Autor: Alejandro Katz
El acuerdo socialdemócrata de posguerra resultó el mejor arreglo posible con vistas a limitar la incertidumbre que el futuro suscita en las personas, y la angustia que esa incertidumbre provoca. Con el derrumbe de ese modelo ¿qué alternativas puede proponer la izquierda democrática?
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Nacidos cuando la Segunda Guerra comenzaba a ser, si no ya un tema de la historia, más un asunto de la memoria de nuestros mayores que de nuestra experiencia personal, la generación de la que formo parte hubiera podido considerarse afortunada. No sólo se vio libre de los horrores de la guerra: creció bajo la promesa de una prosperidad no limitada a los bienes materiales sino también y sobre todo a los de la cultura. El mundo –o cuando menos ese Occidente de márgenes borrosos que se extendía desde el poniente de la cortina de hierro hacia la América del Norte, pero también descendía serpenteando por ciertas zonas de América Latina- ese mundo se narraba a sí mismo como un sitio promisorio, un sitio en el cual cada vez más la población sería de clase media, ilustrada, formada en las profesiones liberales, practicante o, cuando menos, ávida consumidora de las artes; un sitio en el cual el bienestar no dejaría de aumentar, la democracia de expandirse, y el tiempo dedicado al trabajo se reduciría en beneficio del ocio y de la creación.
Pocas palabras eran necesarias para dar sentido a una emoción de la que se hablaba poco, como se habla poco de aquellas cosas que se dan por seguras: el futuro, se sabía, sería mejor que un presente que ya era, él mismo, infinitamente mejor que el día de ayer. Quizá el azar intervino en exceso, contribuyendo a que los esfuerzos humanos –políticos, sociales, económicos, culturales- que se realizaban para alejarse de ese pasado reciente que sólo mostraba el rostro del horror se tradujeran a la vez en utopías avasalladoras y en vidas cotidianas sorpresiva y crecientemente agradables.
El catálogo de la promesa era interminable. Se condensaba en él, de algún modo, la intensidad de una historia que, comenzada en los inicios de la modernidad, parecía haber sido diseñada para confluir en los años sesenta. El pleno empleo se convertía en la norma en los países industrializados, y se volvía, así, un horizonte posible en los países en desarrollo, cuyas clases medias ya lo disfrutaban; los seguros de desempleo llevaban tranquilidad a los pocos que, en general por períodos breves, quedaban fuera del mercado de trabajo; la prolongación de la expectativa de vida era acompañada de la universalización de los beneficios de la jubilación; la menor duración de la jornada laboral y el incremento de los días de vacaciones pagados a los trabajadores estimulaban el desarrollo de las industrias del ocio y del tiempo libre y contribuían a producir una sensación de bienestar impensada poco tiempo atrás.
La promesa de la secularización según la cual la Tierra, y no el más allá, era el sitio en el que la vida merecía ser vivida comenzaba a volverse realidad para sectores cada vez más amplios del mundo occidental. Si en 1900 el tiempo promedio trabajado anualmente por una persona ascendía a 3200 horas, en 1980 había disminuido a casi la mitad: 1650 horas. Más aun: en virtud del aumento de la expectativa de vida y del retraso del ingreso en el mundo laboral, el porcentaje del tiempo trabajado a lo largo de una vida había descendido del 42% en 1900 al 18% en 1980[1]. Aunque las vacaciones pagadas comenzaron a inscribirse en leyes nacionales antes de la Segunda Guerra[2], es, una vez más, en la posguerra cuando las familias comienzan a tomarse vacaciones masivamente. “Recién a fines de los años cincuenta los comportamientos comenzaron a modificarse verdaderamente […] La ruptura en curso -continúan- correspondía al alargamiento de la duración contractual o legal de las vacaciones pagas, pero también y sobre todo a un aumento del nivel de vida, sensible desde el fin de la primera década de los treinta Gloriosos”. Así, a finales de los años cincuenta y comienzos los años sesenta, los viajes de vacaciones eran tomados por el 45% de los holandeses (1961), el 58% de los británicos (1961), el 48% de los belgas (1959) y el 72% de los suecos (1961).
El catágolo de la promesa del mundo industrial, garantizado por la socialdemocracia, era interminable. Otorgaba la certidumbre de un futuro posible.
La secularización crea sus propias mitologías. Una de ellas es “la educación”. A partir del fin de la Guerra la educación se convierte en la clave de bóveda de esas transformaciones. En Francia, la cantidad de adolescentes escolarizados de 14 años pasó, entre 1945 y 1975, de cuatrocientos cincuenta mil a cuatro millones[3]. También en los Estados Unidos: antes de 1965, las escuelas secundarias y las universidades norteamericanas eran sitios extraños, poblados principalmente por varones blancos procedentes de familias de ingresos medio altos o altos. De hecho, inmediatamente después de la Segunda Guerra, la diferencia entre el salario medio de un egresado de escuela secundaria y un universitario era pequeña. Después de 1950, sin embargo, la tendencia comenzó a moverse aceleradamente en dirección opuesta, a medida que la demanda por trabajadores más calificados se incrementaba. Inmediatamente después de la Segunda Guerra, la diferencia de ingresos entre un trabajador con estudios secundarios y uno universitario era sumamente pequeña, pero ya en 1975 el trabajador con título universitario ganaba una vez y media el salario promedio de los que carecían de título[4].
América Latina, aun si a una tasa mucho menor que la media europea o norteamericana, también comenzó a formar masivamente estudiantes universitarios: de sólo el 2% de la población de la región en 1950[5], éstos pasaron a ser el 6,3% en 1970. Nuestro país, naturalmente, no fue ajeno al proceso: de 47400 estudiantes universitarios en 1945 se pasó a 487 mil en 1975 (y a un millón 400 mil en el año 2000).
No había esfera de actividad que fuera ajena a la sensación de que por fin, luego de décadas de penurias y de luchas, la humanidad, o cuando menos, en principio, esa parte de la humanidad que habitaba el mundo Atlántico y que sería luego seguida por todos los demás, estaba próxima a la concreción de los sueños emancipatorios. Porque, en definitiva, de eso se trataba: de la emancipación. Fuera en la economía, en la política o en la cultura, en la educación, en el trabajo o en el uso del tiempo libre o en las elecciones sexuales se trataba de alcanzar, de haber alcanzado o, cuando menos, de estar alcanzando la emancipación. Una tras otra, las cadenas que habían oprimido a los seres humanos iban cayendo. Habían ya sido rotas, en la conquista de ese nuevo mundo secular que estaba entonces llegando a su clímax, las más gruesas y resistentes ataduras, las que provenían del oscuro mundo premoderno, las que sujetaban a los hombres a la servidumbre feudal y a la servidumbre religiosa; pero, ¡coraje!, estaban ya siendo rotas también las otras: las que subordinaban las mujeres a los varones, los trabajadores a sus patronos, las que aplastaban a los jóvenes bajo la cruel, sucia y gastada suela de los zapatos de los mayores; las que oprimían a los pueblos coloniales, discriminaban a los negros, perseguían a los homosexuales.
Jean Fourastié[6] encontró el buen nombre para designar la época: los Treinta Gloriosos. Los treinta años que, desde el fin de la Segunda Guerra hasta la crisis del petróleo de 1973 dieron testimonio de la transición de un mundo en ruinas a un mundo de gente satisfecha, a sociedades plenas: pleno empleo y pleno consumo, infraestructuras poderosas, producción industrial en crecimiento sostenido a tasas extraordinarias. Los Treinta Gloriosos o, como también podría llámarsela, la Era de los Milagros: el milagro alemán y el japonés, pero también el francés, el italiano o el español[7]… “Milagros” en virtud de los cuales sociedades que no conseguían desprenderse de las rémoras del siglo XIX comenzaron a percibirse a sí mismas como las que prefiguraban el siglo XXI.
El crecimiento económico se traducía en heladeras, lavarropas, televisores y automóviles, en un abandono de la vida rural para radicarse en las grandes ciudades. Occidente comienza a abandonar los tonos grises y oscuros de la postguerra a cambio de los colores chillones de los nuevos materiales sintéticos, de los nuevos productos químicos y, sobre todo, de la colorida esperanza de quienes empiezan a tener certeza de que el pasado quedó definitivamente atrás. En todas partes, las necesidades del crecimiento económico impulsaban la modernización o creación de grandes infraestructuras públicas, desde autopistas y ferrocarriles a usinas para la generación de la energía que exigía la pujante industria y para satisfacer la nueva demanda de las crecientes poblaciones urbanas.
“En la Europa occidental –escribió Tony Judt en Postguerra[8]-, las tres décadas siguientes a la derrota de Hitler fueron sin duda ‘gloriosas’. La extraordinaria aceleración del crecimiento económico fue acompañada por los inicios de una era de prosperidad sin precedentes. En el lapso de una sola generación las economías del occidente del continente europeo recuperaron el terreno perdido durante cuarenta años de guerra y depresión económica, y los resultados económicos y los patrones de consumo europeos empezaron a parecerse a los de Estados Unidos. Menos de una década después de haber estado luchando por salir de los escombros, los europeos entraron, para su asombro y no sin cierta consternación, en la era de la opulencia.”
El extraordinario crecimiento económico estuvo acompañado por otros cambios igualmente profundos: el gran aumento demográfico en casi todos los países del occidente europeo, pero también en Estados Unidos, Canadá y América Latina, el conocido baby boom, trastocó la cultura de sociedades envejecidas, conservadoras y atemorizadas por su propio pasado, y colocó el presente en manos de una generación para la cual la guerra, pero también las privaciones, eran solo un relato narrado a media voz por sus mayores, víctimas pero también, a su modo, culpables de su incapacidad para evitarla. Su experiencia, la experiencia de los nacidos en la posguerra o poco antes, era la de una prosperidad incontenible, la de industrias que, como las de los aparatos eléctricos para el hogar pero también la de los automóviles, no alcanzaban a satisfacer una demanda siempre creciente. El mundo moderno llegó casi como una aparición, surgida, más que de la nada, de las ruinas de un pasado que por muchos motivos era preferible dejar lo más rápidamente posible en un lejano ayer. Un mundo en technicolor, habitado por jóvenes dinámicos y optimistas, conscientes de su lugar protagónico y de su derecho de desplazar a las generaciones que no sólo eran las responsables de los horrores de la guerra sino también de su propia incapacidad para producir y gestionar la opulencia.
Los treinta gloriosos, los años dorados del crecimiento económico, el pleno empleo y el intenso consumo se funden con los sesenta, esa década mítica que marca el punto de clivaje entre una cultura jerárquica, conservadora y ordenada y las reivindicaciones libertarias de una juventud que ocupa el centro de la escena.
Las palabras se agolpan en la puerta de los años sesenta: revolución cultural, liberación sexual, rechazo de la ética del trabajo, la búsqueda hippie de la comunidad del amor… La “contracultura”: ese idiosincrático radicalismo cultural que destilaba, con la expresión de Christopher Lasch, “urgencia moral”[9]. Para decirlo en pocas palabras, con las pocas palabras que utilizó Todd Gitlin: “Los genios que los años sesenta liberaron siguen sueltos en la Tierra, inspiradores e inquietantes, provocadores, creadores de problemas. Sea que se trate de los derechos civiles o de los movimientos pacifistas, de los movimientos contraculturales y feministas o de los otros movimientos de esa década, los sesenta nos confrontan con cuestiones centrales para la civilización occidental –preguntas fundamentales sobre el valor, sobre las opciones fundamentales de la cultura, debates fundamentales sobre la naturaleza de la buena vida”.[10] Aun si, como la caracterización de toda época, la de los sesenta sigue siendo contestada, la pervivencia de su influjo queda en evidencia por el rechazo que la cultura conservadora sigue oponiendo a las reivindicaciones emblemáticas de aquellos años, a las transformaciones persistentes que introdujo en la vida pública y privada de occidente. Es el ataque del pensamiento de derecha, como dice Gitlin, el que ratifica los logros de los sesenta: una época que destruyó las familias, los cánones, las tradiciones, el dominio heterosexual…
Apogeo, así, del ciclo de los Treinta Gloriosos, los sesenta son también, como señala Charles Taylor, los años más altos del proceso de secularización de la modernidad occidental. Si en Francia la declinación de las prácticas católicas comienza hacia 1870, la lenta disminución que se produce durante la primera parte del siglo XX “se vuelve abrupta en la década de 1960”[11]. En Inglaterra, la cantidad de fieles se incrementa durante el siglo XIX y alcanza un pico alrededor de comienzos del siglo XX, “momento a partir del cual se observa una lenta disminución, que se torna más rápida después de la Segunda Guerra Mundial, y prácticamente se precipita en los ‘60”[12]. Podemos ver, señala Taylor, que tanto en Francia como en Inglaterra y en Escocia “más o menos 1960 es el momento decisivo (el subrayado es mío), como lo es de hecho en muchos otros países del mundo occidental”.
En términos de Taylor, este apogeo de la secularización lo es también, inevitablemente, de lo que él denomina “efecto nova, la creciente ampliación de la gama de nuevas posibilidades –algunas creyentes, otras no creyentes, algunas de difícil clasificación- que se convirtieron en opciones disponibles para nosotros”[13]. La lista de las “nuevas posibilidades” es inmensa, y posiblemente su importancia no radica sólo en los grados de libertad que esas opciones implican sino en el modo en que rompen un orden binario. Las posibilidades dicotómicas (casado / soltero; hombre / mujer; madre / no madre) se fragmentan introduciendo, cuando menos, una nueva alternativa que depende de las decisiones autónomas de los individuos: divorciarse, ser homosexual, abortar… “La rebelión de los jóvenes en los ‘60’s (que realmente se extiende en los 70’s, aunque yo utilizo el que se ha convertido en el término estándar) estuvo de hecho dirigida, escribe Taylor, contra el ‘sistema’ que asfixiaba la creatividad, la individualidad y la imaginación. Se rebelaba contra un sistema ‘mecánico’ en nombre de lazos más ‘orgánicos’; contra lo instrumental, y por vidas orientadas a valores intrínsecos; contra el privilegio y por la igualdad; contra la represión del cuerpo por la razón, y por la plenitud de la sensualidad. Pero estas no eran vistas sólo como una lista de demandas u objetivos aislados […] estaban vinculadas unas con las otras, y eran inseparables de los modos de dominación y opresión. [La rebelión] era una revolución integral [que] destruiría todas esas divisiones y opresiones de una sola vez.”[14]
Los sesenta se extendieron sobre la década siguiente, pero también sobre buena parte del mundo: en París, Berlín, Praga, Ciudad de México la autoridad fue desafiada. En no pocos países de América Latina, bajo el influjo combinado de los movimientos contraculturales y de la Revolución Cubana, de la teología de la liberación y de los movimientos de descolonización en África y en Asia, buena parte de la juventud adhirió al espíritu de la época, aun si cambió las pancartas por los fusiles.
Pero no es, en los sesenta, cuando lo secular destrona a lo religioso. Es, según la fórmula de Marcel Gauchet, tan solo el momento en el que “la salida de la religión” no significa una “salida de la creencia religiosa” sino “la salida de un mundo en el que la religión es estructurante, en el que la religión comanda la forma política de las sociedades y define la economía del lazo social”[15]. A pesar de los esfuerzos para poner en crisis la autoridad, de los combates para ampliar las opciones, de la pluralidad de mundos a los que se dio cabida en este mundo, la generación de los sesenta continuó siendo, de todos modos, una generación de gente de fe, de personas guiadas por la necesidad de creer, y convencidas de que sus creencias darían lugar, por fin, al advenimiento en la tierra de una era feliz.
La historia que siguió es la historia del fracaso de aquella utopía.
2
La tradición socialista fue fuente de la gran mayoría de aquellos ideales, e instrumento, muchas veces, de su realización. Como resultado de la acción de los gobiernos socialdemócratas europeos, pero también de las mejores tradiciones de los demócratas norteamericanos y de numerosos movimientos populares en América Latina, las ideas de igualdad, justicia y libertad comenzaron a volverse carne en la vida cotidiana de una parte importante de la población de Occidente y, sobre todo, del horizonte común de millones de hombres y mujeres que veían, en las socialdemocracias realmente existentes, un modelo político, intelectual y filosófico a seguir. Ese modelo intentaba responder a dos preguntas, una política y otra filosófica. La primera era: ¿cómo manejar las consecuencias humanas del capitalismo? La segunda era: ¿qué debemos hacer para que sea posible para todos vivir una vida buena?
La primera pregunta se tradujo, en los albores del proyecto socialdemócrata, como una pregunta acerca de la función que el Estado capitalista podría y debería desempeñar “para aliviar, controlar y replantear las relaciones entre empleadores y empleados”[16]. De hecho, todo el proyecto socialdemócrata iniciado en el período de entreguerras y consolidado en buena parte de Europa occidental al cabo de la Segunda Guerra Mundial se organizó en torno de la idea de trabajo. La calidad del trabajo y de su remuneración, pero también las posibilidades de uso del tiempo libre, las edades y condiciones de ingreso y de salida en el mercado laboral, es decir, los derechos vinculados con la formación y con las pensiones, todo se organizó en torno de la idea misma de trabajo. Naturalmente, deben introducirse matices entre los variados tonos con que se expresó la idea del socialismo democrático en los diversos países, así como entre los grados de su realización allí donde se pudo cumplir o cuando menos poner en marcha. Pero lo cierto es que hacia 1970 determinados derechos, que fueron puestos en la conversación pública por los pensadores y políticos de la tradición socialdemócrata, eran prácticamente incontestados en Occidente, con excepción de pequeños grupos que tenían un carácter casi sectario, fuera a la derecha o a la izquierda de la paleta de los colores de la ideología.
Las ideas de igualdad, justicia y libertad promovidas por los socialista, se hicieron realidad en las sociedades occidentales avanzadas.
Pero en 1970 la flecha ascendente del progreso, la visión teleológica de una historia condenada a un destino de enaltecimiento y dignidad comenzó a torcer su sentido. A mediados de esa década el empleo comenzó a decrecer y, con él, comenzaron a temblar los cimientos de una sociedad de bienestar y, sobre todo, de certezas. La prosperidad de la postguerra fue primero amenazada por la creciente inflación, a la que siguió un aumento de la deuda pública en la década de 1980, y la consolidación fiscal de los 90 fue acompañada de un fuerte endeudamiento del sector privado. El deterioro de los 70 dio inicio a cuatro décadas marcadas por una serie de desequilibrios que se convirtieron en la condición normal del capitalismo, tanto en los niveles nacionales como global.
Lo que hemos visto en estas décadas, en los términos de Wolfgang Streeck[17], quien hizo uno de los más lúcidos análisis de la evolución del capitalismo desde 1970, es ni más ni menos que “una revuelta del capital contra las economías mixtas de posguerra”, una revuelta que ha resultado en “el éxito de la resistencia de quienes poseen y disponen del capital contra las múltiples concesiones que el capitalismo se vio forzado a hacer después de 1945 para volver a ser políticamente aceptable teniendo en cuenta las condiciones de competencia entre sistemas”.
En efecto, mientras existía el bloque comunista el capitalismo se vio obligado a contener sus peores pulsiones. La existencia misma de los países del llamado socialismo real obligaba a los dirigentes políticos y empresariales de Occidente a demostrar que el capitalismo no sólo era más eficiente para crear riqueza, sino también para convertir esa riqueza en prosperidad para las mayorías. Debía competir con los países del bloque soviético no sólo en términos económicos, militares, tecnológicos y científicos sino también en el terreno moral. Debía mostrar que no sólo era más, sino que era mejor, y que era mejor para las mayorías.
La caída del muro, en 1989, y la disolución de la Unión Soviética en 1991 significaron para muchos millones de personas el fin del yugo totalitario. También significaron el fin del pudor, de la autocontención moral de un capitalismo que perdió entonces las ataduras morales y que, liderado por Margaret Thatcher y Ronald Reagan se sintió por fin libre de las constricciones a las que había estado sometido hasta entonces. El interés de todos fue sustituido, con la expresión de Streeck, por el interés “de la clase de los dependientes de las ganancias”. Un nuevo vocabulario sustituyó al anterior. No casualmente la palabra de orden de ese nuevo lenguaje venía a cuestionar justamente los cimientos conceptuales del mundo precedente. Esa palabra fue “flexibilización”, y en ella se sintetizaba lo que, a partir de entonces, sería puesto en crisis: el trabajo como organizador de las relaciones sociales, dador de derechos y, sobre todo, como el factor determinante de la restricción del sentimiento social más angustioso, al que el trabajo mismo, y los derechos asociados con él -a la pensión por enfermedad, a la jubilación, a la educación de los hijos- había venido a resolver o cuando menos mitigar: la incertidumbre ante el futuro.
En efecto, el acuerdo socialdemócrata había resultado ser, en las sociedades seculares, el mejor arreglo posible con vistas a limitar la incertidumbre que el futuro suscita en las personas, y la angustia que esa incertidumbre provoca. Naturalmente, no se trataba de un acuerdo que aspirara a resolver aquella dimensión de la incertidumbre que tiene que ver con los avatares de las vidas privadas, pero sí a acotar las amenazas del mundo en la vida de los hombres y de las mujeres: las amenazas planteadas por la enfermedad, por la vejez, por las eventuales dificultades para encontrar sustento. Sobre todo, quizá, reducir las incertidumbres sobre el futuro intergeneracional: la idea de la movilidad social ascendente significaba, fundamentalmente, que las posibilidades de éxito de nuestros hijos serían mayores que las nuestras. Por la naturaleza misma de ese acuerdo, que consiste en que cada uno se haga en parte cargo del destino de los otros, no sólo por medio de los impuestos que paga sino, sobre todo, por el tipo de sociedad que contribuye a crear, por la participación en un Estado que extiende sus funciones de seguridad militar primero y policial después a ámbitos que también hemos dado en llamar de la seguridad -la seguridad social en un sentido amplio, que incluye la atención de la salud y de la jubilación, pero también el cuidado en la invalidez, la educación, etcétera-, por la naturaleza misma de ese acuerdo, la socialdemocracia creaba así lazos de solidaridad que contribuían a construir esa “comunidad de destino” de que hablaba Edgar Morin[18] y que hacía que el destino de cada miembro de esas sociedades estuviera atado al destino de los otros.
El “fin del trabajo”, con la expresión de Jeremy Rifkin, significó un cambio de momento social y cultural, que Robert Castel describió como el del “auge de la incertidumbre”. No sólo porque el fin del pleno empleo terminaba con la tranquilidad de que siempre sería posible ganarse el sustento y vivir con unos mínimos de dignidad, ni siquiera porque del trabajo dependían también las condiciones de la institución imaginaria de la subjetividad, para convertir el famoso título de Castoriadis en una metáfora iluminadora, sino porque la concepción misma de ciudadanía se había construido en torno del trabajo. En efecto, uno era sujeto de derechos fundamentalmente en la medida en que era un trabajador, ya que esa condición de trabajador otorgaba la mayor parte de los derechos: el del uso del tiempo libre y las vacaciones, el de la salud, el de la jubilación. Incluso, era del trabajo de donde provenían los recursos para contribuir fiscalmente, y pagar impuestos terminaba de conformar el círculo virtuoso de la ciudadanía. La contracara del famoso no taxation without representation era: pago impuestos, luego tengo derechos ciudadanos.
El “fin del trabajo”, con la expresión de Jeremy Rifkin, singificó un cambio de momento social y cultural, que Robert Castel describió como el del “auge de la incertidumbre”
El socialismo encontró una respuesta al dilema de la ciudadanía sin empleo: el ingreso ciudadano universal o renta básica universal que, en tanto obligación del Estado, restituye los derechos de ciudadanía independientemente de la empleabilidad de las personas. Desde aquel primer desafío de la socialdemocracia que consistió, como hemos dicho, en asignar al Estado la función de “aliviar, controlar y replantear las relaciones entre empleadores y empleados” se llegó, más de un siglo después, a este otro desafío que consiste en la defensa de derechos en ausencia de otras relaciones sociales como el empleo, es decir, en convertir a los derechos en el vínculo social fundamental, en cuya ausencia, y a falta de los otros vínculos sociales que se habían estructurado en los albores del capitalismo, en cuya ausencia asistiríamos a la desintegración misma de lo social. Los derechos ya no como lo que hace justo un vínculo particular sino como el vínculo social mismo, no como lo que permite compartir un destino con otros sino como lo que restituye la presencia misma de esos otros.
El socialismo, nuestra idea del socialismo democrático, es una idea inseparable del capitalismo. Aunque sea para oponérsele, nace de sus entrañas y, si en alguna de sus versiones se propuso reemplazarlo, en otras, podríamos decir que en las más exitosas, se propuso establecer un diálogo con él para ponerlo al servicio de las mayorías y contener sus tendencias más destructivas -destructivas a la vez de lo mejor de lo humano de hombres y mujeres al cosificarlos y de lo esencial de la naturaleza al instrumentalizarla.
Al describir lo que yo también quisiera que pudiéramos considerar nuestra idea de socialismo, Michael Walzer[19] afirmó que combina tres características, cada una de ellas crucial:
- Es un régimen democrático, con partidos rivales, una bien arraigada oposición de derecha y una prensa formalmente libre. La dictadura vanguardista es algo del pasado, incluso como aspiración política. El poder ejecutivo es limitado, la legislatura en principio suprema, los jueces son independientes. Las elecciones se realizan bajo intensa competencia, cada ciudadano tiene derecho al voto, y todos los votos son computados. […]
- El mercado está sujeto a la regulación del estado. […] Casi no hay ningún aspecto de las relaciones de mercado que no esté sujeto al control o supervisión público. La provisión de dinero está determinada por funcionarios del estado; las tasas de interés están reguladas, los depósitos bancarios garantizados, las industrias tambaleantes subsidiadas, el derecho de los trabajadores a organizarse está formalmente protegido.[…] Los ideólogos de la extrema derecha, que quieran una economía puramente de mercado, y los de la extrema izquierda, que propician un plan quinquenal, son marginales en sentido idéntico. Lideran sectas. […]
- El estado democrático es también un estado benefactor (de bienestar). En los Estados Unidos, los servicios públicos son escasos y de baja calidad según los estándares europeos. Pero los estándares alcanzados por Europa son aquellos que los liberales y los izquierdistas norteamericanos aspiran a alcanzar. En la mayor parte del espectro político occidental está ahora rutinariamente aceptado que el estado debe proveer cuidados sanitarios, escolarización, transporte, un medio ambiente seguro, seguridad a los mayores y protección básica a las víctimas de la economía de mercado. Y también está aceptado que esta provisión debe ser de carácter redistributivo -debe ser pagada por aquellos ciudadanos que pueden afrontar pagarla, en proporción a su capacidad, y debe beneficiar a los más necesitados.
Intentar construir sociedades que satisfagan estos tres requisitos -democracia política, regulación de los mercados y justicia redistributiva- es ya un objetivo suficientemente ambicioso. Pero en mi opinión un proyecto socialista debe ir más allá en un doble sentido. Por una parte, debe ir más allá porque al objetivo, presente desde siempre en el ideal socialista, de justicia, debe hoy añadírsele también otro, que es el del reconocimiento. En sociedades en las que hay una cantidad cada vez mayor de personas que no encuentran y no encontrarán trabajo, debido a un desempleo ya no coyuntural sino estructural, el único bien que debe ser distribuido no es la prosperidad económica sino también eso que Axel Honneth[20] denominó “apreciación social”, para que no dejen de sentirse “miembros cooperativos de una comunidad democrática”. Seguramente, como también apunta Honneth, ese reconocimiento exigirá que redefinamos la idea misma de trabajo en términos que no son los que hemos conocido hasta ahora.
Pero un proyecto socialista debe ir más allá en un sentido incluso más radical, en un sentido que exige una inmensa inversión de energías intelectuales para poder comenzar a pensar cuales son las condiciones de justicia y de reconocimiento, es decir de dignidad y de autonomía, en un tipo de sociedad que todavía no conocemos, pero que ya no será el capitalismo en el cual y contra el cual se construyó, con ideas y con luchas, el ideal socialista, un mundo que no será capitalista pero tampoco será el socialismo utópico con el que algún día soñaron los grandes líderes de los movimientos emancipatorios. Porque debemos tener la disposición de pensar que el capitalismo está en vías de extinción, no para ser sustituido por una utopía romántica sino por un monstruo todavía desconocido. “Paso a paso”, escribió Wolfgang Streeck en un artículo publicado en 2014, “el matrimonio forzado del capitalismo con la democracia que comenzó en 1945 se está terminando. En las tres fronteras que se están comoditizando -el trabajo, la naturaleza y el dinero- las instituciones regulatorias que habían restringido los excesos del capitalismo han colapsado, y luego de la victoria final del capitalismo sobre sus enemigos no a la vista ninguna agencia política capaz de reconstruirlas. Es sistema capitalista está actualmente condenado por cuando menos el empeoramiento de cinco trastornos para los cuales no hay cura al alcance de la mano: la caída del crecimiento, la oligarquización de las sociedades, la inanición de la esfera pública, la corrupción y la anarquía internacional.”[21] En lo que Streeck define como el fin del capitalismo, ante el cual es posible adivinar más el incremento de los conflictos que las alternativas, el dilema del socialismo consiste, también y, quizá, principalmente, en afinar el diagnóstico para proponer alternativas imaginativas y originales que permitan, en un mundo totalmente diferente del que hemos conocido hasta ahora, dar respuestas nuevas para el cumplimiento de los antiguos pero siempre vigentes valores que han alentado a quienes luchamos por un mundo más justo, más igualitario y de mayor dignidad para quienes lo habitamos y para quienes vendrán.
Sobre el autor: Alejandro Katz es editor y ensayista. Desde 1992 es profesor adjunto en la cátedra de “Introducción a la actividad editorial” en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Colabora regularmente en el periódico La Nación” y es director de Katz Editores.
[1] Alain Corbin, “La fatigue, le repos et la conquête du temps”, en Alain Corbin (ed.), L’avènement des loisirs, 1850-1960, París, Aubier, 1995, p. 288.
[2] En Austria en 1919, y poco después en Finlandia, Italia, Checoslovaquia, Polonia, Alemania, Reino Unido, Dinamarca, Suecia… En Francia en 1936, y en el mismo año en Irlanda, Bélgica, Venezuela, Bulgaria…
[3] “Économie, société et culture en France depuis la fin des années 1950”, Le Monde (Révision du Bac), consultado en http://www.lemonde.fr/revision-du-bac/annales-bac/histoire-terminale/economie-societe-et-culture-en-france-depuis-la-fin-des-annees-1950_t-hrde129.html
[4] Thomas Brock, “Young Adults and Higher Education: Barriers and Breakthroughs to Success”, en The Future of Children, vol. 20, n°1, verano de 2010, Woodrow Wilson School of Public and International Affairs de la Princeton University y Brookings Institution, N. J.
[5] Norberto Fernández Lamarra, “Hacia la convergencia de los sistemas de educación superior en América Latina”, en Revista Iberoamericana de Educación, número 35, mayo-agosto de 2004.
[6] Jean Fourastié, Les trente glorieuses, París, Fayard/Pluriel, 2011 (1979)
[7] La economía alemana creció, en la década de 1950, a tasas del 8% anual. En esa misma década, la producción industrial lo hizo a un ritmo aun mayor: 11%. Simultáneamente, el desempleo, que en 1950 era del 11%, disminuyó a 1,3% en 1960. La participación de las exportaciones en la economía alemana se duplicó, de un 10 a un 20% del producto, a lo largo de la década, de la mano del asombroso incremento de la productividad del trabajo. El “milagro japonés” comenzó más tardíamente, en la década de 1960, con un crecimiento del 5% anual y, en la siguiente, del 7% anual. Italia, por su parte, creció al 5,8% anual entre 1951 y 1963, y al 5% anual durante la década siguiente. España también supo aprovechar la ola: el crecimiento de su PIB durante el período comprendido entre 1959 y 1973 estuvo sólo un poco por detrás del de Japón. También en América Latina se sintieron los efectos del crecimiento de la posguerra. En México, el llamado “desarrollo estabilizador” el PIB creció por encima del 5% anual, y Brasil tuvo su “milagro”, de la mano del ministro de Hacienda de la dictadura militar, Antônio Delfim Netto.
[8] Tony Judt, Postguerra. Una historia de Europa desde 1945, Madrid, Taurus, 2008, p. 476 y ss
[9] Christopher Lasch, “The Great American Variety Show”, The New York Review of Books, 2 de febrero de 1984.
[10] Todd Gitlin, The Sixties.
[11] Charles Taylor, A secular age, Cambridge, Mss., Harvard University Press, 2007, p 424.
[12] Ibid.
[13] Taylor, op. cit., p. 424.
[14] Taylor, op. cit., p. 476
[15] Marcel Gauchet, La Religion dans la Démocratie, París, Gallimard, 1998
[16] Tony Judt, Pensar el siglo XX, Madrid, Taurus, p. 318
[17] Wolfgang Streeck, Tiempo comprado. La crisis del capitalismo democrático, Buenos Aires y Madrid, Katz Editores (en prensa), y Wolfgang Streeck, “How Will Capitalism End?”, en New Left Review, n° 87, Londres, mayo-junio de 2014
[18] Edgar Morin, “Le temps est venu de changer de civilisation”, entrevista de Denis Lafay, París, La Tribune, 11 de febrero de 2016
[19] Michael Walzer, ¿Qué socialismo?, publicado en este mismo número de La Vanguardia
[20] Axel Honneth, Reconocimiento y menosprecio. Sobre la fundamentación normativa de una teoría social, Buenos Aires y Madrid, Katz Editores, 2011
[21] Streeck, New Left Review, p. 55 y ss.