Autor: Josep Ramoneda
(Frente al nihilismo económico y el autoritarismo posdemocrático)
En un contexto de crisis de la socialdemocracia y de la izquierda “neoliberal”, se evidencia el descontento ciudadano y el auge de las políticas identitarias de la extrema derecha. El fenómeno Trump, el Brexit, el auge de los nacionalismos, sugieren que la izquierda debe renovarse para ofrecer alternativas ante la desilusión ciudadana. La reivindicación y la recuperación de la política es la tarea central en estos tiempos oscuros.
1.- “El voto a favor del Brexit demuestra que las reglas de la política han cambiado de forma irreversible. La estabilización que parecía haberse alcanzado tras la crisis financiera era un camelo. El tipo de capitalismo desigual que existe hoy día es intrínsecamente inestable y no puede legitimarse democráticamente. El error de los pensadores progresistas de todos los grandes partidos ha consistido en imaginar que era posible aplacar el descontento de grandes sectores de la población ofreciéndoles lo que en el fondo era una continuación del status quo”. Este razonamiento de John Gray[1] permite explicar el Brexit, pero también la inesperada ascensión de Donald Trump en Estados Unidos, la consolidación de Marine Le Pen en Francia, el rechazo a la tecnoburocacia europea, o, en general, la sensación de que nuestros regímenes políticos tienen el motor recalentado. ¿Y qué hacen los partidos tradicionales para salir de este impasse? Nada. Mirar hacia atrás. Resistir sin el más mínimo esfuerzo de renovación. Confiar en que amaine y las cosas vuelvan a su sitio. Es decir, se niegan a emprender las reformas ineludibles para atender el malestar ciudadano y tratan de resistir con la apelación al miedo.
“Lo virtual es real y lo real es virtual”, nos dice Michel Serres, apelando al Quijote, para definir la condición humana. Y Baudrillard nos había hablado antes del “asesinato de la realidad”, de “su expulsión” en “la pantalla total”. La respuesta de la política es especular con la incertidumbre sabiendo que esta desasosiega a los ciudadanos, en un contexto de cambios en que las expectativas son confusas y cuesta avistar el futuro. El terrorismo y la crisis de los refugiados favorecen la estrategia del miedo. Y al mismo tiempo dan alas a la extrema derecha y a los proyectos de repliegue comunitarista, ante la impotencia de los partidos tradicionales. Vivimos tiempos de secesiones y de elusión de responsabilidades. Gran Bretaña se va. La América blanca y reaccionaria, de la mano de Donald Trump, rompe con un país demasiado complejo para el simplismo del Tea Party. Francia se va a la guerra. Las viejas naciones europeas se fugan hacia el interior de sí mismas. Las naciones que nunca pasaron de potencia a acto buscan su realización definitiva. Los ricos instalados en su particular utopía global se desentienden de sus propios países. Los funcionarios tax free de Bruselas se alejan sin parar de la ciudadanía, instalados en la ideología corporativa de los expertos, encerrados en su burbuja. Los asesinos vestidos de terroristas buscan reconocimiento en la muerte, huyendo de sí mismos y marcando a sangre y fuego a sociedades que nunca sintieron como suyas. Los profesores Antonio Ariño y Juan Romero describen la experiencia pionera: la secesión de los ricos[2]. Ellos han sido los primeros en irse. Sus países se les hicieron pequeños, los problemas de sus conciudadanos eran un estorbo y las exigencias de los Estados, unas barreras a vencer.
Y en medio de este desconcierto ya hay incluso quien promueve el paso de la democracia de los ciudadanos al despotismo de los expertos (una neoaristocracia para volver a callar al pueblo). El autoritarismo postdemocrático acecha si la sociedad se sigue descomponiendo. En España, la ciudadanía duda entre los riesgos de la renovación y la falsa confortabilidad del miedo. Si en el 20-D expresó sus ganas de armar lío, el 26-J no ha osado dar el paso de la irritación al cambio. Los nuevos partidos repentinamente se han quedado sin voz y los de siempre siguen sin querer enterarse de lo que pasa. Y en la voluntad de explorar un mundo nuevo, en que Europa se empequeñece día a día, aparecen la negritud y los refugiados, que llevan siglos interpelándonos ante la sordera europea. Lo dice el escritor Velibor Colic: “Cada uno a su manera trata de llenar el vacío que nos habita”.
2.- La elección de Donald Trump es un frenazo a la hegemonía neoliberal, pero sobre todo es el fin de su versión progresista. Lo afirma Nancy Fraser en The End of Progressive Neoliberalism, artículo publicado en la revista Dissent. ¿Es realmente así? No hay duda que se han encadenado una serie de acontecimientos que, siendo muy distintos en sus formas, planteamientos y objetivos, comparten el rechazo “de la globalización corporativa, del neoliberalismo, y de los establecimientos políticos que los han promovido”. Además del acceso de Trump a la presidencia de los Estados Unidos, Fraser enumera el Brexit, el fracaso de Renzi en Italia, la campaña de Sanders para la nominación demócrata, y el protagonismo del Frente Nacional en Francia. Podríamos añadir la implosión reaccionaria en Europa Central, la irrupción de Podemos en España, y un proceso general de repliegue hacia el espacio cercano del estado-nación como reacción a la acelerada expansión globalizadora.
La elección de Donald Trump es un frenazo a la hegemonía neoliberal, pero sobre todo es el fin de su versión progresista
La crisis de reputación del neoliberalismo está provocando una mutación: de la versión liberal a la autoritaria; de la desregulación general a la desregulación selectiva, centrada en el interés de las grandes corporaciones. Ataques a la prensa, defensa de la tortura, nuevos muros, cuestionamiento del aborto, criminalización de la emigración, prioridad para los nuestros, construcción del enemigo. El arranque de Trump despliega todo el arsenal autoritario, con el pretexto de construir un cobijo para que sus electores no se sientan a la intemperie. Trump no conoce las reglas de la gobernanza política, pretende gobernar el Estado como a sus propias compañías: él decide y los demás ejecutan y obedecen. Ha prescindido del establecimiento político, se ha cargado la distribución de funciones entre público y privado, y ha llevado directamente a los empresarios a gobernar. Los intereses de éstos ya no están protegidos por intermediarios sino por ellos mismos, y la bolsa americana aplaude con entusiasmo. Dicho de otro modo, el neoliberalismo pierde imagen liberal y se hace más conservador y autoritario, para que el individuo –el sujeto económico autosuficiente en lucha contra todos por la supervivencia, que es el átomo sobre el que se construyó la hegemonía neoliberal- sin ganar un ápice de protección se sienta menos desamparado, subyugado por la promesa que toda la prioridad será para los de casa. El neoliberalismo evoluciona hacia el iliberalismo del que los antiguos países del Este de Europa han sido pioneros.
De modo que lo que ha entrado realmente en crisis, como dice Nancy Fraser, es la cara amable del neoliberalismo, el progresista. En España, tenemos un prototipo de este modelo: el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) de José Luis Rodríguez Zapatero, que situó al país en la vanguardia de los derechos civiles pero se movió siempre dentro de la más pura ortodoxia económica, descuidando las políticas que pudieran frenar el crecimiento de la desigualdades y la fractura social e inaugurando la austeridad expansiva. El protagonismo de los nuevos movimientos sociales (Fraser cita el feminismo, el antirracismo, el multiculturalismo, y los derechos LGTB) durante los mandatos de Clinton y Obama o de Zapatero, ha rescatado a las víctimas de enormes injusticias y ha dado el reconocimiento que se ha venido negando a gran parte de los ciudadanos. Y debe seguir siendo prioritario. Pero la confluencia con unas políticas basadas en los intereses de los grandes negocios financieros y tecnológicos, les ha colocado en una posición de coartada, y ha cundido la sensación de que su protagonismo era a costa de otras políticas sociales básicas. De ahí el rechazo en determinados sectores que Trump supo capitalizar.
Sanders fue quien mejor entendió el problema e intentó colocar la cuestión social en el centro de la escena, sin menoscabo de los derechos civiles y humanos básicos. Pero como dice Nancy Fraser, Trump se desembarazó fácilmente del establecimiento político republicano, mientras que a Sanders le cerraron el paso los dirigentes demócratas. ¿Quién tomará el relevo? Las izquierdas, y especialmente la socialdemocracia, cuando ha detectado el malestar y la desconfianza de su electorado, ha reaccionado demasiado a menudo a la defensiva o, como en el caso de Manuel Valls, asumiendo parte de la agenda de la extrema derecha, en materia de inmigración y patriotismo. Urge una izquierda que ponga la cuestión social en primer plano, para pasar del sálvese quién puede a la política como poder de los que no tienen poder. Y abandonar lo que César Rendueles denomina “sociofobia”, que ha sido el mayor éxito del neoliberalismo.
Ante el malestar y la desconfianza de su electorado, la socialdemocracia ha reaccionado a la defensiva tomando parte de la agenda de la derecha.
3.- Desde mediados del siglo XIX, la convergencia de ciertas tradiciones culturales de carácter teleológico que, de un modo u otro, veían la historia como un proceso hacia la redención de la humanidad, ya fuera en el cielo como en la tierra, fue haciendo plausible la idea del desafío revolucionario del socialismo al capitalismo como un paso más en el largo camino hacia la gran reconciliación. Si el proyecto socialista había sufrido ya un considerable desprestigio con el estalinismo y con la realidad cotidiana del llamado socialismo real, la derrota de la URSS en la guerra fría, fue el principio del fin de esta leyenda. Mientras la URSS se descalabraba y Rusia emprendía un caótico tránsito hacia el capitalismo, el Partido Comunista Chino conducía a su inmenso país a una rápida conversión al capitalismo de Estado. El despotismo asiático construía así un sistema de explotación de gigantescas proporciones, que dio gran crecimiento y que generó envidia en muchos centros del poder económico occidental. Una vez más, el capitalismo demostró su capacidad para adaptarse a sistemas políticos y culturales de todo tipo.
El siglo XXI se abrió con la desaparición del socialismo como sistema alternativo al capitalismo y con ella se desvaneció el viejo mito de la revolución. No sabemos si es un paréntesis, ni si en este siglo se diseñará un nuevo horizonte revolucionario. Este año se conmemorará el centenario de la revolución rusa y habrá tiempo para analizar que queda como legado del comunismo, hasta qué punto la historia lo ha engullido, por lo menos por un tiempo, y en que formas podría reaparecer. La herencia de la revolución de 1789 está más o menos codificada. Quizás es el momento de codificar la de 1917.
El hecho es que hoy no hay en el horizonte un sistema económico y político alternativo al capitalismo. Lo que si hay son diversas formas de decantación del capitalismo. En el momento del triunfo de Occidente en la guerra fría se alumbró la utopía del capitalismo liberal como sistema único que abarcaba todo el planeta. Pronto decayó. En realidad, se confundió una globalización de los flujos económicos con una globalización del sistema, porque como casi siempre no se tuvo en cuenta las rugosidades de lo real. Recuerdo una conversación con Arjun Appadurai, en que hablando del concepto de modernidad líquida de Bauman, dijo: “Yo también utilizo metáforas del mundo de la física: energía, flujo, mezcla, hibridez, combustibilidad, explosión. Pero creo que líquido necesita algo más. Existen condiciones reales que no son suficientemente líquidas. En realidad son muy sólidas. Deberíamos encontrar una nueva física que nos permita entender la liquidez y la solidez de la modernidad. No necesariamente la vieja topografía determinista marxista, que lo sólido esta debajo y lo líquido encima. No todo es sólido, no todo es líquido, no todo es gas, sino que hay mucha interacción”. Pues bien, en el viaje líquido hacia le hegemonía definitiva Occidente chocó con solidas barreras culturales y sociales, en países que vieron la oportunidad de consolidar la revancha poscolonial. Y de este modos se fueron configurando diversos capitalismos que poco a poco van entrando en confrontación.
En ningún lugar está escrito que capitalismo y democracia vayan juntos. La historia reciente de China confirma la adaptación del capitalismo a los sistemas autoritarios, de modo que hay razones para pensar que el mundo que viene estará protagonizado por el conflicto entre diversos capitalismos (el liberal americano, el social europeo, el autoritario ruso, el aristocrático-petrolero del Golfo, o el despótico chino). La pugna global se centrará cada día más entre autoritarismo y democracia. Si la política se muestra incapaz de poner límites al dinero, los regímenes autoritarios tendrán todas las de ganar. Por eso asusta la figura de Trump, que se va configurando como el “plan b” del sistema americano, fabricante permanente de miedo, capaz de mutar hacia el autoritarismo si las fracturas sociales (y la nula disposición del poder del dinero a hacer concesiones importantes) legitiman medidas de represión, exclusión y control del malestar ciudadano. La defensa de la democracia se está convirtiendo en prioridad política. Y a la izquierda le corresponde asumirla en la medida en que la derecha siga desplazándose al extremo. Quién sabe si de las tensiones que genere esta confrontación entre modos de capitalismo emergerá la utopía del siglo XXI, el discurso emancipatorio de la nueva época.
En ningún lugar está escrito que capitalismo y democracia vayan juntos.
4.- Decía Javier Fernández, presidente de la gestora del PSOE, en su discurso al Comité Federal de su partido: “La existencia del PSOE no se justifica como un mero instrumento para impedir que gobierne la derecha”. Tiene razón, aunque la frase denota que sigue incomodándole la decisión de regalar la investidura a Mariano Rajoy. En cualquier caso, aún se justifica menos la existencia del PSOE si es para garantizar que la derecha gobierne eternamente. Y es lo que ocurrirá si es incapaz de abrirse a su izquierda. Thomas Piketty, ante el panorama desolador que ofrece el socialismo europeo, escribía en Le Monde que “es necesario apoyarse sobre los elementos populistas más interdependientes para construir respuestas precisas si no se quiere acabar en el repliegue nacionalista y la xenofobia”. Y ponía como ejemplo de aliados potenciales a Podemos, a Syriza, a Sanders y a Mélenchon.
Si la política se muestra incapaz de poner límites al dinero, los regímenes autoritarios tienen todas las de ganar.
Pero la crisis de la socialdemocracia europea es de tal calado que no se resuelve con movimientos tácticos y alianzas estratégicas o con pequeños cambios en la fachada. Si los partidos socialistas no quieren dar por acabado su ciclo (si ellos desaparecen, la izquierda seguirá) necesitan una revisión ideológica, que pasa por repensar la idea de progreso. Con el progreso crecieron, y sólo asociados al progreso renacerán. Si la modernidad estaba dominada por la confianza en la razón y la técnica y la visión de la historia como un proceso de superación, en estos tiempos postmodernos, con las aceleraciones de una globalización descontrolada, hemos visto como se esfumaban les certezas adquiridas y el futuro se desdibujaba, pasando de la utopía a la distopía, fermentando la nostalgia. La revolución neoliberal ha sido tan arrolladora que ha generado el desamparo y el desconcierto hasta dejar a la ciudadanía sin expectativas. Y en esta regresión, que ahora simboliza Trump, la socialdemocracia, cegada por su posición acomodaticia de las últimas décadas, ha quedado obsoleta.
La crisis de la socialdemocracia europea es de tal calado que no se resuelve con movimientos tácticos y alianzas estratégicas.
Y, sin embargo, se abre una ventana de oportunidad para repensar el progreso. Como concepto político, ha desaparecido del horizonte por diversas razones. Jean Pisani Ferry señala algunas en su artículo en Progress Abandoned publicado en la revista Social Europe: un prolongado estancamiento después de la brutal sacudida de la crisis que ha minado la confianza de la gente; los riesgos de la revolución digital que generan inseguridad en las clases medias sobre las que se basaba la cohesión social de las sociedades de posguerra; la sesgada distribución de las rentas que refuerza la idea de que las políticas institucionales benefician a los que tienen más; y la distribución espacial de los ciudadanos, con unas periferias urbanas que generan áreas especialmente deprimidas en que el malestar se retroalimenta. A ellas podríamos añadir la fractura generacional, la sensación de las nuevas generaciones de que están destinadas a vivir en peores condiciones que sus padres. La sociedad española aporta múltiples indicios de esta desconfianza en lo que puede pasar. No sólo tiene una de las tasas de natalidad más bajas del mundo, sino que es record mundial en la edad media en que las mujeres tienen el primer hijo: 31 años.
La fe en el progreso alimentó el contrato social que hizo posible el estado del bienestar de posguerra. En los años setenta, con la crisis del petróleo, cayó en Europa un primer telón sobre el futuro. La euforia conservadora de los años 90 acabó bruscamente con la crisis de 2008. Estamos en el momento de la contracción: el repliegue hacia los espacios propios y las recetas que colocan a los de casa primero, lo que en un mundo, irremediablemente interconectado, sólo puede ser fuente de conflictividad, resentimiento y rechazo.
Por eso el futuro de la izquierda empieza por volver a dar sentido al progreso. Y para ello hay que conectar con la gente joven, que el PSOE abandonó hace tiempo, y abandonar la reducción economicista del progreso a crecimiento. La apuesta por la innovación científica y tecnológica no puede separarse del cambio social, de la idea de emancipación, de los equilibrios sistémicos y del bienestar como objetivo de la acción política. El papel del trabajo está cambiando y la revolución digital y la biotecnológica nos obligan a volvernos a preguntar qué nos hace humanos. La alternativa: el sálvese quien pueda y el no hay límites, conduce directamente al autoritarismo, que en Europa está en fase de intenso cultivo: la melancolía y el miedo.
5.- Extraños tiempos estos en que el líder de la República Popular China, Xi Jinping, se erige, en Davos, en el principal propagandista de la globalización neoliberal. Los efectos de las grandes transformaciones tecnológicas, económicas y sociales de las tres últimas décadas, están alcanzado a la política occidental. Los cambios institucionales a menudo llegan con retraso, las sociedades van más de prisa que los rígidos aparatos de Estado. A Europa le han pillado en fase crítica de su construcción y en un momento de toma de conciencia de que su papel decreciente en el mundo, de modelo a museo. La incertidumbre se ha agrandado al quedar la Unión atrapada en la pinza Trump-Putin que comparten un objetivo común: debilitar a Europa. Al tiempo que el inicio formal de la negociación del Brexit, abre una brecha extremadamente peligrosa: si a Gran Bretaña le sale bien, las fugas pueden producirse en cadena.
El desconcierto político se hace especialmente visible en Francia que vive su momento institucional supremo: las elecciones presidenciales. La desconfianza en la clase política se ha traducido en que en todos aquellos casos en que se ha habido primarias (los republicanos, los socialdemócratas y los verdes) el candidato que tenía más apoyos entre el núcleo dirigente del partido ha perdido. La carrera ha sido para outsiders que no entraban en los pronósticos: François Fillon, Benoît Hamon y Yannick Jadot.
Dice Ian Buruma que “la única manera de salvar la democracia liberal es que los partidos tradicionales recuperen la confianza de los votantes”. Es un razonamiento conservador, en el sentido de que se mueve en la lógica del pasado. Pensar que el problema lo tienen que resolver los partidos de siempre es en el fondo una manera de evitar plantearse lo que se ha hecho mal para que la desconfianza en los políticos –que no en la política, los franceses responden siempre- sea tan grande. La obsesión por el modelo cerrado –el “no hay alternativa” – que ha entregado la socialdemocracia en manos de la derecha, ha roto la dinámica constructiva del pensamiento crítico y ha conducido directamente al precipicio. Si no hay alternativa, no cabe pensar que las cosas se podrían haber hecho de otra manera. Ni siquiera la discrepancia tiene sentido. El camino está marcado. Y así la democracia se queda sin aliento. Al final del precipicio está el autoritarismo postdemocrático, que ya se está alumbrando como destino ante la impotencia de los partidos de siempre.
En esta política vaciada de sí misma, François Fillon, ahora en apuros porque hizo de la honestidad lema de campaña teniendo la cola de paja, introdujo un recurso inesperado: utilizó su condición de católico como atributo electoral, algo insólito en la cultura laica francesa, amparando así el repliegue identitario de unos ciudadanos, descolocados por la cultura global, que buscan referentes ya conocidos, y dando resonancia a la polarización religiosa que emana del discurso antimusulmán. La extrema derecha ha colonizado las mentes de los partidos clásicos.
Al final del precipicio está el autoritarismo postdemocrático, que ya se está alumbrando como destino ante la impotencia de los partidos de siempre.
La vía de ruptura con los partidos tradicionales –la potencial sorpresa de estas presidenciales- la encarna, como en Estados Unidos, un antisistema del sistema: Emanuel Macron. Sólo que el personaje Macron, con un toque de esnobismo francés y un plus de europeísta militante, es un impecable contrapunto al amoralismo ordinario de Trump. Su exitosa irrupción desde la nada, da la medida del estado de los partidos. Mientras Macron crece, los socialistas recortan ellos mismos su propio espacio, vergonzantemente adosados a la derecha y temerosos a la hora de mirar hacia las izquierdas. Así, arrinconan a Benoît Hamon en una franja de su electorado y dejan que Macron les robe parte de la otra franja.
El presidente del Consejo europeo, Donald Tusk, hizo balance de las amenazas que vive Europa y se olvidó, a mi parecer, de la principal: la fractura generacional. Mientras los mayores disfrutaron de los años de bienestar fruto de los pactos de postguerra, los jóvenes, a menudo mejor preparados, viven con pocas expectativas y grandes dificultades para instalarse. Urge una renovación general del sistema político que incorpore a los jóvenes y que saque a Europa del miedo a un mundo en cambio. Por eso el joven Macron, sin partido ni historia, talonea ya a Fillon y el irreverente Hamon le ha ganado la candidatura a Valls.
6.- En Los límites del deseo, Esteban Hernández describe el sistema de poder en que vivimos como “un régimen ambiguo en el que existen dos direcciones, aquella que sujeta a la mayoría, en la que las reglas deben seguirse, y la que permite la libertad de acción a determinados actores”. Dicho de otro modo, manda quien tiene poder de salirse de las normas. Y los sectores económicamente más poderosos se han instalado en la excepción como forma de estar en el mundo y así han construido una peculiar soberanía global, que crece paralelamente al deterioro del poder de los Estados, que “dependen de los mercados para su financiación, es decir, para contar con los medios materiales para su funcionamiento corriente”. Si la excepción es lo que desequilibra las sociedades y rompe la posibilidad del pacto social, la respuesta para detener está deriva está en restaurar el poder de la norma.
¿Cómo puede conseguirse? Recuperando el papel de la política a cuyo descrédito han contribuido esforzadamente los propios gobernantes desde el momento en que se entregaron por completo a las exigencias de los poderes económicos surgidos de la mutación del capitalismo en los ochenta: políticas de excepción, desregulaciones y privatizaciones masivas, legitimación de los poderes contramayoritarios, es decir, renuncia a instrumentos reales del poder político hasta entrar en una etapa de plena hegemonía de la economía sobre la política. Este período entró en fase límite al alcanzar su momento catastrófico: la crisis de 2008. Desde entonces, en unas sociedades fracturadas en sus clases medias, se conjugan dos fenómenos, el malestar y la incertidumbre, cuya retroalimentación puede producir estragos en el espacio político. El espectáculo de la corrupción, al hacerse visible la promiscuidad entre política y dinero, mientras se hacen recaer sobre los ciudadanos los costes de los desajustes del sistema, completa el descrédito de la clase política. Si a ello sumamos una creciente percepción de impotencia de la política, se comprende perfectamente que los sistemas de partidos estén en plena mutación, con irrupciones inesperadas a derecha e izquierda, ante las que los partidos tradicionales parecen incapaces de revisar los errores cometidos y adaptarse a las nuevas urgencias. Y sólo buscan estrechar el sentimiento descalificando como populista todo lo que se mueve.
Los regímenes de alternancia se han agotado porque los dos actores que la garantizaban se parecían demasiado. El discurso para el asalto al poder era siempre el del cambio que fructificaba cuando el partido gobernante había perdido empatía y frescura, erosionado por el ejercicio del poder. Ahora el referente es la estabilidad. Y el que gana es el más agresivo en la promesa de orden destinada los sectores más desestabilizados por la crisis. Y el resultado lo hemos visto. Trump ha hecho caer la última ficción: el dinero ha pasado a ocupar el poder directamente.
Los regímenes de alternancia se han agotado porque los dos actores que la garantizaban se parecían demasiado.
¿Cómo parar esta deriva? Se habla de la necesidad de moralizar el capitalismo. Moralizar supone poner límites. Y el capitalismo por definición no los tiene: quien gana arrasa. Estamos, además, en un escenario en que no hay alternativa sistémica. Solo hay diversas decantaciones del capitalismo. Por tanto, no hay presión externa para que el sistema se autolimite como en los años de postguerra. No es una cuestión moral, sino política. Ésta ha de sumergirse más y mejor en la sociedad, para recuperar el papel de poder de los que no tienen poder. Aunque los suyos hayan preferido el discurso político de la excepcionalidad permanente, creo que Iñigo Errejón (el dirigente de Podemos) acertaba al proponer una revolución que puede parecer conservadora pero es la única posible: intentar reactualizar el pacto social que un día fue viable y que desde los años 80 se ha ido liquidando sistemáticamente. Hemos pasado de la ciudadanía a los expertos, de la participación a la indiferencia y el miedo, de la confrontación ideológica al discurso del mejor de los mundos posibles.
Se habla de la necesidad de moralizar el capitalismo. Moralizar supone poner límites. Y el capitalismo por definición no los tiene: quien gana arrasa.
Hay que regresar a la política sin miedo a devolver poder a los Estados nacionales, para compensar el vértigo de la globalización acelerada. Y poner normas a los que se amparan en la excepción. Como dice el reciente premio Nobel de Economía, Jean Tirole: “La economía de mercado no tiene razón a priori para generar una estructura de redes y de riquezas conforme a lo querría la sociedad”. Y ahí se necesita a la política.
Josep RAMONEDA
Sobre el autor: Josep Ramoneda es director de la revista La Maleta de Portbou y de la Escuela Europea de Humanidades de Barcelona. Es presidente de la editorial catalana Grupo 62. Es, además, colaborador habitual de los diarios El País y Ara, así como de la Cadena Ser. Dirigió el Instituto de Humanidades de 1986 a 1989 y el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona entre los años 1989 y 2011. Ha escrito numerosos libros, entre ellos La izquierda necesaria (2012). Recibió el premio Nacional de Cultura en 2013.
[1] John Gray. Brexit, la extraña muerte de la política liberal. En La Maleta de Portbou, septiembre-octubre de 2016.
[2] Antonio Ariño y Joan Romero. La secesión de los ricos. Galaxia Gutenberg, 2016.