Autor: Mariano Schuster
¿Se ha acabado el ciclo político progresista en América Latina? ¿Qué relación hay entre izquierdas y populismos? ¿Tiene futuro la socialdemocracia? Gerardo Aboy Carlés indaga sobre estas temáticas que se encuentran en el centro del debate político contemporáneo.
– En los últimos dos años, los progresismos latinoamericanos, que marcaron a la región por más de una década, parecen haber caído en desgracia. ¿Se trata de una crisis general de las izquierdas o este retroceso político solo exhibe el fracaso de algunos de los proyectos políticos de la región?
Habría que clarificar de qué hablamos cuando nos referimos al fracaso de las izquierdas. En principio, vemos que experiencias como las de Chile y Uruguay, aun con los problemas que atraviesan, no ingresan en un marco de fracaso, al menos en términos de una fuerte erosión de sus gobiernos y frentes electorales. Sin embargo, es dable asumir que la discusión planteada sobre el declive de los proyectos progresistas asume categorías teóricas muy diferentes, que se han modificando, a veces para justificar nuestros propios fracasos a la hora de analizar. Recordemos que cuando Castañeda hace una década hizo la clásica división entre izquierdas nacional-populares e izquierdas realistas o socialdemócratas, estaba pensando que el modelo por excelencia de la izquierda socialdemócrata no era ni la Concertación chilena ni el Frente Amplio uruguayo, sino el PT brasileño. Sucede que, de modo oportunista, ahora hay quienes apuntan al “fracaso” brasileño – en razón del desplazamiento de Dilma del poder y de su reemplazo por el gobierno de Michel Temer – como el de una más de las mal llamadas experiencias “populistas”. Es decir que, para justificar que las izquierdas en crisis son las nacional-populares incluyen al PT en dicho modelo. Esto es francamente ridículo. Solo una serie de hipótesis ad hoc como la de un supuesto extravío de Lula en su segundo mandato puede dar sustenjto a esa idea. Más aún, nadie puede afirmar que Dilma, para el caso la desplazada, cuyo gobierno estuvo centrado básicamente en reordenar aspectos económicos, pueda haber sostenido un gobierno de corte nacional-popular. Y, si bien los gobiernos de Lula tuvieron algunos aspectos menores característicos de las experiencias populistas, fueron asumidos siempre como parte de esa nueva izquierda progresista y socialdemócrata que asomaba en la región. Lamentablemente, hay quienes en lugar de aceptar que manejaban una caracterización errónea, pretenden colocar a los gobiernos del PT entre los populistas para demostrar, de ese modo, que las izquierdas socialdemócratas no entraron en crisis. Esto resulta francamente irrisorio: el PT era hacia 2006, cuando apareció el famoso artículo en Foreign Affairs, el arquetipo de la izquierda socialdemócrata que había cambiado respecto del pasado. La mezcla de prejuicios vinculados a la coyuntura de corto plazo y a algunos casos nacionales, ha generado esta confusión terminológica. Lo cierto es que, tanto los socialdemócratas como los nacional-populares atravesaron situaciones relativamente parecidas. Unos quedaron más expuestos en función de sus planteamientos políticos estratégicos y otros no. Indudablemente aquellos que tuvieron una postura más favorable a la acumulación de capitales y al aumento de la inversión, así como a una mayor diversificación del sistema productivo, tuvieron mejor desempeño y consiguieron capear con cierta fortaleza mayor la caída del precio de los commodities. Ahora bien, la remanida idea de sostener que el ascenso de la derecha es una reacción contra el populismo que probaría que es el tiempo de una izquierda socialdemócrata, parece muy tentadora. Pero es tan tentadora como falsa. Como promesa tiene mucho de falsificación y de declaración de deseos porque, justamente, el caso o uno de los casos que ha llegado al tope de la crisis, como lo es el de Brasil, es el que era visto como modelo ejemplar de esa izquierda a la cual supuestamente le ha llegado su momento.
– Caracterizar la experiencia brasileña como populista es erroneo. Pero también lo es utilizar el concepto de populismo para otros procesos. ¿Se ha convertido el término en una suerte de fetiche que dice todo y no explica nada?
– Sí, en efecto. La palabra populista ha sido utilizada para caracterizar procesos políticos muy diferentes y creo, en tal sentido, que debemos ser cuidadosos al utilizar el concepto. Para mí, el populismo es un tipo muy especial de las identidades populares, reflejado en los gobiernos latinoamericanos de corte nacional-popular de principios y mediados del siglo XX. En sentido estricto, ni siquiera el kircherismo constituye un populismo a pesar de contar con aspectos que podrían acercarlo a él. ¿Por qué? Porque básicamente el populismo tiene un funcionamiento consistente en un modo particular de manejar una situación contradictoria: emerge proclamándose como el representante del conjunto de la sociedad para muy pronto encontrarse con la realidad de una sociedad dividida, en la que sus adversarios están lejos de ser una mera excrecencia irrepresentativa. El populismo opera apelando a la representación de la totalidad social pero con el complejo de ser solo la representación de una parte de la misma y teniendo que asumir la división. Por eso juega pivotando entre la ruptura inicial y la negociación de esa misma ruptura, entre la confrontación que dio lugar a su origen y el compromiso con sus adversarios. El ejemplo clásico es el de Perón diciendo en la Asamblea Legislativa de 1950: “Desde nosotros en adelante, para gobernar se necesita como única y excluyente condición tener carne y alma de Pueblo”. Lo mismo sucede con el yrigoyenismo con aquello de “los fraudulentos de hoy serán los ciudadanos virtuosos del mañana”. Si de una parte se reconocía la realidad de la fractura al tiempo que se apostaba a una regeneración de los actores en el porvenir, de otra, el significado mismo de esa fractura sería siempre una moneda de cambio en los compromisos alcanzados con sus oponentes.
- ¿Las identidades que se han conocido vulgarmente como populistas durante los últimos años solo conciben entonces el momento de la ruptura? Me refiero específicamente a una identidad que se asume permanentemente en términos de disputa, siguiendo la antigua lógica de las izquierdas.
- Es interesante indagar sobre esto. Debo decir que buena parte de la historiografía y la sociología argentina, que fue muy importante para establecer una teoría a nivel regional sobre el populismo, está marcada por un principio de lectura que creo es erróneo y que se termina de consolidar en los años setenta. Según esta concepción el populismo era en su origen una determinada cosa y esa cosa fue abandonada, cuando no traicionada al tiempo de andar. El problema es que esta lectura – que entronca con los procesos de los últimos años – no está construida sobre los populismos originarios, sino sobre la experiencia de los años setenta. Todos los autores argentinos que han afirmado que el populismo es una suerte de movilización popular defraudada – sea por una defección de los dirigentes o por una recomposición de aspectos diversos – tuvieron una relación con los años setenta que fue la de la decepción con el liderazgo de Perón. En definitiva, la idea que subyace es la de “el viejo nos cagó”. Sin embargo, en los populismos clásicos lo que encontramos es que esos dos momentos de orden y ruptura operan desde el principio. Uno podría encontrar al descamisado y a la comunidad organizada en los discursos de 1944, para contraponer a la secuencia entre estas imágenes que forja Laclau. No hace falta afirmar que se abre un proceso de desmovilización pasiva, como dice Daniel James, pensando que antes existía una movilización activa. Tampoco me parece correcto ver un punto de inflexión en la cooptación del Partido Laborista como afirma ese gigante de los estudios sobre el peronismo que es Juan Carlos Torre, o ese paso de la ruptura a la conciliación organicista que acuñan en un excelente trabajo Emilio de Ípola y Juan Carlos Portantiero. Estamos muy marcados por esa anacrónica proyección de la idea de la defección cuando el populismo tiene estos dos movimientos contrarios y simultáneos que resultan indisociables.
- En definitiva, las experiencias políticas tanto de América Latina como de Europa, han expresado distintas identidades populares pero no necesariamente identidades populistas.
- Porque una identidad popular, y esto es algo que muchos tienden a confundir, no es necesariamente una identidad populista. Creo que éste es uno de los principales reproches que pueden hacérsele a la aguda contribución de Laclau. Las ciencias sociales han manejado la categoría de “lo popular” de forma intuitiva y sin conceptualización. Para decirlo brutalmente: nunca sabemos si “lo popular” refiere a los pobres o a los muchos. Una identidad popular surge cuando algunos perciben o se atribuyen sufrir un daño por parte de otros y tratan de correrse de ese lugar en que han sido colocados para plantear una reorganización de esa relación y de ese orden, o aun para soportarlo más fácilmente. Ese tipo de relación podrá tomar distintas formas de identidad popular. Podrá seguir una lógica populista, que es una variedad particular de lo que yo llamo identidades con pretensión hegemónica, podrá encerrarse en una identidad parcial o podrá plantearse una perspectiva más hegemonista o autoritaria de querer ser la representación del todo y reducir a la unidad, de manera más o menos violenta, a sus enemigos. Cuando leemos una situación como crítica es común que aparezca una parte que quiera identificarse con la reparación de ese daño y que pretenda afirmar que ese daño ha sido producido por una minoría: la clase política, los dirigentes, u otros. Ahí hay un primer paso para la formación de una identidad popular que podría derivar, perfectamente, en una identidad populista. Pero solamente tendremos una identidad populista en la medida en que eso se negocie, en que la representación de la parte y la representación de la comunidad en su conjunto nunca se realicen plenamente. O dicho de otra manera, que entre la división del espacio comunitario y su reducción a la unidad existan toda una variedad de compromisos que alteran constantemente los límites de esos espacios de pertenencia. Nosotros hemos llegado a confundir mucho a la identidad populista con la identidad revolucionaria. Recientemente Sebastián Giménez y Daniela Slipak han escrito un excelente artículo sobre esta cuestión. La identidad revolucionaria es, en aspectos fundamentales aunque no en todos, lo contrario a la identidad populista. Mientras que la identidad revolucionaria dicotomiza a la sociedad, la identidad populista se plantea como la representación de toda la sociedad y cuando eso es desmentido (en el caso de Perón por un 45% en la primera presidencia, en el caso de Vargas por más de la mitad de los votos que habían ido a fuerzas de oposición en 1950) se crean mecanismos de negociación. El populismo es eso. Si tuviésemos una sociedad permanentemente dicotomizada, como sostiene Laclau en su definición del populismo, no estaríamos ante una identidad populista sino ante una identidad jacobina. Y, por ejemplo, en algunos de los actuales casos de la izquierda europea, yo creo que hay rasgos suficientes para pensar que están surgiendo identidades jacobinas.
– ¿Este tipo de identidades surgen a partir de la crisis de la socialdemocracia?
– En efecto, es así en el caso de la izquierda. La identidad socialdemócrata está en crisis pero desde hace mucho más tiempo del que habitualmente consideramos. En su libro La Socialdemocracia, Ludolfo Paramio, hablaba ya hace varios años, de la imposibilidad de la corriente socialdemócrata europea de disputar hegemonía frente a Estados Unidos. Y alcanza, de hecho, con analizar las reacciones de ambos frente a la crisis de 2008. Fueron afectados de manera simultanea pero Obama pudo adoptar una postura radicalmente más progresista que la que expresó la socialdemocracia europea en los últimos ocho años. Ahora bien ¿por qué se produce esa limitación? Por una tradición de pactos y de formas de cohabitación en Europa que difieren sustancialmente del sistema político norteamericano. En esas formas de cohabitación, la socialdemocracia ha establecido pactos y negociaciones que en el marco de los diversos intentos de superar la crisis desdibujaron algunos pilares identitarios fuertes. Y parte de la socialdemocracia confundió la tendencia creciente a la merma del llamado “voto identitario” – que va atado a la volatilidad del voto – con la importancia de las identidades. Y sucede que el voto identitario puede mermar pero las identidades políticas siguen siendo importantes, porque aunque una coyuntura las prive del favor popular, en la siguiente, o en la siguiente de la siguiente, podrán ser intérpretes de las demandas sociales si los nuevos programas siguen anclados a una cierta tradición de valores políticos.
– ¿De ahí que organizaciones como Podemos o Syriza pretendan referenciarse ahora en la socialdemocracia cuando no es esa la identidad de la que efectivamente provienen?
– Sí. Ellos se referencian en la tradición histórica de un principio de escisión respecto a un orden establecido. Y ese, hay que recordarlo, fue un principio matriz de la socialdemocracia europea. La idea de hasta una contrasociedad y de una contrahegemonía fundamentó buena parte de la historia socialdemócrata. ¿Por qué estas nuevas izquierdas la plantean de forma tan radical? Porque en un punto desarrollan una crítica que puede considerarse correcta que se relaciona con la tensión histórica entre libertad e igualdad al interior del movimiento socialdemócrata. En los últimos años ese equilibrio entre principios provenientes del liberalismo político y el horizonte igualitario se deterioró y, en países como España (donde el PSOE produjo avances considerables), se produjo una adaptación demasiado fuerte de algunas tendencias marco del capitalismo pero a expensas del horizonte igualitario. Para decirlo de manera contundente: la idea de que luchamos contra la pobreza pero no contra la desigualdad es la lápida de la identidad socialista. Con la llegada de la crisis ese costado igualitario se fue perdiendo cada vez más y se asentaron las condiciones de posibilidad para que otras organizaciones reclamasen ese legado. Pero reclamar un legado no es lo mismo que querer refundarlo. Y, ciertamente, se equivocan quienes creen que organizaciones como Podemos pretenden refundar la socialdemocracia. Aunque quizás puedan acabar por convertirse en ese molesto tábano que la haga reencontrarse con su propia tradición y, en este sentido, no cabe más que estarles agradecidos.
– Por lo tanto¿qué es dado esperar? ¿La renovación de la socialdemocracia, su reemplazo por otra identidad, una cohabitación de ambas…?
– No podemos saberlo aún. Estamos en momentos de tensiones políticas que se dirimirán a través del tiempo. Lo cierto es que hay, claramente, procesos políticos diferentes que responden a tradiciones diversas. ¿Qué es, por ejemplo, lo que explica que en Inglaterra este proceso político de indignación se haya dado al interior del Partido Laborista y no fuera? Básicamente que el antisistema en Inglaterra se construyó por derecha. Además de que el laborismo británico tiene una tradición de tendencias más abierta que ninguna otra socialdemocracia. El caso español, por ejemplo, es bien diferente. Podemos irrumpe por fuera del partido socialdemócrata porque el PSOE tiene una configuración política e ideológica que no habilita un proceso de ese tipo. Habrá que esperar para ver el desarrollo de estos nuevos movimientos, que tendrán sus éxitos y sus fracasos, pero lo cierto es que la identidad socialdemócrata, aún en crisis, sigue mostrando fortalezas. Y habrá, además, que tener cuidado con caracterizar a todos los movimientos emergentes como antipolíticos.
– El concepto se ha utilizado hasta el cansancio para referirse a grupos como Podemos
– Sí, y se ha utilizado equivocadamente porque muchas fuerzas políticas emergentes aparecen como “antipolíticas”. De hecho, si hubo un movimiento que apareció fuertemente de esa forma es la socialdemocracia. Apareció como la impugnación de un “todos son lo mismo” o como superación de la “política criolla” en nuestro caso. Por lo tanto, mi consideración es que estos procesos deben ser pensados en términos más sociológicos y, en tal sentido, comprender que la antipolítica constituye siempre una forma de la política. Que posteriormente no modifique, no se adecúe o no tenga otra forma de relacionarse con los actores externos, es lo que puede prolongar una forma que atente contra la vida de la polis. Pero en la emergencia misma, siempre se presenta una identidad diferente a todo lo existente, una identidad que se plantea como expresión de algo verdadero que no existe en el plano de la representación pública. Esto es erróneamente caracterizado como antipolítica y es absolutamente natural. Pero solo es cuando esa incomunicación y ese no reconocimiento de la voz del otro se prolonga más allá de la irrupción de este tipo de movimientos, cabría hablar de una erosión de la vida pública. Pero nunca en la sola emergencia.
– Volvamos a América Latina. A inicios de la década pasada, las posiciones antielitistas dominaban el panorama de buena parte de nuestros países. La construcción del eje de las izquierdas se debió, de hecho, a la recomposición de la política a partir de ese clivaje. ¿Cómo analizas esa situación en la actualidad?
– Efectivamente, hubo un principio de lectura anti-élites en el surgimiento de algunos de estos movimientos. Es claro en el caso de Bolivia, en los inicios del chavismo, en Ecuador y en Argentina con la crisis del 2001 y, sobre todo, en la relectura que el kirchnerismo hizo de la misma, que sería central en su construcción. Porque, y esto hay que clarificarlo, el kirchnerismo le dio un significado diferido a esa mezcla extraña entre la protesta de quienes impugnaban todo porque venían perjudicados tras muchos años de una serie de políticas de ajuste y reforma y aquellos que estaban pataleando porque se había acabado la fiesta de los 90. El kirchnerismo logró darle una lectura épica a esa exótica conjunción, poniéndole un solo sentido que le permitiera realizar una construcción política a posteriori. Ahora bien, en los casos de Chile y Uruguay no ha habido ese proceso de tipo anti-elitista, aunque sí lo ha habido en Brasil. La figura de Lula fue utilizada de diversas maneras por el PT como un “hombre del pueblo” para exaltar su rasgo de distinción con lo precedente. Sin embargo, no habría que caer en la tentación de considerar el anti-elitismo como de izquierda o de derecha. Lógicamente, es muy difícil que la izquierda no sea anti-elitista en algún momento de su emergencia, pero este fenómeno también se produce en las derechas de tipo autoritarias y totalitarias ¿Qué era el nazismo sino un movimiento anti-elitista?
En América Latina hemos tendido, además, a confundir vía el concepto de “populismo” democracia con democratización. No hemos sido capaces de comprender como movimientos visiblemente autoritarios pudieron ser ampliamente democratizadores. No pocos de los debates en torno al primer peronismo están atravesados aún hoy por algo tan sencillo como la confusión entre democracia y democratización.
– En tu posición puede leerse una crítica a quienes han tendido a hablar de las izquierdas latinoamericanas durante años, cuando ese fenómenos se produjo en algunos países pero muchos nunca cambiaron sus fundamentos políticos.
– Es que resulta prácticamente imposible hacer una caracterización a nivel regional. Los sudamericanos fuimos lo suficientemente imperialistas para tratar de leer América Latina con ojos sudamericanos que ni siquiera cubrían el conjunto meridional. Hablábamos de un nuevo modelo económico cuando en México el grueso de los economistas gubernamentales seguían haciendo variaciones, en mayor o menor medida, de la ortodoxia. El caso de Colombia se había desviado, los de Chile y Uruguay son muy particulares y, por lo tanto, hay que sincerar lo que ha sucedido durante la última década.
– Sinceremos
– Si sinceramos veremos que, si analizamos los proyectos, los modelos y el carácter de las izquierdas que gobernaron efectivamente, encontraremos espacios muy diferentes. Y, de hecho, podremos explicar mejor el declive actual. Porque, en definitiva, quienes tuvieron una izquierda rentista, es decir, cuya única política progresiva fue la redistribución de la renta en base a exportaciones de tipo primaria o de economías extractivas, que no avanzaron en una diversificación de la producción económica – y cuando digo diversificación no digo una simple transferencia de ingresos del sector externo a las Pymes para que hagan las zapatillas más caras del mundo -, evidentemente sufrirán consecuencias negativas. Esas izquierdas sufren hoy frente a una crisis. Y cuando se sufre en términos económicos por las propias deficiencias, las características políticas comienzan a hacerse cada vez más impugnables.
– Según tu criterio, hubo izquierdas sin proyectos estratégicos.
Claro. Y me parece que el cambio de ciclo ha venido mucho más por la incapacidad de algunas alternativas de izquierda de asumir que inversión, rigurosidad fiscal, racionalidad económica, inversión en infraestructura y en educación, y búsqueda de empleo productivo, son parámetros necesarios. Estos son los parámetros que dividen las situaciones de las izquierdas y, en muchos casos, también de las derechas. El punto es definir qué es lo que diferencia a la izquierda y a la derecha tomando estos conceptos como base necesaria para construir solidez.
Evidentemente, a la izquierda la va a diferenciar no solo el criterio de aspirar a una sociedad más prospera sino aspirar básicamente a una sociedad menos desigual. Es decir, a una política que sea contracíclica ya que aun en sus fases de expansión y derrame, la tendencia es a hacerla cada vez más desigual. Y cuando hablo de desigualdad refiero a ella en todas sus vertientes. ¿Pero que ha hecho la izquierda para garantizar economías menos vulnerables a la tradicional dependencia latinoamericana de los flujos de la economía mundial? En algunos casos ha hecho más y en otros ha hecho muy poco. La izquierda ha surgido en un contexto de descomposición o de crisis de los modelos de ajuste y de reforma del Estado en la región y asumió con un déficit social y de emergencia donde tenía que dar una respuesta absolutamente rápida. Y la respuesta fue ¿qué es aquello que nos puede generar empleo independientemente de su productividad y de las apuestas estratégicas? Es decir que, en su momento, fue la respuesta a una urgencia pero la incapacidad de planificar y de comprender que hoy no podemos ser una sociedad mayoritariamente industrial, contribuyó a su declive. Porque no puede ser que nuestro modelo de izquierda sea una sociedad industrial en un marco integrado al mundo. Tenemos la realidad de China donde los salarios son la cuarta o la quinta parte, y si querés ser una sociedad industrial sustentable tenés que estar dispuesto a que tu sociedad viva peor que la clase obrera China, y eso no parece un esquema deseable para las izquierdas. Sumá a eso que tu productividad no es precisamente alemana o japonesa. Con esto que digo ¿qué no hay que apostar a la industria? No. Habrá que tener industrias para consumo interno, para los sectores productivos competitivos, y habrá que desarrollar servicios competitivos.
La izquierda llegó al poder con urgencias acuciantes que en muchos casos impidieron salir de las lógicas cortoplacistas que perturban cualquier diseño estratégico de los marcos que hacen sustentable una apuesta más viable a la lucha contra la desigualdad. Fue más un temporario hospital de día al que un día se le desmoronó el techo que la promesa viable de una sociedad más justa.
– ¿Y esos casos exitosos serían los de Chile, Uruguay y Brasil por contar con coaliciones de larga data y planteamientos de tipo estratégico más asentados?
– Sí, me parece que están indudablemente mejor preparados para sortear crisis. ¿Por qué cuando ganó Piñera no hablamos de giro a la derecha en toda la región y cuando ganó Macri si? ¿Por qué en Chile el socialismo siguió siendo una carta central de poder después de haber perdido las elecciones? En muchos lugares donde se ha producido el desplazamiento de las izquierdas, como en Brasil, el progresismo va a seguir siendo una carta de poder absolutamente presente en función de haber sostenido una construcción sólida durante años. En el caso Argentino eso no sucederá y en el caso venezolano – al que ya por supuesto no podemos ni calificar de izquierda – tampoco. Cuando caiga el actual régimen venezolano va a haber un vacío que solo va a poder ser ocupado muy lentamente por las fuerzas que se vayan recomponiendo del antiguo orden político o de nuevas formaciones emergentes. Pero ahí la izquierda tendrá un lugar donde tendrá todo por construir otra vez. Pero con muy poca herencia inmediata.
Aquí, quisiera aclarar también que, por ejemplo, en los años ochenta, decir socialdemócrata en el Frente Amplio Uruguayo estaba peor visto que en la izquierda argentina. Es decir que fue un proceso de aprendizaje, de una comunidad que duró mucho tiempo, que pudo empezar a gestionar y avanzar en conjunto, aceptando las diferencias y, básicamente, saliendo de la cápsula e interactuando con otros actores del sistema político. Uno de los problemas que tenemos en parte de las izquierdas latinoamericanas es que no se asumen como actores que dialoguen con el resto del espectro político. Por eso cuando caen, pierden prácticamente todo.
Las izquierdas institucionales han delineado mejores proyectos. ¿Pero no carecen, sin embargo, de un componente identitario fuerte que sí han tenido las experiencias nacional-populares? ¿No se ha desdibujado el imaginario cultural de izquierda de las socialdemocracias latinoamericanas?
Absolutamente. De hecho, el riesgo que corren sectores de la izquierda uruguaya y de la izquierda chilena es sufrir el día de mañana un proceso de impugnación similar al que hoy vive la socialdemocracia del sur de Europa. Claramente les falta esa fortaleza del componente identitario. Porque, y esto es trascendental, una gestión nunca va a salvar un partido. La izquierda se fortalece en la medida en que sostenga un proyecto político capaz de manifestar la primacía de la igualdad. Sabemos, desde una perspectiva secular, que la política no puede ser solo sentimiento, sentido y entusiasmo pero debe contenerlos.
El caso de la izquierda democrática argentina parece ilustrativo al respecto…
Claro. Porque el problema de la izquierda no peronista no es haber carecido de espacios de gestión – que los ha tenido y los tiene – sino el no haber podido construir ciertos sentidos e ideas fuerza que fueran capaces de ser principios de lectura de coyunturas y destinos políticos de más largo plazo. No se trata, por supuesto, de volver a los discursos principistas. Se trata de recuperar la idea de que las gestiones deben estar bajo metas políticas bien enunciadas. Por supuesto que la política institucional implica un juego gris, tedioso y de compromisos. Y, en ese juego está el riesgo de que suceda lo que efectivamente le sucedió a algunas izquierdas europeas. La forma de conjurar este peligro es tener siempre en claro cuál es nuestra razón de ser como izquierda democrática en nuestra inserción en la sociedad y no solo en las funciones de gobierno.
¿Y el Partido Socialista parece abocado a la tarea?
El Partido Socialista, más allá de los errores históricos de las distintas vertientes hoy reunificadas y de sus experiencias gloriosas, para poder reconocerse en una tradición que entronque liberalismo político y fuerte reformismo social, debe mirar al viejo Partido Socialista de los fundadores. No para glorificarlos, porque eso sería francamente absurdo y anacrónico, sino para comprenderse como actor político y social. Eso le puede permitir entender que no se trata solo de desarrollar la política institucional sino también de construir sentidos políticos. El Partido Socialista tiene instancias de gestión que, más allá de las problemáticas que han surgido en los últimos años, han sido y son reconocidas como positivas y elogiables. Sin embargo, al partido y a su identidad política no lo salvará la gestión. De hecho, una gestión puede arruinar a un partido pero nunca salvarlo. Y el socialismo para convertirse en un verdadero actor político nacional debe recuperar esa adecuación la idea del liberalismo político unido a la radicalidad social desde el reformismo. La izquierda vive y nace del contacto y la inserción con la sociedad. Eso se ha perdido. El contacto con los sindicatos, con los frentes de masas, con el frente cultural, ha sufrido una merma importante. Lamentablemente, la izquierda institucional e histórica, con la que yo me identifico, ha quedado por detrás del trotskismo en esto. El trotskismo, por supuesto, tiene políticas para fagocitar los frentes de masas y tratar de conducirlos en función del proyecto político. Pero al menos tiene una política. ¿De qué izquierda podemos hablar si no tenemos una política de retroalimentación desde la que el partido sea pensado por la militancia sindical, estudiantil, territorial y cultural, y estas militancias desde el partido? Ese proceso de abandono de espacios se vincula a un cierre del partido hacia la sociedad o a un quiebre de las líneas de comunicación de una organización que socialmente estaba muy compenetrada con esas instancias.
¿Qué debería ser, entonces, el Partido Socialista?
El Partido Socialista debería ser, en primer lugar, el partido de los socialistas. Parece una obviedad pero no lo es. Porque hay muchos más socialistas en Argentina que afiliados al Partido Socialista. Es evidente que, como organización, sigue siendo una referencia importante, en parte porque contribuyó a la caída del mesianismo revolucionario de los años setenta y porque albergó a muchos que se convencieron de que no es posible un cambio de ningún tipo sin democracia, igualdad y convivencia en el espacio público. Esa idea y esa tradición es clave. Pero una tradición solo es puesta en valor cuando se actualiza en el presente. Hoy, por tanto, el discurso no puede ser el fundacional – aunque haya que mirar hacia allí para comprender algunos aspectos de la relación con diversos actores sociales – pero tampoco el discurso de los ochenta cuando reconocíamos el valor del cambio desde el reformismo. Esos valores ya están asumidos, están presentes. El punto es qué discurso se construye hoy para presentarse como alternativa de poder. La gestión es absolutamente trascendental. Rosario y Santa Fe lo son. Han demostrado que es posible gobernar realizando transformaciones serias. Pero también es necesaria la reconstrucción ideológica y organizativa del Partido. Porque el futuro del Partido Socialista puede perjudicarse si a la gestión no se le añade ese componente político trascendental. El dilema es exactamente este: que un fracaso en la gestión puede perjudicar al Partido, pero que un éxito en la gestión tampoco es garantía de crecimiento y valoración del Partido. Por eso, el Partido Socialista debe volver a nutrirse. No se trata de imitar a Uruguay y a Chile porque tenemos una sociedad diferente, que ha sido tradicionalmente más participativa y más movilizada.
Diría, en suma, que hay que recuperar ese ideal igualitario en un contexto democrático que es nuestra razón de ser. Y, sobre todo, no hacer de la temática de la honestidad la base del discurso presente. Porque si los socialistas estamos para hablar exclusivamente de lo que tendría que ser el piso civilizatorio tenemos un problema. No tendríamos ninguna señal de distinción con otras fuerzas políticas. Esto quiere decir que si la honestidad es nuestra marca, esta no es de ninguna manera la bandera aglutinante que atrae a la sociedad hacia el socialismo. Es una consigna y una proclama que hay que darla por supuesta y que tiene una tradición y una trayectoria en nuestros militantes. Pero el socialismo está para mucho más: para movilizar y para insertarse en la sociedad civil. Está para mirar más el techo de nuestras aspiraciones y un poco menos el piso que nos separe del fango.
Sobre el entrevistado: Gerardo Aboy Carlés es Licenciado en Sociología por la Universidad de Buenos Aires y Doctor en Ciencias Políticas y Sociología por la Universidad Complutense de Madrid. Es investigador independiente del CONICET y profesor titular del Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín. Es autor del libro “Las dos fronteras de la democracia argentina. La reformulación de las identidades políticas de Alfonsín a Menem” y coautor de “Releer los populismos” y “Las brechas del pueblo”. Ha escrito gran cantidad de artículos sobre identidades políticas y populismo en revistas especializadas. Se ha desempeñado como profesor e investigador visitante en diversas universidades del país y del exterior.