Autor: Andrés Rosler
El significado originario de la expresión “patriotismo” y de su obvia referencia (“patria”) no conducen al nacionalismo sino al republicanismo. En un contexto de debates sobre la ciudadanía, conviene volver a poner las cosas en su sitio: diferenciar, en definitiva, el discurso nacionalista del discurso patriótico.
El patriotismo no suele tener buena prensa. Los cinéfilos recordarán aquella escena de “Paths of Glory” de Stanley Kubrick (1957) en la que, en el contexto de la Primera Guerra Mundial, el General Mireau le dice al Coronel Dax (interpretado magistralmente por Kirk Douglas) que si bien el “patriotismo puede ser anticuado… un patriota es un hombre honesto”. El Coronel Dax le responde que no todo el mundo está de acuerdo y cita a Samuel Johnson para quien el patriotismo era “el último refugio de un canalla [scoundrel]”. La posición del Coronel Dax es más que comprensible, ya que en nombre del patriotismo—y por lo tanto en nombre de la patria o peor aún del Vaterland—se han cometido algunas de las peores atrocidades conocidas por el ser humano.
En una época como la nuestra en la cual—a juzgar por la llegada a la presidencia de Donald Trump en los EE.UU, el Brexit y otras tendencias no menos preocupantes en el resto de Europa—el nacionalismo xenófobo se fortalece día tras día, creer que el patriotismo pueda ser una solución al problema del nacionalismo parece ser equivalente a querer apagar un incendio utilizando material combustible. Sin embargo, la recuperación del significado originario de la expresión “patriotismo” y de su obvia referencia (“patria”) en el contexto de su hábitat natural, el republicanismo clásico, quizás contribuya a entender por qué en lugar de ser “el último refugio de un canalla”, el patriotismo entendido apropiadamente como una teoría de la ciudadanía puede competir de igual a igual contra el nacionalismo e incluso superarlo, sin tener que apelar al cosmopolitismo.
A la búsqueda del republicanismo perdido en quince segundos
Todo discurso político cuenta con una teoría acerca de cuáles deben ser—y por lo tanto acerca de cuáles no deben ser—las grandes ideas rectoras de la acción colectiva. En el caso del republicanismo clásico, el valor político fundamental es la libertad entendida como no dominación, la falta de interferencia arbitraria en la vida de los ciudadanos. Como explica Rousseau: “La libertad consiste menos en hacer nuestra voluntad que en no estar sometido a la de otro; ella consiste además en no someter la voluntad de otro a la nuestra”.[1]
Un segundo ingrediente de la receta republicana es la virtud cívica. En efecto, si no fuera por ella, muchos preferirían estar dominados con tal de tener un amo gentil o en todo caso poco inteligente—o las dos cosas ciertamente—. Para el republicanismo clásico, sin embargo, la atrocidad moral de la dominación no proviene del hecho de que no existan amos gentiles y/o esclavos contentos, sino del simple hecho de que una persona esté expuesta al arbitrio de otra.
Por otro lado, la virtud cívica es indispensable para el republicanismo ya que en una república la actividad política depende de la participación de los ciudadanos. En realidad, habría que decir que en una república los ciudadanos no tienen un sistema político sino que son el sistema político. Es la virtud cívica la que explica, por ejemplo, por qué ningún ciudadano y menos aún un candidato presidencial de una república genuina busca la ayuda de una potencia extranjera (y encima muy probablemente enemiga) para ganar una elección.
En tercer lugar, la virtud cívica no impide sino que estimula el debate político. En efecto, para el republicanismo la política es fundamentalmente debate o conflicto ya que en cuestiones públicas es necesario argumentar in utramque partem como suele decir la tradición de la oratoria republicana, es decir que se trata de disputas en la cuales ambas partes cuentan con argumentos atendibles. De ahí que el caso central del desacuerdo político republicano no se deba a la inmoralidad o irracionalidad de los involucrados, sino por el contrario a un conflicto genuino entre agentes virtuosos acerca de qué decisión política hay que tomar. La existencia del debate explica a su vez el cuarto ingrediente: el imperio de la ley. Dado que hay varios caminos a seguir que son objeto del debate y dado que la unanimidad es muy difícil de lograr siempre hace falta un sistema institucional con la autoridad suficiente para resolver el conflicto.
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Hasta aquí, si se me permite la expresión, somos todos peronistas—o en todo caso republicanos para evitar malentendidos—: la libertad como no dominación así como la virtud cívica, el debate y la ley parecen ser lo suficiente atractivos como para lograr que nos pongamos de acuerdo en que vale la pena alcanzarlos y promoverlos.
Habría que ver sin embargo si el acuerdo permanece una vez que dejamos la discusión sobre la inclusión y exclusión de valores y nos concentramos en la inclusión y exclusión de personas. En efecto, existen dos grandes posiciones al respecto, que vamos a describir del modo más aséptico posible para evitar que la etiqueta influya en la balanza valorativa. Es por eso que en lugar de hablar de, por ejemplo, nacionalismo y cosmopolitismo, convendría hablar de particularismo y universalismo políticos. En efecto, mientras que el nacionalismo atraería toda su mala prensa, el cosmopolitismo podría hacer otro tanto con su buena prensa, todo esto antes de que podamos valorar los méritos del caso por sí mismos.
Según el particularismo político, toda comunidad política en el fondo es una “cosa nostra”, no porque la comunidad política sea como una familia mafiosa—aunque ejemplos no faltan—sino porque representa a un “nosotros”, precisamente a los que pertenecen a ella, y deja afuera a “ellos”, los extranjeros. Por ejemplo, un liberal confeso y con el carnet al día como Benjamin Constant creía que el particularismo político era inevitable: “Ningún pueblo ha considerado como miembros del Estado a todos los individuos residentes, de cualquiera manera que fuera, en su territorio”.[2]
Ahora bien, salta a la vista que la inclusión y exclusión que dan forma a las comunidades políticas y sus respectivas ciudadanías son esencialmente contingentes, ya que, por ejemplo, un río, una batalla o quiénes son los padres suelen determinar quién es ciudadano y quién no. Sin embargo, algunos como Simón Bolívar parecen creer que nacionalidades enteras pueden ser coextensivas con valoraciones morales: “los venezolanos son unos santos en comparación con esos malvados [los peruanos], y los quiteños y los peruanos son la misma cosa: viciosos hasta la infamia y bajos hasta el extremo. Los blancos tienen el carácter de los indios, y los indios son todos truchimanes, todos ladrones, todos embusteros, todos falsos, sin ningún principio moral que los guíe”.[3]
Las sospechas sobre el nacionalismo se incrementan exponencialmente con tan solo recordar la historia que figura en la Biblia sobre los galaaditas, quienes cerca del año 1200 a.C. no solamente derrotaron a los efraimitas sino que los expulsaron de sus hogares, forzándolos a cruzar el río Jordán. Después de la batalla, sin embargo, muchos efraimitas intentaron volver a casa tratando de sortear el control galaadita del río. De ahí que para poder descubrir a los efraimitas que se hacían pasar por galaaditas, los galaaditas a cargo del control fronterizo les pedían a los viajeros que querían pasar que pronunciaran la palabra hebrea shibboleth (espiga). De ahí que hoy en día la palabra shibboleth sea usada para referirse a cualquier identificador altamente confiable de pertenencia a un grupo cultural, ya que se trataba de un test muy simple pero aparentemente efectivísimo, debido a que el dialecto efraimita antiguo no contaba con el sonido sh, lo cual impedía que un efraimita pudiera pronunciar la palabra en cuestión. De hecho, según la Biblia cuarenta y dos mil efraimitas no solamente no pudieron pasar la frontera, sino que además murieron por no poder pronunciar la sh.
Da la impresión de que el universalismo político es el camino a tomar. En efecto, según el universalismo político absolutamente todos los seres humanos—y algunos de hecho no tendrían problemas incluso en agrandar el círculo—que se vean afectados por una decisión tienen que participar en la toma de dicha decisión con independencia de su nacionalidad. Como se puede apreciar, este celo all-inclusive característico del universalismo, llevado hasta su máxima expresión, conduce a un genuino cosmopolitismo, es decir, a que todos los seres humanos, por el mero hecho de ser tales, pertenezcan a una única comunidad política.
Sin embargo, lamentablemente, el universalismo político tampoco puede tirar la primera piedra irónicamente debido a que no le faltan precisamente esqueletos en su clóset. Así como al personaje representado por Woody Allen en “Manhattan Murder Mystery” cada vez que escucha a Wagner le dan ganas de invadir Polonia, algunos parecen no poder resistir las ganas de invadir algún país cuando escuchan hablar del humanismo o de la Humanidad en general.
El celo all inclusive del universalismo conduce a un genuino cosmopolitismo en el que todos los seres humanos forman parte de la comunidad política.
Hablando de invadir Polonia, Carl Schmitt creía que “quien dice humanidad quiere engañar” ya que la “humanidad como tal no puede librar una guerra puesto que no tiene un enemigo, al menos en este planeta. El concepto de humanidad excluye el concepto de enemigo, porque… el enemigo deja de ser un ser humano y, por lo tanto, en eso no existe distinción específica alguna”. De ahí que cuando se libra una guerra en nombre de la humanidad necesariamente “al enemigo le es negada la cualidad de ser humano, […] él es declarado fuera de la ley (hors-la-loi) y de la humanidad (hors l’humanité) y de ese modo la guerra debe ser librada hasta la más extrema inhumanidad”.[4] Cabe acotar que si bien Schmitt comprueba con razón la frecuencia del acontecimiento, no termina de explicar por qué el universalismo político necesariamente conduce hacia la criminalización y aniquilamiento del enemigo.
Sin embargo, incluso el caso de Erasmo, quien suele ser considerado no solamente un paradigma del movimiento humanista sino además un poster boy del pacifismo, parece confirmar la tesis de Schmitt acerca de las dos caras del humanismo. En efecto, como es público y notorio, Erasmo había convocado a todos los cristianos a unirse en aras de la abolición de la guerra y del establecimiento de la paz perpetua y universal y por lo tanto en contra del ideal republicano del ciudadano-soldado, todo esto en nombre del requerimiento estoico de considerar a todos los seres humanos como hermanos, al punto de identificar a la guerra con el homicidio, o fratricidio lisa y llanamente.[5]
Pero el pacifismo humanista de Erasmo es bastante menos pacifista de lo que parece. Por ejemplo, en su manifiesto anti-belicista Dulce Bellum Inexpertis (“La guerra es dulce para el que no la ha experimentado”) Erasmo no rechaza la guerra en sí misma, sino la que él considera injustificada, esto es la guerra entre cristianos. En efecto, Erasmo defendió la cruzada de León X contra los turcos a raíz de la caída de Constantinopla. Asimismo, una vez designado consejero del Príncipe Carlos de Borgoña por la facción que defendía la paz con Francia, Erasmo se preguntaba retóricamente si el mundo cristiano iba a aliarse contra Francia, la parte más floreciente del mundo cristiano, cuyo lugar privilegiado entre las naciones católicas se debía a que no estaba infectada por “herejes, cismáticos de Bohemia, judíos, marranos, semi-judíos”, etc., a diferencia de los otros países vecinos de los turcos.[6] De ahí que Erasmo no tuviera empacho alguno en recurrir a la asociación negativa en auxilio de la república cristiana: “si la guerra […] no es totalmente evitable, ese tipo de guerra sería un mal menor que los actuales conflictos impíos y las contiendas entre cristianos. Si el amor mutuo no los une, un enemigo común seguramente los unirá en cierta manera, incluso si falta la verdadera concordia”.[7]
Por el otro lado, a veces el universalismo político no peca por exceso sino por defecto. En verdad, el universalismo puede adolecer de serios problemas debido a su propio carácter abstracto, tal como lo percibieran algunos pensadores conservadores. Por ejemplo, Joseph De Maistre declaraba que “Yo he visto, en mi vida, franceses, italianos, rusos, etc.; yo sé incluso, gracias a Montesquieu, que se puede ser persa; pero en cuanto al hombre, yo declaro no haberlo encontrado en mi vida; si existe, es bien a mis espaldas”.[8] Juan Donoso Cortés, por su parte, creía que quienes defienden “la perfecta igualdad de todos los pueblos en el seno de la humanidad” no advierten que de su posición “resulta la negación de la solidaridad política. ¡Insensatos! Ellos ignoran que donde no hay fronteras no hay patria y que donde no hay patria no hay hombres, aunque haya por ventura socialistas”.[9]
Los problemas de la abstracción universalista son esencialmente de dos clases. Por un lado, según el universalismo, descubrimos cuáles son nuestros deberes a través de la reflexión abstracta sobre la condición humana y sobre qué es lo que los demás pueden exigirnos. De ahí que para el universalismo, nuestras acciones provienen de consideraciones puramente racionales en el sentido más estricto de la expresión. Consideraciones sobre nuestra identidad o quiénes somos, de dónde venimos, o las comunidades a las que pertenecemos, son inexistentes o irrelevantes ya que no pueden influir en nuestro razonamiento ético.
Sin embargo, semejante aprehensión respecto a la identidad es ciertamente razonable para el caso de algunas identidades tales como las del nazismo, pero exagerada si con el agua sucia del nazismo tiramos además el bebé de la identidad personal. Después de todo, si llevamos al extremo la preocupación racionalista por la identidad personal, la única identidad personal aceptable sería la de un sujeto cartesiano cuya única certeza es que piensa y que se muestra completamente escéptico acerca del resto de la realidad que lo rodea, desde su propio cuerpo personal hasta la comunidad política. Semejante sujeto no solamente no tendría razones para ir al médico si sintiera algún dolor (ya que no está seguro de si existe su propio cuerpo), sino que además debería mostrarse igual de escéptico en relación a la existencia de un régimen cosmopolita.
El universalismo tiene, asimismo, una visión curiosa de la motivación ética, ya que exige que actuemos simplemente a partir de la convicción racional de estar haciendo lo que la moralidad requiere, sin permitir que en la decisión influyan nuestros sentimientos. Si así fueran las cosas, sería difícil que la convicción racional pudiera cumplir con el papel que le asigna el universalismo en el razonamiento ético, con la muy honrosa excepción de un pequeño número de Sheldon Coopers, capaces de vivir según consideraciones de puro principio. Para el resto de la humanidad, la vida ética tiene que ser una institución social que acomoda sentimientos naturales para con familiares, conciudadanos, etc., y que apela a motivaciones tales como el amor, el orgullo o la vergüenza junto a la convicción racional.[10]
Otro argumento a favor del particularismo político se concentra en la importancia de la cultura para el fomento de la libertad, tal como lo reconocen hasta los propios liberales. En efecto, la cultura, entendida fundamentalmente en términos de un lenguaje e historia comunes, es indispensable para proveer a las personas no solamente sus valores sino además un contexto para cuestionar o examinar sus creencias sobre aquello que hace que la vida tenga sentido o valor. En rigor de verdad, si no podemos comprender nuestra cultura, no podríamos siquiera ser liberales: “Para que sea posible la elección individual valiosa, los individuos necesitan no solamente tener acceso a la información, la capacidad de evaluarla reflexivamente, y la libertad de expresión y de asociación. Ellos también necesitan acceso a una cultura societal”.[11]
De ahí que el particularismo político tenga claras ventajas comparativas para proteger la cultura y su papel en la formación y desarrollo de la libertad. Ciertamente, la tesis no es que sea imposible que una cultura sobreviva a menos que cuente con su propia comunidad política —el judaísmo, por ejemplo, a lo largo de la historia de la humanidad muestra claramente que esa tesis es falsa, aunque el nazismo en el siglo XX estuvo a punto de refutarla—, sino que una comunidad política facilita enormemente la existencia de una cultura. Además, el particularismo o las identidades culturales facilitan enormemente la cooperación, particularmente entre personas que pertenecen a grupos más amplios que el de los círculos sociales más íntimos, como el de la familia, amigos, conocidos, etc. Las culturas, precisamente, favorecen la identificación de quienes suponemos están dispuestos a cooperar con nosotros. Es por eso que las diferencias arbitrarias como las culturales pueden cumplir funciones no arbitrarias.
El particularismo facilita la cooperación, sobre todo entre personas que pertenecen a grupos más amplios que el de los círculos sociales más íntimos.
III. AND NOW FOR SOMETHING COMPLETELY DIFFERENT
Da la impresión de que los universalismos políticos son o bien proclives a cometer verdaderas sinécdoques políticas, o bien a colapsar debido a serios problemas motivadores o de identidad. Ahora bien, si las opciones fueran exclusivamente la Escila del universalismo político y la Caribdis nacionalista, el panorama estaría bastante lejos de ser alentador.
De hecho, hoy en día el patriotismo y el nacionalismo suelen ser considerados como términos coextensivos. La confusión entre patriotismo y chauvinismo llegó a ser tal que el crítico cultural Remy de Gourmont pudo decir a comienzos del siglo XX que “ningún patriotismo me puede hacer creer que la salvia o la menta reemplazan ventajosamente el té o que la lectura de Nietzsche se suple por la de M. Alfred Fouillée o la de Ibsen por la de M. de Curel”.[12]
Sin embargo, el patriotismo y el nacionalismo son dos discursos políticos genealógica y estructuralmente diferentes. Dicha diferencia indica el espacio lógico que existe para un discurso particularista no nacionalista, es decir, un discurso que no caiga en los problemas que tiene el universalismo, sin por eso ser nacionalista.
En efecto, mientras que el discurso del patriotismo había sido utilizado históricamente por lo menos hasta el siglo XVII para hacer referencia principalmente a la devoción por ciertas instituciones políticas y a la cultura que sostienen la libertad común de un pueblo, es decir el amor por la patria (patriae caritas)[13] entendida como la república (precisamente, Montesquieu en El espíritu de las leyes recupera el significado original del concepto al describir la virtud política como “el amor a la patria” y el “amor a la igualdad”),[14] el discurso nacionalista fue forjado en el siglo XVIII en defensa de la homogeneidad cultural, lingüística o étnica de una comunidad. De ahí que mientras que los enemigos del nacionalismo son la “contaminación cultural, la heterogeneidad, la impureza racial, y la desunión social, política e intelectual”, los del republicanismo son “la tiranía, el despotismo, la opresión y la corrupción”.[15]
El siguiente juramento de la Liga de Acción Francesa (1905) muestra que los propios nacionalistas están de acuerdo en que el nacionalismo y el patriotismo republicano son enemigos naturales: “Francés de nacimiento y de corazón […]. Yo me comprometo a combatir todo régimen republicano, la República en Francia y el reino del extranjero. (…). Hay que ofrecerle a la Francia un régimen que sea francés. Nuestro único futuro es entonces la monarquía tal como la personifica el heredero de los cuarenta reyes que, en mil años, hicieron la Francia. Solo la monarquía asegura la salvación pública y, garante del orden, previene los males públicos que el antisemitismo y el nacionalismo denuncian”.[16]
Como se puede apreciar, el nacionalismo cuenta con una retórica propia, distinta de la republicana, debido a que se trata de un lenguaje sin mediación racional, es un discurso que intenta persuadir pero sin argumentar en sentido estricto. El discurso nacionalista suele tener al menos dos grandes características. Se trata, en primer lugar, de un lenguaje que trata de estimular pasiones sociales irracionales que despiertan sentimientos primitivos de identificación entre los miembros de un grupo, a expensas de otras identidades, sea de los mismos miembros del grupo o de otras personas. En segundo lugar, los miembros del grupo creen derivar la existencia de dicho grupo a partir de una fuente natural o divina.[17] La combinación de estos dos aspectos da lugar a una retórica no solamente nacionalista, sino profética, la cual suele generar liderazgos igualmente nacionalistas.
El discurso nacionalista intenta estimular pasiones sociales irracionales que despiertan sentimientos de identificación de un grupo a expensas de otras identidades.
El carácter profético, por no decir providencial, del liderazgo nacionalista está fuertemente emparentado con los orígenes naturales o divinos del grupo. De ahí que sea asimismo frecuente hablar del “carisma” de dichos líderes, palabra que reveladoramente deriva del griego charis, que significa “gracia”, la cual sugiere que los líderes no son simples políticos, sino personas que han sido tocados por una mano divina y que cumplen con un llamado que han recibido de una fuente superior de verdad y justicia. Es evidente que semejante retórica no solamente no tiene nada que ver con la oratoria republicana del debate y de la razón pública, sino que además impide comprender que el gobernante es un ser mortal que ejerce la autoridad política en representación de la comunidad política dentro del marco del Estado de Derecho antes que un emisario—o a veces un empresario—divino con fuertes rasgos narcisistas que está completamente por encima de los mortales. Para un republicano o verdadero patriota, en cambio, la patria, como dice Rousseau, “no puede subsistir sin la libertad, ni la libertad sin la virtud, ni la virtud sin los ciudadanos; ustedes tendrán todo si ustedes forman ciudadanos; sin eso ustedes no serán sino malos esclavos, comenzando por los jefes de Estado”.[18]
En cuanto al territorio, Hannah Arendt creía que la “libertad, en donde quiera que existió como una realidad tangible, siempre ha estado espacialmente limitada”. Y “la libertad en un sentido positivo es posible solamente entre iguales, y la igualdad misma no es en absoluto un principio universalmente válido sino […] aplicable solamente con limitaciones e incluso dentro de límites espaciales”.[19] Ahora bien, mientras que los nacionalistas confunden al territorio con la patria, el republicanismo adopta la misma posición que suscribe en relación a la cultura. En efecto, mientras que para un nacionalista la comunidad política sería impensable sin el territorio original, un republicano comparte la necesidad de contar con cierto territorio, pero no tiene por qué ser necesariamente el territorio original o providencial. Como sostiene Lucano, “Cuando ardió la ciudadela Tarpeya bajo las antorchas de los galos y habitaba Camilo en Veyos, allí estuvo Roma. Nunca perdió el orden institucional [ordo] sus derechos por haber cambiado de lugar”. En cambio, César, que ocupaba el espacio físico de Roma luego de haber cruzado el Rubicón, irónicamente solo “posee techos que cobijan dolor y casas deshabitadas y leyes que guardan silencio y un foro sin actividad en señal de duelo”.[20]
De hecho, hasta Ernst Renan, el padre fundador de la ideología nacionalista, sostiene que “no es la tierra, más que la raza, lo que funda una nación. La tierra provee el substratum, el campo de batalla y de trabajo, el hombre provee el alma. El hombre es todo en la formación de esta cosa sagrada que se denomina un pueblo”.[21] No es casualidad entonces que según Renan el nacionalismo en sentido estricto debe ser republicano, ya que según él las “palabras patria y ciudadano habían recuperado su sentido” cuando en “el siglo XVIII” el “hombre había regresado, luego de siglos de humillación, al espíritu antiguo, al respeto de sí mismo, a la idea de sus derechos”.[22]
Lo que distingue al patriotismo republicano (expresión que bien entendida es redundante) de la versión nacionalista no es que el republicanismo sea indiferente o deplore la cultura en sentido amplio que incluye la historia, el lenguaje, las tradiciones, etc., sin excluir al territorio. Por si hiciera falta, convendría aclarar que sería claramente inexacto decir que el patriotismo republicano, a diferencia del nacionalismo, es pacifista. Al contrario, existen ocasiones en las cuales un republicano estará dispuesto a empuñar las armas por la patria pero solamente en caso de que la misma estuviera expuesta a la dominación.
En realidad, la gran diferencia entre el patriotismo y el nacionalismo se puede apreciar fundamentalmente en la prioridad que el republicanismo le asigna a las instituciones políticas y s por sobre el particularismo cultural en sentido estricto. Es por eso, por ejemplo, que Catón de Útica advertía en el Senado a los ciudadanos romanos que “no debían temer a los hijos de los germanos y de los celtas, sino al mismísimo César”.[23] Benjamin Constant, a su modo, también nos provee de una distinción entre el patriotismo y el nacionalismo: “una cosa es defender la patria, otra cosa es atacar los pueblos que también tienen una patria para defender. El espíritu de conquista busca confundir estas dos ideas”.[24]
La gran diferencia entre el patriotismo y el nacionalismo se puede apreciar en la prioridad que el republicanismo le asigna las instituciones políticas y a la forma de vida republicana.
El patriotismo, además, puede a veces ser casi tan demandante como el universalismo, tal como lo muestra el Elogio de la ciudad de Florencia (Laudatio florentinae urbis) de Leonardo Bruni, escrito en 1403/4. En efecto, Bruni sostiene en toda república “en primer lugar ha sido provisto con todo cuidado que el derecho sea considerado santísimo, sin el cual ni puede existir la ciudad ni tampoco puede ser llamada una ciudad; por lo tanto, que exista la libertad, sin la cual este pueblo jamás estimaría para sí mismo que debe vivir”. Es precisamente por eso que Leonardo sostiene famosamente que dado que Florencia era una república, “mientras que la ciudad de los florentinos sobreviva, nadie realmente pensará que carece de patria”:[25] Florencia entonces no es solamente una patria para los florentinos, sino para todos los que son víctimas de la dominación. O como sostiene el historiador griego Apiano: “todos los que razonan correctamente consideran a la libertad, dondequiera que ellos se encuentren, como a su patria”.[26] Otro tanto se aplica al viejo eslogan republicano: “allí donde hay libertad, ahí está mi patria” (ubi libertas, ibi patria).
Ciertamente, habría que tener asimismo en cuenta que si bien hoy no está atravesando su mejor hora, la Unión Europea sigue concitando elogios debido a su perfil cosmopolita. Sin embargo, no debemos olvidar que se trata de una comunidad política particular, i.e. que se rige según criterios de inclusión y exclusión. Para decirlo al revés, no todo ser humano es ipso facto miembro de la UE, lo cual la transforma automáticamente a su vez en un régimen político particularista. En efecto, la idea republicana es que existan varias repúblicas—que bien pueden ser uniones regionales—de tal forma de poder combinar las aspiraciones morales del universalismo con las ventajas psicológicas del particularismo, todo esto sin perjuicio de que existan a la vez organizaciones internacionales dedicadas a cuestiones de alcance evidentemente global tales como la pobreza estructural, el medio ambiente, etc.
En conclusión, merced a su valor supremo de la libertad como no dominación, junto al énfasis en la virtud cívica, el debate político y el imperio de la ley—ingredientes que confluyen todos inexorablemente en la noción republicana de “patria”—, el republicanismo cuenta con los anticuerpos necesarios para mantenerse alerta contra la asociación negativa y el imperialismo—y llegado el caso auto-depurarse—. De ahí que se pueda decir que el patriotismo republicano no solamente cuenta con un perfil universalista sino que además tiene prácticamente todas las ventajas del particularismo sin caer en ninguno de sus defectos más peligrosos, particularmente el personalismo político y la xenofobia. No está nada mal por ser un discurso político que ya cuenta con unos dos mil quinientos años de historia.
Sobre el autor: Andrés Rosler es Abogado (UBA), Doctor en Derecho (Oxford). Profesor de Filosofía del Derecho (UBA), Investigador del CONICET. Vicedirector de la Maestría en Ciencia Política (FLACSO). Algunas publicaciones de sus principales publicaciones son Political Authority and Obligation in Aristotle (Oxford University Press); Civic virtue: citizenship, ostracism, and war, en The Cambridge Companion to Aristotle’s Politics (Cambridge University Press); Odi et Amo. Hobbes on the State of Nature, Hobbes Studies; Reasonableness, thy Name is Nature, Jurisprudence. Ha publicado el libro Razones públicas: Seis conceptos básicos sobre la república (Katz Editores, 2016)
[1] Jean-Jacques Rousseau, Cartas escritas desde la montaña, VIII. Si se me permite incurrir en publicidad no convencional, sobre el republicanismo clásico y su siguiente y muy breve reconstrucción al lector le puede resultar útil consultar Andrés Rosler, Razones públicas. Seis conceptos clave sobre el republicanismo, Buenos Aires, Katz Editores, 2016.
[2] Benjamin Constant, Écrits politiques, ed. Marcel Gauchet, París, Gallimard, 1997, p. 366.
[3] Carta de Bolívar a Santander, desde Cuzco, el 9 de enero de 1824, cit. en José Antonio Aguilar Rivera, Ausentes del universo. Reflexiones sobre el pensamiento político hispanoamericano en la era de la construcción nacional, México, Fondo de Cultura Económica, 2012, p. 157, n. 33.
[4] Carl Schmitt, Der Begriff des Politischen, texto de 1932 con un prefacio y tres corolarios, Berlín, Duncker & Humblot, 1963, pp. 54-55.
[5] V., v.g., Quentin Skinner, The Foundations of Modern Political Thought: I. The Renaissance, Cambridge, Cambridge University Press, 1978, pp. 244-245.
[6] Erasmo de Rotterdam, carta del 10 de marzo de 1517, a Riccardo Bartolini, cit. en Richard Tuck, The Rights of War and Peace, Oxford, Oxford University Press, 2001, p. 30, n. 41.
[7] Erasmo de Rotterdam, Querela Pacis, cit. en Richard Tuck, The Rights of War and Peace, op. cit., p. 30, n. 42.
[8] Joseph De Maistre, Considérations sur la France, París, Librairie Ecclésiastique de Rusand, 1829, p. 94.
[9] Juan Donoso Cortes, Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo, ed. José Vila Selma, Madrid, Editora Nacional, 1978, pp. 279, 281-282.
[10] En el último tiempo las neurociencias han demostrado el papel decisivo que juegan las emociones en nuestro razonamiento. V., v.g., Antonio Damasio, Descartes’ Error: Emotion, Reason, and the Human Brain, Londres, Penguin, 2005.
[11] Will Kymlicka, Multicultural Citizenship. A Liberal Theory of Minority Rights, Oxford, Oxford University Press, 1995, pp. 84, 51.
[12] Remy de Gourmont, Épilogues. Réflexions sur la vie 1902-1904, 3ra. ed., París, Mercure de France, 1923, pp. 41-42.
[13] V. Cicerón, Sobre la república. Sobre las leyes, ed. de José Guillén, Madrid, Tecnos, 1986, p. 163.
[14] V. Montesquieu, Del espíritu de las leyes, traducción de Mercedes Blázquez y Pedro de Vega, Madrid, Orbis, 1984, p. 29.
[15] Maurizio Viroli, For Love of Country: An Essay on Patriotism and Nationalism, Oxford, Oxford University Press, 1997, pp. 1-2.
[16] Cit. en Maurizio Viroli, For Love of Country, op. cit., p. 158, n. 42.
[17] V. Bryan Garsten, Saving Persuasion. A Defense of Rhetoric and Judgment, Cambridge MA, Harvard University Press, 2006, p. 83.
[18] Jean-Jacques Rousseau, Sur l’économie politique, en Œuvres Complètes, eds. Bernard Gagnebin y Marcel Raymond, París, Gallimard, 1964, vol. III, p. 259.
[19] Hannah Arendt, On Revolution, Londres, Penguin, 2006, p. 267.
[20] Lucano, Farsalia, traducción de Jesús Bartolomé Gómez, Madrid, Cátedra, 2003, p. 343, traducción modificada.
[21] Ernest Renan, ¿Qué es una Nación?, traducción de Ana Kuschnir y Rosario González Sola, Buenos Aires, Hydra, 2010, p. 63.
[22] Ibid., p. 46. David Miller, On Nationality, Oxford, Oxford University Press, 1997, pp. 150-151, también reivindica la (hoy olvidada) conexión necesaria entre nacionalismo y republicanismo.
[23] Plutarco, Catón menor, LI.2, cit. en Luciano Canfora, Julio César: Un dictador democrático, traducción de Xavier Garí de Barbará y Alida Ares, Barcelona, Ariel, 2000, p. 142.
[24] Benjamin Constant, Écrits politiques, op. cit., p. 156.
[25] Cit. en Maurizio Viroli, Machiavelli, Oxford, Oxford University Press, 1998, p. 223.
[26] Apiano, Historia romana, traducción de Antonio Sancho Royo, Madrid, Gredos, 1985, vol. II, pp. 214-215, traducción modificada.