Autora: Yanina Welp
Una asociación lineal y poco fundamentada atribuye a la izquierda la potestad sobre la participación ciudadana. Esto es un mito. Ni toda la izquierda promueve la participación, ni la derecha por definición la bloquea. Mientras algunos proyectos de izquierda, una vez en el gobierno, han hecho poco por profundizar la participación, otros lo han hecho a costa de subordinar su valor democrático a la estrategia partidaria, hasta eliminar prácticamente al primero. Entonces, ¿pueden las fuerzas progresistas articular un discurso en torno a la participación?
La revitalización de la democracia
El auge de la “democracia participativa” no es una novedad, sino parte de una tendencia que hunde sus raíces en el período posterior a la transición a la democracia en América Latina. Tuvo por actores centrales a los movimientos sociales y a los partidos ubicados a la izquierda del espectro político. Sin embargo, limitar el análisis a estos procesos sencillamente no permite observar su complejidad y conduce a conclusiones erróneas, como suponer que la izquierda o las fuerzas progresistas tienen la potestad sobre la participación.
Dos aclaraciones necesarias. Primero: defino la izquierda (y por extensión la derecha) considerando la relación atribuida al mercado y el estado. En sentido amplio y en términos relativos, la izquierda se corresponde con proyectos políticos que pongan énfasis en el gasto social y el rol del estado como regulador de la economía. Sabiendo que podrían establecerse innumerables graduaciones, me parece poco útil negar la existencia de gobiernos de izquierda argumentando que no han producido un cambio radical de la estructura de propiedad, porque las consecuencias de ciertos cambios en las políticas públicas condicionan profundamente la vida de millones de ciudadanos. Ahora bien, como ha sostenido Andrés Malamud al profundizar en las políticas implementadas en los últimos años, no hay elementos objetivos incontestables para definir la ubicación ideológica de los líderes, “en América Latina, la izquierda es lo que los presidentes que se dicen de izquierda dicen que es de izquierda”[1].
Sin embargo, segunda aclaración: izquierda y progresismo no son sinónimos. El progresismo refiere a la ampliación, reconocimiento y protección de derechos. Un gobierno que niegue o restrinja los derechos de las mujeres y las minorías sexuales no es progresista, aunque implemente políticas redistributivas. Es en este sentido que cabe esperar que un discurso progresista promueva la participación, algo que la izquierda no ha hecho por definición.
La izquierda –repito– no tiene la potestad sobre la participación. Esto es así por un buen número de razones: los mecanismos introducidos a fines de los ochenta se desarrollaron en el ámbito local y, sin cuestionar sus potencialidades para mejorar la calidad de vida de las comunidades, tenían una incidencia reducida, principalmente orientada a mejorar los espacios verdes, recuperar edificios públicos y/o mejorar el acceso a los barrios (asambleas ciudadanas, presupuestos participativos, etc.). Pero la izquierda perdió rápidamente la exclusividad sobre el desarrollo de estas iniciativas, que se volvieron “buenas prácticas” promovidas por organismos internacionales como el Banco Mundial. Además, los tradicionales mecanismos de participación directa, como el referéndum y la iniciativa ciudadana, aunque fueron promovidos (a grandes rasgos) por movimientos progresistas, han sido característicos de sistemas diversos, como el suizo o el de Estados Unidos a nivel subnacional. Por último, la consulta directa a la ciudadanía ni siquiera es patrimonio de regímenes democráticos. Sin ir más lejos, se convocaron en Chile en 1978, 1980 y 1988, durante el régimen de Pinochet, mientras no han sido nunca activados durante los gobiernos de la Concertación/Nueva Mayoría (coalición de partidos de centro izquierda) después de la transición a la democracia.
La izquierda perdió rápidamente la exclusividad sobre el desarrollo de diversas iniciativas de participación, que se volvieron «buenas prácticas» promovidas por organismos internacionales como el Banco Mundial.
Entonces, ¿pueden las fuerzas progresistas articular un discurso en torno a la participación ciudadana? Yo creo que sí, pero cabe hacer un diagnóstico de la situación que permita luego proponer una hoja de ruta.
La renovación del espacio local y su politización
A juzgar por su réplica, la cantidad de informes y documentos oficiales y de organismos internacionales generados, y por la producción académica que la aborda, la experiencia participativa latinoamericana emblemática es la brasileña. En particular, la fama vino con el presupuesto participativo, pero también cabe mencionar las conferencias de políticas públicas y los distintos consejos de participación.
El marco legal que amparó la proliferación de experiencias participativas en Brasil provino de la Constitución de 1988 (en cuya elaboración la izquierda no tuvo un lugar protagónico). Conocida como la “constitución ciudadana”, por la amplitud de la participación que se generó durante su elaboración, la Constitución de 1988 no condujo a reconfigurar la estructura de propiedad ni los mecanismos de reparto de la riqueza y tan solo tímidamente erosionó el poder de los militares. De hecho, múltiples reformas posteriores han ido reduciendo los enclaves autoritarios que la carta magna protegía.
Sin embargo, a la vez, abrió las puertas a un proceso participativo sin precedentes que –y es importante destacarlo– solo pudo activarse cuando algunos actores comenzaron a promoverlo. Los actores centrales fueron el Partido de los Trabajadores y los movimientos sociales que lo rodeaban. Pusieron en marcha con considerable éxito mecanismos como los consejos y los presupuestos participativos y, una vez en el gobierno central, reactivaron y ampliaron el alcance de las conferencias nacionales de políticas públicas. Los consejos y conferencias abren nuevos espacios de discusión pero no alteran sustancialmente el proceso de toma de decisiones, ya que son consultivos. Los presupuestos, sin poner en cuestión el aporte potencial que estos mecanismos puedan hacer a la mejora de las condiciones de vida de los habitantes de un determinado territorio, tienen un rol compensatorio más que radical, evidente en el destino y las dimensiones de los recursos invertidos. La izquierda brasileña los volvió imagen de marca, con sus potencialidades y riesgos (algo sobre lo que valdría la pena reflexionar desde Madrid y Barcelona).
Lo que quiero poner en discusión a partir de lo dicho –y sobre lo que insistiré en este texto– es la tensión fundamental entre el rol atribuido a la participación ciudadana como un valor político del progresismo y su utilidad como estrategia político-partidaria. Una vez en el gobierno del estado, el Partido de los Trabajadores no defendió la regulación de otros mecanismos de participación que otorgaran más poder a la ciudadanía: en Brasil no se han regulado, ni siquiera discutido, mecanismos como la iniciativa legislativa directa, el referendo abrogativo o el obligatorio. Mientras tanto, el Presupuesto Participativo fue proclamado una buena práctica de gestión y se difundió a todo el mundo, generando un gran número de informes y programas que no ponían en discusión su limitado alcance y, en contadas ocasiones, profundizaban en el análisis de sus múltiples articulaciones con los partidos, las redes clientelares, etc.[2]
La experiencia uruguaya permite ampliar esta reflexión. Si el Frente Amplio (FA) creció como alternativa política viable desde el gobierno de Montevideo, impulsando la “descentralización participativa”, más o menos rápidamente la participación se redujo a espacios muy limitados –y crecientemente desprestigiados, como los concejos vecinales[3]–mientras que la descentralización sí se hacía efectiva. En Uruguay, a nivel nacional, los mecanismos de democracia directa susceptibles de ser activados por la ciudadanía se habían incorporado en 1967 (país pionero en la región y el mundo, ya que unos pocos países habían incluido por entonces la iniciativa ciudadana directa, regulada por primeva vez en Suiza en 1891). Sólo comenzaron a activarse en 1989 y tuvieron su momento de auge cuando el FA estaba en la oposición, no sólo como mecanismos de movilización ciudadana sino también como eficientes instituciones de control del poder.
En pocas palabras, estas dos experiencias sugieren que la participación es a menudo un valor en el programa, pero una vez en el poder, se ve desplazada a un lugar subsidiario. La promoción de la participación se convierte en estrategia de movilización a menos que, como en el caso uruguayo, los mecanismos regulados permitan tomar decisiones trascendentales (y se garantice que será posible su activación; algo que ha sido puesto en duda en Ecuador y abiertamente impedido en Venezuela).
Un pez que se muerde la cola: las revoluciones políticas latinoamericanas
Los casos de Venezuela y Ecuador son más claros en el argumento sostenido más arriba. Desde su llegada al gobierno, los proyectos políticos promovidos por Hugo Chávez y Rafael Correa enfrentaron las instituciones establecidas con el poder del pueblo (poder constituyente derivado vs poder constituyente originario). Al no contar con las mayorías requeridas para promover los reemplazos constitucionales por vía de la asamblea constituyente prometidos durante la campaña electoral, Chávez en 1999 y Correa en 2007, recurrieron al referéndum para que la ciudadanía decida directamente sobre esa posibilidad. En ambos casos hubo una larga lista de recursos y apelaciones hasta que los cuerpos judiciales aprobaron el proceso.
Una vez habilitadas, las asambleas constituyentes aprobaron constituciones progresistas, que amplían y reconocen derechos, entre otros, a la participación. En ambos casos se crearon enormes estructuras que reúnen al pueblo y al estado. Ministerio del Poder Popular para las Comunas y los Movimientos Sociales en Venezuela y el Consejo de Participación Ciudadana y Control Social en Ecuador. Los recursos puestos a disposición de proyectos participativos en estos países no tienen precedentes. Tampoco tiene precedentes la velocidad con la que se amplió el control político-partidario sobre esos movimientos convirtiéndolos en aparatos clientelares del partido de gobierno, especialmente en Venezuela[4].
La participación es aquí un valor y una estrategia, y no se disminuye sino que se acrecienta su importancia con la llegada al poder del partido o movimiento que la promueve. El problema es que es una participación controlada, que genera cooptación y elimina la autocrítica. Esto es muy claro al observar el funcionamiento de los mecanismos de democracia directa: mientras hay certezas de triunfo, se activan; si se pierden estas certezas, se opta por mecanismos ad hoc para impedirlos (el bloqueo a la revocatoria del mandato de Maduro, en Venezuela; el impedimento a la activación del referéndum para consultar sobre el destino del Yasuni, en Ecuador) o no se respetan sus resultados (se aceptan en el papel y se llevan adelante los cambios propuestos por otras vías, como ocurrió en Venezuela en 2007, tras el rechazo a la reforma constitucional).
Una participación controlada, como la que se produjo en Venezuela y Ecuador, genera cooptación y elimina la autocrítica.
Un ejemplo reciente del uso estratégico (movilizador) de la consulta directa proviene de la intención de Rafael Correa de activar un referéndum para consultar sobre la incompatibilidad de tener cargos públicos y cuentas en paraísos fiscales. Si la gente vota por el No, será sencillamente que entendió que la están manipulando y entonces votará contra Correa, porque ¿cuántos podrían razonablemente oponerse? ¿Y por qué hacer esa consulta, que cuenta con el amplio respaldo ciudadano (considerando que AP tiene mayoría en la Asamblea, podría ahorrarse el costo de esa consulta) y no otras, sobre temas realmente controvertidos?
La dosis hace el veneno
Hace ya un par de décadas que desde las ciencias sociales se habla de una crisis de la democracia representativa. Los partidos y los sindicatos, instituciones pilares de la representación, ven constantemente declinar su número de afiliados. Los países de Europa muestran también una tendencia declinante en la participación electoral. Chile es uno de los países latinoamericanos que más parece acercarse a esta imagen. Recientemente un informe del PNUD[5] mencionaba que tan solo el cinco por ciento de los entrevistados manifestó confiar mucho o bastante en los partidos políticos; la cifra asciende al 8 por ciento para el Congreso. El 83 por ciento no se identifica con ningún partido político y el 68 por ciento no se identifica en ningún punto del espectro izquierda-derecha. En las elecciones municipales de octubre de 2016, participó el 34 por ciento del padrón. Esto se da en el marco de una paradoja: los partidos tradicionales controlan los procesos de decisión, mientras que la ciudadanía opta por salir a la calle.
Las respuestas que han venido dando algunos países europeos a un contexto similar, aunque agravado y potenciado por la crisis económica, combinaron la salida a la calle de amplios sectores sociales, en particular los jóvenes, con el surgimiento de nuevos partidos y líderes definidos como populistas. El populismo (que en los medios de comunicación tiende a circunscribirse a todo lo que no le gusta a quién esté haciendo el análisis) se define como una estrategia política que construye identidad en torno a la definición de un “nosotros”, el pueblo (¿homogéneo detentador de valores positivos?) que se diferencia de un “ellos” (la élite corrupta)[6]. El populismo refiere a la política agonística de la que hablan Laclau y Mouffe[7], genera oposiciones más que negociaciones, y canaliza el profundo desencanto exacerbado por la aparente indiferencia de los políticos tradicionales y el declive de las condiciones de vida.
Todos los líderes populistas europeos (Farage de UKIP, Beppe Brillo de 5 Estrella, Marie Le Pen del Frente Nacional, Tsipras de Syriza, Pablo Iglesias de Podemos, entre otros) han mencionado en más de una ocasión que el pueblo debería decidir directamente sobre cuestiones de especial relevancia. El Brexit, convocado –hay que subrayarlo– por un partido tradicional, fue una consecuencia de esa tensión. Sin embargo, cabe introducir matices. Mientras el 5 Estrella dista de ser un movimiento democrático y horizontal (de hecho es profundamente jerárquico y el líder es “su esencia”) hay en Podemos mayor horizontalidad y descentralización. La participación ciudadana es para Podemos parte de un programa de renovación de la política (en estos días, el segundo congreso del partido en Vistalegre II lo exhibe en abierta tensión) mientras que para Marie Le Pen es un mecanismo que podría, como en Reino Unido, activarse para sacar al país de la Unión Europea… y luego volver al control político partidario as usual.
En el contexto descrito, el Brexit es mucho más una expresión de la irresponsabilidad e incompetencia de algunos representantes que una muestra de las limitaciones de la democracia directa. Recuérdese: lo convocó el entonces Primer Ministro David Cameron, intentando resolver problemas de poder en el interior de su partido y con la clara intención de frenar el crecimiento de la UKIP a su derecha. Era consultivo, nunca se discutieron cabalmente sus consecuencias, qué podría implicar el plan de salida. Cameron estaba seguro de que ganaría (ya había pasado por algo semejante al probar el referéndum de autodeterminación escocés, y la jugada le había salido bien) y la sola amenaza le permitiría negociar ventajas con sus socios europeos. Perdió, y se fue a casa. Que resuelvan otros ahora todos los dilemas abiertos, incluyendo el dilema de dos países de Reino Unido que votaron mayoritariamente contra el Brexit (Escocia e Irlanda del Norte) sin que se haya considerado esta posibilidad.
En Italia, no fue Matteo Renzi el que convocó el referéndum para la reforma constitucional en 2016 (si se considera el panorama, de tener la opción, seguramente lo hubiera evitado). El referéndum está regulado en la Constitución, para ratificar reformas constitucionales que no cuentan con una mayoría calificada. Demasiados temas controvertidos y su campaña plebiscitaria le ganaron el rechazo.
Hoja de ruta
La participación directa de la ciudadanía en la toma de decisiones de interés público debería ser un componente fundamental de la democracia. Un valor. Para que así sea, es importante considerar los diseños institucionales y el cumplimiento de la ley. En cuanto a lo primero, los mecanismos con mayor potencialidad de ampliar el poder de la ciudadanía son los obligatorios o activados por recolección de firmas. Los obligatorios permiten un control vertical del poder. Los activados por recolección de firmas permiten acciones tan relevantes como vetar leyes o promoverlas. Lejos de cualquier mirada simplificadora, la política comparada muestra que éstos son difíciles de activar, que triunfan en no más de un tercio de ocasiones, pero permiten abrir espacios alternativos de negociación (muy lejos de la polaridad que se les atribuye) y canalizar demandas. Lo segundo –el respeto a las reglas del juego– es básico, porque si hay trabas a su activación, la ley no es más que papel mojado.
Argumentos típicos en contra: “la gente no está preparada para decidir sobre asuntos relevantes”. Tan válido como absurdo. Por un lado, la democracia implica que la ciudadanía decide y tantos riesgos tiene tomar una decisión como elegir un representante (nunca mejor dicho, en la era Trump). Por otro lado, la formación de la opinión ciudadana no se da en el vacío sino en el marco de los medios de comunicación y los partidos, con lo que las campañas son el espacio para la defensa de ideas. Los partidos, los y las periodistas y líderes sociales, son centrales en la formación de la opinión pública. Necesitamos más debate de ideas y argumentos. Ahí hay un gran reto, en la regulación de campañas y la generación de unos estándares de comunicación política no sometidos a la lógica del espectáculo (el análisis del plebiscito colombiano puede echar mucha luz sobre el funcionamiento de una campaña sucia y plagada de mentiras; en una consulta también mal planteada). Por último, los políticos, como Cameron, se van a casa. Los ciudadanos se quedan y se hacen cargo de lo que sea que resulte de las decisiones tomadas, lo que legitima que tomen las decisiones.
¿Cuál es el gran reto para la fuerzas progresistas? Los números están a favor de que mucha gente apoye un proyecto de distribución. Pero hay que convencer y ése es un trabajo arduo, doblemente arduo en la deriva actual de los medios de comunicaciones (cada vez más concentrados y orientados al espectáculo). Es ahí donde cabe avanzar con una propuesta integral de protección de recursos (el agua, fundamental, entre otros), de ampliación de medios de comunicación (el fallido plan de medios del kirchnerismo, apostando por más medios comunitarios, por ejemplo) entre otros. Se trata de asumir la participación ciudadana como un valor democrático, lo que llevaría a aceptar, por un lado, que la política en democracia asume la incertidumbre como componente fundamental –a veces se gana y a veces se pierde– y, por otro, que el valor del proyecto de distribución no puede ser superior –tampoco inferior, claro está– al del proyecto democrático.
Sobre la autora: Yanina Welp es Directora Regional para América Latina en el Centro de estudios de Democracia Directa (C2D), Universidad de Zurich. Es Doctora en Ciencias Políticas y Sociales por la Universidad Pompeu Fabra (UPF) y Licenciada en Ciencia Política y en Ciencias de la Comunicación Social por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Ha formado parte de equipos de investigación en el Internet Interdisciplinary Institute (IN3-UOC) (2004-2006), en la UPF (2001-2003) y en la UBA (1997-1999). Recientemente ha publicado Digital Technologies for Democratic Governance in Latin America: Opportunities and Risks (UK: Routledge, 2014, coeditado con Anita Breuer), Democracias en Movimiento (México: UNAM, coeditado con Daniel Zovatto y Alicia Lissidini) y La dosis hace el veneno (Quito: CNE, coeditado con Uwe Serdült).
[1] Andrés Malamud “¿Por qué retrocede la izquierda?”, en Le Monde Diplomatique, julio de 2016.
[2] Una de estas excepciones es el trabajo de Wanger Romao, “Conselheiros do orçamento participativo nas franjas da sociedade política”, en Lua Nova 84: pp. 353-364, 2011.
[3] Véase nuestro trabajo sobre el tema. Serdült, Uwe y Welp (2015) “How Sustainable is Democratic Innovation? Tracking Neighborhood Councils in Montevideo”, Journal of Politics in Latin America 2: 131-148; y Paula Ferla et al. (2014) “Corriendo de atrás. Análisis de los Concejos Vecinales de Montevideo”, Iconos 48: 121-137.
[4] Por una mirada exhaustiva y sintética, véase Pilar García Guadilla (2017) “El socialismo petrolero venezolano en la encrucijada por su supervivencia: El soberano unívoco, la inclusión neoliberal y la participación leninista”, LASA Forum. http://lasa.international.pitt.edu/forum/files/vol48-issue1/Debates-Venezuela-3.pdf
[5] Auditoria a la democracia. 2016. PNUD. http://www.cl.undp.org/content/dam/chile/docs/gobernabilidad/undp_cl_gobernabilidad_PPTencuesta_final_2016.pdf.pdf
[6] Véase María Esperanza Casullo, “¿En el nombre del pueblo? Por qué estudiar al populismo hoy”, en POSTData: Revista de Reflexión y Análisis Político, Vol. 19, Nº. 2, 2014, págs. 277-313.
[7] Los dialogos entre Iñigo Errejón (Podemos) y Chantal Mouffe son claves en esta discusión. Véase Mouffe y Errejón (2016) Construir pueblo Hegemonía y radicalización de la democracia. Más Madera.