Autora: Beatriz Sarlo
Los políticos argentinos pronuncian consignas incontrolables e incumplibles. Ahora, Mauricio Macri, cómodo en un espacio que, por eufemismo típicamente argentino, llamamos el “centro derecha”, llega a la Presidencia agitando una consigna de alto valor moral: pobreza cero. Si además de este novedoso mantra, no conociéramos otras ideas de Macri, deberíamos creer que estamos frente a un entusiasta y original político de izquierda, dispuesto a tomar las medidas impositivas y fiscales más implacables para cumplir con esa promesa.
No se sabe de país alguno que haya llegado a ese paraíso, ni por derrame ni por ningún otro camino. Voy a un ejemplo: en Alemania se considera pobre al 16 por ciento de los habitantes, porque sus ingresos son menores a un 60 por ciento de la renta media (y este dato no se refiere a los refugiados recientes, sino a la población establecida). En Argentina, con la movilidad ascendente congelada, el descenso de los sectores medios, el aumento de la desocupación y de la informalidad, la categoría de pobre es bastante más inclusiva y, sobre todo, mucho más reacia a que grandes contingentes la abandonen de modo más o menos estable. Según los datos del Observatorio de la Deuda Social, en 2015 casi el 30 por ciento de la población era pobre. Cuando Macri dice “pobreza cero” no se está refiriendo a un plan concreto y medible, y esos dos adjetivos, concreto y medible, son los que definen la posibilidad de control de cualquier gerenciamiento. O la posibilidad propia de la democracia de exigir una rendición de cuentas de los actos de gobierno.
¿Por qué empezar por esta discusión liviana y provocada por una campaña electoral donde Macri hablaba de felicidad y, por supuesto, no hay mayor felicidad que dejar de ser pobre? Porque los progresistas debemos imaginar acciones que sean capaces de cambiar las cosas y no aceptar consignas cuyo efecto es adornar su superficie.
Pobreza implica todo aquello que la Villa Miseria pone al desnudo: inseguridad, redes capilares del narcotráfico, santuarios del delito, ausencia de instituciones públicas, deformación y degradación del territorio y los recursos (incluido el aire), condiciones hostiles a la vida, hambre, educación deficiente, salud pública de tercera, ausencia de servicios públicos. Esos son los padecimientos que se soportan o matan en el núcleo duro de la pobreza y atacarlos implica decenas de programas a corto y mediano plazo, que sean controlables en primer lugar por las poblaciones a las que se los destina; y cuyos fondos no sean corroídos por la lepra de la corrupción.
¿Es suficiente con no repetir una consigna demagógica como la de pobreza cero? Para la izquierda no es suficiente, porque en el mejor de los casos solo indica un deseo, no un conjunto de acciones. Un gobierno progresista adopta, como se ha hecho en otros países, un objetivo cuyos resultados sean mensurables en el tiempo. Digamos: “hambre cero”. Decenas de expertos diseñarían los programas y las inversiones que podrían concretarlo. Sobre eso hay experiencia, a la que es necesario incorporar la dinámica vital de quienes necesitan esos programas, que deben ser escuchados e incorporadas sus organizaciones. O sea: no gerenciamiento, sino acción conjunta de lo político en lo social. Hay muchas experiencias que recuperar (basta con pensar en las luchas locales contra la megaminería rapaz).
Horizontes. La izquierda necesita de horizontes donde inscribir un futuro un poco más allá de la coyuntura. Si quienes gestionan una agenda de derecha usan la fórmula “pobreza cero” como un poncho que sirve en invierno y verano, el progresismo tiene la obligación de colocar su mirada y explorar esa perspectiva lejana. En ese futuro la consigna “pobreza cero” carece de contenido porque nada dice de los diferentes niveles de desigualdades materiales y simbólicas. Para honrar ese futuro, la redistribución del ingreso debe empezar hoy: que los chicos no se enfermen con las infecciones producidas por las destilerías; y que la naturaleza no quede destruida para siempre por la explotación sin límites técnicos ni morales. Ese futuro se ilumina con ambiciones más generosas, que no son un programa de gobierno, sino que inspiran todos los objetivos de cualquier gobierno que se diga progresista.
La consigna “pobreza cero” carece de contenido porque nada dice de los diferentes niveles de desigualdades materiles y simbólicas
Me refiero al olvidado horizonte igualitarista y a la reconstrucción de lazos sociales y comunales allí donde el capitalismo ha destruido todo: desde los modos de la vida cotidiana hasta los derechos que deben garantizar las instituciones. La izquierda tiene que curar las heridas y reparar las ofensas de sectores que se han sentido abandonados por el Estado (aunque reciban subsidios, que no los emancipan sino que los encierran en el miedo a perderlos). Si el mercado es la única máquina de producir sociedad, enfrentamos un problema no solo económico sino también cultural y social.
Mercado. El mercado combina las desigualdades concretas y las igualdades abstractas. En el capitalismo, el mercado es la forma más evidente de la desigualdad, cuando otros rasgos culturales o de origen son menos potentes, excepto el derecho de herencia y la trasmisión de bienes que generan desigualdades de origen que ni siquiera tienen que ver con las destrezas capitalistas ni con las variaciones en los impuestos a los ingresos y sus tasas. Después de su detallado estudio sobre series históricas de distribución del ingreso y diferentes políticas impositivas, Thomas Piketty concluye: “En el caso de los impuestos cobrados una sola vez en el curso de una generación, como el impuesto sobre las sucesiones, se puede pensar en tasas muy elevadas: un tercio, la mitad, incluso dos terceras partes del patrimonio trasmitido en el caso de las herencias más grandes, como sucedía en los Estados Unidos y el Reino Unido desde 1930 hasta la década de 1980”. Unas páginas antes, Piketty mencionó un elocuente ejemplo histórico: “El hecho de gravar más los ‘ingresos no ganados’ es igualmente coherente con el uso simultáneo de un impuesto sucesorio muy progresivo. El caso del Reino Unido es particularmente interesante. Se trata de un país donde la concentración de la riqueza era la más extrema en el siglo XIX y la Belle Époque. […] Durante el siglo XX se produjo en el Reino Unido la más intensa reflexión en torno a la tributación de las herencias y la base sucesoria, sobre todo entre las dos guerras. En noviembre de 1938, en el prefacio a la reedición de su obra clásica de 1929, dedicada a la herencia, Josiah Wedgwood consideraba, como su compatriota Bertrand Russell, que las ‘plutodemocracias’ y sus elites hereditarias fracasaron ante el ascenso del fascismo. Su convicción era que ‘las democracias políticas que no democratizan su sistema económico son intrínsecamente inestables’. Pensaba que un impuesto sucesorio muy progresivo era el instrumento principal de la democratización del nuevo mundo con el que soñaba”.[1] El pasado pesa sobre el presente.
Después de los fracasos del siglo XX, el mercado quedó sobre las ruinas de los autoritarismos de origen igualitarista y su destino dictatorial. Nos guste o no, los socialistas no tenemos un modelo. Nuestra responsabilidad es pensar cómo se interviene y qué tipo de relación se establece frente al mercado, ese Leviatán tan poderoso como el Estado. Si la izquierda abandonara la idea de igualdad como vector futuro, dejaría de ser izquierda, y olvidaríamos que el mercado es un implacable productor de desigualdades actuales. Sin un trabajo sobre la dinámica del mercado, la izquierda carece de los instrumentos analíticos indispensables para avanzar no sólo hacia un horizonte lejano, sino para imaginar, diseñar, y llevar a cabo políticas concretas que recorten hoy el poder del mercado sobre la vida de la sociedad. Y lo pongo en esto términos: en niveles simbólicos y materiales, el mercado gobierna la vida de las sociedades contemporáneas. Si la izquierda quiere entusiasmar y entusiasmarse no puede ser solamente la administradora técnica de lo que el mercado no provee o provee mal. La izquierda no es una nueva tecnología (prolija y honrada) de la política, sino una nueva alternativa para distribuir los bienes comunes.
Si el mercado es la única máquina de producir sociedad, enfrentamos un problema no solo económico sino también cultural y social
Estado. Todo esto se plantea teniendo en cuenta un retroceso de la idea de Estado en la jerarquía valorativa de los ciudadanos. Durante los años noventa (se lo ha dicho muchas veces), el descrédito de la estatalidad como forma de administración y gestión de lo público facilitó la aprobación entusiasta del desbarajuste y destrucción estatal del menemismo. Después, los que pudieron pagarse los bienes en el mercado se sintieron liberados y felices. Los que no pudieron vieron que la educación de sus hijos, la salud, el acceso a bienes y servicios antes públicos y gratuitos se convertían en mercancías a menudo inaccesibles. Se impuso la cruda realidad del precio.
La sociedad es fuerte si se organiza pero el Estado debe ser su brazo.
Las capas medias celebraron la debilidad del Estado benefactor porque, en la redistribución del ingreso que la acompañó, durante un tiempo creyeron que no perdían. Cínicamente se llegó a fantasear que el Estado es cosa para los pobres, que no pueden pagarse algo mejor. Se trata de una crisis de valores, no simplemente de una salida económica frente al despilfarro: “No constituye una dificultad menor la predominancia de un sentido común a-político y a-estatal […] En rigor, no sabemos cómo cuidar el Estado porque las condiciones que nos tocan son novísimas”.[2]
Nuestra experiencia del 2001 indicó que muchos que salieron a las calles lo hicieron para impugnar una política que había sido ineficaz e inútil. “Que se vayan todos” se gritó en las plazas, en las asambleas y en las puertas de los bancos. La política fue impugnada incluso por aquellos que necesitan de la política porque carecen de poder económico. Fue necesario reconstruir un sistema de (relativa) confianza entre ciudadanos y políticos que tomaran a su cargo algunas de las soluciones y tradujeran como medidas de gobierno la indignación moral y el grito de la necesidad. Esta reconstrucción comenzó con Duhalde y fue el gran campo de Néstor Kirchner hasta 2007. Los planes sociales resignificaron, una vez más, al Estado, aunque nada se construye sobre las ruinas de lo anterior y sin ideas nuevas.
El éxito inicial del kirchnerismo no se sustentó en su sabiduría técnica sino en su capacidad para presentarse como lo alternativo a lo existente. Terminó como falsedad y la posterior decadencia del kirchnerismo lo prueba. Pero en algo acertó discursivamente: supo convencer a muchos de que las iniciativas caóticas, dispendiosas, arbitrarias y corruptas equivalían a una redistribución duradera; y que se estaba atendiendo a la calidad de los bienes públicos. De algún modo, el Frente para la Victoria fue lo que, en el Dieciocho Brumario, Marx llama el “Partido del orden”. Pero la corrupción hirió el fundamento mismo de un acuerdo entre sociedad y gobierno (nótese que no digo entre oficialistas y opositores).
Un nuevo Estado. Por eso, la obsesión de la izquierda debe ser un nuevo acuerdo y un Estado que lo consolide. “El Estado sigue siendo una herramienta decisiva de articulación social”, afirman Abad y Cantarelli en un pequeño libro que no sucumbe a la moda de que “el Estado no constituye ya el centro de la vida social ni el punto privilegiado de la política internacional”.[3] Una izquierda, que subraye y adhiera a la novedad del antiestatismo, estaría destruyendo sus propios instrumentos de transformación.
Una izquierda que subraye y adhiera a la novedad del antiestatismo estaría destruyendo sus propios instrumentos de transformación
No hay otro instrumento tan destartalado por el asalto político e ideológico ni tan potencialmente poderoso. Los vecinos de un barrio contaminado pueden protestar hasta desgañitarse. Pero si no interviene el Estado, sus hijos seguirán chapoteando en el barro producido por las fábricas y sus basurales. La sociedad es fuerte si se organiza y se autonomiza de quienes son los responsables de los sufrimientos que la organización denuncia. Y el Estado debe ser uno de sus brazos. Durante demasiado tiempo ha sido el brazo de las camarillas burocráticas y de los grandes poderes fácticos.
El Estado argentino es un sistema enorme, caro e ineficaz, atravesado por los intereses corporativos de sus burocracias, colonizado por los intereses económicos capitalistas, desacreditado por su ineficiencia y por la corrupción. Por eso, junto con la reforma impositiva, hay que reformar el Estado, y esto es singularmente indispensable para una política de izquierda. Pero ¿qué Estado haría posible esa política? O, para decirlo de manera menos ambiciosa ¿sabemos los socialistas en qué dirección encaminarnos? Es indispensable tomar con seriedad la afirmación de G. A. Cohen, que puede sonar irónica: “El principal problema con el que se enfrenta el ideal socialista es que nos sabemos cómo diseñar la maquinaria que lo haría funcionar. Nuestro problema es un problema de diseño. Es posible que sea un problema de resolución imposible […] Nuestro problema es que sabemos cómo hacer funcionar un sistema económico basado en el desarrollo del egoísmo, y hasta su hipertrofia, pero no sabemos cómo hacerlo mediante el desarrollo y la explotación de la generosidad”.[4] El argumento de Cohen nos pone, una vez más, frente a una encrucijada valorativa y allí tocamos un obstáculo que, cuando se creyó superado, lo fue por la vía autoritaria. Y, si es posible pensar una salida de la encrucijada, la perspectiva que se abre es ética y cultural, inscripta en el largo plazo y capaz de dar batallas simbólicas contra enemigos poderosos, dado que dominan en el territorio en el cual se darían esas disputas, que incluyen percepción impositiva, asignación de recursos y debate.
Sabemos, de todos modos, que ciertos errores deben evitarse. El primer error es el estatismo, sostenido en la creencia de que el Estado es invariablemente mejor siempre y en todas las actividades. El Estado no siempre es mejor en todo, pero muchas veces es mejor que el mercado en muchas áreas. Desacreditar al Estado fue la ideología noventista que, además, quiso convertirlo en lo que en varios países se denomina hoy un “Estado mafioso”.
Afirmar que es siempre y universalmente bueno es un reflejo simétrico. Acá se abre un capítulo técnico: cómo decidir dónde el Estado es indispensable y cuál es su forma.
El Estado argentino es inmenso y ha crecido como dador de trabajo, sobre todo en las provincias más pobres o en las más pobladas (donde se necesitan más bienes públicos). Pero es ineficaz. Una de las razones de su ineficacia es la ausencia de un contrato con los trabajadores públicos. Sin un nuevo pacto, que incluya a los maestros, a los profesionales de la salud y el transporte en primer lugar, lo que el Estado distribuye son bienes de segunda y tercera clase. Bienes de pobres para pobres.
El Estado tiene el deber de intervenir en el foco de un problema nacional. Llamemos a ese problema la destitución cultural y social; la pobreza y el atraso productivo; el caudillismo provincial que se disfraza de federalista. Allí la izquierda debe hacer su apuesta transformadora. Y convencer a las capas medias de que su propia vida será mejor y sus bienes estarán más a salvo, en un país donde la vida desnuda no esté invariablemente al borde de la enfermedad, la indefensión o la muerte.
Sobre la autora: Beatriz Sarlo es ensayista y escritora. Ha sido catedrática en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y ha dictado cursos en distintas universidades norteamericanas como Berkeley, Columbia, Minnesota, Maryland y Chicago. Fue miembro del Wilson Center en Washington, “Simón Bolívar Professor of Latin American Studies” en la universidad de Cambridge, Inglaterra, y en 2003, miembro del Wissenschaftskolleg de Berlín. Formó parte del consejo de redacción de la revista Los Libros, hasta su clausura en 1976. Desde 1978 hasta 2008 dirigió la reconocida revista de cultura y política Punto de Vista, un prestigioso ámbito de discusión y difusión intelectual. Brasil la condecoró, en 2009, con la Orden del Mérito Cultural.
[1] Thomas Piketty, El capital en el siglo XXI, Buenos Aires, FCE, 2014. La primera cita es de p. 589 y la segunda de p. 564.
[2] Sebastián Abad y Mariana Cantarelli, Habitar el Estado. Pensamiento estatal en tiempos a-estatales, Buenos Aires, Hydra, 2010, pp. 66-67.
[3] Abad y Cantarelli, cit., p. 94.
[4] G. A. Cohen, ¿Por qué no el socialismo?, Buenos Aires, Katz, 2011, p. 50.