Autora: Silvana Aiudi
La desigualdad económica entre mujeres y varones no puede adjudicarse solamente a la opresión del patriarcado. La dimensión específica de este orden dentro del modo de producción capitalista resulta clave para comprender la desigualdad imperante pero también para distinguir las experiencias feministas. Solo a través de un prisma que habilite esa combinación de factores es posible comprender la situación de las mujeres más vulnerables: las empleadas domésticas, las mujeres indígenas, y las travestis y transexuales. La situación de la Argentina alarma no solo por las situaciones a las que se ven sometidas estas mujeres sino también porque cierto feminismo prefiere no hablar mucho de ellas.
La desigualdad económica entre mujeres y varones no puede adjudicarse solamente a la opresión del patriarcado. La dimensión específica de este orden dentro del modo de producción capitalista resulta clave para comprender la desigualdad imperante pero también para distinguir las experiencias feministas. Solo a través de un prisma que habilite esa combinación de factores es posible comprender la situación de las mujeres más vulnerables: las empleadas domésticas, las mujeres indígenas, y las travestis y transexuales. La situación de la Argentina alarma no solo por las situaciones a las que se ven sometidas estas mujeres sino también porque cierto feminismo prefiere no hablar mucho de ellas.
El 80% de las empleadas domésticas en los barrios privados se encuentra “en negro”.
La desigualdad de género en el mundo capitalista es uno de los debates más importantes de la agenda feminista actual. La economista Mercedes D´Alessandro, siguiendo a Silvia Federici, analiza, desde una mirada económica, las diferencias en la reproducción de las desigualdades no sólo entre mujeres y varones, sino también entre las mismas mujeres en términos de clase. Tiene en cuenta el trabajo reproductivo y estudia los roles de género en el ámbito doméstico, es decir, la división sexual del trabajo dentro de la casa. La llamada emancipación femenina de salir del hogar significó desarrollarse profesionalmente, cargar con una jornada laboral, doble o simple, y a la vez lavar, planchar, cuidar a los hijos limpiar, etcétera. Según la Encuesta sobre Trabajo no Remunerado y Uso del Tiempo, realizada por el INDEC en el año 2013, una mujer con dedicación exclusiva ocupa más tiempo en el trabajo doméstico (5,5 horas) que un hombre desempleado (4,1 horas). De esta manera, muchas mujeres que trabajan fuera y dentro de la casa, sobreexigidas por las actividades, contratan a “la chica que ayuda”: mujeres con menores recursos para que se encarguen de las tareas domésticas y el cuidado de sus hijos, en muchos de los casos. Esto agrava la situación de las mujeres pobres porque la mayoría de ellas está en condiciones de trabajo no registrado, mal pago y con precarización laboral. El 80% de las empleadas domésticas en los barrios privados se encuentra “en negro”. Todo en una cadena de desigualdad funcional para el capital y el mercado, que reproduce los roles establecidos culturalmente.
Entonces, ¿qué desigualdades genéricas están emergiendo dentro del sistema? A continuación, expondremos tres casos: el de las mujeres pobres, el de las indígenas, y el de las travestis y trans. Dentro del sistema de desigualdad, todos estos grupos constituyen el eslabón más débil de la cadena.
Las empleadas domésticas en negro
Si bien desde el año 2013 en Argentina existe la Ley 26.844 que regula el trabajo doméstico y las modalidades de prestación, se calcula que solo el 35% de las empleadas domésticas tiene trabajo registrado. Las restantes, además de estar “en negro”, carecen de cobertura social o prestaciones (según el informe de la Organización Social del Trabajo [OIT] en el año 2016) y muchas de ellas trabajan para más de un empleador o empleadora. Todas son mujeres con bajos recursos o inmigrantes. Según la OIT, en América Latina, de las 18 millones de personas que son trabajadores domésticos, el 93% son mujeres y el 77% lo hace en la informalidad, cobrando la mitad de los salarios medios. Con respecto a esto, Mercedes D´Alessandro dice: “Las cadenas de valor de mujeres profesionales que contratan servicios de mujeres pobres se extienden y amplifican las brechas entre ellas mismas, en donde las blancas de centros urbanos tienen mejores oportunidades y empleos que campesinas, indígenas o migrantes, y que las mujeres negras. Esto significa que incluso la entrada a las filas del trabajo pago para muchas significa tan solo ser una mano de obra social y económicamente vulnerable, susceptible de soportar dificultades adicionales derivadas de la discriminación y violencia”[1].
Según los datos del Observatorio de Maternidad (2016), el porcentaje de mujeres que son empleadas domésticas tiene un nivel más bajo de escolaridad que sus empleadores o empleadoras y suelen afrontar solas la crianza de sus hijos. Ocho de cada diez madres solas están insertas en el mercado del trabajo dentro de un alto porcentaje de desprotección laboral. El “boca en boca” es el bastión de la demanda y, a las que consiguen trabajo por agencia, se les cobra una comisión. La mayor demanda se produce cuando el jefe es empresario o político, porque solicitan mujeres que “cocinen bien” y con “algo de protocolo” más una franquera semanal, según Jorge Boyle, de la agencia de mucamas y empleadas domésticas “Victoria”. Así, la solicitud de mujeres para los cuidados del hogar y la reproducción de roles culturales se instala dentro del sistema. La desigualdad no es un error sino la forma en la que funciona el propio orden social. La feminización de la pobreza de los sectores populares reproduce este funcionamiento desigual. El género ocupa una función central en la cadena económica y social.
Esto permite pensar en una segunda dimensión del problema: el rol de las mujeres en la búsqueda de supervivencia. Las víctimas de violencia de género, por ejemplo, sufren la ausencia del Estado en lo que refiere a subsidios o asistencia y deben afrontar el mundo del mercado, en donde todo tiene un precio, con trabajos manuales poco rentables. Karina Abregú, referente de la lucha popular y miembro de Furia Feminista, teje alfombras en su casa para luego venderlas de manera particular a través de una página de Facebook. No consigue trabajo porque tiene el 60% del cuerpo quemado por su ex pareja, hoy preso.
La desigualdad no es un error sino la forma en la que funciona el propio orden social. La feminización de la pobreza de los sectores populares reproduce este funcionamiento desigual.
La feminización de la pobreza es un hecho constatable. Muchas mujeres, frente a las problemáticas y la exclusión social, crearon, desde un feminismo de la resistencia, ollas populares, comedores y participación en movimientos piqueteros como consecuencia de las políticas imperantes. Existen también mujeres en las villas que asumen la tarea de la organización del asentamiento y el enfrentamiento a la represión policial. Pelean por la salud, la educación, el trabajo y la vivienda. De esta manera, se amplía el sujeto del feminismo que enfrenta las características intrínsecas de un capitalismo marcadamente patriarcal.
Las mujeres indígenas
Las actuales condiciones del capitalismo han sumado una nueva cuota de exclusión social. Entre las franjas enteras de población que se consideran descartables, ha crecido el lugar de las mujeres. Y lo ha hecho reproduciendo los roles tradicionales del cuidado de la vida. En relación con esto, Claudia Korol, educadora y activista popular, que forma parte de Pañuelos en Rebeldía y Feministas Inconvenientes, dice: “Si hablamos de capitalismo en Latinoamérica, es a partir de la conquista a sangre por parte de la política colonial y patriarcal”[1]. La activista agrega que la apropiación, disciplinamiento y explotación de los cuerpos de las mujeres indígenas es parte de la estructura de poder constituida. Además, dentro de los mismos movimientos sociales de lucha en contra de la opresión, también se reproducen estereotipos patriarcales de dominación: es más fácil que las mujeres se queden preparando la comida o cuidando a los hijos mientras el compañero va a una protesta o manifestación. De esta manera, se hace difícil el lugar de la representación política y la toma de decisiones. Es por esto que no es posible referirse a combates contra las distintas dimensiones del capitalismo sin referirse, paralelamente, al patriarcado. Tal es el caso de Lorena Frías, que estuvo en la huelga del pueblo wichí en abril del 2017 en Ingeniero Juárez, Formosa, y luchó por la libertad de su compañero, Agustín Santillán, tras la represión policial en la defensa de los territorios y de su comunidad. “Muchas mujeres son acalladas no solo por la burocracia indígena sino también por los mismos hombres de la comunidad. Es por esto que tiene que haber una lucha feminista, porque las mujeres son perseguidas y violadas por las mismas fuerzas de la policía”, dice Melina Sánchez, integrante de la Mesa por la Libertad de los Wichí.
Las mujeres indígenas que llegan a las grandes ciudades no dicen de dónde provienen porque las oportunidades laborales son menores; aumentan si no nombran su origen.
La mayoría de las mujeres manifiesta que se hace difícil vivir de la tierra y que deben hacer artesanías y venderlas a pequeños comerciantes. Si bien muchas familias aborígenes se han instalado en ciudades, los varones tienen trabajos nómades y las mujeres se quedan en el hogar al cuidado de las tierras y de sus familias. Muchas participan en la región andina en tareas agropecuarias, aunque con tareas femeninas: colocar semillas y desyerbar, seleccionar la cosecha, alimentar a los animales y llevarlos a pastar. A su vez, se ocupan de las tareas domésticas ya que ellas prefieren cuidar a sus hijos e hijas. En varias comunidades, como en la toba, trabajan las mujeres y los hombres y la paga es la misma, no hay diferencia salarial. En otras, solamente trabaja formalmente el hombre. El problema está en la cuestión cultural de las comunidades, como la kolla, en donde la mujer realiza artesanías para la sobrevivencia y además hace de mamá y papá cuando el varón sale a trabajar. Lucio Enrique Colimayo, kolla, dice: “Hoy en día, el hombre no quiere ser peón golondrina, pero otra no queda. En este Estado argentino, los hombres somos peones golondrinas, entonces ellas se quedan solas con el ganado y la siembra. También crían a sus hijos porque no hay nadie que lo haga mejor que ellas. Su tarea es triple porque tienen que educar a los chicos, sembrar, levantar la cosecha y encima ayudar al hombre”. Se pone de manifiesto así la función reproductiva de las mujeres, una vez más, al servicio del capital: una tarea gratuita que cumple la función de cuidar de los sujetos para la producción y la reproducción del capital y la desigualdad de clases.
En Buenos Aires, además, se suma la discriminación en la búsqueda de trabajo. Las mujeres indígenas no dicen de dónde provienen porque las oportunidades laborales son menores; aumentan si no nombran su origen. Rosa Alabariño, perteneciente al pueblo charrúa, dice: “Si se dice que es indígena, una corre peligro de no conseguirlo. Si acepta decir que no es indígena, aunque su aspecto lo asegure, tiene más probabilidades. Si consigue trabajo, se debe aceptar toda la cultura occidental y practicarla”[1]. De esta manera, las mujeres indígenas son discriminadas y relegadas a un eslabón más bajo dentro de la cadena y ya no solo por motivos económicos sino sociales y culturales.
Y no son las únicas.
Las travestis y trans
Las franjas de la desigualdad se amplían en el caso de las travestis y trans. La Ley de Identidad de Género reconoce el cambio registral de género de las personas, pero en las calles aún se encuentran expuestas a situaciones de violencia, discriminación y desigualdad social. La posibilidad de inserción dentro del mercado laboral es casi nula. En la Provincia de Buenos Aires, si bien durante la gestión anterior se aprobó la Ley de Cupo Laboral para Travestis y Trans, con apoyo del FPV, el Partido Socialista y el Frente de Izquierda, todavía no fue reglamentada por la actual gobernadora María Eugenia Vidal, en consonancia con las políticas de Cambiemos. La ley establece que el 1% de travestis y trans (¡el uno por ciento!) ocupe cargos en el espacio público, siempre y cuando sean idóneas. Esto no se aplica y, en la actualidad, el colectivo sigue con la lucha para ocupar cargos públicos. Pero este no es el único problema.
Muchas travestis y transexuales optan por el trabajo sexual como única posibilidad y su expectativa de vida es de 35 a 40 años debido a las situaciones de marginalidad en las que viven.
Las posibilidades de obtener un trabajo son casi inexistentes y se encuentran en un escalón más bajo aún dentro de la desigualdad social que caracteriza al mercado. Muchas de ellas sufren discriminación, acoso laboral, extorsión, el cambio de categoría laboral o despidos. El 90% no tiene un empleo formal, una tasa alarmante, y vive en situación de marginalidad y exclusión. Muchas optan por el trabajo sexual como única posibilidad y la expectativa de vida es de 35 a 40 años debido las situaciones de marginalidad en las que viven. La militante y secretaria parlamentaria del bloque Peronismo Para la Victoria Ornella Infante, que está por pasar los 40 años y se define como una sobreviviente trans, trabaja en el proyecto de inserción laboral trans con un cupo del 5%. Afirma que se logra acceder a un puesto de trabajo, pero “lo que no hay es acceso al mercado laboral libre de discriminación”. La discriminación en el empleo tiene que ver con la dificultad de mantener el trabajo durante el proceso de reasignación. Además, se dan situaciones de rechazo y exclusión durante la transición del proceso identitario e, incluso, dificultades en lugares comunes como baños y vestuarios, sin contar los prejuicios del empresariado durante la contratación laboral, entre otros. Es en este punto, entonces, en donde el sistema capitalista no es el único factor central en la reproducción de desigualdades: se le suma la cuestión cultural y social en donde, aun suponiendo la utopía de la caída del capitalismo, quedan otros entretejidos que hacen que se reproduzcan dichas desigualdades. Es necesario “deconstruir esta sociedad machista, sexista, heterosexual, patriarcal y clerical”, como dice Infante.
A modo de cierre
El orden social capitalista estructura un sistema de desigualdad que encadena y superpone desigualdades materiales, de status e identidad. Este sistema de relaciones de explotación, como lo define Erik Olin Wright, da lugar a una proliferación de movimientos sociales e identitarios que resisten a las diferentes inequidades económicas y culturales. Como afirma Razmig Keucheyan en Hemisferio izquierda, el capitalismo logra disociar las formas de jerarquización social en el sentido de que la opresión económica suscita una opresión cultural, o que la opresión de la identidad suscita una opresión económica, o que las dos variables actúan concertadamente. La opresión de género refleja el último caso porque es una categoría híbrida que combina aspectos económicos e identitarios. Desde allí se puede comprender, por ejemplo, la “cascada de desprecios” a la que quedan sometidas las mujeres relegadas a las tareas reproductivas del hogar sin remuneración efectiva.
Mientras las clases populares no pueden acceder ni siquiera al “beneficio” de tener una profesión, un feminismo de clase –alta—, relega estos asuntos y los circunscribe a una lucha “más general” que, a la postre, omite las características propias que asume la condición de género en los sectores populares.
Los tres casos que se comentaron en este texto presentan el problema de las mujeres pobres, indígenas, travestis y trans oprimidas por cuestiones económicas y de clase. En muchos de los casos, existe un “racismo de clase” que superpone la cuestión cultural y la social. Estos sujetos de género ocupan el lugar de lo que Rancière llama “la parte de los (las) sin parte”, ese lugar que parece escapar y quedar relegado de los planteos más asentados del “feminismo mainstream”. Mientras las clases populares no pueden acceder siquiera al “beneficio” de tener una profesión, un feminismo de clase –feminismo burgués—, relega estos asuntos y los circunscribe a una lucha “más general” que, a la postre, omite las características propias que asume la condición de género en los sectores populares. Los feminismos populares siguen disputando esa parte que no está considerada en la geometría del sistema, ni siquiera del feminismo mainstream, mediante la organización del “feminismo de la resistencia”. El problema es que este último feminismo debe resistir en dos frentes: en el del capitalismo patriarcal y en el del feminismo que las omite.
Sobre la autora:
Silvana Aiudi es especialista en temáticas de género. Escribe regularmente sobre esta temática en las revistas Crisis, La Vanguardia Digital, Panamá, y Literariedad. Fue colaboradora en el libro colectivo Por qué llora esa mujer (proyecto de las escritoras Ángela Pradelli y Alejandra Correa). Ha publicado el libro Del mismo lado de la crueldad (El ojo de mármol, 2017). Ha sido expositora en el III Coloquio Internacional “Saberes contemporáneos sobre la diversidad sexual” organizado por la Universidad Nacional de Rosario, y en el congreso “Reflexiones en torno al género”, organizado por la Administración Nacional de Educación Pública de Uruguay.