sistema.
En los 2000, durante los primeros seis o siete años de la etapa kirchnerista, la recuperación económica logró producir un efecto interesante. De hecho, se retomó la situación existente a fines de los noventa. Sin embargo, no logró traspasar una especie de umbral que se ha ido construyendo en Argentina. En definitiva, hemos construido un modelo de capitalismo que deja estructuralmente afuera a un cuarto de la población. Aquello que Nun verificaba en los años 60 en América Latina, es lo que estamos verificando hoy para nuestro país. Hay una parte de la población que no es necesaria para el capitalismo argentino.
¿Y cómo puede trabajarse esto desde el terreno de lo simbólico? ¿Cómo puede desarrollarse algún tipo de estructura formativa para reducir los niveles de exclusión social?
En principio, yo desafiaría un poco los argumentos que generalmente ponen en el eje el tema de las calificaciones y la adaptación. Reconozco que es políticamente incorrecto, pero lo señalo: el ómnibus que tenemos da para cien pasajeros sentados, apretaditos pero sentados. Lo que sucede es que afuera hay doscientos. Lo que hoy hace la educación es decir quiénes entran primero. Argentina no tiene un problema de movilidad social porque los mercados solo saben elegir a los más educados o a los mejor calificados. Tiene un problema porque, incluso si calificamos a todos bajo el supuesto de equidad en la calificación, no entran todos.
En todo caso tiene un problema con el mercado como único tomador de decisiones sobre calificaciones y oportunidades que ya se decidieron previamente…
Exacto. La educación nos hace ciudadanos de este mundo. Nos garantiza la comprensión de unos derechos en numerosos aspectos de la vida. Pero no nos da la soberanía económica porque no nos otorga trabajo en la Argentina y en otros lugares del mundo. No quisiera, por supuesto, ser economicista, porque, de hecho, en estos fenómenos están involucrados procesos políticos, sociales y culturales muy marcados. Pero cuando pensamos este fenómeno debemos preguntarnos cómo lograr que la Argentina genere condiciones de inclusión para todos. O que, eventualmente sin tenerlas, el Estado desarrolle la capacidad de asistir efectivamente a los que no pueden entrar al sistema. Y debemos pensar, además, cómo hacerlo con sistemas de inclusión social y no con meros programas asistenciales. Para ello, el Estado requiere de un mayor superávit fiscal y una mayor capacidad fiscal para tener excedentes. Pero también la producción debe generarlos y desarrollar, a la vez, empleos. Durante los últimos veinte o treinta años, el mercado operó perfectamente creando segmentos de punta muy dinámicos y muy productivos. En materia agropecuaria, en materia siderúrgica y en materia de diseño, Argentina tiene una extraordinaria capacidad para producir y generar excedentes. Sin embargo, lo hizo bajo reglas con las que favoreció el proceso de concentración en esos segmentos y en esos grupos económicos. No se propició, en modo alguno, la redistribución hacia el mercado interno en condiciones de mayor productividad, favoreciendo el crédito, favoreciendo el encadenamiento productivo, favoreciendo mecanismos de producción que generaran más empleo. Es decir, no se habilitó un proceso de desarrollo para que el carnicero o el panadero volvieran a ser lo que eran: trabajadores con una vida digna. No se habilitó un proceso para que quien hace reparaciones en hogares, tenga una mejor actividad que le permita demandar ayudantes y personas para trabajar, incorporándolos a un sistema de seguridad social Lo que fuimos creando fue un sector de mercado interno marginal. Se trata del mercado de ferias del tipo “La Salada”. Esos mercados son creados para los excluidos y para los pobres, pero no hay ningún tipo de integración social progresiva para ellos.
Por lo tanto, en términos económicos, hay que crear condiciones para el desarrollo de un nuevo modelo. No es cierto que sea imposible integrar socialmente en un contexto como el de la globalización. Lo que se requieren son políticas y grandes consensos nacionales orientados hacia la redistribución del ingreso. Consensos que permitan reducir la desigualdad y no pensar solamente qué hacemos con la pobreza.
La discusión sobre la pobreza es, fundamentalmente, moral. Todos estamos de acuerdo en que es una condición lacerante. Sin embargo, la discusión sobre la igualdad o la desigualdad es política. Implica reducir beneficios de sectores, tomar políticas públicas redistributivas, apunta a la construcción de un tipo de sociedad determinada. ¿Cómo se combinan ambas?
Solo con crecimiento pueden bajarse algunos puntos de la pobreza, pero para trabajar efectivamente sobre el núcleo duro se requieren medidas de empleo e ingresos.
Coincido con esa afirmación. Y por eso sostenía que se trata, también, de un tema cultural y político. Evidentemente, hay una situación patológica: tenemos una sociedad que parece aborrecer la pobreza pero que, sin embargo, la reproduce. ¿Por qué? Porque efectivamente es una sociedad que ha construido privilegios en distintos estamentos, en distintos sectores, y nadie quiere ni pretende perder esos privilegios en aras de la construcción del bien común. Cuando en el actual gobierno se utiliza el lema “pobreza cero”, se piensa en un esquema de resolución que requiere únicamente del crecimiento económico. Efectivamente, fue la falta de un modelo de crecimiento con inclusión social lo que generó el problema de la pobreza, pero el mero crecimiento económico no lo resolverá. Tanto es así que, con las actuales tasas de crecimiento, podría resolverse esta cuestión. Pero a ello hay que añadirle una política orientada a crear más y mejores empleos en diversos segmentos sociales. Y esa política deberá ser subsidiada por los sectores más concentrados. No hay escapatoria a esa dinámica. Solo con crecimiento pueden bajarse algunos puntos de la pobreza, pero para trabajar efectivamente sobre el núcleo duro se requieren medidas de empleo e ingresos. Por supuesto, podemos referirnos también al desarrollo de una mejor educación, de una mejor salud, y de unas mejores políticas de hábitat en las que el Estado debe tener un rol de inversor, a la vez que debe favorecer la inversión privada.
Imaginemos que se pudieran generar los consensos adecuados para tomar decisiones necesarias para combatir la desigualdad y la pobreza en un plazo razonable. ¿Cuáles serían esas decisiones y qué diseño político, social y económico tendría este país si se pudieran tomar?
El empresario argentino debe entender, bajo un Estado capaz de cobrar impuestos y redistribuirlos, que su nivel de ganancias debe ser más bajo.
Es necesario que se produzca un cambio de rumbo, un cambio cualitativo en la Argentina contemporánea. No se trata solo de que el mercado genere inversión sino de que el Estado intervenga con políticas de incentivos diferenciados, con transferencias. Necesitamos que las regiones y los segmentos de más baja productividad sean traccionados por los sectores más dinámicos. Esto no necesariamente quiere decir el mercado externo, sino también y sobre todo el mercado interno. Es preciso que comprendamos que, en la actualidad, desarrollar una vida digna en un barrio del conurbano requiere no solo de bienes materiales sino de servicios. Y, ciertamente, hay mucha gente que puede brindar esos servicios de calidad y proveer esos bienes dentro de los mismos barrios. Todo esto significa la posibilidad de trabajar, de crear riqueza, de crear valor. Por lo tanto, el mercado tiene que incentivar y esos incentivos requieren de una redistribución fiscal. Esto implica un profundo proceso de comprensión. Los grandes empresarios y las grandes corporaciones de la Argentina tienen que asumir que las tasas de ganancia no pueden seguir siendo las mismas. Durante la crisis, ganaron los grandes sectores empresarios. Y lo mismo siguió sucediendo a través del tiempo, tanto en períodos recesivos como en períodos no recesivos. El empresario argentino debe entender, bajo un Estado capaz de cobrar impuestos y redistribuirlos, que su nivel de ganancias debe ser más bajo. Y, en tal sentido, es necesario favorecer un boom de la pequeña y la mediana empresa, de los emprendimientos familiares, y de todo ese conglomerado que calificamos como parte de la “economía social”. Lo que se precisa es un crecimiento explosivo de esos sectores, apoyados en un mercado interno capaz de reactivar las capacidades productivas de numerosos ciudadanos y ciudadanas.
¿Es posible reincorporar a esa enorme cantidad de personas excluidas? ¿Hay posibilidades reales de revertir esa pobreza que no es solo económica, sino que también tiene características simbólicas y culturales, y que se ha transmitido ya por varias generaciones?
Efectivamente, sería posible. Pero la condición necesaria es lograr la incorporación de ese tercio de la sociedad que hoy persiste en la economía informal. Eso requiere un mercado más dinámico. ¿Qué pasa con esa gran cantidad de personas que se levantan a las cinco de la mañana, arman su carro, ponen su caballo, y se va a las ciudades a buscar productos que desecha la sociedad formal para después revenderlos o reutilizarlos? Ese es un trabajo que, para mucha gente, dignifica. Sin embargo, deja muy poca rentabilidad. Sobre esta base no pueden sostenerse las familias. Muchas de ellas, por supuesto, tienen un plan social que les complementa los ingresos. ¿Cómo hacemos para que ese carretero o el vendedor ambulante mejoren su calidad de trabajo y de vida? ¿Tenemos que esperar a que una empresa los tome como asalariados? No, porque no va a ocurrir. La opción tampoco es decirles “educate porque así vas a conseguir un trabajo” porque tampoco va a ocurrir. ¿Qué es lo que tenemos que incentivar? Que el Estado desarrolle, por ejemplo, centros de acopio para los recicladores. Deben ser centros en los que la gente no sea engañada por revendedores, centros que permitan que puedan comprarse un vehículo y dejar el caballo, entre otras muchas funciones. Centros que le otorguen los beneficios de la seguridad social y en los que el Estado garantice que, en caso de tener un accidente, la persona estará cubierta por un seguro. Todo esto implica una política de Estado, porque la actividad ya se está desarrollando y el producto que está reciclando este hombre es clave para el proceso económico tal como hoy lo conocemos. Sin embargo, hoy se lo explota porque el acopiador privado maneja costos excesivos y ambiciosos. Por lo tanto, el Estado también debe regular los precios de las intermediaciones. El mismo caso aplica al vendedor ambulante, dado que éste compra los productos en algún lugar donde se los venden a muy bajo precio. Aunque, claro, cuando digo bajo precio me refiero a bajo en un proceso que ya tiene, de por sí, sobrecarga de valor. La ganancia que obtienen dentro del tren, del colectivo o en la misma calle es mínima. O, por caso, el vendedor está sobreexplotado frente a un acopiador que le alquila el lugar donde puede vender.
Esto implica, progresivamente, ir construyendo otro tipo de capitalismo.
Claro. Nosotros estamos refiriéndonos, con toda claridad, a un país subdesarrollado. Uno podría soñar, creer que hay una Argentina que no existe e imaginar que mañana se establecerá algún tipo de revolución social. Pero pensemos en términos realistas, es decir, en los de un capitalismo moderno y sustentable que pueda sostener a los 45 millones de habitantes de este país. El desarrollo de un capitalismo de este tipo requiere de empresarios comprometidos, hombres y mujeres dispuestos a apostar por un futuro y por un proyecto. Eso también requiere de políticos, de estadistas, y de diseñadores de políticas públicas comprometidos con ese proyecto y no meramente con la coyuntura. Hoy contamos con altos niveles de tasas de fiscalización y de tasas tributarias para muchos empresarios. Sin embargo, eso no vuelve a la sociedad. Esas ganancias acaban en un enorme sistema burocrático de gastos y sin eficiencia pública. Por lo tanto, es preciso desarrollar también una reforma del Estado y, por supuesto, una reforma estructural que revalorice la economía popular y la economía social. Allí hay una Argentina que tiene grandes capacidades de trabajo, que puede otorgar oportunidades de inversión para pequeñas y medianas empresas, y también para emprendedores. Esa economía, claro, requiere de un período de subsidiariedad no solo en términos de programas sociales sino para fomentar el encadenamiento productivo entre la economía informal y la economía formal.
¿Hay experiencias de políticas públicas de la naturaleza de la que describís que hayan permitido encadenar a los sectores informales con los sectores formales creando microempleos y emprendedorismo en los sectores populares?
Lo que ocurrió con la Europa Meridional es un buen ejemplo. En los años sesenta y setenta, España e Italia, por mencionar solo dos casos, tenían niveles importantes de pobreza, pero fueron revirtiéndose a través de una integración cada vez mayor a la economía formal. Por supuesto, este proceso llegó de la mano de la Unión Europea y de sus políticas de subsidiariedad. Estos procesos no han ocurrido en Argentina. Si uno observa lo que ha ido sucediendo en Chile o en Brasil, nota diferencias trascendentales. Pese a que no poseen modelos que puedan ser calificados como totalmente inclusivos, se ha producido un proceso de absorción de los segmentos que estaban en la informalidad. Esto requiere de estrategas, no de improvisadores ni de políticos que trabajen solo sobre la coyuntura. La Argentina, en cambio, carece desde los años setenta de políticas estratégicas de desarrollo. La teoría del derrame resultó un absoluto fracaso. De hecho, quienes no aplicaron esas políticas, quienes trabajaron desde una perspectiva diferente en términos de regular y redistribuir los excedentes, fueron reduciendo los márgenes de exclusión.
¿Qué opinión te merce la idea de la renta básica o ingreso básico universal?
Si pensamos el ingreso ciudadano como un mecanismo para generar consumidores sin que estemos generando los productores, el sistema económico no funciona.
Cuando uno llega a una realidad como la que vive actualmente Argentina, aparecen una batería de soluciones posibles. Efectivamente, ahora se habla mucho del ingreso ciudadano o de la renta básica. Es algo en lo que Europa ha avanzado y que, en Argentina, también se ha desarrollado, aunque en menor medida. En nuestro país existe, por ejemplo, la Asignación Universal por Hijo. Sin embargo, estos mecanismos fueron utilizados, mayormente, para generar ingresos en los hogares con capacidad de consumo, pero sin haber creado las condiciones de producción para ese consumo. Entonces, si pensamos el ingreso ciudadano como un mecanismo para generar consumidores sin que estemos generando los productores, el sistema económico no funciona. Sostenemos a una población para que tenga una mínima capacidad de consumo, pero no creamos las condiciones económicas que hagan factible la sustentabilidad de ese consumo. Un ingreso ciudadano deviene, en el mundo, de un excedente. Alguien genera la producción y luego el excedente es apropiado y redistribuido, pero sigue funcionando la capacidad productiva. De lo contrario, una renta básica o un ingreso ciudadano funciona solo como un paliativo ante la incapacidad de incorporar a ese tercio de la población que está afuera del sistema.
Si la mutación del mundo del trabajo se da tal como la describen algunos expertos, es decir, un trabajo cada vez más calificado para menos personas, ¿este mundo de la producción subsidiaria no sería un mundo artificial del mismo modo que lo sería el ingreso ciudadano? ¿No sería solo jugar a que producimos?
Es interesante pero no lo veo así. Considero que la humanidad va desarrollando nuevas necesidades y, en la medida en que les demos valor de mercado y valor de trabajo, serán muy importantes. No será un juego: será la posibilidad de que todos participemos en la producción de la riqueza colectiva. No es el socialismo, pero es, por ejemplo, la capacidad de que la ayuda mutua, los sistemas de protección, el diseño y el cuidado del medioambiente, tengan valor de mercado. Será la posibilidad de que la gente pueda trabajar en eso y vivir de eso. Necesitamos un modelo de sociedad que nos proyecte a la sustentabilidad. En Argentina, estamos muy lejos de sufrir la crisis tecnológica que se anuncia en el mundo y, cuando la anunciaron en los años 70, tampoco ocurrió en la magnitud que la avizorábamos. Argentina está todavía muy lejos de sufrir las consecuencias del nuevo cambio tecnológico que está produciéndose. Incluso, no ha podido resolver el anterior. Debido a esto, todavía tiene la posibilidad de crear una serie de trabajos que cubra las demandas y las necesidades existentes. Esto es algo que todavía el mercado interno puede satisfacer.
Sobre el entrevistado:Agustín Salvia es sociólogo, magíster en Ciencias Políticas y Sociales y doctor en Ciencias Sociales. Es investigador principal del Conicet; investigador jefe y coordinador general del programa “Observatorio de la deuda social argentina” en la Universidad Católica Argentina. Es director del programa “Cambio estructural y desigualdad social” con sede en el Instituto de Investigación Gino Germani de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Es profesor universitario en Metodología y Técnicas de Investigación en Ciencias Sociales a nivel de grado y de posgrado en la Universidad de Buenos Aires, la Universidad de Bologna, la Universidad Nacional de Tres de Febrero, FLACSO Argentina y la Universidad de la República de Uruguay.