Autor: Joaquín Estefanía
Nuevos partidos políticos ubicados a la izquierda y a la derecha del tablero político reemplazan a las formaciones clásicas. En un contexto de crisis, se producen mutaciones en las aspiraciones y las elecciones ciudadanas. El capitalismo y la democracia se vuelven cada vez más incompatibles.
Todo comenzó en las elecciones europeas del año 2014. En ellas, Syriza, la nueva formación de izquierda radical fue el partido griego más votado para el Parlamento Europeo; poco después ganó las elecciones generales en su país y se quedó a dos escaños de la mayoría absoluta. Todavía hoy, pese a los gigantescos sacrificios que han tenido que hacer sus conciudadanos (los mayores en una nación, en tiempos de paz), sigue gobernando. Al mismo tiempo, un partido prácticamente desconocido, Podemos, conseguía cinco eurodiputados; unos meses más adelante las encuestas le hacían aparecer como el primer partido español en intención de voto, y en las elecciones generales de 2015 obtenía seis millones de apoyos y 69 diputados. También en aquellas elecciones, el Movimiento Cinco Estrellas (que en los comicios generales de su país de 2013 había sido el primer partido italiano) sacó casi seis millones de votos. Grecia, España, Italia. Eran la Europa del Sur.
Algunos de los nuevos partidos y sus líderes ya participaban activamente en política. Sin embargo, eran minoritarios y, en algunos casos, incluso extraparlamentarios. Pero el fenómeno se ha multiplicado de modo exponencial: los Trump, Le Pen, Wilders, Alternativa por Alemania, los partidos de la libertad, Amanecer Dorado, los auténticos patriotas, etcétera, están entre nosotros y compiten, y a veces superan electoralmente, a los partidos tradicionales del bipartidismo imperfecto (conservadores y socialdemócratas) extendido tras la segunda posguerra mundial.
La cuestión es examinar las causas de esa mutación del votante. La respuesta es multifacética pero se podría resumir en un único vector que contempla la mayor parte de los ángulos del panóptico: el hecho de que el consenso generado por ese bipartidismo ha resultado insuficiente para una sociedad acuciada por grandes cambios y por los efectos de la Gran Recesión, una de las cuatro crisis mayores que ha padecido el capitalismo (con las dos guerras mundiales y la Gran Depresión de los años treinta del siglo pasado). Se podría reproducir lo que escribió el gran escritor Stefan Zweig en la primera parte del siglo XX: “Desde que me empezó a salir barba hasta que se me cubrió de canas, en ese breve lapso de tiempo, medio siglo apenas, se han producido más cambios y mutaciones radicales que en diez generaciones”.
Es evidente que las respuestas conservadoras a la crisis económica han fracasado. No sólo por el tiempo transcurrido en dificultades (la Gran Recesión ha sido al menos tan larga como la Gran Depresión) sino por la gran cantidad de gente que ha quedado en el camino, y por la secuelas que ha dejado en la sociedad, de las cuales la recuperación tardará más de una generación. Las políticas de la austeridad expansiva, ofrecidas por los economistas neoclásicos, no sólo son responsables de no haber anticipado la Gran Recesión para que los ciudadanos pudieran guarecerse de lo que se avecinaba, sino por ser intrínsecamente erróneas y haber contribuido a multiplicar las calamidades que intentaba prever. Lo ha desarrollado el profesor australiano Steve Keen (el economista mundial que más se aproximó a la crisis y sus consecuencias) en su libro La economía desenmascarada: si el único fallo de la derecha gobernante y sus intelectuales orgánicos en el terreno de la economía hubiera sido no prever las dificultades económicas, no se diferenciarían de los metereólogos que no ven llegar una tormenta de nieve; serían responsables de no haber dado la alerta pero no se les podría culpabilizar de la tormenta misma.
Es evidente que las respuestas conservadoras a la crisis económica han fracasado.
En cambio, los conservadores tendrían una responsabilidad directa en la gestión de los problemas económicos ya que convirtieron lo que podría hacer sido una crisis financiera y una recesión “del montón” (Keen) en una crisis mayor del capitalismo; las creencias, la ideología conservadora y su práctica política consiguieron que la Gran Recesión fuese mucho mayor de lo que lo hubiera sido sin su intervención.
Lo sucedido en la izquierda después de la caída del Muro de Berlín fue más complejo de lo que se previó en un principio: no solo se generó la crisis terminal del comunismo tal como se conocía sino que arrastró a una avería considerable en la identidad y efectividad a la otra gran familia ideológica de la izquierda: la socialdemocracia. La tercera vía que surgió después de aquellos acontecimientos fue, para sus críticos más acerados, una suerte de “conservadurismo de rostro humano” (incluso de “thatcherismo de rostro humano” en el caso británico): una especie de social-liberalismo con trazos compasivos, acompañado de una pátina progresista que dimitió de la transformación del poder económico. Sus tres dirigentes principales (Clinton, Blair y Schröder) cuentan con abundantes ejemplos de adaptación a un medio ambiente conservador. Aprovechando la bonanza de la nueva economía, el norteamericano Clinton fue un eficaz continuador de las prácticas reaganianas de desregulación financiera, y removió la muy importante ley Glass-Steagall, que venía de tiempos de Franklin Delano Roosevelt y que separaba las actividades de la banca comercial y de la banca de inversión con el objeto de proteger, sobre todo, los ahorros de los pequeños depositantes. Ello fue precisamente lo que abonó los abusos de los bancos de inversión y de la banca en la sombra que se cometieron en los orígenes de la Gran Recesión. Más allá de sus privatizaciones de servicios públicos, Tony Blair perteneció al “trío de las Azores” (junto a Bush y a José María Aznar) que autorizó la guerra contra Irak sin consultar las Naciones Unidas, generando la mayor contestación ciudadana en muchas décadas. Schröder aprobó unas reformas económicas y liberales en Alemania que desdibujaron por completo la imagen de la socialdemocracia, tan fuerte tradicionalmente en ese país.
Tras la caída del Muro de Berlín no solo se produjo la crisis terminal del comunismo. También se evidenció una avería considerable en la identidad y efectividad a la otra gran familia ideológica de la izquierda: la socialdemocracia.
El abandono –o la debilidad- de las políticas socialdemócratas relacionadas con los impuestos, el gasto público o el papel de la inversión pública, su apoyo tantas veces indiscriminado y acrítico a las privatizaciones de los servicios públicos y del sector público empresarial, sus coqueteos con el poder empresarial privado en detrimento de los sindicatos, su negativa a ser radicales en la lucha contra la desigualdad exponencial de oportunidades, su complicidad con los conservadores en el desequilibrio del binomio seguridad-libertad en beneficio de la primera, etcétera, difuminaron netamente las diferencias entre la derecha conservadora y la izquierda socialdemócrata, facilitando la aparición de nuevos partidos a su derecha y su izquierda. Ha habido analistas que han escrito que en las últimas tres décadas los conservadores y los socialdemócratas han sido como Tweedledum y Tweedledee, los gemelos de Alicia a través del espejo (aunque éstos eran iguales en su apariencia externa, no tanto en su comportamiento). Si las medidas que se adoptan son semejantes o se alejan tan sólo unos centímetros ideológicos, la mayoría prefiere el original a la copia.
La gestión de la crisis económica, la multiplicación de casos de corrupción y de falta de diferenciación entre los intereses privados y los intereses públicos, y, ahora mismo, el legado de la Gran Recesión, son determinantes para el análisis de la crisis de representación política. Las sociedades que la han padecido han variado su ADN: no son las mismas antes y después de las dificultades económicas. El balance es devastador: los ciudadanos de las mismas son más pobres, más desiguales, más precarios, menos protegidos, más desconfiados y menos demócratas. Una combinación de elementos tan alarmante no había coincidido en la historia contemporánea más que en las cuatro ocasiones citadas anteriormente: las dos guerras mundiales, la Gran Depresión de los años treinta del siglo pasado y la crisis económica que comenzó en el año 2007.
Todos estos fenómenos se vinculan a la desafección ciudadana, aunque aquí nos interesan, sobre todo, los dos últimos, que son los de naturaleza más política: el incremento de la desconfianza y, como consecuencia de ello, la reducción del apoyo finalista a la democracia como el menos malo de los sistemas políticos. La distancia entre la práctica teórica (los discursos) y la práctica política (los actos) se ha hecho tan grande que el desencanto y el desasosiego atraviesan una fase aguda y muy difícil de paliar. Ni las leyes mordaza, ni las devaluaciones salariales, ni las reformas laborales extremadamente agresivas, ni las privatizaciones de los servicios sociales y del sector público empresarial aparecen en los programas electorales con los que las fuerzas políticas se presentan ante los ciudadanos. Ocultan estos cambios porque saben que resultan muy impopulares pero si ganan, los aplican. Se podría calificar que a traición.
Muchos ciudadanos han llegado a la conclusión de que se vive en la mentira política permanente y, como corolario, reaccionan instalándose en la sospecha o en el cinismo, o confiando en representantes vírgenes, aunque muchos de ellos les proporcionen respuestas simples para los problemas muy complejos (la definición más clásica y simple del “populismo”). Para esta ciudadanía descreída se hace cierta la irónica sentencia de D´Israeli que encabeza el libro La mentira os hará libres, del catedrático de Historia del Pensamiento Político Fernando Vallespín: la política ha devenido en “el arte de gobernar a la humanidad mediante el engaño”. Vallespín ha llegado a la conclusión de que los políticos de hoy apenas necesitan recurrir a la mentira: ¿para qué hacerlo si es posible engañar por otros medios? (fake news). Entre ellos, el más eficaz es la construcción de la realidad a la medida de sus intereses. Han adquirido auténtica maestría en el arte del enmascaramiento detrás de narrativas y otros instrumentos dirigidos a manipular la percepción del mundo. Se pierden todas las certezas salvo la seguridad de que siempre hay alguien que, a nuestras espaldas, nos está engañando. Ello contamina aun más las relaciones entre gobernantes y gobernados.
En uno de sus últimos libros (El buen gobierno), el intelectual francés Pierre Rosanvallon abunda en esas relaciones: podría decirse que si bien nuestros regímenes son democráticos, no se nos gobierna democráticamente. Este es el gran hiato que nutre el desencanto y el desasosiego contemporáneo. Se considera que nuestros regímenes son democráticos en el sentido de que el poder emana de las urnas como consecuencia de una competencia abierta, y de que vivimos en un Estado de Derecho que reconoce y protege las libertades individuales: “Democracias, por cierto, sumamente incompletas. Así, los representados se sienten con frecuencia abandonados por sus representantes estatutarios y el pueblo, pasado el momento electoral, se ve muy poco soberano. Pero esta realidad no debe disimular otro hecho, todavía insuficientemente identificado en su especificidad: el de un mal gobierno que también corroe a fondo nuestras sociedades”. El problema no sería sólo la crisis de representación política, sino también el del mal gobierno; la teoría de la democracia, al limitarse en muchas ocasiones a pensar en la representación y la elección, ha pasado por alto las relaciones entre gobernantes y gobernados, que define las eficacia de los gobiernos.
Si bien nuestros regímenes son democráticos, no se nos gobierna democráticamente. Este es el gran hiato que nutre el desencanto y el desasosiego contemporáneo.
Como consecuencia de esta desconfianza ciudadana se extiende el descontento con el funcionamiento de la democracia. Intensas oleadas de pesimismo atraviesan de modo transversal los países más dañados por las dificultades económicas y los diversos segmentos de los electorados (sobre todo el de los jóvenes), hasta el punto de que el propio Rosanvallon titula otro de sus libros de esta forma tan expresiva: La contrademocracia: la política en la era de la desconfianza. En el analiza el recelo y “la organización de la desconfianza”, la transformación de lo que primero fue un simple estado de ánimo o una actitud individual, aunque compartida, en un factor de afiliación política y votación electoral a nuevos partidos, algunos de ellos calificados por sus críticos de “populismos rencorosos” y, en general, a movimientos que cotizan en la bolsa de la antipolítico y del antiestablishment. El historiador y sociólogo italiano Marco Revelli se ceba con ironía en quienes no se han privado de caer en comportamientos populistas dentro de la política tradicional, a base de buenas dosis de discursos demagógicos y prácticas indefendibles desde la racionalidad, y ahora acusan tan a la ligera a otros de lo que ellos mismos han practicado.
Como consecuencia de este conjunto de situaciones (representación política, mal gobierno, populismos, desconfianza,…) aparece un nuevo síntoma de malestar, esta vez en el sistema político. En un primer momento se revela como un malestar en la democracia. Cuando se genera metástasis, se produce el malestar dentro de la democracia. La relación entre democracia y capitalismo siempre fue inestable. Después de las dos guerras mundiales y durante más de medio siglo ambos términos consiguieron un cierto equilibrio hasta el punto de que se consideró que la una no podía vivir sin el otro, y viceversa. Las contradicciones a esa regla (Franco, las juntas militares argentinas, Pinochet, la actual China del “comunismo de mercado”) eran consideradas anomalías históricas. Durante la década de la Gran Recesión, el binomio democracia-capitalismo se ha torcido a favor del segundo. La percepción ciudadana sobre ello es nítida: los poderes económicos (no representativos) se han impuesto a los poderes políticos (representativos) y los han derrotado una y otra vez. Wolfgang Streeck, director del Instituto Max Planck de Colonia, ha analizado cómo los antiguos adversarios (democracia y capitalismo) lograron su reconciliación a trasvés del contrato social de la posguerra, y cómo los abusos del segundo han resucitado la vieja cuestión sobre su compatibilidad. Hasta bien entrado el siglo XX los capitalistas temieron que las mayorías democráticas abolieran la propiedad privada (el comunismo), mientras que los trabajadores y sus organizaciones se inquietaban porque aquéllos financiaran la vuelta a un régimen autoritario que defendiera sus privilegios (los fascismos). Paradójicamente, sólo durante la Guerra Fría parecieron alinearse juntos capitalismo y democracia, cuando el progreso económico hizo posible que la mayoría de los trabajadores aceptase un régimen de libre mercado y propiedad privada, “resultando a su vez que la libertad democrática era inseparable, y de hecho dependiente, de la libertad de los mercados y la búsqueda de beneficios”.
En los últimos años, los de la crisis económica (aunque no sólo por ella) han regresado con fuerza las dudas sobre la compatibilidad de un sistema de gobierno democrático con una economía capitalista tecnofinanciarizada. Muchos ciudadanos sufren la sensación cotidiana de que la política es impotente para resolver sus problemas colectivos y públicos, para cambiar sus vidas a mejor. El resultado es esa mutación del voto, cuyo balance provisional es la fragmentación electoral y el final de bipartidismo imperfecto acuñado tras la Segunda Guerra Mundial debido a la inestabilidad de los gobiernos constituidos y a la aparición de nuevas formaciones políticas y movimientos.
En el actual contexto, cabe preguntarse si un sistema de gobierno democrático es compatible con una economía capitalista tecnofinanciarizada.
Se ha generalizado esa triple decepción que describió hace tiempo ya Joseph Stiglitz: primero, los mercados no funcionan porque son ineficaces y opacos; el ejemplo mayor de ello es el mercado de trabajo. Segundo, el sistema político no corrige los fallos de esos mercados, que es su principal función, aquello por lo que está legitimado. Y tercero, y como efecto de lo anterior, tanto el sistema economía (la economía de mercado) como el sistema político (la democracia) sufren de una desafección creciente.
Y entonces llegó Trump.
Sobre el autor: Joaquín Estefanía es licenciado en Ciencias Económicas y en Ciencias de la Información. Ha ejercido desde 1974 como periodista en distintos medios de comunicación. Fue director del diario El País desde 1988 hasta 1993. Actualmente es director de la Escuela de Periodismo Universidad Autónoma de Madrid/El País.
Es Premio Europa de Periodismo por su defensa, al frente de El País, de las libertades democráticas, y Premio Joaquín Costa de Periodismo por sus trabajos sobre la deuda externa de América Latina. Es miembro del consejo rector de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, que preside Gabriel García Márquez.
En los últimos años ha escrito los libros La nueva economía (1995); La nueva economía: la globalización (1996); El capitalismo (1997); Contra el pensamiento único (1998); Aquí no puede ocurrir: el nuevo espíritu del capitalismo (2000); El poder en el mundo (2000); Hij@, ¿qué es la globalización? (2002); Diccionario de la nueva economía (2004), La mano invisible (2006). Su libro más reciente es La larga marcha (Península, 2007).