Autor: Alejandro Galliano
Las mutaciones del mundo laboral reavivan el debate entre luditas y modernizadores. Hay quienes perciben el peligro de una sociedad sin trabajo y quienes la celebran. La cultura socialista no estaba preparada para el advenimiento de la nueva “gran transformación”.
La militancia global de la renta básica se sostiene del ecumenismo y la indefinición: entre ellos hay desde anticapitalistas hasta un comentarista del Financial Times como Samuel Brittan.
La reciente edición argentina de La revolución silenciosa de Mercedes Bunz reaviva la discusión sobre el fin del trabajo, al menos tal como lo conocemos. El libro se propone analizar “cómo los algoritmos transforman el conocimiento, el trabajo, la opinión pública y la política” y abre relatando el caso de Star Monkey, un programa que recoge los resultados deportivos de la web y arma sus propias crónicas. Pronto el programa se aplicará también para reseñas de películas, de libros y otros productos periodísticos que así podrán ser automatizados. La conclusión es lapidaria: la automatización ya no amenaza sólo al trabajo manual industrial, “la digitalización avanza efectivamente sobre las capas medias, amenaza a los empleados con buena formación, o por lo menos pone en tela de juicio su competencia más importante: la experticia (…) Una vez vencidos el hambre, el frío y la falta de higiene en las sociedades occidentales, hay que decir que ahora la nueva desgracia es el miedo. Y se relaciona casi siempre con el puesto de trabajo”[1].
La robotización, incluyendo el desarrollo de la Inteligencia Artificial, es el último estadío de la mecanización del trabajo. Un proceso que en su forma moderna, es decir, para la producción de mercancías por parte de mercancías, ya lleva más de tres siglos. Sin embargo es percibido de manera espasmódica, con picos de atención y debate como el que se está dando hace unos años en el mundo desarrollado, desde el controvertido cálculo de Carl Frey y Michael Osborne acerca del 47% de los actuales puestos de trabajo norteamericanos que podrían ser automatizados en los próximos 20 años, hasta la teoría de la polarización del prestigioso especialista David Autor: la robotización atacará a los empleos intermedios en la distribución de habilidades, dividiendo el mundo del trabajo, y la estructura salarial, entre los cargos altamente calificados y los que no requieren calificación alguna. Este fenómeno es de particular interés para Argentina, cuyo mercado laboral tiene alta incidencia de cargos intermedios: personas con el secundario completo empleados en la administración pública y privada, precisamente el trabajo más robotizable con la tecnología actual. Ese dato sumado a la creciente cerrazón comercial (ergo, tecnológica) del país en los últimos años, así como la baja demanda relativa de trabajo de sus motores históricos de crecimiento (agro, etc), llevaron al Banco Mundial a poner a la Argentina al tope de su ranking mundial de países con redundancia de empleo, es decir, de aquellos que más trabajadores pueden sustituir con robots.
La mesa está servida para el clásico debate entre apocalípticos e integrados, entre luditas golosos de su propio pesimismo y evangelistas de la pastoral tecnócrata. Sin dejar de tomar partido, Bunz nos da una pista para rastrear la genealogía del problema: “Al echarle la culpa a la tecnología lo único que hacemos es repetir un triste capítulo de nuestra historia. Al fin y al cabo, ya una vez reaccionamos ante la explotación destruyendo las máquinas y no conseguimos mucho. ¿Qué podemos aprender de la historia?”. La pregunta es una invitación a buscar desde el origen no sólo el problema de la mecanización del trabajo, sino el de los discursos socialistas que nacen con él, apocalípticos e integrados a la vez.
La mesa está servida para el clásico debate entre apocalípticos e integrados, entre luditas golosos de su propio pesimismo y evangelistas de la pastoral tecnócrata
El moderno Prometeo
¿Cuándo nació la voluntad occidental de “cambiar el mundo”, con La República de Platón o con la rebelión de Espartaco? ¿En el instinto destructor de aquello que odiamos con la esperanza puesta en que la violencia ejercida genere algo nuevo y mejor (o recupere algo viejo y mejor), o en la voluntad de diseñar una realidad mejor a espaldas de este mundo cruel?
Casi al mismo tiempo que Francia se desangraba en el intento de parir un mundo nuevo, en Inglaterra tenía lugar una revolución silenciosa: a la vera de los ríos, manipulando un bien barato como el algodón, tinglados de ladrillo y chapa producían mercancías con máquinas y trabajo libre. Nacía el capitalismo industrial, el reino de la escasez del Antiguo Régimen quedaba atrás para siempre, y ese parto no era menos sangriento que la República de Marat y Robespierre: represión, trabajo infantil y extenuación en las fábricas, alcoholismo, prostitución y condiciones de vida infrahumanas en los barrios obreros. El viejo mundo campesino de trabajo al sol y derecho consuetudinario parecía morir para siempre y las respuestas de los contemporáneos fueron tres.
En primer lugar, la más elemental: el 11 de marzo de 1811 en Nottingham se registraron las primeras destrucciones de maquinaria. En los dos años siguientes sucesos similares se extendieron Yorkshire y Lancashire. Los obreros se reunían por las noches en bosques cercanos a las fábricas y entraban a destruirlas con taladros y mazas. Simultáneamente, comerciantes y magistrados recibían amenazas de muerte firmadas por Ned Ludd, el legendario pionero de la destrucción de maquinaria. Se sancionó la pena de muerte para los destructores de máquinas y los luditas llegaron a enfrentarse al ejército inglés en Middleton y Lancashire. En 1817 Jeremiah Brandreth, tejedor desempleado y exludita, dirigió el fallido levantamiento de Pentrich, la última acción inspirada por el fantasma de Ludd. Varios años después, en 1830, el conflicto reapareció en el campo, con la destrucción de trilladoras que amenazaban con reducir en un quinto la necesidad de trabajo, además de la quema de graneros, recuperación del dinero pagado al clero y los propietarios y nueva correspondencia amenazante, esta vez firmada por el Capitán Swing.
El basurero de la historia que supieron ganarse los luditas no nos debe ocultar que la práctica de romper herramientas de trabajo era anterior a la revolución industrial y no estaba exenta de eficacia: en 1760, luego de una ronda destructiva de telares, se acordaron convenios colectivos en Bélgica. La destrucción no se limitaba a las máquinas, incluía materias primas, productos terminados, toda propiedad del patrón. El objetivo no era la tecnología en sí, sino el capital: los luditas de Lancashire en 1778-80 distinguían claramente entre las spinning-jenny de menos de 24 husos, que no tocaban, y las más grandes solo aptas para fábricas, que destruían. No combatían la tecnología, sino el desempleo. También sería injusto circunscribir al ludismo a los trabajadores: pequeños comerciantes, empresarios tradicionales y la población en general compartían esa aversión a la tecnificación que amenazaba con destruir su ideal republicano de pequeños propietarios libres e iguales en un mundo justo. Finalmente, no habría que desdeñar su efecto: desde luego que la destrucción de maquinaria no detuvo la marcha del mundo hacia el capitalismo, pero sí demoró la mecanización en varias comarcas de Inglaterra, en especial el uso de trilladoras. De la misma manera que la represión del ludismo eclipsó a la organización obrera, en algunas regiones textiles hasta la Primera Guerra Mundial. El ascenso de Inglaterra como potencia económica pudo contener esos pequeños bolsones de atraso tecnológico y el despliegue del capital se dió en las condiciones que la correlación de fuerzas sociales estableció.
El basurero de la historia que supieron ganarse los luditas no nos debe ocultar que la práctica de romper herramientas de trabajo era anterior a la revolución industrial y no estaba exenta de eficacia.
Con todo, el mayor legado del ludismo fue literario: Frankenstein, o el moderno Prometeo, la novela que Mary Shelley (hija y esposa de radicales) escribió en 1818 y que donó al imaginario romántico del desarrollo tecnológico: los hombres reincidían en el pecado de robarle el fuego a los dioses y sufrían una vez más al castigo consiguiente, con víctimas inocentes, como podían serlo los obreros, y la profecía de una víctima final, que el sentido clásico de justicia de Shelley quiso que fuera el mismo Viktor Frankenstein en nombre de todos esos ambiciosos engineers de telares mecánicos.
La segunda respuesta fue aún más perniciosa para el desarrollo capitalista y provino de las propias clases altas. El 6 de mayo de 1795 los jueces de Berkshire reunidos en Speenhamland establecieron un subsidio a escala del precio del pan que los trabajadores percibirían en su parroquia local independientemente de su salario. La llamada Ley Speenhamland estaba inspirada en el “derecho a la vida” del pobre, pero su efecto, según el clásico análisis de Karl Polanyi, fue una “trampa de pobreza”: los patrones pagaban salarios mínimos confiando en que el subsidio los complementaba, los pobres trabajaban lo mínimo posible confiando en lo mismo y no emigraban para no perder el subsidio, la productividad caía y eso justificaba salarios aún más bajos. Esta escalada podría haberse detenido con la negociación sindical, pero esta fue obturada por las Leyes Antiasociación de 1799-1800, inspiradas en el terror al jacobinismo.
El subsidio de Speenhamland y las leyes antisindicales constituyeron una tenaza que reponía el paternalismo y la servidumbre parroquiales justo en el momento en que la revolución industrial requería un mercado de trabajo libre. Los trabajadores, expropiados de tierras pero sostenidos al borde de la pobreza por el subsidio, se hundieron en el dulce confort de la miseria segura, mientras la productividad del trabajo se estancaba. En 1834 el subsidio fue abolido por la nueva Ley de pobres. Sobrevino entonces el periodo más duro de la historia de la clase obrera: la intemperie total del trabajador a las fuerzas del mercado. Recién a partir de 1870, con la legalización de las asociaciones sindicales, la clase obrera estuvo en condiciones de negociar el valor de su trabajo.
En la historia de las ideas, el paso de Speenhamland a la Ley de pobres es el paso de la generación que pensó los límites de una sociedad que luchaba por nacer (Malthus, Godwin, Ricardo, Burke) a la de aquellos que respiraron el aire cruel y próspero de ese sistema en su esplendor y pudieron reflexionar sobre él (Darwin, Bentham, Marx, Spencer). En el medio encontramos un eslabón perdido que ha sido objeto de sucesivos juicios. Los llamados socialistas utópicos, sumamente influyentes en su época, vivieron lo suficiente como para ver fracasar sus proyectos, fueron respetuosamente enterrados por los socialismos científicos y revolucionarios del siglo XIX hasta ser objeto de diferentes reivindicaciones durante el siglo XX. Por todo eso no es necesarios recapitular aquí su historia, sino limitarnos a dos comentarios alrededor del tema que nos ocupa.
En primer lugar, muy lejos de cualquier utopía, Henri de Saint-Simon, Charles Fourier y, sobre todo, Robert Owen fueron hombres de acción decididos a domar el cambio tecnológico con ingeniería social. A Saint-Simon le debemos la primera pastoral tecnocrática de una tradición que llega hasta nuestros días: un gobierno mínimo y profesionalizado de emprendedores sabios que compartían el progreso con trabajadores leales y satisfechos, sin más ideología que la eficacia y el desarrollo tecnológico. Al industrial Owen le gustaba presentarse como “ingeniero de hombres y mujeres física y moralmente mejores” mediante el rediseño de la producción, la vida pública y la educación alrededor de un principio racional. Fourier llevaría más lejos este principio, con menos énfasis en la racionalidad económica y más en la canalización de pasiones. Todos compartían el talante antirevolucionario: Saint-Simon y Fourier eran abiertamente anti igualitarios, Owen desconfiaba de la democracia liberal. Todos dejaron su simiente en terrenos impensados: funcionarios de Estado y profesores universitarios saintsimonianos, cooperativas y sindicatos owenianos y el precedente del falansterio para tantas comunidades espirituales new age del presente.
Muy lejos de cualquier utopía, Henri de Saint-Simon, Charles Fourier y, sobre todo, Robert Owen fueron hombres de acción decididos a domar el cambio tecnológico con ingeniería social.
En segundo lugar, pese a su anticlericalismo impiadoso, ninguno fue ajeno a las formas elementales de la vida religiosa. El caso de Saint-Simon, con Le Catéchisme des industriels (1823-1824) y Nouveau Christianisme (1825), nos demuestra que no estaba tan lejos de sus detestados jacobinos y su culto a la Razón. Owen terminó sus días predicando una nueva moral y Fourier en su Théorie des quatre mouvementes et des destines générales de 1808 pretendía explicar el trayecto desde Paraíso hasta el fin del mundo. Al fondo de los diagnósticos y propuestas de los tecnócratas utopistas se deja ver la influencia del Proposals for Raising a College of Industry of All Useful Trades and Husbandry, la propuesta de “colegios de trabajo” que emplearían a los pobres sin trabajo bajo el sistema de la autogestión, los sacaría de la miseria y los haría productivos para la sociedad, publicado por el cuáquero John Bellers en 1695.
“En nuestro tiempo los hombres han inventado excelentes artes para debilitar y minar las vidas de los demás. Pero nadie piensa en el séptimo mandamiento que prohíbe robar. Ni recuerdan el comentario de Lutero cuando dice: ‘Amaremos y temeremos al Señor, así que no quitaremos nada a nuestro prójimo, ni los adquiriremos con falsedad o engaño, sino que por el contrario, le ayudaremos a conservar y aumentar todo su caudal’”. Es el lamento de un tejedor silesio tan tarde como 1844. En su intento por racionalizar las transformaciones que desgarraban su vida de gemeinschaft apeló a los valores que había heredado de sus mayores. Pareciera que ante la revolución mecanizadora que terminaba de imponer la racionalización del trabajo y la vida de las personas, la religión decidía jugar su última baza al precio de terminar de secularizar desde las utopías mesiánicas a las percepciones apocalípticas.
La trompeta del juicio final
“Después de los llamamientos mosaico-proféticos a la justicia, después del cristianismo primitivo, el marxismo constituyó el tercero de los grandes modelos de esperanza (…) Cuando exhortaba a crear un reino de justicia social, de fraternidad sin clases sobre la Tierra, estaba traduciendo a términos seculares el destello luminoso de lo mesiánico”. La boutade de George Steiner era oportuna pero ya añeja el 10 de septiembre de 1990, cuando la publicó por el New Yorker. En definitiva, “todos los conceptos políticos modernos son conceptos teológicos secularizados”. La intelectualidad alemana de la época, desde Hegel hasta Feuerbach, tenía una formación teológica que podía repudiar en contenido pero mantener en las formas: una mentalidad escatológica según la cual la consumación de la historia era inminente. El mismo Marx pasó en apenas seis años de su ensayo despedida del Gymnasium “Sobre la unión de los fieles con Cristo según Juan XV” hasta los proyectos perpetrados junto el caudillo neohegeliano Bruno Bauer como el Archivo de Ateísmo o el panfleto satírico “Trompeta del Juicio Final sobre Hegel, el ateo y anticristo”[2]. Tom Bottomore señala que los radicales alemanes “Creían en la razón como en un proceso de continuo desarrollo y consideraban como misión suya el de ser sus heraldos. Al igual que Hegel creían que el proceso alcanzaría una unidad final pero tendían a considerar que el desarrollo sería precedido por una división última, lo cual significa que algunos de sus escritos tuvieran un carácter muy apocalíptico”[3]. La pregunta es qué concepto teológico secularizo el marxismo ¿La Buena Nueva del Arcángel Gabriel o el Apocalípsis de San Juan en Patmos? Y, sobre todo, ¿qué lugar tenía la tecnología en esa escatología?
Por un lado, el Manifiesto Comunista puede leerse como una exaltada profesión de fe anti-ludita: si al final se ocupa de tomar distancia de todas las formas de socialismo románticas y/o reaccionarias, su conocida primera parte se esfuerza en amigar al movimiento obrero con el desarrollo tecnológico del capitalismo sobre la confianza de que ese mismo progreso dejaría atrás a la burguesía para encontrarse con sus verdadero sujeto: el proletariado moderno criado al calor de las máquinas. Era el optimismo de un Marx aún ricardiano ante el alba de un ciclo revolucionario que prometía culminar la emancipación comenzada en 1789. Para mediados de los años cincuenta, exiliado por el reflujo revolucionario pero con una formación económica más sólida y personal, Marx tocaba la misma melodía en tono menor: “una nueva revolución sólo es posible como consecuencia de una nueva crisis, pero la una es tan segura como la otra”, escribió en 1850. En el intercambio epistolar entre Marx y Engels de 1857, a la espera de una crisis financiera definitiva, aflora el regodeo morboso con la posibilidad de que el capitalismo caiga por sí mismo, no importa el costo: “La crisis me resultará físicamente tan agradable como un baño en el mar”, escribía Engels desde la gerencia de la empresa familiar en Manchester.
La espectacular recuperación económica de los años 60s frustró esa schadenfreude y Marx decidió reestructurar su esperanza de crisis alrededor de la tecnología. En el tomo III de El Capital da con “la ley más significativa de la economía política moderna”: la tendencia decreciente de la tasa de ganancia. En la batalla de la competencia en el mercado, el capitalista debe incrementar la productividad del trabajo mediante la incorporación creciente de maquinaria para emplear una cantidad determinada de trabajo. Dado que la ganancia es el resultado del plusvalor sobre el volumen de capital constante (maquinaria) y capital variable (trabajo asalariado), la mecanización, aún limitando el aumento salarial, tiende a aumentar los costos de capital constante y así deprimir a la ganancia camino a la crisis del capitalismo. Casi un siglo después del ludismo, las máquinas volvían a ser los caballos del Apocalipsis, esta vez galopando contra el capital. Desde entonces, la teoría de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia ha tenido detractores (Maurice Dobb, durante la crisis de 1930) y defensores (Anwar Shaikh durante la crisis de 1973, quien más tarde no dudó en comparar al capitalismo con Terminator: máquinas que necesitan destruir humanos para garantizar la fabricación de más máquinas).
Sin embargo, en los años que siguieron a la muerte de Marx el fin del mundo pareció alejarse: el rebote económico posterior a la crisis de 1873 se consolidó como el despegue definitivo del capitalismo decimonónico, la cantidad de personas asalariadas aumentó exponencialmente en las ciudades más industrializadas y una “segunda revolución industrial” que nos legó el teléfono, el cine, el automóvil y la aspirina, terminó de amigar a la sociedad con la tecnología, tal como deja ver la amable ciencia ficción finisecular, de Verne a Wells.
Aún así el viejo Engels no abandonó su adicción marxista al apocalipsis. En 1887 escribió que el desarrollo tecnológico de los ejércitos europeos haría de la próxima guerra europea un fenómeno de una destrucción sin precedentes: “La devastación de la guerra los Treinta Años comprimida en tres o cuatro y extendida por todo el continente: hambruna, peste, barbarie generalizada…”. Veintisiete años después esa profecía comenzaba a hacerse realidad y era retomada por Rosa Luxemburgo en su Folleto Junius: “socialismo o barbarie”. En esos años de plomo y paz armada, la pregunta por la técnica no sonó entre los socialistas. Los socialdemócratas adhirieron al optimismo positivista y los bolcheviques se fascinaron con el fordismo, no así Gramsci, ni tampoco el compañero de ruta Charles Chaplin que dejó una estampa clásica en Modern Times (1936). Empero el imaginario escatológico sobre la tecnología y la lucha de clases quedó mejor plasmado en Metropolis, la película dirigida por Fritz Lang en 1927 sobre guión de sus esposa, Thea von Harbou: allí están la percepción binaria de la sociedad, obreros subterráneos completamente mecanizados e inspirados en los nibelungos wagnerianos que el mismo Lang había filmado en 1924; la alienación tanto de los trabajadores que tienen vedado el mundo que fabrican como los ciudadanos que ignoran el esfuerzo que los sostiene; y la percepción romántica de la tecnología como monstruo, la fábrica convertida en Moloch devorando oberos y, sobre todo, el autómata que toma el lugar de María para enardecer a los trabajadores, quienes llevan a Metrópolis al borde de la destrucción al grito de “Tod des Maschinen”. Sólo el llamado del humanista Freder a la paz y la destrucción del autómata y su inventor salvan a la ciudad y permiten una unión entre los trabajadores y el magnate Fredersen. La película cierra con el mismo lema con que comenzó: “El mediador entre la cabeza y las manos debe ser el corazón”.
La apuesta política de Metropolis es tan emocionante como equívoca: reintegrar a todos al cuerpo político pero destruir a los no-humanos, reconciliación y hoguera. Las lecturas del film podían diferir tanto como sus creadores: en 1933, Lang rechazó una convocatoria del ministro Goebbels y emigró a los Estados Unidos para denunciar al racismo; Harbou, en tanto, se quedó en Alemania, se afilió al nacionalsocialismo y prestó servicio como guionista al Tercer Reich. El final de Metrópolis en la vida real debió esperar veinte años, hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. El Estado de Bienestar fue el intento más sólido de conciliar manos y cabeza, capital y trabajo, tecnología y humanidad. Pero también creó las condiciones para un nuevo Apocalipsis.
Adiós al proletariado
El fin del mundo llegó de a poco, fábrica por fábrica, de la mano de sus principales víctimas. En febrero de 1952 Eric Hobsbawm cerraba un estudio sobre el ludismo afirmando: “Si consideramos las máquinas como un problema aislado, tampoco existen diferencias fundamentales entre la etapa temprana del industrialismo y la tardía, en lo que respecta a la actitud de los trabajadores hacia ellas. Es cierto que en la mayoría de las industrias el objetivo de evitar la introducción de máquinas no deseadas dio paso, con la llegada de la completa mecanización, al plan de “capturarlas” para que los trabajadores pudieran disfrutar de unas ciertas condiciones y normas sindicales”[4]. Exactamente esa sería la hoja de ruta del movimiento obrero occidental en los treinta gloriosos años siguientes: en primer lugar, creciente incorporación de los grandes sindicatos en la distribución de la renta nacional; más tarde, tomas de fábricas y sindicalismo de base para terminar de capturar la mecanización, desde el movimiento operaísta en Italia hasta los gremios maoístas en Córdoba. Hasta que la tasa de ganancia capitalista no lo resistió.
El Estado de Bienestar fue el intento más sólido de conciliar manos y cabeza, capital y trabajo, tecnología y humanidad. Pero también creó las condiciones para un nuevo Apocalipsis.
Para 1979 ese intento de rapto obrero de la tecnología fue abortado, en algunos lugares con la fuerza de las armas, en todos, con las fuerzas del mercado. Mark Fisher ha señalado que los capitalistas supieron montarse sobre los sueños obreros de un futuro posindustrial de libertad y deseos cumplidos para dejar atrás el fordismo y el Estado de Bienestar por una refundación del capitalismo sobre bases desterritorializadas: el capital se apartó de la industria ardiente por inversiones en la periferia o la abstracción segura de la finanzas, al tiempo que se disparaba hacia al futuro en la producción de bits e información, mientras el mercado de trabajo era segmentado con la incorporación de nuevos sectores (mujeres, inmigrantes) y la creación de nuevas categorías (part time, nuevas jerarquías de cuello blanco, tercerizados). Mientras tanto el Estado se corría de sus muchas funciones asistenciales y dejaba a una masa de trabajadores agrietada y dispersa frente a un capital fantasmagórico diluido entre los bonos y la mundialización.
En algún momento la sociedad industrial y obrera sobre la que habían discutido el socialismo y la sociología había dejado de existir, pero el búho de Minerva tardó en desplegar sus alas. Todavía a mediados de los 70s, Harry Braverman discutía con Serge Mallet si las mecanización fordista empoderaba o descualificaba a la clase obrera. Estaban peleando sobre el terreno común de la centralidad del trabajo que comenzaba a desmoronarse.
Con los 80s llegaron las primeras reflexiones sobre el fin del trabajo, aún anestesiadas por una lectura sumamente optimista de las “sociedades posindustriales” de Alain Tourain y Daniel Bell. Así, André Gorz podía festejar en Adiós al proletariado el fin del trabajo como fundamento de la sociedad, la abolición de la dependencia psicológica y social de las personas a su empleo, y el desarrollo de una no-clase de neo-proletarios, con todo el potencial emancipador que un año antes de la victoria de Mitterrand aún rebotaba desde mayo del ‘68. Más cauto, Claus Offe detectaba la fragmentación de los mundos de vida de los trabajadores que traería la pérdida de centralidad del trabajo en la constitución de sus identidades y subjetividades, pero confiaba en que esas subjetividades pasarían amablemente a realizarse en otros ámbitos, con la ventaja adicional de mayor tiempo libre. Y Benjamin Coriat, luego de haber historiado al fordismo, presentaba a la robotización como una oportunidad para recalificar a los trabajadores. Con los años, el daño al tejido social causado por la política de austeridad, la desindustrialización y la desregulación del trabajo obligaron a Gorz, Offe, Coriat y otros a recalibrar sus pronósticos. Al final de este proceso, a mediados de los años 90s, el opinólogo internacional Jeremy Rifkin podía decretar alegremente el Fin del trabajo.
El tiempo que pasó entre las revueltas de 1968 y la consolidación europea del neoliberalismo de la mano de Mitterrand y Thatcher reelecta es el que pasó entre la publicación de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, la nouvelle de Philip Dick sobre androides obreros que se rebelan, y el estreno en 1982 de Blade Runner, su adaptación cinematográfica por Ridley Scott. El espacio binario de Metropolis fue reemplazado por el vacío posnuclear de la novela y por el urban sprawl de la película, abigarrado, desordenado, poblado por extraños, apenas controlable por una policía, con un aparato de gobierno reducido al mínimo posible ante corporaciones omnipresentes. Si en la novela Rick Deckard era aún un american father de la Guerra Fría con empleo corporativo y aspiraciones consumistas, en la película es un free lancer. Para 1982 los límites entre las máquinas y los humanos son borrosos: los replicantes se humanizan, tienen recuerdos injertados y propios, y, de acuerdo con la versión director’s cut, puede que todos seamos robots sin saberlo. Como dice Gaff al final: ¿Quién vive? (“It’s too bad she won’t live! But then again, who does?”). Son tiempos difíciles para el sujeto social clásico que soñaron Descartes y Marx.
Acerca de la pobreza del espíritu
De todas las tradiciones políticas, ninguna estaba menos preparada que el socialismo para el advenimiento de una sociedad poslaboral. Casi como el canto del cisne de una cultura política centrada en el trabajo, György Lukács redacta entre 1964 y 1968 su Ontología del ser social, cuya segunda parte comienza con el análisis del trabajo como principio originario del desarrollo humano: del trabajo surge el lenguaje, el valor, la libertad y obligación de elegir, ergo, la ética y el aspecto teleológico que vuelve real a lo racional, que vuelve material y posible aquello que hasta entonces era sólo una idea. ¿Qué quedaría de esto en la nueva sociedad en la que los consumos privados y las identidades particularistas y tribales se habían vuelto más importantes que el trabajo en la constitución de identidades para la gente que vive de su trabajo?
Ante la desintegración de su héroe colectivo, al marxismo sólo le quedaba el lamento nostálgico por la totalidad humanista perdida o la apuesta antihumanista por una historia sin sujeto. Esas dos formas de apocalipsis íntimo fueron los senderos que recorrió el marxismo occidental de la segunda mitad del siglo XX. Mientras la diáspora de Frankfurt, desde Adorno a Marcusse, se dedicó a paladear la sofisticada desesperación por la alienación humana ante la razón instrumental y la industria cultural, en París, Louis Althusser cocinaba un marxismo sin más sujeto que el propio proceso histórico, hibridando el legado de Marx con Lacan, Spinoza y Levi Strauss. Una vez apagado el estrellato althusseriano, quedó una estela de pensamiento posestructuralista que celebró la muerte del sujeto y los grandes relatos y se dedicó a surfear en la nueva sociedad rizomática sin más preocupación que el cuidado de sí.
De todas las tradiciones políticas, ninguna estaba menos preparada que el socialismo para el advenimiento de una sociedad poslaboral.
Casi como signo de los tiempos, ya ni siquiera es posible vislumbrar un fin del mundo. Ese el diagnóstico del malogrado Mark Fisher: el Realismo capitalista, “lo que queda en pie cuando las creencias colapsan”[5], una realidad que abarca la totalidad del horizonte, en donde cualquier desafío potencialmente subversivo es “precorporado”, funciona bajo la aceptación explícita y desencantada de las reglas del mercado. Fisher usa un abarrocado vocabulario psiquiátrico para diagnosticar el malestar de la cultura en la era de la terciarización del trabajo: la depresión de trabajadores e izquierdistas ante la frustración de sus tradicionales modos de vida y lucha bajo la falta de alternativas, los desórdenes de memoria causados por la plasticidad infinita de las condiciones de trabajo, la poslexia como la preferencia de los nuevos sujetos de procesar datos en forma de audios, videos, memes, gifs y emoticones sin necesidad de leer, la hedonia depresiva de consumidores incapaces de hacer otra cosa que no sea buscar placer, pero que atenazados por la sensación constante de insatisfacción y aburrimiento.
Neoludismo, tecnocracia y derecho a la vida
En el citado artículo de Hobsbawm de 1952, el historiador advierte que “incluso hoy en día hay muchos ejemplos de hostilidad directa a las máquinas que amenazan con crear desempleo o con degradar el trabajo. Dado el funcionamiento normal de una economía de empresa privada, las razones que llevaban a los obreros a desconfiar de las nuevas máquinas en 1810 siguen presentes en 1950”. Podría extenderse ese juicio hasta el presente. Siguiendo la ruta de aquél artículo, muchos historiadores como Geoffrey Bernstein, Steven E. Jones y sobre todo David F. Noble se han propuesto revisar la práctica e ideología ludita para abordar a conclusiones que van desde la comprensión a la apología. Resuenan los ecos de los Apuntes hacia un manifiesto neoludita de 1990 firmados por la psicoterapeuta Chellis Glendinning, así como las carta de la cárcel del menos afortunado matemático Theodore Kaczynski, el Unabomber.
Semejante clima llevó a la Information Technology and Innovation Foundation, un think tank financiado por grandes compañías tecnológicas como Google, Dell y Microsoft, a proclamar las bondades sin dobleces de la tecnología y advertir sobre el creciente neoludismo través de la entrega de los Premios Luditas. Entre los nominados se encuentran desde el físico Stephen Hawking y el empresario Elon Musk por alertar sobre los peligros de la inteligencia artificial, hasta los legisladores de Arizona, Michigan, Nueva Jersey y Texas por prohibir la venta directa de automóviles eléctricos de Tesla Motors… la empresa de Elon Musk. Con más aplomo y escepticismo, el economista argentino Eduardo Levy Yeyati prefiere asumir que la robotización es imparable y que no generará empleo en la proporción en que lo destruye. La solución debe buscarse fuera del mercado y Levy Yeyati promueve alguna forma de renta universal que le garantice la subsistencia a una sociedad que, en definitiva, va a tener más tiempo libre y menos ingresos.
La idea de una renta universal ronda Occidente desde hace rato, su última versión a la fecha fue Utopía para realistas[6], el best seller del joven historiador holandés Rutger Bregman, casi simultáneo con el lanzamiento del experimento en Finlandia y su fracaso en Suiza. La propuesta de Bregman no difiere mucho de la clásica del filósofo flamenco Philippe van Parijs Una vía capitalista al comunismo, publicado en en 1986. Ambos proponen una renta individual, universal e incondicional para cada persona, lo fundamentan en el principio de justicia, comparan la iniciativa a la abolición de la esclavitud y el sufragio universal, y se cuidan de no repudiar a la economía de mercado.
La militancia global de la renta básica (que en Europa está federada en BIEN, la Basic Income European Network) se sostiene del ecumenismo y la indefinición: entre ellos hay desde anticapitalistas hasta un comentarista del Financial Times como Samuel Brittan, pasando por el posibilismo gradualista que acepta al capitalismo pero no le espanta la idea de ir restringiendo progresivamente su funcionamiento. Los partidarios toman distancia tanto de la socialdemocracia como del liberalismo clásico a partir del concepto de “justicia cósmica” por el cual la acción colectiva no sólo debe corregir las desigualdades causadas por el mercado, sino también aquellas “naturales”, tales como la desigual dotación de talentos, salud, belleza, etc.
Aunque muchos economistas (incluyendo un par de premios Nobel) manifestaron algún interés por la iniciativa, los partidarios de la renta básica no han sabido resolver aspectos técnicos de su propuesta, como el financiamiento (¿cobrar nuevos impuestos o reemplazar viejos?), la aplicación (¿se complementa con otras prestaciones o también las reemplaza?) o el efecto que tendría la renta en el mercado de trabajo. El riesgo de reproducir la “trampa de la pobreza” de la vieja Ley Speenhamland reaparece con esta propuesta muy cercana en espíritu al “derecho a la vida” del siglo XVIII.
Curiosamente, los apóstoles la renta básica poseen el anticuerpo contra ese riesgo en un antecedente del que prefiere no hablar mucho: el “impuesto negativo sobre la renta” propuesto en 1962 por Milton Friedman, padre de la ortodoxia monetarista, en su libro Capitalism and Freedom. El “impuesto negativo” era un subsidio para todos los ciudadanos con ingresos por debajo de algún nivel mínimo, sean desocupados u ociosos voluntarios, que iría disminuyendo en proporción al aumento en los ingresos propios de los beneficiarios. Para Friedman, el subsidio ahorraba los costos administrativos del sistema de protección social y no afectaba el interés en trabajar del subsidiado, porque cualquier trabajo remunerado significaría un aumento en su renta neta. El “impuesto negativo” de Friedman fue parte del programa del candidato Barry Goldwater y del presidente Richard Nixon, quien, por motivos que son de dominio público, no llegó a aplicarlo. Muchos señalan que su efecto neto hubiera sido abaratar la mano de obra para los patrones.
Habrá que ser muy cuidadosos para las nuevas propuestas de renta básica que vienen a morigerar los efectos sociales de la robotización no reproduzcan las trampas de pobreza ni los subsidios al capital de las viejas formas de servidumbre parroquial.
Apocalipsis todos los días
La pregunta de Bunz ante la robotización del trabajo nos llevó hasta la Revolución industrial, el ludismo, los fantasmas apocalípticos, las utopías tecnocráticas y las soluciones políticas que acompañaron cada nuevo estadio de la mecanización y el mercado de trabajo. Pareciera fácil pensar que todo se repite, que la historia humana está determinada por ciclos que no puede controlar, pero no es así. En primer lugar porque la experiencia colectiva se acumula en forma de conocimiento, de conceptos nuevos o viejos que adquieren otra capa de significado: los entusiasmos y desconfianzas de Marx sobre la mecanización eran muy diferentes a los de luditas y utopistas porque incorporaban su experiencia, y los nuestros deben ser distintos a la de Marx, Gorz y Friedman por el mismo motivo.
En segundo lugar porque aún los procesos inevitables deben pasar el filtro de las condiciones que les impone la sociedad. Para bien o para mal, el movimiento ludita, la ley speenhamland y la pedagogía utopista no dejaron de tener un efecto, de combar el suelo social sobre el que el capital se desplegó, como también lo tuvieron el desarrollo sindical, el pensamiento socialista y el Estado de Bienestar posteriores. La robotización avanzará en las condiciones particulares que nosotros como sociedad establezcamos. Si esas condiciones serán resultado de la contingencia o de la voluntad política depende de nuestro grado de organización y de discusión sobre el tema. Para esto será necesario informarse sin prejuicios y dejarle lugar a todos los argumentos, apocalípticos e integrados, sin perder de vista el potencial emancipador de la tecnología como conquista humana ni las contradicciones que implica su desarrollo en una economía de mercado.
A diferencia del Golem, los robots no traen inscripta en la frente nuestra suerte. Ni una pastoral tecnocrática de ocio rentado ni un mundo alienante de desempleo y mecanización son destinos fatales. Más bien se tratará de una lucha constante como la que máquinas y humanos, trabajo y capital, vienen manteniendo hace siglos. Siglos en los que cada día es el fin de algo, un apocalipsis cotidiano que ya forma parte de nuestra naturaleza humana y que siempre nos ingeniamos para expulsar hacia adelante, hacia un nuevo horizonte de expectativas. En la última parte de su citada Ontología del ser social, György Lukács trata el tema clásico de la alienación. La conclusión de este antaño romántico mesiánico que entró al marxismo denunciando la cosificación y le tocó madurar bajo la bota del estalinismo es que la alienación humana es un fenómeno histórico que forma parte de la cultura humana. Como Deckard al final de Blade Runner, podemos vivir con aquello que nos transforma, que nos roba una parte de nosotros, y seguir siendo nosotros. Welcome to the machine.
[1]BUNZ, Mercedes; La revolución silenciosa, Cruce Editorial, Buenos Aires, 2017
[2] Con todo, sería un error confundir esa cruzada con el ateísmo lineal de la Ilustración. Valga como ejemplo la conocida frase “la religión es el opio del pueblo”. Leída in extenso deja ver la complejidad relación que los jóvenes hegelianos tenían con la secularización: “La angustia religiosa es al mismo tiempo la expresión del dolor real y la protesta contra él. La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el corazón de un mundo descorazonado, tal como lo es el espíritu de una situación sin espíritu. Es el opio del pueblo”. La misma frase se puede encontrar, en diversos contextos, en los escritos de Herder, Feuerbach, Moses Hess (“La religión puede hacer soportable la infeliz conciencia de servidumbre de igual forma el opio es de buena ayuda en angustiosas dolencias”) y Heinrich Heine (“Bienvenida sea una religión que derrama en el amargo cáliz de la sufriente especie humana algunas dulces, soporíferas gotas de opio espiritual”).
[3] BOTTOMORE,Tom. Diccionario del pensamiento marxista, Madrid, Tecnos, 1984.
[4] Hobsbawm, Eric, “The Machine Breakers”, Past and Present nº 1 (Febrero 1952).
[5] FISHER, Mark, Realismo capitalista, Caja Negra, Buenos Aires, 2016.
[6] BREGMAN, Rutger, Utopía para realistas, Salamandra, Madrid, 2017.
Sobre el autor:
Alejandro Galliano es ensayista y crítico cultural. Es colaborador de las revistas Crisis, Panamá y La Vanguardia. Es docente de la cátedra “Historia de los sistemas políticos” en la carrera de Historia de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.